Todos en la redacción del diario El Primero de la Mañana tuvieron por cierto que la columna con la que se despachaba aquel día, el no menos reputado que polémico redactor del periódico, el insigne Tesifonte Plata, traería graves consecuencias; posiblemente para el rotativo y sin la menor duda para el periodista.
Aquella mañana había cruzado una línea roja en su persecución al duque de Mandangarín. Y es que ocurrió que tras tres editoriales, en las que había dado cuenta a sus lectores de los sucios manejos del noble, el cual aprovechándose de su cercanía al Rey y de su privilegiada posición con los más importantes banqueros del Reino había atesorado grandes riquezas y mancillado las buenas maneras de gentes tan importantes, y Tesifonte Plata, que así se llamaba aquel juntaletras, había escrito este último editorial que había hecho saltar las alarmas, y que motivaron que el mismo Ministro de Justicia diese orden al Fiscal General del Reino para que abriese diligencias informativas; aunque esto no fuese más que un mero paripé, y como el ínclito Tesifonte así lo entendió también, decidió que lo mejor sería intentar sacar al noble de sus casillas dándole una estocada mortal; y para ello no tuvo mejor ocurrencia que escribir un bello relato en el que un importante caballero al servicio del Rey, tras toda una vida dedicado a su familia, encontraba por fin el amor en un joven efebo, y dispuesto a vivir un apasionado romance con aquel adonis, lo dejó todo y se fue a vivir con él a un palacio de nácar, marfil y oro, que había construido para su amado con los bienes acumulados del saqueo durante años de las arcas del Rey. Y ni siquiera a un necio se le escaparía que Tesifonte en aquella historia se refería al mismo duque de Mandangarín, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla.
Y la respuesta no se hizo esperar. El duque tenía por costumbre tomar su desayuno continental acompañado de la lectura de la prensa del día, y entre esta siempre ocupaba un lugar destacado en la mesa "El Primero de la Mañana", y por si acaso siempre comenzaba su lectura por la columna de Tesifonte; así que aquella mañana, tras dar un sorbo al café, se dispuso a completar esta parte del ritual matutino.
Y cuando el duque leyó aquel libelo, le cambió la faz de color, y su delicada piel de noble tornada blanca y transparente por mor de estar protegida del sol y apartada de los rudos trabajos manuales de los pecheros, sirvientes y demás obreros manuales, se vio tornada bermeja y se le removieron las mismas bilis producto de la cólera que le invadió sus entrañas, y de su garganta salieron palabras altas y gruesas, y sin más dilación a puro grito mandó llamar a dos de sus asistentes y les transmitió instrucciones precisas; y estos sin demora alguna llamaron al cochero, dándole indicaciones para que de inmediato los llevase hasta la calle de la Nueva, donde se ubicaba la redacción del Primero.
Cuando Tesifonte vio a aquellos dos caballeros perfectamente uniformados que preguntaban por él, tuvo por cierto por cuenta de quién venían; y cualquier duda se disipó cuando uno de ellos se quitó un guante y de forma casi ceremonial le golpeó suavemente la cara, tras lo cual lo arrojó al suelo, al tiempo que le hizo entrega de un sobre lacrado, en el cual de forma ostensible podía reconocerse el sello del duque con la flor de lis y el caballo rampante en campo de gules.
Una vez que se marcharon los dos asistentes del duque, Tesifonte procedió a romper el lacre y extraer el tarjetón que contenía. Era este de un papel de excelente calidad y elevado gramaje, y en aquel tarjetón resaltaba estampado de manera ostentosa y en relieve el escudo de armas del duque, junto a un más que pomposo encabezado con los títulos nobiliarios, resaltando su condición de «Grande» –pero no haciendo mención que era de segunda clase-, y tras el protocolario tratamiento y encabezamiento de la epístola, guardando las formas hasta en el más mínimo detalle, contenía un claro mensaje:
«Tenga a bien designar padrinos y hágame saber el lugar de reunión con mis secretarios para consensuar los detalles de la satisfacción que le exijo, en el caso de que en el diario de mañana no rectifique el ignominioso libelo de hoy, colofón de las infamias que ya lleva vomitando en su infame columna».
Tras ello, la fecha y una barroca firma y rúbrica del I Duque de Mandangarín –pero también sin hacer mención a que lo era en condición de consorte.
Y después de concluir la lectura Tesifonte se dejó caer en su sillón.
Aquello no tenía vuelta atrás, o huía y se exiliaba en Francia, en Portugal, en Berbería, o saltaba el charco con destino a las Américas, o debería afrontar aquello como un caballero, o como un insensato suicida qué quizás fuera lo que en realidad más lo definiese; pero de cualquier forma y recordando la frase que su recio abuelo decía allá en la árida llanura manchega de «recuerda hijo, antes muerto que perder la vida», que nunca acabó de comprender si su abuelo se refería a que había que apechugar con lo que viniese, o que era preferible poner pies en polvorosa; pero se decidió por lo que era más que evidente que había que hacer.
Y sin más dilación llamó a dos de sus compañeros redactores y les pidió que actuaran de padrinos suyos en aquel duelo de honor, y aunque tanto Necrólogo como Regino –que eran las gracias de los encargados de los obituarios y de las cosas de la Casa Real, respectivamente-, en un principio se negaron rotundamente a ello; tras la insistencia de Tesifonte no tuvieron más opción que claudicar; y aún no era media mañana cuando ya se dirigían a la casa del duque para parlamentar lo que hubiera con los secretarios de la otra parte, que en este caso era la ofendida. Y a ello fueron sin más instrucción de Tesifonte que: «Haced lo que podáis»
Y lo que pudieron no le gustó mucho a Tesifonte, y esto era que en dos días, en la Pradera de Santa Remigia, lugar tranquilo donde los hubiera, a eso del alba, que por este tiempo venía siendo a las ocho menos algunos minutos, se presentarían en sus respectivos carruajes, los siguientes: el ofensor, es decir Tesifonte; el ofendido: a la sazón el duque; y cada uno llevaría dos padrinos; y a pesar de que esto se discutió largamente pues el duque quería tres, para seguir la norma francesa, los periodistas dijeron que no había que meter a más gente en este desagradable trance, y se salieron con la suya. Además cada parte llevaría un médico, y se designaría un juez de campo, que por acuerdo de ambas partes sería don Segismundo Paz del Mundo, que era académico y enemigo de las guerras; pero aún más lo era de que a uno no le dejaran mancillado el honor; por lo que estaba asegurada la neutralidad y el buen hacer de aquel duelo.
Y los padrinos, cuatro, decidieron por unanimidad que usarían de pistola como arma reparadora del honor mancillado, en uno, y del derecho a opinar, del otro. Y aunque ninguna parte lo confesó a la otra, en un caso se elegía el arma de fuego por la impericia absoluta de Tesifonte en el manejo de la espada, y en el caso del duque la penosa enfermedad gotosa, que desde ya hacía tiempo le aquejaba, y que lo tenía más bien impedido para florituras de esgrima.
Si bien el arma tenía el derecho a elegirla el ofendido, y lo fue de fuego, por las razones aducidas, en cuanto a la distancia y el número de disparos debería ser consensuado; pues al elegir este tipo de armas ya holgaba decidir si sería el duelo a primera sangre, a primer disparo, o a muerte o imposibilidad física para continuar por parte de uno de los duelistas; pues un disparo podía hacer cualquiera de las tres cosas o ninguna. Se decidió en este sentido que se haría de la forma más clásica, pero también en su variante más peligrosa, y se dispararía una vez y después ya se vería el resultado, y si con él el agraviado se sentía o no satisfecho; y además si ambos aún se encontraran en condiciones de continuar; y en función de todo ello el duelo se interrumpiría, o se continuaría con la siguiente tanda de disparos; y luego ya se vería.
Pero el mayor desacuerdo surgió en la distancia; pues mientras los periodistas conociendo la nula pericia de Tesifonte para el disparo de armas, preferían una distancia corta, los padrinos del duque, sabedores de que este había sido un consumado tirador; pues estuvo al mando de un batallón de fusileros, prefería una distancia más larga desde la que poder acertar al felón y mantenerse a salvo de los disparos de este, que a buen seguro irían más tuertos que sus palabras. Acordaron optar por un clásico: cuadrado de treinta pasos de ancho, y dejarían caer pañuelos, uno en cada esquina del campo, del «honor» que llamaban.
Y llegó aquel lunes 2 de noviembre de 1889, día de difuntos, y eran las siete horas y cincuenta y tres minutos, hora oficial para que el sol apareciese por el horizonte del oriente de aquella pradera de Santa Remigia, aunque no lo hiciera de forma claramente visible; pues el cielo estaba encapotado de nubes amenazantes de tormenta, que si Dios no lo remediaba, hasta era posible que alguno de aquellos dos no lo volvieran a ver más, al menos a este lado del mundo, el de los vivos; y también era onomástica macabra que el día del duelo, fuese el de difuntos; pero el azar así lo había querido, o el atino de Tesifonte al escribir su columna en vísperas, o la premura del duque en dar su respuesta; o de los padrinos por no demorar más de lo necesario lo irremediable.
Y allí en el Campo de Honor estaban todos los que debían, y eran estos los duelistas, el ofendido y el ofensor; con sus respectivos padrinos, llamados también segundos, dos por cabeza; los médicos, uno para cada posible herido; y de forma casi milagrosa consiguió un sacerdote, pues los clérigos lo tenían tajantemente prohibido; pero el poder todo lo consigue, y este sacerdote, amigo del duque, allí estaría por si acaso fuese preciso dar los santos óleos, que nunca se sabía en tales trances. Pero el «pater» permanecería oculto en un carruaje y nadie sabría de su existencia, de no ser requeridos sus servicios; y eso lo dirían los médicos; y naturalmente el duelista, aquel de los dos que estando en trance de muerte diera su venia para la aparición de tan santo pájaro de mal agüero.
El duque iba vestido con una sencillez que realzaba su elegancia: pantalones de montar ceñidos, botines bajos con suela de caucho antideslizante, camisa de seda con chorreras y chaquetilla de terciopelo púrpura, y tocado de un sombrero de ala ancha con plumaje de faisán del Ródano. Hubiera preferido usar uniforme de comandante de fusileros, pero dado que el trámite era ilegal no quiso comprometer a tan honorable cuerpo del glorioso ejército patrio.
Tesifonte, por su parte vestía de a diario, de simple reportero, traje oscuro raído por los codos, zapatos negros con suelas gastadas de cuero, y como único aditamento una pajarita anudada al cuello.
Cierto era que lo usual era que fuesen ambos duelistas vestidos a la guisa que se usaba para estos trances, que era ir ataviado con levita oscura o negra, camisa blanca que después era ocultada por el cuello levantado del sobretodo para que el blanco no sirviera de reclamo. Pero era tal la superioridad moral y la seguridad en su victoria que tenía el duque, que en las condiciones exigió que cada uno vistiese a su gusto, y así demostrar también en eso la diferencia de calidad entre ellos.
Siguiendo con el protocolo, los segundos hicieron el paripé de decirle al uno que se disculpara y reparase el honor mancillado, para que el otro diese por buena la retractación y no llegasen a medidas tan disparatadas, como las de tratar de acertarse una bala en la mollera; pero como de esperar era, Tesifonte negó con la cabeza y afirmó de forma rotunda que en sus textos no sobraba ni una coma, y que si acaso faltaban verbos, adjetivos y hasta sustantivos; y ante la furia contenida del duque el trámite se dio por concluido; por lo que el juez de campo dio paso a la siguiente escena de tan execrable tragedia.
La caja que contenía las pistolas del duelo era una auténtica joya, que había sido adquirida con el dinero del duque y la gestión de los cuatro padrinos, en un conocido anticuario de la ciudad que con gran minuciosidad procedió a limpiar, preparar y probar las armas en presencia de los cuatro segundos, y cuando estos estuvieron completamente satisfechos, y los dos que actuaban por parte de Tesifonte dieron por bueno que aquellas armas no habían pertenecido a don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla, dieron el visto bueno para su adquisición.
Se trataba de dos magníficas pistolas de avancarga firmadas y rotuladas en la caja y en una de los cañones con la inscripción: «F.Ulrich in Stuttgart 1828». La caja contenía cuatro cañones intercambiables, dos de ellos con ánima rayada de 12 mm de calibre –se eligió esta por ser más mortífera- iba provista para funcionar con llave de sílex o de pistón, la empuñadura era de forma curvada y plana y cuadrillada para facilitar su sujeción; además había un cebador periforme metálico, una baqueta para cargar las armas de antecarga, un mazo de madera y un pincel para limpiar las armas, y además las balas de plomo y los fulminantes.
Pero lo más terrible y que a Tesifonte se lo habían ocultado para que no se le aflojase el ánima, era que el duque había exigido de entre el menú de los posibles, el método más arriesgado, y este consistía en usar cuatro balas a quince pasos de distancia, y disponiendo nada menos que de un minuto para apuntar. Y esto era un suicidio, o un homicidio, dependiendo desde el punto de vista de cuál de los dos contendientes se mirase.
Una vez que todo estuvo listo, los segundos examinaron las ropas del uno y del otro, para comprobar que no portaban impedimentas para los proyectiles, tras lo cual el juez de campo dirigiéndose a los duelistas dijo:
«Señores: ustedes conocen perfectamente las medidas pactadas a las que han dado su aprobación -y Tesifonte no creyó conveniente contradecirlo-, y respeto que no han de faltar a ellas. Les entregaré las pistolas y, en cuanto yo lo ordene, se colocarán en la guardia convenida. Preguntaré por la palabra ¿Listos? Si están ustedes dispuestos y, una vez que ambos se hayan contestado afirmativamente diciéndome ¡Ya!, esperaremos justo un minuto menos tres segundos, una vez cumplidos daré tres palmadas acompañadas de las palabras, Una, Dos, ¡Fuego! No varíen ustedes las pistolas de su posición hasta que dé la primera palmada, y disparen simultáneamente cuando pan la voz de fuego. Una vez que hallan disparado ambos, veremos los resultados y según lo pactado daremos por concluida la satisfacción o continuaremos».
Los segundos prepararon las pistolas, y tras ello el juez se la entregó primero al duque y luego al periodista, tras haberlas examinado él detenidamente.
El duque de mostraba impertérrito, tal y como le obligaban las buenas maneras a un noble con la categoría de Grande -aunque fuese de segunda clase-, y duque -a pesar de serlo en condición de consorte-, y no dejaba traslucir ansiedad alguna; su rostro con la mirada alta simulaba que aquello no iba con él, y que carecía de la menor importancia, en una impostura encomiable para alguien que como él había adquirido la sangre azul por la bragueta.
Por su parte, Tesifonte era un evidente manojo de nervios, con las manos temblorosas y sudando de forma profusa, a pesar del extremo frío de aquella mañana de difuntos de primeros de noviembre, y tal era su descompostura que se halló a un tris de echarse a llorar a los pies del duque implorando su perdón, retractándose de sus artículos y prometiendo retirarse del periodismo. Y a punto estaba de hacerlo cuando el juez de campo preguntó a ambos lo pactado: "¡¡¡¿Listos?!!!" ¡Listo! -dijo el duque. ¡Li...s! - dijo Tesifonte sin terminar la palabra, y con un tono de voz inaudible que obligó al juez a rogarle que repitiera la respuesta. ¡Listo! -dijo al fin el periodista.
Y el procedimiento se puso en marcha.
Los cincuenta y siete segundos comenzaron a contar. El juez miraba su reloj dotado con cronómetro; el duque continuaba impertérrito sin mover un músculo, con la mirada alta y la mano firme sosteniendo la pistola intentando fijar el blanco; mientras que Tesifonte dibujaba una estampa desaliñada y patética, sudoroso, con la cabeza baja mirando de soslayo a su oponente, y sosteniendo a duras penas la pistola en horizontal por el tremendo temblor de manos que le atenazaba. Y viendo tan patética escena nadie podría apostar que el periodista fuese capaz ni de hacer disparar el arna.
Todos los presentes mantuvieron la respiración cuando el juez pronunció las palabras: Una, Dos, ¡Fuego!
Se oyó un solo disparo y el cañón del arma del duque humeó, su descarga pareció que había alcanzado de lleno a su oponente; pues Tesifonte había caído al suelo, pero tras la comprobación del cuerpo del periodista se comprobó que no estaba herido, y tras ser ayudado a ponerse en pié todos repararon en que nadie sabía adónde había ido la bala del duque.
El juez preguntó: ¿Señor duque ha quedado usted satisfecho? Y como no cabía pensar otra cosa contestó con un rotundo «No». «Pues continuemos» -sentenció el juez.
Y comenzó de nuevo la escena.
Tesifonte empleó unos minutos en tomar conciencia, primero de que aún estaba vivo, y luego de que la bala no había impactado en ninguna parte de su anatomía; a pesar de lo cual y tras su torpeza provocada por el pánico que paralizó sus músculos, al punto de no poder disparar el arma, tuvo por cierto que su esperanza de vida o al menos de integridad física, podía contarse en sesenta segundos; y no había concluido esta reflexión cuando oyó de nuevo las fatídicas palabras del juez: Una, Dos, ¡Fuego!
Y esta vez se oyeron dos disparos y la atmósfera del lugar parecía hacerse espesado al punto de que hubiera podido cortarse con un cuchillo la tensión que reinó por unos instantes; justo hasta que juez, segundos, médicos, duelistas y hasta el cura desde su escondrijo, tuvieron por cierto que aquellos dos habían vuelto a errar el tiro.
Y vuelta a empezar.
La misma escena y de nuevo el juez: Una, Dos, ¡Fuego!
Uno cae al suelo, esta vez ha sido el duque, carreras en pos de él, todos se esperan lo peor, seguro que está mal herido; lo examina su médico y da su dictamen: «ligera quemadura en la cara y moratón por el retroceso».
Se repite la jugada y se obtiene un resultado parecido.
Y ya las risas aparecen, todos miran al duque de soslayo «comandante de fusileros», «pero lo será de un batallón de ciegos», «¡qué vergüenza de duelo!» «Nunca vióse cosa igual», «jamás tanto desatino» Y no se ríen de Tesifonte; sino todos del Grande duque y comandante ¡de fusileros!
Y por la mente del duque ya pasan las primeras páginas de los diarios, ya ve las chanzas y las jerigonzas, y el ridículo más absoluto; ya todo fa igual; que le acierte a aquel juntaletras; que aquel se retracte, se humille o se arroje a sus pies; su honor podría quedar restablecido pero su honra de militar y de Grande mancillada para siempre y el ridículo seria recordado en los anales del Reino. Le sacarían coplillas, le harían parodias en los cabarés y hasta en los circos; los ciegos por la calles de su puntería se mofarían; y ya por cierto tenía, que ya jamás de su palacio nunca saldría.
Y entonces de nuevo se oyó: Una, Dos, ¡Fuego!
Un solo disparo se oyó, y un cuerpo cayó al suelo, el del duque; corrió el cura; voló el médico; saltaron los segundos; y todos rodeando aquel cuerpo comprobaron horrorizados que él mismo de un certero disparo se había volado la cabeza.
Pero aún le restó un hálito de vida y no fue para pedirle al cura el perdón de Dios Nuestro Señor, ni siquiera a Tesifonte que se retractara, solo dijo: "Decid que me ha matado él de un certero disparo".
Y tras decir aquello, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla. I Duque de Mandangarín –consorte-. Grande del reino –de segunda clase- expiró.
Juan Castell 18 de junio de 2014. En homenaje a un rey que se va y a otro que viene. ¡Viva el Rey!