miércoles, 30 de abril de 2014

Van Gogh

Aquella mañana del 1 de mayo de 2014 sería recordaba en todo el mundo por algo más que por la celebración del día del trabajo, que un desgraciado hecho ocurrido en Chicago más de cien años atrás, diese pie a que se escogiera la fecha como efeméride reivindicativa del valor del sudor de los trabajadores del mundo, de los del libre, porque los otros siempre lo habían sido, según sus próceres. Pues al despuntar el día en las tierras del este, allí donde del astro rey tenía a bien con el permiso del consenso de los creadores de los husos horarios hacer su presencia para inaugurar cada día la fecha que correspondiese en el calendario, y así el primer aviso se dio en Australia, cuando una cadena de televisión de Sydney dio la noticia de que la obra titulada "cabeza de un campesino con gorra" de Vincent Van Gogh había desaparecido de la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, donde hasta la noche anterior se exponía. La noticia no dio tiempo a que fuese digerida, pues en cadena las agencias de noticias, anunciaron desapariciones de obras del mismo pintor en los museos de Melbourne y Perth en la misma Australia, y horas más tarde se fueron  extendiendo como reguero de pólvora las desapariciones de obras del mismo autor y fueron confirmadas en museos como el Central Museum de Utrech, el Gemäldegalerie Neue meister de Dresde, el Museo del Ermitage de San Petersburgo, el Museo Pushkin de Moscú el Musée d Orsay de París; la National Gallery de Londres; el National Museum de Estocolmo; la National Gallery de Escocia; y las 200 pinturas y 400 dibujos del Rijksmuseum Van Gogh de Amsterdam; además alertados los museos americanos y aún en plena noche, se constató la desaparición de todas las obras del pintor existentes en los museos americanos del MOMA y Guggenhein Museum de Nueva York y el Armand Hammer Musseum of Art de Los Ángeles, y así hasta completar la lista de los 189 museos que poseían obras de Van Gogh, y después, alertados los coleccionistas privados, denunciaron la desaparición de un número incontable de obras del genial pintor; aunque inexplicablemente hubo algunas, demasiadas quizás, que no desaparecieron y esto desde el principio dio que pensar a algunos.
El desconcierto y la estupefacción en el mundo del arte y en la sociedad misma fue absoluto, al punto que los gobiernos de todo el mundo alertaron a sus policías para que en el menor plazo posible pudiesen dar una explicación al fenómeno, pero una marea incontrolable de exigencias por parte de la opinión pública, obligó a la convocatoria de una reunión urgente de la Asamblea Plenaria de la ONU, pues los servicios de inteligencia de los países más desarrollados coincidieron que esto podía ser el preámbulo de un ataque terrorista a escala planetaria. La reunión en Nueva York fue un completo fracaso. Ni la CIA, el Mossad, el MI6, o el nuevo KGB tenían la menor idea de qué había ocurrido y quién estaba detrás de ello. Los expertos en arte, los directores de museos, los marchantes; ni siquiera las casas de subastas ni los peristas tenían pista ni sospecha alguna de qué es lo que había ocurrido. Solo que ya no quedaba en el mundo ninguna obra que hubiese sido firmada por Vincent Van Gogh,  y las que quedaron fueron examinadas por los mejores expertos concluyendo que todas eran falsas, e incluso que algunas que habían colgado de las paredes de la más importantes museos, solo eran burdas imitaciones.
Y el pánico se apoderó del mundo, pues se extendió la idea lanzada por los servicios de inteligencia de que el ataque terrorista sería inminente.
A pesar de los esfuerzos conjuntos de todas las potencias mundiales, nada logro averiguarse ni tampoco hubo ningún ataque terrorista a escala global y el mundo continuó siendo un desastre como lo había sido antes del suceso. Todos se olvidaron de Van Gogh, y lo hicieron desaparecer hasta de los textos de historia de la pintura.
Veinte años más tarde en un sótano de una casa que iba a ser derribada, se hallaron más de cuatrocientos cuadros cubiertos de polvo en cajas que llevaban estampado un nombre: Galery d'art Theo V.G.
Un año después, en un antiguo establecimiento hostelero de una población cercana a París llamada Auvers- sur -Oisse, se hallaron junto a una herrumbrosa cama noventa oleos firmados por Vicent Van Gogh.
Y el mundo no salió de su asombro.

lunes, 28 de abril de 2014

Alimañas

El frio húmedo  se colaba por los  resquicios de las viejas ventanas de la destartalada cabaña y penetraba en el cuerpecito de Jimena como si un filo de espada se clavase en sus tiernas carnes, mientras el aullido de los lobos alteraba la quietud de la noche del páramo y alertaba a los perros de que los depredadores estaban acechando a sus presas que eran la razón de su existencia. Los rudos y fieles mastines habían sido entrenados durante generaciones, para dar incluso la vida, en su misión de proteger al ganado de aquellos ancestrales parientes suyos, tornados en enemigos íntimos por mor de la evolución de las especies. Y mientras, la quietud  y la cálida protección del sueño de la niña, se vio turbado por los aterradores aullidos y por un repentino frio que le sacudió el cuerpo, y cuando abrió los ojos sombras chinescas de criaturas fantasmagóricas daban vueltas por las paredes de su habitación, y aterrada, con la voz atenazada por el pánico, y a pesar de que intentó gritar una y otra vez para pronunciar la palabra mamá, de su garganta no salió sonido alguno. Quiso ponerse en pie, correr, huir; pero se hallaba atrapada entre las pieles  que cubrían su cama; y fue entonces cuando vio cómo las sombras se habían materializado en un lobo, luego en un segundo, y hasta en un tercero, y que con ojos de rubíes y dientes de alfanjes de marfil, se aproximaban a su cama con la calma que muestran las alimañas que tienen la confianza de la presa segura. Y Jimena tuvo la certeza de que iba a morir de una forma terrorífica: devorada por los lobos, sin que nadie pudiera socorrerla.
Recordó que su padre las había abandonado, a su madre y a ella,  dejándolas solas a cargo de aquel aprisco de un lugar perdido en el páramo, sin más ayuda que la de  sus perros; y también reparó en que su madre a veces salía por las noches al pueblo cercano, acompañada de algún hombre, casi nunca el mismo,  y que de vez en cuando solía traerlos a casa, y aunque a ella esto le desagradaba profundamente, era demasiado pequeña para poder impedírselo. Y compendió que estaba sola y que moriría devorada por aquellas terribles bestias, sin que nadie pudiera socorrerla.
De pronto, sintió un malestar indescriptible junto con un insoportable olor a alcohol mezclado con tabaco, y a sudor rancio que surgía de las pieles que cubrían su  cama, y del aliento de las alimañas, que ya estaban tan próximas a ella, que incluso podía percibir su denso calor dulzón. Y fue entonces cuando sintió un dolor lacerante en su entrepierna, que  la penetraba hasta lo más profundo de sus entrañas, al tiempo que una fuerte opresión en la garganta le cortó la respiración.
Prácticamente al borde de la muerte, vio cómo los tres lobos se lanzaban hacia ella, y las pieles de su cama la atrapaban, inmovilizándola. Y en ese momento supremo, los tres mastines se abalanzaron sobre los lobos, y de una sola dentellada, cada uno de los perros partió el cuello del lobo que le correspondió en suerte, cayendo los cadáveres de las terribles fieras inanes al suelo de roble de la cabaña.
El equipo de la UVI móvil hizo heroicas maniobras de reanimación para devolver a la vida a Jimena, a la vez que trataban de contener la hemorragia que le había producido la terrible agresión sexual de aquellos tres malnacidos, que afortunadamente habían sido abatidos por tres certeros disparos de la policía, cuando intentaron defenderse de los agentes con sus armas de fuego.
Pero toda aquella intervención de los servicios de emergencia y de la policía, hubiera sido baldía,  si no hubiera sido porque "Dolar", el perro de la raza American Stanforshire Terrier, propiedad de Jimena, no hubiera alertado a un pastor que dio el aviso a la policía, y después sacrificara su vida enfrentándose a los  tres miserables que hubieron de utilizar sus armas, pero vendiendo cara su vida, e impidiendo que el segundo y el tercero de los miserables sayones pudieran seguir mancillando a Jimena, y esta, antes de perder la consciencia, se abrazó a su perro y susurrando a su oído, le señaló el camino de regreso a su estrella.

domingo, 27 de abril de 2014

Amed

Acomodado en su amplio asiento de pasillo de first class de aquel vuelo de American Airlines, miró la cara extasiada de felicidad de su hija Zaida que iniciaba la materializacion de su sueño desde que él, su padre Amed, se lo prometiera para cuando celebrase su décimo cumpleaños, y este era viajar a Orlando,en La Florida, para visitar el parque de atracciones de Disney World, que para ella, una niña Saudí,  educada en la más estricta norma suní era un imposible. Pero Amed había estudiado medicina en la Universidad de Sevilla, en España, y aparte de haber aprendido a querer a gentes de otra religión, en la antigua Isbilia musulmana transmutada en tierra de María Santísima, comprendió que no hay nada más preciado para un hombre, que poder vivir en libertad, tener la opción de cambiar gobiernos y de creer en uno u otro dios, o en ninguno, y sobre todo poder manifestarlo ante todos o no, pero en suma, disponer de la opción de hacerlo. Y se prometió que cuando regresase a su país, a aquella sociedad medieval esclavista y liberticida, él, en la intimidad de su familia, viviría en el respeto a los demás y en el amor a la libertad de todos los seres humanos. Desgraciadamente su esposa Adila nunca lo comprendió y lo tachó de mal musulmán, y a pesar de que procuró con todas sus fuerzas convencerla de que aquella sociedad la esclavizaba a ella incluso más que a él, Adila llegó a insinuarle que si persistia en su sinrazón acabaria denunciándolo. Pero por suerte en aquel tiempo quedó embarazada, y el nacimiento de Zaida mantuvo una tensa paz en el hogar durante tres años, transcurridos los cuales, Amed haciendo uso de uno de los privilegios que aquella sociedad le permitia, y que el detestaba, la repudió y se quedó con la niña. Ciertamente que no se sentía orgulloso de aquello, pero lo consideró un mal menor. Ante todo estaba el futuro de su hija y el disfrute de la libertad por parte de ambos.
Pero ahora, cuando veía los cabellos negros como el azabache de su hija, refulgiendo por los rayos vírgenes del sol  de la troposfera, sabía que todo había merecido la pena. Se sentía plenamente dichoso al contemplar la faz radiante de felicidad de su hija, ilusionada por visitar el país de la libertad; aunque en su mente infantil eso no significase otra cosa que un parque de atracciones. Pero Amed no tenía como destino Disney Word, solo sería el cumplimiento de una promesa, y la puerta de entrada al país en el que pensaba pasar el resto de su vida, junto a su hija Zaida.
Completamente feliz con estas reflexiones estaba, cuando vio que tres pasajeros se situaban en ambos extremos del pasillo del avión, y que al grito de Allahu Akbar! -Alá es Grande-, esgrimían extrañas armas que parecían de fuego,  y en un  inglés con fuerte acento árabe Saudí, explicaron que eran muyahidines y que todos los que allí estaban y que no fueran creyentes irían directos a “jahannam” -el infierno para los musulmanes-, y aquellos que fuesen creyentes deberían regocijarse, pues ya pronto estarían en el paraíso. Pero que en cualquier caso todos morirían, fue lo que le quedó claro a Amed que era lo que querían transmitir, y no parecía que fuesen a negociar nada a cambio de su libertad.
El terror se extendió por el pasaje y el recuerdo aún no lejano del 11-S fue compartido por todos, a la vez que las primeras reacciones de histeria se hicieron patentes, y que los soldados de Alá resolvieron con un disparo certero a un pasajero, y con otro  a  una mujer de edad avanzada que no cesaba de gritar; y esto fue medicina efectiva para que a partir de entonces se hiciese el silencio.
Amed miró a su hija y comprobó con desolación que el rostro otrora feliz se había transformado con un gesto de puro terror y desesperación, y esto le conmovió al punto de que supo que daría la vida para evitar el sufrimiento de su querida Adila, y por imposible que pareciese debería actuar para intentar revertir aquella situación.
Se puso en pie y haciendo caso omiso a las advertencias de uno de los muyahidines, que le apuntaba con un arma completamente fuera de sí, repitiéndole en inglés que iba a matarlo, Amed al grito de Allahu Akbar!, tomó a su hija de la mano y abandonando sus asientos como poseido por una fuerza  sobrenatural, comenzó a recitar en un árabe perfecto un pasaje muy concreto del Corán:
"Por esto les decretamos a los hijos de Israel que quien matara a alguien, sin ser a cambio de otro o por haber corrompido en la tierra, sería como haber matado a la humanidad entera. Y quien lo salvara, sería como haber salvado a la humanidad entera". Corán cinco; treinta y dos.
Y ante el desconcierto del individuo y alzando aun más la voz, Amed volvió a repetir la sura, y los otros dos muyahaidines viendo la  escena se aproximaron, pero Amed alzando a su hija a la altura de su cabeza, repetía una y otra vez la sura en una retahíla que parecía salida de la garganta de un enloquecido almuecin, y cuando los terroristas se dispusieron a acabar con la voz que repetía la sura como un castigo de Dios, el muyahidin que estaba completamente abducido por las palabras de Amed, se revolvio contra sus camaradas disparando su arma contra la cabeza de uno, al tiempo que ensartaba el corazón del otro con su alfange, y después postrándose a los pies de Zaida rompió a llorar.
Y cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto más cercano, que era el de Fiumiccino en Roma, tras prestar declaración y ser aclamado como un héroe, Amed burló a todos, incluída la prensa, y llevando de la mano a su hija Zaida, tomó un taxi, buscó una mezquita y allí oró a Alá.

sábado, 26 de abril de 2014

Sudán del Sur

Tenía tanta hambre que se comería sus propios dedos de uno en uno si tuviera fuerzas para masticarlos, Ni siquiera podía llamarse hambre a aquello que sufría, sería un eufemismo, pues cuando alguien piensa en comerse a sí mismo es que se ha llegado al extremo de la desesperación fisiológica, que es la que precede a dejarse acunar en los brazos de la muerte.

Cuando Riek y su familia abandonaron su mísera  vivienda de un arrabal de Bentiu, lo hicieron huyendo de las tropas gubernamentales del presidente Salva Kiir, tras sufrir el acoso del rebelde y antiguo vicepresidente del anterior, Riek Machar. Lo único que compendió Riek era que muchos de ellos no sobrevivirían a aquella locura. Y de momento no se estaba equivocando, pues de sus tres hijos uno ya había muerto de diarrea, mientras que los otros dos estaban tan famélicos como él y su esposa Mara. Y ahora recostado bajo la sombra de un baobab recordaba los tiempos felices en los que los dinka vivían  en las orillas del Nilo Blanco, dedicados al transporte de mercancías por la arteria de vida de esta parte de África, hasta que la invasión de los musulmanes del norte, primero, y la guerra civil en el sur, después, habían ocasionado las grandes migraciones interiores, la guerra fratricida y la hambruna; y ahora él, descendiente de los orgullosos dinka se veía asomado al precipicio de la extinción, de la forma más miserable que para cualquier ser humano cupiese imaginar: morirían de diarrea o de hambre.

Con unas improvisadas parihuelas transportaba el cadáver de su hija Mara, más con el alma que con sus músculos, que ya hacía días que casi no le respondían; mientras que sus dos pequeños, Valerio y Kornelio, de la mano escuálida de su madre, arrastraban sus pies por el sendero de la muerte.
Sus tres hijos habían sido bautizados en la fe de Cristo y quizás por eso deberían morir, pero esa hubiera sido la razón unos años antes, ahora ni esa explicaba por qué ellos y tantos otros estaban siendo masacrados. El petróleo, o pudiera ser que el mero hecho de ser africanos, de un joven y ya maldito país como Sudán del Sur, fuese motivo para que no tuviesen más futuro que dejar de existir.

En un postrer esfuerzo, Riek consiguió caminar hasta una colina, impulsado por el olor inconfundible de su infancia, de las sagradas aguas del Nilo Blanco, y con esa fuerza interior lograron alcanzar la ribera, y fue entonces cuando tuvieron la primera ayuda de Dios, pues una embarcación nativa construida con el tronco hueco de un gran árbol, se hallaba varada entre la vegetación de la orilla, y Riek impulsado por una renacida fuerza sobrenatural, tomó el cadáver de su pequeña, primero, a su esposa Mara después, y a sus dos hijos varones en último lugar; y tras ello subió a la embarcación empujándo seguramente con  las últimas fuerzas  que le restaban, dejando que la corriente hiciese el resto.

Impulsada por la fuerza de mil reactores, aquella fantasmagórica nave surcó las aguas sin apenas rozarlas, y Riek vio pasar bosques y sabanas;  meandros, rápidos y aguas tranquilas; vio juntarse las aguas del Nilo Blanco con el Azul; cruzar fronteras; traspasar el tiempo y como en un sueño de mil sueños, vio que la primitiva embarcación hecha con un tronco, se había tornado en barco de faraones, que tras atravesar el Nilo de los tiempos se detenía en el muelle del majestuoso puerto de Tebas. Y allí  una comitiva fastuosa  a cuya cabeza iba un hombre con cabeza de chacal, impecablemente vestido, y que en su mano derecha portaba un báculo, le hizo un ostensible gesto de bienvenida, invitándoloslos a descender del navío. Y fue entonces cuando Riek contempló que su esposa Mara iba vestida de gala con ropas bordadas de oro, y sus dos hijos ataviados de la guisa de los guerreros; mientras que su hija resucitada resplandecía con una túnica tupida de pétalos de flores de nácar, y todos caminaron con pausada calma hacia los brazos extendidos de Anubis, que con su báculo de oro les franqueaba el paso a la ciudad de los muertos.

Simplemente un cínico


Desde ya hacía cuarenta años, sin faltar más días que el del entierro de su madre, cuando le operaron de apendicitis, y con el paréntesis del servicio militar, cada día Tesifonte hacía el mismo recorrido con su rebaño de ovejas; caminaba casi matemáticamente los mismos pasos, quizás últimamente algunos más pues su zancada se había acortado por efectos de la edad; vadeaba el arroyo por el mismo sitio, cuando este llevaba agua; y se detenía en los mismos prados, en función de la temporada del año en la que se encontrara; bebía de la misma bota vino con gaseosa; comía el mismo menú diario, uno para cada día de la semana; y contemplaba los mismos paisajes, el que tocase según la estación del año; y miraba al mismo Sol y a distintas nubes, aunque él creía que siempre eran las mismas que daban vueltas alrededor de la Tierra. Todo en cuarenta años, salvo las breves interrupciones mencionadas, era exactamente igual; excepto tres cosas: él, las ovejas y el libro que cada día o cada dos –en función del grosor y la densidad intelectual del texto que contuviera- leía.

Vivía solo, sin familia desde que su madre murió de una extraña enfermedad que el médico del pueblo no supo diagnosticar y aún menos tratar; su padre los había dejado cuando él apenas contaba con cinco años, y su madre le dijo que se había perdido en el monte y nunca lo había hallado, pero un día sorprendió en una conversación a Remigio y a Bartolo, que referían que su padre un día dijo que iba a comprar tabaco mientras se enfriaba la sopa del cocido, y que no había regresado nunca más; aunque él decidió quedarse con la versión que le había dado su madre, en el fondo sabía que la verdad era la de Remigio y Bartolo. Se preguntarán si alguna vez pretendió a alguna joven o si lo pretendieron a él, y esto no lo tenía claro, podría decirse que sí; pero no en el sentido que el común entiende por tener una relación. Sucedió justo el día anterior a su partida a Cerro Muriano, en la Sierra de Córdoba, dónde sirvió en el ejército, y ocurrió que mientras cuidaba las ovejas en su despedida del oficio por un tiempo, leía a Heráclito, y fue entonces cuando se le acercó una joven a la que él nunca antes había visto, por lo que dedujo que era forastera. Era ella más bien menuda, más flaca que entrada en carnes, más morena que rubia, y más guapa que fea, de sus ojos poco recordaba, ni de su pelo; pues en aquel tiempo aún no había comenzado a leer a los poetas y narradores románticos centroeuropeos, ya que se había centrado en los clásicos griegos; pero con predilección en los filósofos, y si estos hablaban de la hermosura lo hacían de una forma que quizás el no entendiera que podría ir referida a las mozas de su tierra. Lo cierto fue que la joven permaneció junto a él callada, después supuso que en espera de que él hablara primero; pero era tal su inexperiencia en el trato con el sexo contrario que quedó mudo, y así permanecieron durante cinco largas e interminables horas, transcurridas las cuales la joven se irguió, lo miró fijamente y le dijo: “He sido enviada por alguien para que pudieras tener pareja y procrearas, pero veo que no tienes interés, por lo que volveré al lugar por el que he venido y tú quedarás exclusivamente para lo que sirves, que es para cuidar ovejas y para leer”.

Aquello de “para cuidar ovejas y para leer”, le llevó a Tesifonte a reflexionar durante los dos años y tres meses que le comió su breve tiempo de existencia en la tierra aquel servicio militar, y a tanto llegaron sus cavilaciones, que cuando le instruían en el paso al unísono para formar ejército, y el sargento gritaba “¡derecha!”, el justo la mitad de las veces giraba a la derecha y la otra a la izquierda; exactamente sucedía cuando la orden era “¡izquierda!, o “¡alto!, o “¡descaaaanseen!”; pero el problema vino un día que tuvieron que lanzar una granada, y justo en el momento en el que quitó el pasador que sujetaba la anilla que servía de detonador del explosivo, Tesifonte, llegó a la conclusión de que solo los que cuidaban ovejas serían capaces de comprender a los filósofos de la Escuela Cínica, y tan excitado se sintió al llegar a esta conclusión que soltó el pasador, y una oportuna patada que le propinó el cabo primero que estaba situado justo a su lado, hizo que la granada saltase cinco metros por encima de sus cabezas, en un chut digno de un crack futbolero, y eso les salvó la vida. A pesar de que tuvo un arresto de tres meses por intento de homicidio en grado de frustración contra un sargento, un cabo primero, y tres soldados; permaneció ese tiempo reflexionando sobre los cínicos, y nadie supo cómo pudo hacerse de un libro de Antístenes y otro de Diógenes de Sinope, y de ellos aprendió que la civilización y su forma de vida eran un mal y que la felicidad venía dada siguiendo una vida simple y acorde con la naturaleza, y que el hombre con menos necesidades es el más libre y el más feliz. Comprendió que su ideal era convertirse en la figura de un perro, que esa era su esencia, por la sencillez y la desfachatez de la vida canina, y cuando leyó que Los cínicos solían llevar barba, cayado y alforja y que su modelo era la naturaleza y los animales, recordó las palabras de aquella mujer: “Tú quedarás exclusivamente para lo que sirves, que es para cuidar ovejas y para leer”. Y supo que a partir de ahora sería un cínico.
Y desde entonces es lo que era.
Juan Castell. 25 de abril de 2014.

jueves, 24 de abril de 2014

El diagnóstico


Cuando tras tres días de exámenes médicos, escáneres, resonancias magnéticas y todo tipo de endoscopias; aparte analíticas, cultivos y test psicológicos, concluyeron en su diagnóstico que padecía una writebledding –anglicismo que podría traducirse como hemorragia de escritura- y que me recomendaban como tratamiento dejar de escribir, el mundo se derrumbó ante mí. Me intentaron atemorizar diciéndome que mis estructuras anatómicas cerebrales, la propia fisiología de mi cerebro e incluso mis constantes vitales, estaban a punto de verse seriamente afectadas por mi manía de escribir –como algún grafo-psicólogo definió mi afición por la escritura-; y es más, llegaron a pronosticarme que no me restaban muchos meses de vida en cordura, e incluso de vida en sí misma.

Tras aquel disparatado diagnóstico pedí el alta voluntaria una mañana en la que me habían programado una trepanación en el cráneo para practicarme una biopsia cerebral, a la vez que los psiquiatras, ayudados por sus adláteres psicólogos, me tenían reservado un electroencefalograma, un posible electroshock, y varios test, incluido naturalmente el de Rorschach. Por si aquella pléyade de bárbaros no se bastasen por sí mismos, también me visitó el cura capellán del hospital, el cual concluyó que padecía un grave mal del alma, motivado por mi agnosticismo crónico, que al parecer había detectado por mi negación a confesarme con él, a pesar de la más que probable inminencia de mi muerte definitiva o al menos de la de mi conciencia, si es que llegaba a perder el juicio.

Ya de vuelta, en la habitación del ático en el que vivía gracias a la generosidad de una tía mía que me dejó reposar allí mis huesos, más por olvido de que lo poseía que por auténtica caridad, dispuse lo necesario para hacer lo único que sabía, y aquello que sin duda me seguiría proporcionando el impulso vital para seguir navegando por este mar de fango que me había correspondido como hábitat para mi cuerpo y mi alma –si es que aún esta se hallaba presente.
Y con mi rollerball preferido, mis cuartillas galgo y un termo repleto de café recién hecho, me dispuse a poner en riesgo mi propia existencia, desafiando a la ciencia que aquel hospital de la majestuosa ciudad en la que yo vivía, había pronosticado.

Sería por algún extraño medicamento que me hubiesen administrado, quizás por mis ansias por no haberlo podido hacer en el hospital, o más probablemente por el hecho de que me lo habían prohibido bajo pena de muerte o de enajenación mental, pero el irrefrenable ímpetu grafológico me llevó a permanecer tres días con sus tres noches dedicado a la escritura, a tal punto que concluí veinte relatos, cuarenta y cinco poemas, el primer acto de una obra de teatro y hasta varios ripios para un vodevil, y tras ello me desmayé.

Cuando desperté en la UCI del hospital me dijeron que había sufrido una trombosis masiva en la arteria carótida y que tras hacerme un cateterismo habían extraído un trombo compuesto por todas las letras del abecedario con el agravante de que estaba firmemente cohesionado con puntos comas y todo tipo de signos de puntuación lo que le conferían una gravedad extrema pues estos eran fácilmente desprendibles del coágulo principal y podrían afectar a zonas importantes de mi cerebro por lo que me prescribieron un antiagregante ortográfico de reciente diseño consistente en anticuerpos extraídos de escritores que creaban textos de un tirón quiere esto decir que no empleaban signos de puntuación y que con ambos tratamientos el quirúrgico y este cuasiexperimental esperaban que pudiera recuperarme aunque ciertamente quedaría con secuelas y esta vez tuve la suerte de que me atendiese un médico más sabio y comprensivo que los anteriores y me recomendó que siguiese escribiendo tanto cuanto pudiese en cualquier momento y ocasión en la que me encontrase inspirado y si no lo estaba daba igual debía escribir para mantener mi mente despierta activa y evitar el deterioro cognitivo que produce la falta de lectura y de escritura y que podía hacerlo de igual forma con lápiz máquina de escribir u ordenador pero que no utilizase ningún signo de puntuación y solo me permitía los acentos pues estos van tan íntimamente adheridos a las palabras que no es fácil que se desprendan también la vírgula de la eñe pues esta forma parte del campo gravitatorio de la n y tampoco puede desprenderse lo mismo reza para el punto sobre las íes pero ningún otro signo que estos y las propias letras del abecedario me serían ya permitidas y cómo ven desde ese momento he seguido su consejo y es así como ahora escribo 

Juan Castell 24 de abril de 2014

miércoles, 23 de abril de 2014

El ermitaño

Desencantado del mundo en el que hasta ahora había vivido, hastiado de su trabajo en aquel maldito banco, en el que las ganancias se medían en libras de la carne de los incautos clientes y en litros de sangre de los forzados galeotes bancarios; engañado por su mujer y traicionado por los que había creído sus amigos, y tras asistir atónito a la derrota del club de sus amores, el Indianos FC, frente al Chilasea CF, nada menos que en la final del campeonato de Rajputa; Rashmaninov Santaputra decidió retirarse al bosque de la Calma Chicha, sin más bagaje que sus manos vírgenes de trabajo manual, su mente naive en lo que a supervivencia en medio hostil se refería, y una navaja suiza Victorinox de más de veinte usos, que casualmente le había correspondido como premio a la productividad en la venta de acciones preferentes. Buscó un lugar apropiado y lo halló junto a un arroyo cuyas riveras estaban pobladas de juncos, carrizos y anea, y en sus aguas saltaban las ranas, y algún sapo; y crecían los renacuajos de las unas y de los otros; y también algún galápago o rana - que esto tampoco sabría distinguirlo Rashmaninov Santaputra-; pues fue allí mismo donde decidió iniciarse en la masonería, pero en el grado de maestro, pues estaba solo; y lo haría construyendo su propia catedral,  que seria un intento de choza con aquellos materiales que a su alcance se hallaban. Más de tres días le llevó armar una especie de tipi indio de tamaño infantil, y una inoportuna tormenta lo destruyó al cuarto día. Hambriento como un lobo intentó cazar todo lo que andaba, saltaba, se arrastraba o volaba,  pero solo consiguió atrapar algún saltamontes. Intentó buscar frutas, bayas o setas, aunque escasamente logró chupar la raíz de algún junco. Al menos tenía agua -intentó consolarse-, pero tras diez días de fracasos supo que o volvía a su vida anterior o no tardaría en morir abrasado por el sol o asesinado por un enjambre de abejas, o simplemente mordido por una víbora cornuda, que tan abundantes eran por esos campos.
Aquella noche, la de su derrota completa, observaba las estrellas mientras temblaba por los  escalofríos producidos por la fiebre que le atenazaba en lo que parecía anunciar su pronto final. Sintió que ni le  quedaban fuerzas para volver al mundo ni quería hacerlo, prefería morir allí como un lobo herido o quizá como un simple sapo varado en el barro, antes que regresar a su vida de depredador depredado.
Y en ello estaba cuando una figura fantasmagórica o quizás celestial se apareció ante él, y sin dar crédito a lo  que sus ojos febriles transmitian a su mente obnubilada, procuró acercarse más a aquel espectro que resplandecía como una estrella caída del cielo o como mil luciérnagas cargadas de la luz de cien rayos. Y comprobó lo imposible: un ciervo de dieciocho puntas que brillaba con una luz fluorescente de un color imposible y con una luminosidad tal como si hubiera sido extraído del mismo Sol, y sintiéndose atraído hacia aquella bestia celestial - o quizás diabólica- caminó tras ella, luego corrió y voló...,y en lo que le pareció un instante se vio fundido con el astro rey y sintió en todo su ser la paz infinita.

lunes, 21 de abril de 2014

Con ojos glaucos

Estaba apurando la enésima copa de aguardiente Macieira en aquel tugurio infecto del barrio más lúgubre de la más melancólica de las ciudades de la vieja Europa, y al borde de la ruptura con la realidad consciente, a su mente llegó una revelación: así no podía continuar. Tan simple como eso y tan imposible para la mayoría de los mortales que se hallaban en trance parecido.
Sin más dilación recorrió el trecho que le separaba del cuartucho que tenia como vivienda, cogió ropa para un cambio, peine, gomina y cepillo de dientes; su cuaderno negro, su pluma y un libro. Abrió la ventana para que el viento húmedo de la madrugada disipase aquella atmósfera de desesperanza y de muerte. Después salió dando un portazo a la cancela de su mazmorra y dirigiéndose al puerto tomó el primer barco en el que lo admitieron como grumete. Y allí en su camarote compartido con seis marineros, reconfortado con el olor a sudor de libertad, abrió el petate, extrajo su libro y con sus ojos tornados glaucos por la esperanza renacida en él, leyó diez páginas del único libro que había considerado digno de salvar de  entre los de su biblioteca y este era "El libro del desasosiego" de Fernando Pessoa.

sábado, 19 de abril de 2014

La página en blanco

Su vida se había convertido en un completo desastre, tanto, que ni siquiera seria capaz de escribir todo lo que le ocurría sabiendo que en el cajón de su escritorio tenia un Colt 45. Pero alli seguia, aún vivo, lo que suponía que tenia que ganarse el sustento de la única forma que sabía, y no era otra que escribiendo su columna en el diario de mayor tirada del país. Y eso debía hacerlo todos los días de la semana de lunes a viernes, y en esta tarde del jueves su cerebro había agotado toda su capacidad creativa, y allí estaba a tres horas del cierre de la edición, sin la mejor inspiración y carente de cualquier interés por nada de lo que sucediese en su entorno. Esto ya le venía sucediendo con demasiada frecuencia desde que su mujer lo abandonó, y él en venganza dejó el alcohol, y el tabaco, lo que condujo a que sus amigos de borracheras también lo abandonaran y que incluso la estanquera le retirara la palabra. Pero ahora el problema estaba en completar las trescientas cincuenta palabras pactadas para la maldita columna.
Dos horas le restaban y estaba convencido de que la parte de su cerebro que generaba su capacidad para escribir, definitivamente se había secado. Buscó en los cajones y en las estanterias  con la esperanza de hallar algún texto desechado, pero solo halló basura literaria. Pensó llamar al diario y decir que estaba gravemente enfermo, pero su contrato no contemplaba la posibilidad de enfermar, así que concluyó que la única salida digna a la situación y de paso a su propia existencia, se hallaba en el cajón de su escritorio.
Había superado el medio siglo de vida, lo cual era mucho para casi todo, pero no para resistir sin inspiración hasta que pudiese abandonar este mundo por causas naturales, pues para eso pudiera ser que hasta fuera aún muy joven, si es que la naturaleza le tuviera reservado vivir hasta los noventa. Así que concluyó que el Colt era la solución. 
Pero no podía irse definitivamente de este mundo sin dejar unas palabras, no sería propio de un escritor morir callado, debía dejar su epitafio manchado con la sangre que a buen seguro sapilcaría toda la estancia, como venia siendo habitual en estos casos. Y se dispuso a ello.
Inició el escrito remontándose a los años felices de su infancia, sin duda los más venturosos de su vida, continuó con... su primera novia y su  primer fracaso, con su paso por la universidad y sus repetidos nuevos fracasos...y continuó con más fracasos ... De  hecho todo en su vida le pareció fallido, ni un triunfo, nada parecía que hubiera válido la pena en su absurda existencia ... no era necesario continuar -pensó-, por lo que decidió destruir su nota de suicidio y proceder a dar por finalizado el naufragio de su vida.
Abrió el cajón, extrajo el Colt, buscó la caja que contenía las balas y cogio dos, pues pensó que en ningún caso tendría ocasión de utilizar más, de hecho ya le sobraba una. introdujo los proyectiles en el  tambor y se aseguró de que el primero entrase en la recámara, después se desabrochó la camisa y se quitó la corbata,  y fue entonces cuando recordó algo... no quería hacer ruido,  por ello  pensó que si se tapaba la cabeza con un edredón doblado y colocaba el revólver  debajo apoyado en su sien, amortiguaría la explosión y pasaría desapercibido hasta que alguien lo echara de menos. Daba igual, pero no le apetecía que aquella noche nadie importunara su cadáver.
Parecerá ridículo, absurdo e incluso patético, pero justo en el momento en el que se disponía a ejecutar el número final del espectáculo de su existencia, sonó en su smartphone el tono indicativo de que había recibido un correo electrónico,  y por la inercia de estar vivo, sin pensarlo  cogió el aparato, lo encendió, abrió el correo y lo leyó:
"Papi, perdóname por hacer olvidado que hoy es el aniversario del día en el que escribiste aquel cuento que salvó a mi querida amiga Laura del suicidio. Y, sabes?  Ese día para mi ganaste el Premio Nobel de Literatura y el de la Paz, los dos, y mi admiración y amor para siempre, lo sabes, verdad?, aunque a veces te tenga un poco olvidado, pero tú eres y siempre serás mi héroe. Un beso y buenas noches".
Dejó el teléfono, se secó las lágrimas y escribió la crónica más bonita de cuántas hubiera escrito en su vida, con la salvedad de la que había mencionado su hija,  y esa crónica es esta que porque el propio autor me lo pidió y aquí la he reproducido.

Tarantino

Treinta años hacía que aquel tipo la dejó abandonada embarazada a término en un sucio motel de la ruta 66, y ahora, mientras sus mascotas se relamían degustando los últimos restos de aquel malnacido, supo que había merecido la pena haber construido  este magnífico criadero de cocodrilos.

Castor

Castor circulaba por la autopista interestatal regresando a casa tras sus tres días de vacaciones en los que había estado visitando a sus padres, a los cuales hacía más de un año que no veía, y aunque ciertamente que había sido muy emotivo el reencuentro con ellos;  la melancolia y la constatatacion del paso del tiempo le habían compungido el alma al punto de sumirlo en una profunda tristeza,  pero ahora, sabia que debía regresar a su rutina laboral, familiar y vegetal, pues era este su papel en la vida y que como tantos otros, de él no podría escapar.
O si?
No fue una decisión meditada, ni siquiera llevaba dinero, no pensó en lo que dejaba atrás, solo condujo como un poseso hasta el puerto de Baltimore y allí embarcó en el primer carguero que zarpó con rumbo a las islas Marshall. Y quince años después, Castor se había casado con la hija del rey Majel, y tras la muerte de este se convirtió en  el rey Irojj III y fundó una nueva dinastía: la de los reyes Castores.

miércoles, 16 de abril de 2014

El partido del siglo

El partido del siglo
Aquella mañana del 24 de mayo de 2014 iba a ser crucial en la vida de Anselmo. Se levantó temprano, apenas cuando el alba hacia sus primeras intenciones de anunciar su presencia, pero la ansiedad que invadía su ánima le impedía estar por más tiempo sujeto a la cama. Iba a ser este un día diferente a cualquier otro que hubiese vivido.
Él, seguidor acérrimo del FC Mandarina desde su infancia, permanecía ausente al gran evento que esa misma noche en Villapaella iba a enfrentar al equipo de sus amores juveniles con su eterno rival, el Real Melocotón Club de Fútbol , del que todo el país de Torolandia y el universo futbolístico entero estaba pendiente. De hecho más de trescientos periodistas de ciento setenta países se darían cita en el estadio de la ciudad costera de Villapaella, y más de doscientas cadenas de televisión lo retransmitirían en directo. Presidirían el encuentro el mismo rey de Torolandia, Frascuelo I, y el presidente del gobierno, don Sinesínforo Rajas, además de los presidentes de las comunidades autónomas a las que pertenecían ambos equipos contendientes, que eran don Barretina Butifarra y don Oso Madroño, que estarían acompañados por el presidente de la FIFA, don Pantagruel Soberano; y el de la UEFA, don Gargantua J.B Walker.
Pero Anselmo ya no era el mismo que en su infancia y adolescencia se arrancaba mechones de su cabello cuando algún delantero de su equipo fallaba un penalti, o cuando por una pifia del guardameta del Mandarina FC perdían un partido. Algo debió ocurrir en su mente cuando unos años antes camino de Tabasco de Petaca cayó de su bicicleta golpeándose el occipucio con una roca, que por cierto estaba plagada de trilobites, y uno de ellos de nombre Asafus se le quedó incrustado en el cráneo y a punto estuvo incluso de causarle graves secuelas neurológicas, pero en vez de ello se aficionó a la paleontología y aborreció el fútbol.
Y a tanto llegó su obsesión por la prospección de fósiles, que todos sus recursos los invertía en viajar allá dónde le hablaban que había un yacimiento, y cambiaba, compraba y vendía para adquirir aquellos ejemplares que le faltaban en su colección. Pero había un espécimen que se le resistía. Había buscado durante jornadas interminables en el lugar donde se habían hallado los únicos ejemplares que se conocían, intentó comprarlo, pero su precio era astronómico, y pasaba las tardes de los sábados y domingos, desde hacía ya dos meses, enteramente, frente a la vitrina del museo de Ciencias Naturales de la localidad de Viso del Puerto Muradal observando embobado el ejemplar que allí se exponía. Al punto que le llamaron la atención, e incluso un día avisaron
al médico de guardia, el cual le diagnóstico que padecía un gravísimo cuadro de síndrome de Sthendal, le recomendó que se hiciese socio del equipo de futbol de la localidad y abandonase su afición a la paleontología. Y fue ese día cuando se le ocurrió un plan. Y desde entonces solo vivió esperando el momento de ejecutarlo.
Como el médico le había recomendado se hizo socio del club de fútbol de la localidad, además también se afilió a la peña que en una ciudad vecina existía de su antiguo club, el FC Mandarina, e incluso optó por vestir siempre con los colores del equipo, y todos pensaron que ya estaba curado.
                 Y este día en el que se jugaba la final de la copa de su majestad el rey Frascuelo I de Torolandia, todo estaba preparado en la peña del club en la vecina ciudad de Vallerocoso, y desde el Viso del Puerto del Muradal un pequeño microbús transportaría a los peñistas para presenciar el partido en la sede de la peña del club.
Pero Anselmo tenía otros planes. Y dos horas antes del inicio del partido se vistió de forma apropiada: mono azul, pasamontañas, cuerda, garfio, ganzúa, linterna, martillo, tenazas, y varios rollos de cinta aislante. Hizo una llamada y se disculpó ante sus amigos alegando padecer un cuadro de diarrea aguda, seguramente provocada por los nervios del partido, y explicó que prefería verlo en casa, pues de esa guisa no sería compañía agradable en un espacio tan reducido como el de un microbús. Y hecho esto solo le quedaba esperar que llegase la hora de comienzo del partido: las 21 horas en punto.
Salió a la calle cuando faltaban solo tres minutos para las nueve, y la villa se hallaba desierta, tal como si hubiese caído una bomba de esas que mata a la gente y deja intactos los edificios. Enfiló calle adelante y recorrió unos trescientos metros, después se detuvo, miró a derecha e izquierda y arriba y abajo, sacó la ganzúa, la accionó, empujó la puerta, entró en el edificio, subió dos tramos de escalera, se situó frente a una sala, abrió la puerta, encendió la linterna, sacó el martillo, golpeó el cristal, metió la mano en la vitrina, cogió algo, lo guardó en la mochila, bajó los dos tramos de escalera, recorrió el pasillo, cerró la puerta, miró a derecha e izquierda, arriba y abajo, recorrió los trescientos metros, abrió la puerta de su casa, la cerró, subió el tramo de escalera, abrió la puerta de su lugar secreto, encendió la luz, sacó de su mochila el objeto; y con sumo cuidado lo colocó en el lugar en el que había un cartel que rezaba: «Visocrinus castelli».
Juan Castell. Atónito ante el partido del siglo.

viernes, 11 de abril de 2014

El pequeño pecador

El Pequeño Pecador
Sinesínforo estaba llegando al límite de su paciencia. Cada mañana pensaba que sería la última que podría aguantar a este lado del mundo: el de los vivos. Su existencia se le había hecho insufrible. Se detestaba a sí mismo no menos que al resto de los seres vivos de la especie humana, con los que le había tocado la desgracia de compartir lugar de existencia y época en la Tierra; no así le ocurría con otros habitantes del planeta cuya presencia le resultaba muy satisfactoria, y esto le ocurría especialmente con los perros, las cabras y los loros; aunque cierto era que nunca había poseído uno, y no pareciera que esto ya fuese a ocurrir.
Pensaba que su desgraciada vida estaba marcada desde el día –ya más de cincuenta años atrás- en el que su santa madre en connivencia con su tía y la abstención –como era habitual- de su augusto padre, lo inscribieron en el registro civil con el absurdo nombre de Sinesínforo, del cual no había precedentes en la familia, ni en el pueblo en el que vivían; ni siquiera existía persona alguna que diera fe de haber conocido nunca antes a un Sinesínforo. Hasta el cura párroco de la localidad les desaconsejó el nombre y les dio otras opciones, que estarían mejor vistas a ojos de los parroquianos, tales como Audifaz, Sinforoso, Cleto o Autarco, que eran de uso común en la villa. Pero madre y tía se empeñaron en el inicialmente elegido, pues pensaron que saltar a este santo del día –del que el cura no tenía referencia alguna, a pesar de haber consultado la, por otra parte ciertamente escasa, biblioteca de la casa parroquial- podría acarrearle grandes males al chico. Su padre, que portaba en la cartera con nombre de rancio abolengo en la villa, ¡nada menos que Adalberto!, se conformó porque al ver al pobre niño tan sumamente escuchimizado argumentó que dado que él no le concedía esperanza de supervivencia a la vista de su físico, no gastarían con él un nombre bueno.
A partir de ahí su suerte estaba echada, o al menos eso siempre pensó Sinesínforo. Su más tierna infancia fue un infierno, a su ridículo nombre no ayudaba que fuese el más enclenque y bajito de su clase, y tampoco lo hacía ser de los más aplicados, por lo que se convirtió en el pelele oficial del que todos podían mofarse y agredir, si este era el gusto de unos y de otros.
Suerte para muchos, y desgracia para él, fue que dado que no superaba el metro y medio de estatura quedó exento del servicio militar, lo cual fue la graduación definitiva a su desgracia entre los vecinos de su pueblo. A partir de aquel momento podía olvidarse de que ninguna mujer, por coja, fea o bizca que fuese, osara acercarse a él, y además ya estaba clasificado como el mequetrefe oficial de Granadón de la Mancha, que era como se llamaba la muy noble villa en la que su madre tuvo la ocurrencia con la intervención de su padre y la anuencia de Dios de traerlo al mundo.
Así que con dieciocho años recién cumplidos, tuvo por cierto que si quería seguir viviendo en este mundo con un ápice de dignidad, debería abandonar Granadón sin demora alguna. Y así lo hizo.
Dados sus desconocimiento en lenguas extranjeras, optó por dirigirse a Cádiz y tomar un vapor con destino a Buenos Aires. Y tuvo tanta suerte en la travesía, que el cómitre a primera vista intuyó que aquel individuo de tan escasa estatura, poco porte y buena mollera, le sería perfecto para emplearlo como grumetillo y encargarle aquellas tareas que requiriesen de un individuo así. Y en la experiencia de este lobo de mar, excepto una vez que tuvo un enano muy inteligente –tanto que harto del cómitre desembarcó en Río y después se supo que había hecho carrera como escritor de éxito-, nunca había dispuesto de un sujeto de las características únicas de Sinesínforo.
Y de Sebastopol a Antofagasta; de Adelaida a San Francisco; de babor a estribor y de popa a proa, transcurrieron diez largos años de su vida, hasta que un día cansado de galopar a lomos de ballenas desembarcó en el puerto francés de La Rochelle, y desapareció de la vista de los que habían sido sus compañeros durante dos lustros.
Pero no había desaprovechado tan largo tiempo. Y así trabó gran amistad con Ethien y Pierre, a los que todos los llamaban Grangantúa y Pantagruel por su voracidad en la mesa, y con ellos adquirió un dominio aceptable de la lengua de Moliere; pues aparte de tragones eran buenos conversadores; de Van Dergaerde, holandés por más señas, aprendió a plasmar con lápiz las líneas costeras, primero; las curvas femeninas después, y por fin cualquier objeto o idea que pasase por su mente. Y con este bagaje decidió probar suerte y decidió afincarse en Francia, y más concretamente en París.
Y allí llegó un 14 de julio del año 1913, y le pareció la ciudad más fastuosa y a la vez más festiva del mundo, pues nadie le había advertido que aquel día precisamente se celebraba la fiesta nacional, y esto fue premonitorio de los meses siguientes; pues con sus ahorros más que suficientes se afincó en el barrio de Montmartre y como miel que atrae a las moscas, él lo hizo con pintores y bohemios que pululaban por la Place de Tertre, y que acudían solícitos al Deux Molins, al Moulin de la Galette o el Lapin Agile, donde se dejaba sus buenos francos y a cambio recibía elogios por aquellos fracasados seguidores tardíos de los Nabis o de los incoherents, que aún pululaban a la estela de la fama de los Manet, Renoir o Pisarro, pero que al menos ninguno de los que conoció llegarían a olerla ni de lejos; cierto fue que en una ocasión compartió mesa con Picasso en el Lapin Agile, en una fugaz visita que el genial pintor español hizo a su antiguo barrio, en el que había residido unos años antes, desde donde ahora vivía que era la provenzal Sorgues. Y esto es lo más próximo que estuvo Sinesínforo de alcanzar el éxito.
Como todos podrán comprender a estas alturas de su vida ya no era conocido como Sinesínforo, nombre que nadie, incluidos sus paisanos españoles, era capaz de pronunciar; sino como Petitsin –que textualmente en francés significaba pequeño pecador-, y es que se aficionó de tal manera en aquellos meses a la vida disoluta, al consumo excesivo de vino, champagne y sobre todo absenta; y a las cabareteras, a las artistas del baile y a las del sexo, que fue conocido en todo Montmartre y en el vecino Pigalle; al punto que todo el capital que había atesorado en sus diez años de esforzado trabajo a bordo lo dilapidó en unos meses; pero por suerte el 28 de junio del año siguiente a su llegada, cuando estaba en la ruina absoluta, un suceso iba a cambiar el rumbo de su vida, y ocurrió en Sarajevo, la capital de la región de Bosnia perteneciente al imperio austrohúngaro, allí ese día un miembro de la facción terrorista Mano Negra, llamado Gavrilo Princip, causó la muerte del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona imperial . Y en poco más de un mes una cascada de acontecimientos, propiciado por la red de acuerdos, tratados y ententes existentes entre unos y otros; y los otros contra los unos, de prácticamente todas las naciones de Europa, estalló la que se hizo llamar la Gran Guerra y Sinesínforo, bautizado ahora como pequeño pecador, se vio movilizado; pues aunque no fuese francés tampoco era de ningún otro sitio, y como apátrida fue enrolado en la legión extranjera y enviado al frente donde conocería las más intensas emociones humanas de la vida y también las de la muerte –de otros se entiende.
Como ya le había ocurrido cuando el cómitre del navío en el que se enroló le echó el ojo, algo parecido debió suceder en la oficina de reclutamiento, pues muy al contrario que le había sucedido en la caja de reclutas de su provincia, en España, donde lo habían rechazado para el servicio militar, en este caso los gabachos no hicieron otro tanto, y alguna utilidad pensaron que podrían darle a aquel ser menudo que aparentemente no parecía estar especialmente dotado para el arte de la guerra.
Pero estaban en lo cierto, pues en el dantesco teatro de operaciones del frente del Somme, aquella tumba de barro, donde una intrincada red de trincheras se extendía por más de cuarenta kilómetros y donde dejaron su vida más de trescientos mil hombres, y las bajas superaron el millón, nuestro amigo el petit pecador tuvo un destacado papel. Inicialmente le encomendaron una tarea que le venía que ni pintada, a su estatura naturalmente, y es que sus poco más de metro y medio le permitían recorrer el interior de las trincheras a la carrera, sin tener que preocuparse de ir agachándose en aquellos tramos en los que por cualquier circunstancia la profundidad de las mismas fuese escasa, y así dio un excelente juego en el intercambio de información entre posiciones cuando la presencia física era imprescindible. Pero el coronel que estaba al mando del regimiento, tuvo un día  la ocasión de ver a Sinesínforo en acción,  y se le ocurrió una idea que sin demora transformó en orden. Y así fue como le encomendaron la más peligrosa de las tareas que en aquel frente hubiese, si es que alguna pudiera calificarse así, pues la mera presencia en él ya garantizaba el tránsito al mundo de los muertos.
La tarea que le asignó el coronel era simple: haría de topo con explosivos. Su trabajo consistiría en introducirse por los túneles que horadaban los zapadores entre trinchera propia y enemiga, y colocar una carga de explosivos al otro extremo, dado que su complexión física era la idónea para tan arriesgada misión. Aquellos soldados que realizaban este trabajo no solían sobrevivir tras dos, o a lo sumo tres misiones; pues el enemigo avezado en esta técnica utilizaba los más sofisticadas métodos para detectar la presencia de los topos, y cuando esto ocurría eran estos los que volaban a los que pretendían volarlos a ellos. Pero hete aquí que Sinesínforo hizo el viaje de ida y vuelta nueve veces, y llegó el día en el que le correspondió cumplir la decena, y en este fue cazado. Le introdujeron una carga de dinamita por un orificio horadado en el suelo que atravesaba el estrecho túnel por el que zapeaba nuestro pequeño amigo, y fue tal la explosión que quedó enterrado y dado por muerto, por los unos y por los otros.
Le impusieron la medalla del Marne, pero como no tuvieron cuerpo al que prenderla, se la dieron a un compañero en la esperanza de que pudiera encontrar a su familia; pero este que ni sabía ni le importaba quién era el pequeño pecador se la quedó para él, y pensó que algún rédito ya le sacaría.
Y acabaron los días como francés de Sinesínforo; pero no su estancia en la Tierra; pues de forma milagrosa logró acceder hasta un pozo negro cuya pared se había derruido con la explosión, que al parecer perteneció a una casa de labor que allí se ubicaba, y entre excrementos, raíces de árboles y otros congéneres roedores subterráneos, logró salir al exterior y tras una epopeya, digna de un extenso relato alcanzó la ciudad de Amberes; y desde allí como polizón se embarcó en un navío que iba rumbo a Macao, tras mil penalidades y un intento de ser ahorcado en el mismo buque a la antigua usanza, lo arregló con una ingeniosa treta con el capitán, al que le hizo creer que era un rico noble portugués que había escapado del frente y se dirigía a sus posesiones de ultramar, y que una vez allí le recompensaría con una fortuna por haberlo salvado. Y dado que el capitán no entendía una palabra de español ni de portugués, y que no sería capaz de distinguir a un catalán de un habitante del Algarve, y con la labia de Sinesínforo, no solo lo convenció, sino que el cómitre le dispensó una travesía digna de un príncipe.
Y cuando llegaron a la colonia portuguesa de Macao, Sinesínforo se excusó un momento, escapó del navío y subió a otro que a punto estaba de zarpar con destino a Lisboa, pues se lo oyó decir a un estibador, y de la misma guisa o parecida a como había llegado hasta la ciudad de la China, alcanzó la capital de Portugal, y en la bella Lisboa se instaló cuando ya corría el año de 1917.
Y allí pasaría el resto de sus días hasta hoy, y conocería a las personas que marcarían el resto de su vida, y entre ellas tendría que destacar a Alberto Caeiro, a Álvaro de Campos, a Bernardo Soares y a Ricardo Reis; todos ellos uno y uno eran todos, como acabaría comprendiendo tras varios años de estrecha amistad con el más grande de los escritores en lengua portuguesa: Fernando António Nogueira Pessoa… Pero para eso aun tendrían que transcurrir unos años.
Pasaba ya la treintena larga y se hallaba en una preciosa ciudad de un país que compartía cama con el suyo aunque le diese la espalda, y cuyas lenguas, sus formas de pensar de sentir y de llorar fuesen tan iguales que casi no se parecían en nada. Y él que ya casi podría decirse que las canas le llamaban a la puerta de los poros de su cuero cabelludo contaba con un buen bagaje de experiencias, de lenguas, de conocimiento de gentes, pero sin oficio ni beneficio alguno que pudiera allanarle el camino en la vida; excepto su cuerpo menudo y su sagaz ingenio, y eso tendría que ser suficiente para iniciar una nueva vida en Lisboa.
Pero al contrario de lo que cualquiera hubiera podido pensar de ser tan avispado como era Sinesínforo -dejado atrás ya su apodo del petitsin-, no le iba a resultar sencillo su andadura en la ciudad del Tajo, y así el primer año de su existencia la pasó como estibador en el puerto, lo cual lo recondujo a las experiencias de su infancia y juventud, teniendo que volver a aguantar las chanzas y jerigonzas de los fornidos descargadores de los muelles lisboetas; pues en modo alguno podía él competir con aquellas masas de músculo que pululaban por los muelles, y como ya venía siendo en él común volvía a ser requerido para aquellas tareas en las que se precisaban cuerpos menudos, y al contrario que en otras tareas, en esta eso conllevaba unos menores estipendios, y fue así como se especializó en el manejo de las más peligrosas faenas en las maniobras de carga, y era tal la destreza que mostraba en todo lo que se le encargaba, que el capataz pensó en él para empresas más elevadas y por ello le encomendó la misión de asegurar la estabilidad de las poleas en lo más alto de las grúas, y para ello tenía que trepar como si de un simio se tratase hasta alturas de más de treinta metros, y permanecer allí, ya próximo al cielo –pero al de Dios-, a veces hasta horas; en un trabajo extremadamente peligroso, mal pagado y carente por completo de lustre.
Conforme transcurrían los meses, se sintió atrapado en Lisboa, y se le pasó por la mente regresar a España, incluso retornar a su villa natal, buscar a sus padres, de los que nada sabía desde que partió haría ya más de quince años; pero pronto desechó la idea, entre otros motivos porque además de apátrida continuaba siendo un prófugo para la justicia militar española y no era eso cuestión que hubiese que tomar como baladí, por lo que decidió que allí en Lisboa triunfaría o moriría en el empeño, o cuando menos procuraría subsistir, pero de forma más digna a la que ahora lo estaba haciendo, que tampoco era cosa manca esa.
En una paupérrima pensión en el barrio de la Alfama iba a dar con sus doloridos huesos cada noche Sinesínforo, o como quisiese que ahora se llamase, pues cada cual lo nombraba como le venía en gana. Y así unos lo llamaban Zé, aunque él nunca se llamó Pepe ni dijo a nadie que así se llamara; y otros simplemente garoto. Y él supo que con ello no le decían otra cosa que se había vuelto a convertir en un mequetrefe.
Pasaba los días desde que el lucero del alba vaciaba su orinal hasta que la luna mostraba su cara de plata trabajando en las alturas al borde del abismo en el que se había convertido su vida; y las noches vagando por los tugurios garitos y cafés –las menos-, del Chiado, o de la Alfama, bebiendo aguardiente, las más de las veces, al que llegó a aficionarse de una manera desmedida, y era el de las bodegas Abel Pereira su preferido. Y allí en aquellos tugurios donde se cantaba el fado, se rasgaba una guitarra o se declamaba un poema, pero también se jugaba a las cartas y se trapicheaba con todo tipo de objetos y mercancías –incluida la carne humana-, Sinesínforo gastaba los escudos que jugándose la vida ganaba por el día,  dejando a salvo escasamente la parte alícuota que para el alquiler del miserable cuartucho donde apenas unas horas dejaba descansar sus huesos forrados de nervio y pellejo, y nada restaba para el ahorro en previsión de las malas pasadas que jugaba el albur del destino.
Si alguien le hubiese preguntado qué pensaba de su vida presente y de lo que esperaba de su existencia en el futuro, y aún más si le inquirieran si su deseo era dejar este mundo, él seguramente ni siquiera habría respondido, pues tal era su estado de anomia que regía su vida y el desinterés hasta por cuestionarse su propia existencia. Y solo en aquel aguardiente Pereira encontraba el sentido de su ser, y ni siquiera le gustaba; quizá un poco sí; pero era el pasaporte que aquel espiritoso le proporcionaba para desdoblar su personalidad y convertirse de nada en nadie; y esto significaba que la insoportabilidad de la no existencia humana se tornaba en un regreso a su infancia, a volver a convertirse en un mequetrefe.
Pero aquella vida no podía conducirle a nada, solo que a cualquier día la plúmbea rutina cambiase de rumbo. Y sucedió una mañana de agosto, cuando apenas había comenzado su tarea de mono sabio abrazando cargas en las grúas portuarias, y un amarre se soltó, una cadena balanceó siguiendo los movimientos armónicos a los que la física la obligaba, y un pesado gancho golpeó de refilón en la cabeza de Sinesínforo y de lleno en su pierna derecha, lanzándolo al vacío desde una altura de veinte metros. Y como la desgracia se expende en dosis medidas y un desgraciado por lo general no abandona este mundo de forma tan liviana, quiso el azar que su mortal caída –pues fue de cabeza-, se viese amortiguada por los fardos que en el suelo aguardaban a ser izados, y el resultado fue un politraumatismo con fracturas en ambos miembros, tanto inferiores como superiores; cráneo, varias costillas y un sinnúmero de huesos menores, algunos de los cuales hasta entonces Sinesínforo desconocía su existencia.
Fue trasladado al hospital Doña Estefanía, donde permaneció exactamente tres meses y un día, este último quizá fue el peor de todos; pues había recibido tan exquisito trato y se encontraba tan cómodo en él, que cuando le anunciaron su alta médica, su mezquina existencia le cayó encima como un fardo de los que él subía en el puerto. Y todo se le pasó en aquel día por su mente, incluido el suicidio.
Y la vuelta al mundo resultó como esperaba. Cuando llegó a su mísero alojamiento del barrio de la Alfama recibió la noticia de la patrona de que su cuarto estaba ocupado y que no tenía alojamiento disponible; y tras su insistencia tuvo que soportar que sin más miramientos le dijesen que por allí no querían verlo más. Y otro tanto ocurrió cuando acudió al muelle, y también escuchó que no iban a darle trabajo a un lisiado, y es que él, tan consternado como se hallaba de verse fuera del abrigo del hospital en el que había sido cuidado entre algodones, aún no había tomado conciencia de que ahora a su diminuta complexión física debía añadirle un acortamiento en su pierna derecha, y una limitación en el movimiento de la mano izquierda; por lo que a todos los efectos podría considerársele como un tullido, y como era natural de aquella guisa le sería imposible encontrar un trabajo que requiriese integridad física. Y se preguntó cómo podría ganarse la vida con tan serias limitaciones –se preguntó.
Estuvo días vagando por las calles de Lisboa como lo que era: un mendigo; un sintecho alcohólico, o en vías de serlo. Iba acompañado cuando las limosnas que conseguía a las puertas de las iglesias de Lisboa le daban para comprar algo de aguardiente, de vino o de cualquier otra bebida, espiritosa o no que le hiciese el transitar diario anestesiado de su propia realidad. Al principio frecuentó los conventos donde se dispensaba comida para indigentes como él - sopa boba las más de las veces, y mendrugo de pan, y algún arenque las menos, aunque en ocasiones algún bacalao con patatas le recordó a su estómago que aún existía la gastronomía en el mundo. Pero su estado transcurridos dos meses desde su alta hospitalaria era tan penoso, que no haría falta ser un avezado doctor para vaticinar su propia muerte inminente, si Dios o un buen samaritano enviado por Él no venía a salvarlo.
Y llegó. Y no fue uno cualquiera.
Aquella mañana se situó en la puerta de la iglesia de Santo Estebao en el barrio de la Alfama, y con un platillo de latón al que había adherido un cartel en el que rezaba: “desgraciado tullido de nombre impronunciable y veterano de guerra pide unas monedas para poder comprar aguardiente que me permita no ser consciente de la desgracia de estar vivo, sin necesidad de transgredir el quinto mandamiento de la Ley de Dios y tener que matarme”.
Por qué eligió un texto tan largo y absurdo, fue la conclusión de una reflexión que en un momento de lucidez se hizo esa misma mañana, antes de sentarse en un poyete que había adosado junto a la puerta de la iglesia de Santo Estebao, y era tan simple como: si te sientas a la puerta de una iglesia para pedir limosna, al menos di la verdad. Y eso justamente es lo que había hecho, aunque pudiera parecer largo el mensaje o que no quedase al gusto de la piadosa clientela, la cual probablemente ni leyese los motivos por los que pedía; pues la palabra aguardiente aparecía en el lugar decimosexto de las escritas en el cartel anunciador de su negocio, y ciertamente que no era probable que nadie siguiese leyendo hasta ese punto del discurso.
Pero fuese por esto o por lo contario aquella mañana su herramienta de latón acumuló tal cantidad de monedas, que ni él mismo podía creerlo, y es que fueron tantas que se permitió el lujo de buscar una taberna perdida del barrio de la Alfama, sentarse en una mesa y pedir una botella de aguardiente Abel Pereira, y tras ello se dispuso a pasar una velada con su amante, con la única que le mitigaba el desasosiego en el que se hallaba su mente…, y su alma. Permaneció un tiempo infinito, quizás desde que Dios hizo el mundo y este lo convirtió a él en un detritus orgánico; o pudiera ser que sólo un minuto, o diez, quién podía saberlo, él no; aunque cuando miró el nivel que la superficie del contenido de aguardiente marcaba dentro de la botella de cristal de las bodegas Abel Pereira, tuvo la intuición de que sí habría transcurrido un buen lapso de tiempo.
Atisbó que en una mesa próxima a la que él ocupaba, un hombre de aspecto distinguido, aunque no excesivo, con bigotito bien recortado, pelo engominado, gafas estilo Quevedo y sombrero apoyado en la mesa, al tiempo que leía, compartía consigo mismo una botella de aguardiente Abel Pereira, justo igual que él, y esto hizo que entre el sopor embriagador del tedio de la soledad alcohólica llamase su atención e hiciese que la dirigiera hacia aquel sujeto. Y dentro de las capacidades de observación que aún conservaba, le pareció que se hallaba en trance parecido al suyo, pues el libro que leía, o que traba de leer, cayó de sus manos, a la vez que a punto estuvo de dar con su rostro en el duro metal de la mesa que aguantaba la botella de aguardiente; aunque para fortuna de su cara el sombrero amortiguó el golpe, al tiempo que la botella osciló en su base y cual torre de Pisa liberada de sus cimientos volvió a la verticalidad salvando el preciado contenido, que para ambos seguramente era en aquel momento más preciado que su propia sangre.
Sinesínforo a punto estuvo de levantarse y ayudar a aquel desdichado, pero a tiempo reparó en que no estaba en condiciones de prestar auxilio a nadie; sino más bien que se lo diesen a él, por lo que volvió a sentarse y a escanciar otra generosa cantidad de Pereira en su copa, en espera de que el desdichado –el otro- dijese algo.
Aguardó un buen rato hasta que su vecino comenzó a hablar con la cara aun apoyada en la mesa y sobre su despanzurrado sombrero, y lanzaba las palabras a nadie, con los ojos aún cerrados, y el moflete que estaba apoyado en la mesa aplastado, provocaba que las vocales que intentaba pronunciar se escondieran tras la a y las consonantes se contaran en no más de tres, y por ello a pesar de que. Sinesínforo estuvo atento procurando entender qué es lo que decía, no comprendía nada; hasta  que transcurrido un buen rato reparó en que hablaba en inglés, lengua que él no dominaba como el francés, pero que en sus diez años de travesía logró manejar de forma aceptable, y cambiando su aparato auditivo al modo inglés pudo entender que hablaba de Durban, después de París, luego de un tal Mario, de una revista llamada Orpheu y de un suicidio, y cuando después de eso pronunció el nombre completo de Mario de Sa Carneiro, tuvo por cierto que todo aquello no podría ser casual.
Mario de Sa Carneiro, ¿sería el mismo que conoció en Paris en la colina de Montmartre, justo antes de que los avatares de su vida y la ocurrencia del tal Gavrilo Princip desencadenara la Gran Hecatombe? ¿Quién iba a ser si no? Tenía que despertar a aquel hombre y preguntarle por Durban, por Sa Carneiro, por qué bebía el mismo aguardiente que él, ¿quién era aquel individuo que tenía tantas coincidencias con él, y en cambio parecía tan diferente?
Permaneció balbuciendo palabras, unas más inteligibles que otras durante el cuarto de botella que a Sinesínforo le quedaba, y ya borracho como hacía tiempo que no lo estaba, se levantó y primero de manera suave y después ya en franco zarandeo intentó despertar al desconocido, pero lo único que consiguió fue que el tabernero saltando literalmente la barra tras la que se parapetaba, se dirigiese hacia él profiriendo a gritos una frase: ¡Deje usted tranquilo a don Fernando Pessoa!, a la vez que de un puntapié lo despachó del establecimiento.
Y esa fue la primera vez que Sinesínforo oyó aquel nombre.
 

viernes, 4 de abril de 2014

Alibralia


En un país tan cercano que estaba aquí mismo, vivían unas gentes normales que pasaban sus días, igual que sus noches, respirando, comiendo, trabajando, festejando, sufriendo, amando, odiando y leyendo –estos, los menos. No era un país muy feliz, aunque por sus fiestas pareciese lo contrario, pero tampoco de gente apenada, a pesar de que celebraban grandes ritos funerarios y fastuosas demostraciones procesionales conmemorando la muerte del hijo de su dios. No faltaban los bienes necesarios para llevar una vida digna; aunque tampoco sobraban, y la riqueza estaba mal repartida; pero a pesar de todo, en este país la gente seguía naciendo, viviendo y muriendo, quejándose de pasar su vida en él; pero resistiéndose cuanto podían antes de dejarlo.
Si de algo presumían los ciudadanos de estas tierras era de su extraordinario Sistema Sanitario, que era público y atendía a todos sus ciudadanos, fuesen estos niños, jóvenes, adultos o ancianos; hombres o mujeres; pobres o ricos; incluso a gentes venidas de otras tierras se les atendía con esmero, y por ello aunque algunos de sus ciudadanos protestaban por el gasto que esto suponía, todos se sentían en el fondo muy orgullosos de su Sanidad.

Y así transcurría la vida, entre trabajo y holganza; entre playas y acampadas; bodas, bautizos y entierros; mucha televisión; un poco de cine y escasa lectura; aunque en este país no hubiese aldea, villa o ciudad que no tuviese una biblioteca, bien fuese esta humilde o albergada en el más fastuoso de los edificios que en el lugar hubiera.

Pero un día en el que la primavera fue anunciada por el medio que solían hacerlo en estas tierras, y tras presentar la moda de temporada en la televisión de todos, y anunciar que la posición de la Tierra se hallaba justo en el momento en el que en su rotación nuestro hemisferio entraba en primavera, un avance informativo daba cuenta de la aparición de una serie de casos de una extraña enfermedad, que ya contabilizaba varios centenares de personas afectadas, y que las autoridades sanitarias trasladaban a la población el mensaje de que no había por qué preocuparse, pues estaban trabajando en ello; y que además no se habían producido hasta el momento víctimas mortales.

En el servicio de urgencias de un hospital de la capital del país, aquella mañana habían recibido ya más de cincuenta ingresos de personas que presentaban los mismos síntomas, y aunque estos eran muy alarmantes, objetivamente no parecían revestir gravedad, pues ninguna de las constantes vitales de los enfermos se veía seriamente amenazada.

A los quince días del comienzo de la epidemia, un cincuenta por ciento de la población ya se había visto afectada, y todos los magníficos servicios sanitarios del país estaban completamente desbordados; pero para suerte de todos, el cuadro clínico no duraba más de tres días, y hasta el momento todos se habían recuperado sin complicaciones aparentes, y solo hubo que lamentar algunos accidentes graves, causados por las aglomeraciones de personas y vehículos como consecuencia del pánico que se produjo en la población en los primeros días.

Al mes del inicio de la extraña epidemia, las autoridades pensaban que ya se había afectado toda la población, y transcurrido un mes más, todos se habían recuperado, por lo que se dio por concluida la crisis.

Los laboratorios de todos los hospitales y los más reputados de todas las instituciones del país hicieron los más ímprobos esfuerzos por intentar encontrar el agente causal de la epidemia, pero los hallazgos no eran concluyentes. Se señalaron varios agentes infecciosos como posibles causantes, que se presentaron en un congreso internacional que se llevó a  cabo en la capital del país, justo dos meses después de haber acabado la gran epidemia. Las conclusiones más notables del llamado First Meeting About Unknown Mass Illness Without Deaths And Fully Recovery, fueron que se desconocía el agente causal, aunque se sospechaba de un virus, que afectaba prácticamente al cien por cien de la población, y que la recuperación era total y espontánea, en tres días de media. Además pensaron que ya que se habían reunido allí y aunque sobradamente había estado justificada su presencia por los tres maravillosas jornadas que habían disfrutado en aquella espléndida ciudad, deberían aportar un nombre al síndrome, y así argumentar el dispendio que tal reunión había supuesto; y en ello estuvieron otros tres días, que festejaron aún más si cabe que los precedentes; pues ya habían expuesto todas las ponencias y comunicaciones que habían preparado, por lo que solo quedaba la dialéctica como herramienta de investigación. Pensaron nombrarlo el Síndrome del virus Sin Nombre; pero el Dr. Peto apuntó que ese nombre de Sin Nombre ya estaba adjudicado a un virus de la familia Hanta; el Dr.Feinstein propuso llamarlo Síndrome de Agatha Christie, por el misterio que conllevaba, alguno rió la gracia, pero no lo aprobaron; hubo hasta cien propuestas a cuál de ellas más descabellada, incluso la ocurrencia del Dr. Heinrich que propuso llamarlo SSS, y ocasionó el abandono de la sala de más de cincuenta congresistas de origen judío, sin darle tiempo a justificarse diciendo que reconocía lo poco acertada que había sido su broma; pero que él también tenía origen judío y que la traducción al inglés de su Syndrom Gesundheit Lächeln (Síndrome de la Sonrisa Sanitaria), daba ese acrónimo tan poco conveniente.

Pero en plena batalla dialéctica pugnando por adjudicarle un nombre a tan extraña enfermedad, un epidemiólogo del Centro Nacional de Epidemiología de España se puso en pié, pidió la palabra y cuando se hubo hecho el silencio, dijo: «Propongo llamarlo el Síndrome de Dislexia Completa». Después de ello se levantó y abandonó la sala, y todos los tomaron por un chiflado.

En los meses siguientes todos fueron olvidando el asunto de la epidemia, los medios de comunicación dejaron de dedicarle su tiempo, los científicos se pusieron a otras cosas que consideraron de más enjundia, y los ciudadanos no volvieron a hacer mención de ello, excepto cuando se contaban algún chiste o chascarrillo creado por los cómicos de turno en sus apariciones televisivas al hilo del asunto de la epidemia.

Todos lo habían olvidado; excepto Vicente Rullán, el epidemiólogo del CNE, y dio tanto la lata con el asunto del Síndrome de Dislexia Completa —como él continuaba llamando a la extraña enfermedad—, que acabaron por rescindirle el contrato y ponerlo de patitas en la calle; cualquier cosa antes de oír la sarta de majaderías, incongruencias e ideas absurdas que repetía una y otra vez. Comenzó con aquella inoportuna intervención en el Congreso de la epidemia, continuó pretendiendo organizar seminarios sobre el asunto, intentó publicar varios artículos en distintas revistas científicas que naturalmente todos fueron rechazados, e incluso en un postrer intento pretendió ver al mismo ministro de Sanidad, y esta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia, y una oportuna llamada al director del Instituto de Salud Carlos III, provocó su expulsión del cuerpo de epidemiólogos del Estado.

Y por fin en el país reinó nuevamente la calma y todos volvieron a sus asuntos cotidianos, a la búsqueda de empleo; al pago de la hipoteca; a la educación de sus hijos; a ver la televisión, en suma cada uno a lo suyo…

Pero un día, un avezado periodista que había alcanzado gran fama desde hacía varios lustros por despertar a la ciudadanía cada mañana con un sobresalto, abrió su informativo con la siguiente noticia:

»Nos informan que han sido identificados en todos y cada uno de los lugares del país, tanto en aldeas, como villas o  ciudades, unos extraños edificios en cuyas fachadas reza la palabra «biblioteca», y que tras un examen minucioso por los cuerpos especiales de la policía, han hallado en su interior incontables ejemplares de un extraño objeto compuesto por conjuntos de muchas hojas de papel u otros materiales semejantes que, encuadernados, forman volúmenes.

Y concluyó: «Seguiremos informando»

Juan Castell. 4 de abril de 2014.

jueves, 3 de abril de 2014

En un yoctosegundo


Tres mil seiscientos cincuenta y dos días se cumplían en aquella mañana del 3 de abril del año de Nuestro Señor de 2014, el 2052 desde que César Augusto comenzara a contar los años, cuando Peter, un biólogo nacido en la ciudad de Ithaca, en el Estado de Nueva York, estaba a punto de marcar un hito en la creación.

Desde su nacimiento parecía que hubiese estado predestinado a ello. Ya el hecho de haber venido al mundo en una localidad en la que se ubicaba una de las más prestigiosas universidades de Estados Unidos le confería un carácter premonitorio, pero además el nombre de su villa natal era epónimo de la isla griega de Ítaca, que a su vez lo era del héroe Ítacos, y que según la leyenda fue la patria de Ulises, el hijo de Laertes y Anticlea —y seguramente también de Homero—, y que justamente invirtió diez años —tres mil seiscientos cincuenta y dos días— en su regreso a Ítaca tras su partida de Troya.

César optó por la biología desde su más tierna infancia, cuando gustaba en dar mamporros a todos aquellos que osaban clavar con alfileres a las bellas mariposas en sus muestrarios, o a los que pretendían diseccionar ranas, para que los estudiantes pudiesen apreciar los efímeros latidos de los corazones de los desdichados batracios, que eran cizallados con un certero corte de tijera; y más de una vez esto le trajo severos disgustos, incluida alguna expulsión del colegio con la consiguiente reprimenda paterna. Quizá la continuada visión del justificado maltrato de nuestros biológicamente inferiores congéneres, condenados a nacer, crecer y vivir en animalarios de oscuros o luminosos laboratorios, y las mil y una perrerías pergeñadas por las mentes más preclaras del maltrato animal en aras del progreso científico, habían cincelado en su mente la idea de la creación de vida, y por ello se marcó como el destino final de su fugaz paso por el mundo el conseguir remedar a Dios.

Hacía tiempo que había dejado de discutir con colegas, amigos, o filósofos sus verdaderas intenciones, incluso una vez lo refirió en confesión al último sacerdote con el que habló de sus ideas, justo antes de que abandonara la fe en Dios, o que comenzase a creerse Él, que esto ya no lo sabía ni tampoco le importaba.

Estudió durante muchos años, visitó los mejores centros de excelencia que en el mundo de la genética hubiese, y para ello recurrió a cuantas argucias, tratos y negocios fue preciso; incluidos los ilegales, amorales y si hubiese sido necesario hasta hubiera hecho un pacto con el mismo demonio, pero al contrario de lo que una y otra vez referían los escritores románticos centroeuropeos del diecinueve, a los que él tan aficionado había llegado a ser, nunca se le presentó ningún Mefistófeles que le propusiese hacer un pacto concediéndole la sabiduría a cambio de su alma. Por ello hubo de esforzarse más que ningún otro que él conociera en su tiempo. Renunció a la vida por completo, a la familia, a los hijos, no hubo ningún amor en su vida, y si alguna mujer se le cruzó fugazmente en su existencia, él la rechazó como si del mismo demonio se tratase. También renegó de cualquier afición; excepción hecha de la ya mencionada literatura romántica centroeuropea, quizás en la búsqueda de algún atajo sobrenatural hacia la consecución del saber supremo.
Solo el estudio de la genética le proporcionó la herramienta para la consecución del fin que ahora estaba a punto de lograr, tras los dos lustros de esforzado trabajo. Había diseñado con la ayuda de los mejores ingenieros del MIT y el dinero de un mecenas esquizofrénico, un ordenador cuántico que sería capaz de reproducir un cigoto completo, sin necesidad de utilizar gameto alguno; ni masculino ni femenino; además en su código genético iría impreso todo el conocimiento que hasta el momento el ser humano hubiera generado en su ya larga y a la vez efímera existencia. Y si no era suficiente con ello, un algoritmo que regiría el desarrollo de sus células, haría que sin necesidad de estudio, todo su complejo software biológico se fuese actualizando con el mero contacto con las redes wifi, de una estrictamente seleccionada serie de centros de élite del saber. Además la misma configuración del ADN de esta quimera, haría posible que en este ser el conocimiento se generase con la capacidad de todos los ordenadores que en el mundo existiesen elevados a la enésima potencia, con lo que de facto aquel ser sería…Dios.

Solo tendría que presionar la tecla enter del teclado de su ordenador cuántico y los más de trece mil millones de años transcurridos desde el Big Bang, concluirían su trabajo y crearían—¿nuevamente?— a Dios.
Por fin tres de las preguntas que más habían entretenido el pensamiento filosófico quedarían respondidas en el tiempo que tardase esta cibernética máquina cuántica en generar su divina quimera.

Había comprobado cada uno de los puntos críticos del proceso hasta la nausea mental, y nada había dejado al azar; su equipo de personas ya había concluido su trabajo la noche anterior y habían certificado que el experimento —como así lo llamaron los ignorantes—, funcionaría.
Había exigido estar solo, nadie más que él podría asistir a la creación suprema, después ya se vería, pues ciertamente el futuro no lo había diseñado, ya que pensó que a partir de entonces estaría en las manos de Él, y él criatura ínfima sería solamente el Padre Putativo de Dios.

Extendió su dedo índice de la mano derecha, después lo flexionó; lo volvió a extender y a flexionar, y así hasta diez veces en un ejercicio gimnástico absurdo, quizá motivado por la indecisión y la ansiedad de la creación; a fin de cuentas la Biblia refería que Él se tomó seis días —pensó.

De algún recóndito lugar de su cerebro un grupo de neuronas generó una señal eléctrica que inició el camino de conexiones nerviosas y neuromusculares, que debía activar finalmente el gesto del dedo oprimiendo la tecla que iniciaría el proceso de síntesis de ADN, de células…, gameto…, embrión…, y…Dios

Pero nada de ello ocurrió. Y en el instante en el que su dedo quedó agarrotado en contacto con la tecla iniciática, sintió la inminencia de su muerte, y en una infinitésima fracción de un yoctosegundo comprendió la magnificencia del Universo… y de Dios.

3 de abril de 2014. Juan Castell

miércoles, 2 de abril de 2014

Palindromia


En un país muy cercano para los que en él vivían, donde la luna aparecía por occidente cada mañana y el sol era el dueño de la noche, y en el que la lluvia era de rocío y la nieve de algodón, vivían en sana armonía unos diminutos seres que no eran más grandes que ratones durante la luz lunar del día, y se transformaban en gigantes con la nocturna luz solar; y esto había sido así desde que  el rey Medem fue coronado como soberano del país, hecho que ocurrió mil años antes y desde entonces había permanecido en el trono impertérrito al paso del tiempo. Y aunque nadie sabía por qué Medem no envejecía, algunos decían que era porque no recibía la luz del sol y otros creían que era por lo contrario, pues nadie lo había visto durante el día a la luz de la luna; pero tampoco nadie refería haberlo hecho a la luz del sol.

Todos en Palindromia, que así era como se llamaba este país, desde  que un sabio llegado de unas remotas tierras de Oriente descubrió que aquellas diminutas criaturas de día y gigantes con la noche solar, hablaban solo utilizando palíndromos; aunque ellos no supieron nunca a qué se refería, pero fue tanta la gracia que aquella reflexión del sabio les hizo, que decidieron cambiar el nombre del país, y a partir de entonces se  llamaría Palindromia, aunque hasta entonces se había llamado A Boa Caoba, y nadie recordaba ya por qué.

Pero en aquella tierra feliz comenzó a correr el rumor de que el rey estaba enfermo, y que pronto moriría, y esto alarmó tanto a todos los palindrómicos que no habían pensado que un hecho así pudiera nunca ocurrir, porque si el rey tenía mil años, ¿cómo podría morir ahora?

Por todos los lugares del reino se convocaron asambleas y los enanos hablaban de día a la luz de la luna, y transcurrido el tiempo también lo hicieron gigantes de noche a pleno sol, y esto no había sido visto antes, porque como eran tan grandes no cabían  en ningún recinto, y por ello supieron por qué sus antepasados solo acudían a los actos públicos de día.

Transcurrió un año entero, con sus días lunares y sus noches solares y ya nadie en el país trabajaba ni dormía, ni tampoco hablaba, hasta se empezaron a acabar los palíndromos porque los  fabricantes de palabras estaban tan preocupados por la salud del rey que se olvidaron de crear palabras, y aunque algunos intentaron suplir esta falta, comprendieron que  idear nuevas palabras en el idioma del país de palíndromia resultaba tarea harto complicada. Ana, la más avezada de ellos, solo supo engendrar algunas palabras y frases sin utilidad: «a la patata tápala», «al amanecer asaré cena mala», «aire solo sería». Y los palindrómicos comenzaron a no entenderse entre sí, y la confusión empezó a adueñarse del país.

Natán era un joven palindrómico que hasta aquel momento había ejercido la profesión de apotecario, y como era conocedor de los remedios que proporcionaban las plantas, siempre había sido llamado cuando alguien enfermaba, y desde que comenzaron a circular los rumores respecto a la enfermedad del monarca, se interesó por el estado de salud del rey Medem, y decidió que iría a verlo.

Durante casi dos meses procuró ser recibido por el rey, pero a pesar de que intentó hacerlo por todos los medios que se le ocurrieron, siempre le impidieron entrar a palacio. Preguntó a palafreneros, sirvientes, cocineros, alabarderos, guardianes del sello, mayordomos, alféreces, clérigos, donados, y hasta a nigromantes; y para su completa consternación concluyó ¡qué nadie había visto jamás al rey Medem!

Con sus más negras premoniciones intentó penetrar en el castillo sin ser visto. Pensó hacerlo de noche, a plena luz solar que era cuando las gentes de Palindromia permanecían en sus casas para no aglomerarse en los sitios por su tamaño, pero como ahora nadie dormía, decidió que sería preferible hacerlo en un día de luna nueva, aprovechando la oscuridad del día y su reducido tamaño. Y estuvo en lo cierto, pues no le fue difícil colarse por un resquicio de la gran puerta que guardaba la fortaleza salvando el profundo foso poblado de osos.

Penetró en una amplia sala rodeada de columnas que sujetaban una bóveda que debería llegar hasta el cielo, pues su vista no podía definir dónde se juntaban los arcos que partían de sus basamentos. Después recorrió un sinfín de pasillos y de salas, y resguardado por la nula luz del día de luna nueva, pudo llegar hasta una alcoba en la que había una enorme cama doselada, y en los faldones que colgaban estaba cincelado en letras de oro el nombre del rey Medem. Con suma cautela y atenazado por el miedo a ser descubierto y por la emoción al hallarse ante la presencia del rey a quien nadie parecía haber visto, se aproximó hasta los pies de la cama, trepó por una de sus patas y se encaramó.

Y lo que allí vio lo dejó estupefacto:

Había una momia con una corona de oro y en ella estaba inscrita una frase en latín:

In girum imus nocte et consumimur igni

Y supo que durante mil años en aquel país del palíndromo los habían estado engañando.

Juan Castell, 2 de abril de 2014