lunes, 11 de marzo de 2019

TED

Eran las seis de la tarde de un sofocante día de agosto y el tedio lo estaba matando. Tomó una cuartilla de papel y un bolígrafo, tras ello se sirvió una generosa jarra de gaseosa de zarzaparrilla sin azúcar con dos cubitos de hielo, encendió el ventilador, se desabrochó la camisa y se dispuso a matar a alguien. 
Ted, aquel escritor fracasado, alcohólico, aunque en proceso de rehabilitación, y recién divorciado, se ganaba de mala manera la vida escribiendo novelas policiacas baratas, que quizás por caridad, le publicaba una editorial marginal que había accedido a tal cosa por la intercesión del padre Gregorio, que era quién estaba a cargo del centro de rehabilitación de alcohólicos de la parroquia de aquel barrio marginal de Buenos Aires. 
Creía haber matado ya de todas las maneras posibles, haber descrito las situaciones más inverosímiles, había dado mil giros a sus tramas convirtiendo en asesinos a los personajes más inofensivos en apariencia; y en aquel momento ya no se le ocurría cómo innovar; así que decidió comenzar a escribir sin tener la menor idea de argumento alguno, de ningún personaje ni de ninguna trama. Dio otro trago al vaso de zarzaparrilla, movió ligeramente el ventilador hacia él y se puso a ello. 
Y cómo no se le ocurría nada decidió escribir un poema:
Tedio, sentimiento del alma apagada, de la frustración de una vida gastada, de la desesperación de las ilusiones y del vacío del pensamiento...
Aunque no le pareció mal esta hilazón de palabras, sintió que conforme iba escribiéndolas una pena honda le atravesaba las entrañas, todos sus más angustiosos recuerdos pasados se  agolparon en sus pensamientos, pugnando por brotar y ser reflejados en aquella página de versos. Y sintió una pena profunda, una angustia vital que le cegó el entendimiento. Buscó desesperadamente una botella, ¡qué más daba si era de vino, de ginebra o de absenta!; pero no halló nada, ni una gota de alcohol, ni un miserable frasco de colonia. La angustia le devoró toda esperanza, frente a él una ventana, más allá el firmamento con todas las estrellas de los hombres fracasados, de los poetas muertos; no lo pensó siquiera y en aquella novela de su vida ahora él era el muerto de su argumento. 
Alli en la calle yacía el cuerpo de un hombre sin rostro y en el cielo una estrella brillaba en la constelación de los poetas muertos.

miércoles, 13 de junio de 2018

Antoine

Cuando tras cuarenta años de ausencia de su país, Antonio volvió a pisar la tierra que lo vio nacer, una emoción como no había sentido en sesenta y nueve años le invadió todo su ser. Se apoderó de él un sentimiento de amor por aquellas cuatro casas desvencijadas y semiderruidas, que un día ya lejano fueron construidas en mitad de un páramo olvidado de Dios. Ahora no eran nada, menos que nada, solo piedras amontonadas simulando formas de lo que alguna vez fueron casas, en las que hubo gentes que nacieron, vivieron, sufrieron, disfrutaron y que, al fin, murieron; hogares llenos de vidas ya desaparecidas de estas tierras; y de la propia vida.

Solo un mísero, abandonado y minúsculo cementerio; no más de diez tumbas, nueve montículos de tierra sin lápida, con nombres ya borrados, y en ellas solo cruces desvencijadas de madera, ya vencidas en la  tierra por mor del tiempo y del olvido. Solo una estaba vacía, semi-excavada o quizás ya medio rellena por el polvo traído por los vientos viajeros que siempre llegan hasta donde nada hay ni nada se espera. Y en la cabecera de aquella fosa anónima, un simple cartel. En él escrita con letras de oro relucientes como el lucero del alba, una frase: «Antonio, aquí desde hace tiempo te espera tu tumba».

martes, 2 de enero de 2018

UNA VIDA DE MIL CINCUENTA AÑOS

Cuando Hans despertó tuvo la impresión de haber dormido durante mil años.

Aturdido y desorientado intentó ponerse en pie y, aunque le costó mucho trabajo, lo consiguió. Fue hasta la cómoda donde tenía su reloj calendario perpetuo y comprobó incrédulo que marcaba las diez de la mañana del día uno de enero del año tres mil deciocho ¡¡¡ Uno de enero de tres mil dieciocho!!!; sin duda aún  continuaba dormido... Se pellizcó en las partes más sensibles de su anatomía y sintió dolor, se mordió el labio y notó el herrumbroso sabor de la sangre, gritó y se oyó, intentó cantar y como siempre se horrorizó.

Y entonces supo que estaba despierto.

Recordaba que cuando se fue a dormir eran las dos de la mañana del treinta y uno de diciembre del año dos mil diecisiete;  mejor dicho ya era del uno de enero de dis mil dieciocho; sí, claro, había comido las uvas con su amigo Fedor, él se había marchado tras escuchar, como en él ya era un ritual,  uno de los conciertos de, concretamente un concierto de Brandenburgo de Johann Sebastian Bach, y después se había marchado.

¡¡¡Mil años habían transcurrido!!!, y entonces... ¡¡¡Él ahora tenía más de mil años!!!... ¿Y de ese milenio qué recuerdos de vida tenía? Ninguno. Solo recordaba algunos retazos de sus primeros cincuenta años de estancia en la tierra: su madre dándole un beso de buenas noches, su padre que le enseñaba a distinguir los pájaros, su trabajo... ¿en qué trabajaba? No lo recordaba. ¿Mujer? ¿Hijos? No sabía...apenas unas siluetas recortadas en la niebla.

Su vida vacía, sí, vacía... ¿ Y...Fedor?...Sí Fedor escuchaba  Bach con él. Así que en mil cincuenta años no había vivido nada.

Se miró y no supo que aspecto tendría su cuerpo, intentó saltar y no pudo, procuró correr y tampoco..., pero ¡podía andar! Y, entonces decidió que si Dios o, quien fuera que lo hubiese querido, le había permitido vivir mil cincuenta años en la nada, ahora, en este día, que lo era de un nuevo año saldría al exterior a vivir ¡¡¡Que nadie sabe si vas a vivir solo un año de plenitud o mil cincuenta de vacío de vida y alma!!!

Y yo, con esta historia, este año de 2018 del Nacimiento de Nuestro Señor, que es el 2056 desde que César comenzar a contar el tiempo, te deseo que lo vivas como si fuera el último, con la plenitud de la vida que aún tienes

Feliz año 

domingo, 31 de diciembre de 2017

¿MUERTE EN EL SAVOY?


No podría decir cuántas noches había gastado en aquel antro de excelsa miseria humana, ni los cientos de horas empleadas en la nebulosa audición de sonidos espectrales generados por músicos gastados tras instrumentos eternos, o en la contemplación de las caleidoscópicas imágenes de coristas sin clorofila, marchitadas por la ausencia de luz y el exceso de atmósfera cargada de humo de habanos, de efluvios de ginebra y whiskies de contrabando; de sudores de palabras gruesas lanzadas sin tino confeccionando nieblas de desesperanza y olvido. Cientos, quizás miles de veladas consumiendo la vida extraída por eternas succiones de tripas de cigarros extrayéndole el ánima; de whiskies bebiéndole las entrañas; y de ginebras mezcladas con el sabor de la saliva de besos con lengua de coristas derretidas de voz y de vida. Cientos, miles de noches de lunas ocultadas por paredes de edificios de verticalidad infinita, y de sombras de callejones traseros, cementerios de ratas devoradas por perros, restos que fueron humanos allí dejados repletos de plomo de venganza y celos. 

Cientos y miles de noches de jadeos expelidos por conciencias condenadas, de frases esputadas en la desesperanza, en el anhelo del próximo trago, de la eterna chupada del siguiente cigarro, de la turbia visión de la bailarina contorneando su artrosis en un postrer esfuerzo antes de exhalar el último aliento, de los músicos gritando  su alegría impostada con cuernos de metales quiméricos.

Y ahora, el portero afirmaba que no lo conocía, tampoco su amigo del alma negra Ernie, el propietario; ni el detective Fuller; tampoco Chef Antoine, el mago de los venenos culinarios; ni las coristas Lorraine Webster, Terry Shelton o Minnie Lindsay, de nada parecían haberle servido aquellas noches de amor hidraúlico; tampoco le reconocieron Tony Aiello ni Micky Nolan, que le amenazaron con su Magnum del calibre cincuenta cuando se acercó a saludarlos. 

Completamente desconcertado atisbó a través de la densa niebla tóxica de humanidad podrida y descubrió a Chester Newman, y lo que le pareció imposible: con él estaba Bob Raphelson, aquel que fuera maestro de Chester y que en palabras de este «llegaba a los tiroteos diez segundos antes que las balas, y que era tan incapaz de vivir en un mundo de buenas noticias que cuando el alcalde pacificó la ciudad, Bobby se marchó de vacaciones a la II Guerra Mundial».
No lograba comprender qué es lo que estaba ocurriéndole, aquel escenario espectral sin duda era el establecimiento de su vida gastada, era el Savoy, pero ni el mismo antro lo reconocía. Desesperado intentó recordar, y entretanto se le escapó una lágrima, y se emocionó al comprender que sus ojos aún eran capaces de amamantar su alma; cuando él los creía secos desde que una maldita noche, allí mismo en el Savoy, el amor de su olvido le incinerara el alma. 

Y fue entonces cuando a su mente vino una imagen, se vio tumbado y a su cuerpo solo le quedaba sitio para el esqueleto de su cadáver. Comprendió que su aparato digestivo y sus pulmones no habían estado a la altura de su aparato emocional y por ello, justo por ello estaba allí en el Savoy, muerto, era por eso por lo que nadie lo reconocía, ellos también estaban muertos, pero no eran reales, sino el producto de su mente que ahora ya no era nada, solo fuego y polvo, o quizás seguía siendo, y en este caso todos aquellos, sus amigos del Savoy, algún día del resto de la eternidad acabarían reconociéndolo. 
Con esa esperanza se subió a su Buick negro y se marchó, quizás para siempre.

Juan Castell, 16 de enero de 2015. Al maestro José Luis Alvite. In Memoriam

Nota: Algunas de las palabras y frases -que en el texto original de Word- están en bastardilla son propiedad del maestro Alvite.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Cuento de Navidad con grinch

Erase una vez un perdido reino de las montañas en el que gobernaba un anciano rey de pelo blanco y largas barbas.

Pocos eran  sus habitantes, pero vivían felices y llenos de dicha desde que el soberano, con ayuda de Reginald, tuvo la idea de construir una fábrica, la más bonita; la que no producía bienes materiales, sólo la felicidad de las gentes. Pues era una factoría de sueños y deseos de Navidad.

Todo Iba bien hasta que aparecio un día, que era de primavera y los campos celebraban el deshielo, un personaje siniestro: un grinch; un monstruo que odiaba la Navidad y que había oído referir que allí, en aquel reino perdido de las montañas, era donde la Navidad fabricaba los sueños.

Y, aquel año, un 24 de diciembre, ese monstruo apagó todas las luces del reino, sembró  el terror y heló los caminos, y nadie pudo salir de sus casas, ni tampoco la fábrica pudo crear sueños.

El Rey, ya muy anciano, dejó escapar una lágrima y un refunfuño, y le dijo al monstruo que dejara de hacer daño, pero poco podía hacer, pues en su reino no había ni policía ni ejército.

Y así, todos, compungidos, asustados y llorosos se disponían a no celebrar la Navidad aquel  año, ni nunca jamás. Y fue entonces cuando apareció Hans, que era un niño ni siquiera adolescente, que nada sabía hacer, solo tocar el tambor. Y con su pequeña figura y su tambor se presentó ante el Rey y le dijo:

-"Majestad yo os puedo ayudar". 

-¿Tú? - respondió el Rey con sorna. 

"¿Me dais una oportunidad?"

Y como nada tenía que perder el Rey lo dejó actuar.

Salió a la calle con sus patines, para no resbalar, y tocó y tocó su tambor por todas partes, y a su paso salieron, primero los pájaros, después conejos y liebres, más tarde las ranas y los patos, algún zorro, y por último los lobos; y por si alguno faltaba también un oso. Y al ritmo del tambor todos marcharon hacia la gruta del grinch. Y este, al escuchar tal parafernalia, salió al exterior alarmado, y cuando vio el ejército de animales, de todas las texturas, de cada una de las especies de la montaña; que incluso los salmones saltaban al ritmo de las ranas, y que además a la cabeza de aquel insólito ejército iba alguien pequeño con un tambor, gritó y gritó, y salió de su gruta, y corrió y corrió, ¡pues venían a cazarlo animales y un niño! ¡Y nada más podía horrorizado en el mundo  que animales inferiores a él! ¡y niños!

Tras ello el Rey nombró al niño jefe de estado y le dio el ministerio de industria de sueños.

 Y aquella noche de Navidad se fabricaron sueños, y el primero que salió de esa factoría en esta noche de Nochebuena me lo regalaron  a mí y yo lo comparto contigo para desearte:

 ¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Ángel Crespo algo más que un poeta de la Mancha

Pequeñas se quedaron tus Patrias, primero la Mancha, después Madrid, y España. Eran tiempos pesados, grises como un país de sol en eclipse, una Patria de ideas de hierro, de metálicas cadenas, de sinrazón e intransigencia.

Te echaron de tu Patria, lo hicieron los de las cadenas, pero también aquellos que vivieron en la impostura, como si trataran de cortarlas. Pero, que nadie se engañe, solo tú te fuiste, no fueron ellos, sino tu hambre de mundo. Oíste que te llamaban, que muchas moradas requerían tu presencia, y a ellas marchaste.

Aunque, hoy, aquí en tu patria, incluso en tu Patria, no son muchos los que aún te recuerden, los que conozcan que fue grande tu obra. Poeta, erudito, ensayista, crítico o traductor. Y, fue por aquí por donde a mí llegaste, como a tantos otros, por tu magna obra de traductor y, entre otros, de Fernando Pessoa.

Había oído hablar de ti antes de eso, vagamente, como un susurro de olvido, como una suave brisa que arrastra los salicores por los campos de la Mancha, tu patria, mi patria; poca cosa para algunos, la más grande de las Patrias para aquel que todos conocen, al que llamaron el Ingenioso Hidalgo, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Pero a ti te quedó pequeña, minúscula incluso, siempre sentiste que tu Patria era el Mundo: Puerto Rico, Seattle, Suecia, Suiza, Portugal, Brasil o Italia. Allí buscaste, y, encontraste —quizá—-aquello que con anhelo ansiabas, pero, siempre en tu alma estuvo tu patria, la tierra de tu infancia, la de un arroyo, unos campos y un molino en Alcolea, en Alcolea de Calatrava:

Veo que la retama deAlcolea
Pernocta junto al Arno
y no sé si se duerme o se alumbra
al sol, pues esta selva
salvaje que ahora piso
¿no es por ventura, dueña
de otros pasos —y cantan
florentinas aquí o alcoleanas
las campanas sonando? Pues tropiezo
Con recados y piedras y girando
—mientras lo veo y toco—
reconozco al pastor de misencinas
cerca del puente, estando
Vigilando la Calle del Infierno
mientras tú le das cuerda
y haces girar al mundo
de dentro de tu tumba florentina.

Florencia, Alcolea; Italia y el Mundo: tu Patria. Alcolea y la Mancha: tu patria.

Viajaste por medio mundo, quizás para ti el universo entero y, de esas tierras, ninguna lengua se resistió a tu afán por conocerlas; te empapaste del saber de sus gentes y, hallaste, estudiaste y tradujiste a los más grandes de ellas. A Petrarca, Dante, Andrade, Cabral de Melo o a Guimaräes Rosa y, al fin, a Fernando Pessoa, quizás fuese él quién te encontrase a ti; paradójico, aquel que tras su regreso de Sudáfrica ya nunca más volviera a abandonar Lisboa y su entorno próximo. Él, no necesitó viajar por el mundo, él era el Mundo, su mente universal, sus otros Fernandos viajaban por él, o, ¿acaso Álvaro de Campos permanecía mucho tiempo varado en puerto?, en cambio, tú viviste en el Mundo, pisándolo con las suelas de tus zapatos, apuntándolo con tu pipa popeyana; pero tú mente regresaba una y otra vez a tu patria, a tu infancia, allá/acá, a la Mancha.

Dijiste que una patria«se elige» y también hablaste de «mi otra patria»:

Mi otra patria en Italia
—la del verbo
y el amor- y en sus calles
jamás cayó de mí
una hoja muerta.
Nunca
puse la mano en una piedra
que no se calentase
ni dije una palabra
que no iluminase por la noche
Una patria se elige
—y una mujer. O llegan,
inevitablemente,
cuando tu soledad las ha ganado.

Dices que «Mi otra patria» y que «una patria se elige», y que tu «otra patria es Italia», «la del verbo». Igual que aquel al que tú tanto amaste como poeta que escribía hablando de su patria: «Mi patria es la lengua portuguesa», y en ese sentido erais hermanos, gracias a vuestro amor y conocimiento del verbo. Y en aquellas noches oscuras, cuando quizás la oscuridad te atenazase con negrura tu alma Pessoana escribiste:

Una calle manchega
donde pocas
veces llueva, los pasos
tengan tiempo de echar
raíces; las paredes
de curtirse de luz
—y a las palabras
no el odio las desdiga

Una calle asomada
al campo —y a otras calles—
y siempre las ventanas
y a las sábana frescas
que esperan un cansancio
noble, de amor y lucha,

Una calle en silencio
con hierba en las aceras
y un recuerdo perdido
que me enrede los pasos.

Dices, que una «se elige», y yo, desde la humildad, te digo, que una patria, tu patria; Tu Patria, siempre te persigue, como contigo lo hizo.

Ángel, ¡cuánto habría dado por haberte conocido!, quizás habrías sido amable conmigo, o puede que no, es posible que me hubieras ignorado. Pudiera ser, que a ti también te ocurriese, si hubieses conocido a Fernando Pessoa. ¿Qué le habrías dicho? Es posible que te hubieras dirigido a él en ingles, o en portugués, habría sido más natural; le hubieras dicho que era para ti más que un honor poder conocer  al autor, al que, con toda tu admiración habías traducido, interpretado y hablado con su voz; y, él, quizás entonces te hubiera contestado diciéndote que no, que él ya lo sabía, puede que incluso te hubiera mostrado un horóscopo, en el que el insignificante hecho de haberte hallado, estuviese fechado con exactitud fractal; te diría que lo sabía, porque él que ya no era nada lo era todo; porque todo es nada y la nada es todo.

¿Y yo?, ¿Habría tenido un papel en esa escena? Yo soy nada de nada comparado contigo, Angel Crespo, y menos que nada de nada si lo hago con Fernando Pessoa; pero, vosotros ya tampoco sois nada, y yo lo soy todo, porque de ambos estoy escribiendo. Estoy vivo y vosotros no, o quizás sea al revés, que yo no sea nada y, en cambio, vosotros viváis y lo hagáis ya para siempre; al menos, lo estáis, en mi mente, al escribir sobre/con vosotros, y en la de aquellos que quizás esto lean.

Se me ocurre, Angel Crespo, que quizás, con la pipa instalada en tu boca, apuntando con ella al puerto de Lisboa, aquel en el que Campos se hallaría embarcando rumbo al Quinto Imperio, le podrías haber dicho a Pessoa:

¿Fernando qué piensas de «ese árbol sin nombre, cuyas hojas son las palabras que ni caen ni nunca mueren aunque las bata el viento, cuyas raíces tocan el corazón y la garganta, cuyo tronco es enorme y cabe en un abrazo?»

Y, él, probablemente permanecería callado, y te serviría un vaso de aguardiente Maceira, e impasible, hubiera continuado escribiendo y, cuando tú hubieses leído aquello, tengo por cierto, que las lágrimas habrían viajado por tu, ya algo ajado rostro y, entonces, habrías sabido que no eras nada. Solo un poeta. Un poeta de la Mancha.




martes, 28 de noviembre de 2017

LA MANADA

Era una noche de tórrido verano, de secos campos de estío, ninguna presa en lontananza y mucha hambre en la manada; en cabeza el líder de la camada, detrás cuatro aspirantes, de calmada espera a la debilidad del macho alfa.

Salen sedientos de sangre, los estómagos con un vacío de ácidos, las bocas segregan saliva, los colmillos se afilan, las garras se arman. Ya bajan por la ladera, ya se oyen sus aullidos en todo el páramo. Todos contienen la respiración, nadie osa salir de su guarida, las madres abrazan a sus crías, y todos tiemblan de miedo.

Ya están todos dispuestos: víctimas y alimañas. Estas escudriñan los campos, saben que los están esperando, que no será fácil el empeño, que podrían regresar de vacío y eso cosa grave sería, pues entre ellos en ese caso habría gran pendencia.

El líder se desespera, los cuatro esbirros lo miran anhelantes, y alguno ya se relame su venganza, pero el macho alfa ha visto una presa y hacia ella dirige a la manada.

Corren y corren, más que eso vuelan, sobre una víctima caen y uno tras otro le colmillos y garras le lanzan  y su tierna carne destrozan,  devoran y arrancan.
Sólo queda su piel, y alguna parte desechada de sus entrañas.

Ellos felices regresan, hartos y muy satisfechos por su gran hazaña.