lunes, 31 de marzo de 2014

Atrapada al otro lado del espejo


El cambio de hora lo estaba matando. Llevaba más de dos horas intentando conciliar el sueño, pero el artificio ideado por la más perversa de las mentes humanas, consistente en alejar la hora oficial de la solar, estaba haciendo en él estragos. Tomó su segundo comprimido de Lorazepam y con una más que evidente ansiedad se propuso dormir, pues sabía que era importante que a la mañana siguiente su mente y sus manos estuviesen bien afinadas:

Debía afrontar una de las más complicadas intervenciones quirúrgicas, y pocos cirujanos además de él eran capaces de llevarla a cabo con éxito. En sus manos estaba la vida de una niña cuyo corazón había sido mal diseñado en su factoría materna, y era él quien debería procurar restañar tamaño error de la naturaleza.

Era preciso alejar de su mente cualquier preocupación y pensar en otra, ya que si no lo lograba estaba seguro de que no conseguiría vencer el estado de vigilia en el que hallaba. Por ello dejó vagar su mente, y se vio frente a un espejo, observándose y maravillándose al comprobar que su cuerpo era el más bello que jamás hubiese sido reflejado en aquel cristal. Se imaginó dialogando con él, y que le decía lo agraciado que era y cuanto le placía poder mostrar la imagen de un ser tan perfectamente diseñado y concluido como aquel que poseía. Se sentía halagado y henchido de amor por sí mismo, estaba viendo reflejada la misma imagen de un adonis con su propio rostro culminando aquella pieza que era el cénit de la perfección.

Pero hasta ahora no había reparado, tan extasiado como estaba admirando su figura, en que iba ataviado a la guisa que usan los cirujanos en el quirófano, con la bata verde anudada a la espalda, los zuecos azules, los guantes de nitrilo azul; pero con la cabeza y la cara descubiertas, y pensó que un ser tan  perfecto como él estaría dispensado de tener que cubrir su rostro con tan desagradables aditamentos.

Pero se equivocó cuando observó la imagen reflejada de unas manos enguantadas de azul que le colocaban un gorro de color verde, y sin que él pudiera evitarlo, también una mascarilla que fue anudada convenientemente en la parte posterior de su cabeza. Y cuando comprobó que su excelsa figura ya no se reconocía con aquel disfraz, pugnó con desesperación por arrancarse la máscara que ocultaba su identidad. Sintió que sus manos estaban atrapadas y que le resultaba imposible hacer lo que tanto deseaba. De repente su imagen desapareció en el espejo y su lugar lo ocupó la figura de la pequeña a la que a la mañana siguiente debería reparar su defectuoso corazón.

Miró a su izquierda y no la vio, a su derecha y tampoco; él estaba vestido con las ropas de quirófano, pero la niña no estaba junto a él; sino en el espejo. La llamó, gritó, lo hizo una y otra vez, y en el rostro de la niña comenzó a  dibujarse un gesto de incomprensión que se tornó en miedo, y comenzó a llorar y después a gritar, repitiendo una y otra vez:“Me he quedado atrapada al otro lado del espejo”.

Corrió, buscó algún instrumento contundente y halló un martillo, y con él fue hasta el maldito engendro; la niña continuaba gritando que había quedado atrapada al otro lado del espejo. Se preparó para golpear el maligno cristal que había atrapado a la niña, y en aquel momento ella se desprendió de su camisón dejando a la vista su pecho desnudo y en su centro una gran oquedad. Y aterrorizado comprobó que no tenía corazón.

Completamente desesperado dudó un instante y decidió martillear al monstruo que había atrapado a la niña y le había robado el corazón. Y supo que solo él podría salvarla.

Sudoroso, excitado y sin aire en los pulmones realizó una profunda inspiración emitiendo el sonido que habría hecho una ballena tras una prolongada inmersión, y comprobó que aun eran las cuatro de la madrugada.

31 de marzo de 2014….protestando por el cambio de hora

Juan Castell

viernes, 28 de marzo de 2014

El escritor mate


Lo había procurado con todo su ahínco desde que tuvo uso de razón. Emborronaba hojas y hojas de cuartillas con  la imagen de un galgo veloz atrapado en la fina lámina del esmerado papel que gustaba usar para escribir aquello que nunca lograba.

Nadie se atrevió a decirle que lo dejase, que sus intentos por crear unas frases que pudiesen emocionar a alguien eran vanos. Todos veían la ilusión que emanaba de sus labios cuando hablaba de aquellos escritos que dejaba cincelados con sus lápices de la marca Faber Castell en sus cuartillas galgo. Pero aparte de la calidad de los materiales que usaba nada más refulgía en aquellos escritos.

Acabó la escuela primaria y el bachiller con  decoro, pero sin brillantez alguna y decidió dedicar sus pasos a la literatura, quería alcanzar su sueño de aprender a plasmar aquello que en su cabeza le parecían maravillosos e increíbles relatos, bellísimos poemas y las historias más mágicas que jamás lector alguno hubiese disfrutado, y pensó que si adquiría la técnica que le ofrecerían en la universidad, sin duda lo conseguiría.

Y se fajó como ningún otro estudiante de la Facultad de Letras. Comenzó leyendo a los clásicos griegos, continuó con los romanos, se atrevió con los persas, los árabes, judíos, y devoró toda la literatura medieval que en sus manos cayó, continuó con los renacentistas, los barrocos, románticos, modernistas…Pero nadie le dijo que sus escritos le emocionasen, ningún compañero le alabó su trabajo, no hubo ni un profesor que le animase a seguir por la senda de la creación. Hasta que un día conoció a Jimena. Era esta una preciosa jovenzuela que vendía chucherías y cigarrillos sueltos en un destartalado Kiosco que se situaba justo en la esquina que había frente a su facultad. Y a él le pareció que tenía los ojos más bellos que jamás hubieran existido en la Tierra desde que la creación puso en ella al primer ser dotado con el sentido de la vista. La luz que reflejaban aquellos dos luceros, sin duda era el recuerdo del estallido de la partícula que originó el Universo. Quedó paralizado al verla y supo que ahora podría crear los versos más bellos que jamás se hubiesen escrito, y marchó a buscar su lápiz alemán y sus cuartillas con los veloces perros marcados al agua, y lo intentó, y lo hizo una y otra vez, hasta mil veces, y cuando creyó que su trabajo era perfecto lo enseñó a unos y a otros; a alumnos y profesores; a taberneros y coristas; a todos los que se cruzaban en su camino, pero ninguno de ellos mostró el menor atisbo de emoción al leerlos. Algunos disimularon, otros, balbucieron unas palabras de elogio, y los hubo que se atrevieron a decirle a la cara lo que antes no había oído, pero no escuchó ni una palabra de elogio, ni un hálito de ánimo.
Desesperado fue a la busca de la niña de ojos cuánticos, y ella lo miró, le sonrió y le preguntó:
¿Por qué tu mirada es mate?

Juan Castell.
Ciudad Real 28 de marzo de 2014

jueves, 27 de marzo de 2014

El escritor loco

Aquel tipo estaba tan desequilibrado que hasta su psiquiatra le dijo que no padecía enfermedad alguna, lo que confirmaba sin duda el diagnóstico, Y si aun cupiese alguna duda también fue ratificado por los más eminentes psicólogos del país. Y solo le recomendaron que se buscase un perro.

Una mañana en la que se levantó eufórico, fue directamente al cajón de su escritorio, extrajo un colt 45, y apoyó el cañón sobre su sien izquierda. Había tenido una inspiración y se disponía a ejecutarla, cuando reparó en que su perro, receta de sus terapeutas, lo estaba mirando fijamente con ojos de súplica.

Al día siguiente, cuando la depresión lo amarró a la cama, el can  le llevó hasta el pie de su lecho, su cuenco con el mejor de los piensos, y un poco de agua.

Un año después, el vagón de tabaco que había consumido a lo largo de su inane vida, le pasó factura, y le diagnosticaron un cáncer de pulmón en estado terminal; pero para asombro de todos, aquel cerebro enfermo rechazó las metástasis y el tumor decidió abandonar su cuerpo.

Cuando tras diez años su perro murió, aquel escritor fracasado escribió un obituario, que años más tarde haría emocionarse hasta al mismo rey de Suecia.

Juan Castell 17 de marzo de 2014

sábado, 1 de marzo de 2014

Nadie

                            Nadie
El viejo policía supo que aquel cadáver era el de un escritor cuando leyó la lista de la compra que halló en uno de los bolsillos del desdichado. El informe de la autopsia concluía que  había muerto como consecuencia del argumento de su propia vida.
Al día siguiente un diario publicó una escueta reseña del suceso, y aquel editor que un día sopesó la idea de publicarle una obra, con la página en la que se escribió el obituario envolvió una botella.
Encontraron el apartamento del miserable autor atestado de manuscritos, y concluyeron que padecía síndrome de Diógenes; pero cuando veinte años más tarde se publicaron sus obras completas, todos en el mundo literario se jactaron de haber sido sus amigos.