CENA DE FIN DE AÑO EN RENANIA
Habían trabajado duro para conseguir una mesa tan bien surtida de vituallas como la que orgullosamente aquella noche podía disfrutar aquella familia, humilde donde las hubiera, de aquel pueblecito perdido de Renania.
Hans y Lucila, junto a sus cinco vástagos, tres varones: Stefan, Jacob y Edgar; y las dos chicas: Irene y Ángela, este año tendrían una cena de despedida de año como no recordaba ninguno de los hijos y a decir verdad tampoco los padres. Habían sido tiempos duros los pasados. Guerras, hambre, destrucción, malas cosechas, y la gran mortandad que había azotado aquellas tierras en décadas pasadas, dejándolas esquilmadas de niños, al punto, que tanto en la familia de Hans como en la de Lucila, ellos dos habían sido los únicos supervivientes de entre todos los hermanos.
Pero últimamente parecía que los tiempos estaban cambiando con la apertura de la mina de carbón, que había traído trabajo y prosperidad a la zona, y el futuro, si la guerra que todos anunciaban no llegaba a confirmarse, sería esperanzador -repetía una y otra vez Hans aquella noche para que todos se animaran.
Pero la realidad era otra y allí todos creían que volvería la guerra y, con ella la miseria y la destrucción, por lo que aquella podía ser la última noche de fin de año en la que pudieran disfrutar compartiendo unos manjares alrededor de una mesa.
Lucila sacó el cordero del horno, mientras Hans encendía las siete luminarias del Menorah, y lo disponía todo para rezar a Adonai. Porque, aunque cierto fuese que para ellos no era el fin de año como judíos que eran, los tiempos aconsejaban hacer lo que era correcto a ojos de quienes ahora regían los destinos de Alemania.
Fue en aquel momento cuando golpearon con la aldaba del llamador de la puerta y todos al unísono se intercambiaron miradas interrogativas. No esperaban a nadie, era la noche de fin de año, por lo que se suponía que todas las gentes de aquellas tierras deberían estar en sus casas disponiéndose a despedir el año.
Fue Hans quien abrió la puerta y ante él apareció un ser espectral. Era un hombre de edad indeterminada, posiblemente de pelo rubio, oculto bajo la suciedad que lo cubría, alto, casi un palmo más que Hans y extremadamente delgado, aunque el abrigo de paño gastado y desgarrado disimulaba su cuerpo magro.
Solo dijo: "Buenas noches".Y tras eso se desvaneció.
Entre todos ayudaron a acostarlo en un canapé. Lucila le preparó un vaso de leche con miel, Stefan y Jacob, soportando el hedor que despedía, le quitaron las raídas botas; Irene puso a calentar agua; Ángela buscó una manta y lo tapó, pues cuando recobró la consciencia temblaba aterido de frío.
Lo bañaron y después lo vistieron con ropa de Stefan, que era el más alto de los varones, casi tanto como el visitante, y tras ello lo sentaron a la mesa con ellos y todos se dispusieron a cenar.
Nadie le preguntó nada y tampoco él habló. Comió como si no lo hubiera hecho en meses y, cuando todos hubieron finalizado, el desconocido se puso en pie y simplemente dijo "gracias" y "adiós", tras lo cual se marchó.
A la mañana siguiente Hans halló un manuscrito clavado en su puerta, en él unas palabras: "Mire bajo el canapé en el que anoche me acostaron".
Cuarenta años más tarde todos, excepto Hans que falleció el año anterior recién cumplidos los ochenta años, despedían el año en un apartamento de la séptima avenida de Nueva York, y recordaban aquella noche de fin de año en Renania, cuando un desconocido les había dejado unas valiosísimas gemas junto a un consejo: "Huyan de Alemania. Váyanse a América. El próximo año no será esta tierra para judíos".
Y Hans hasta el mismo momento de su muerte estuvo convencido de que aquel desconocido había sido enviado por el mismo Adonai, a pesar de que junto a las gemas había una insignia de oro y brillantes del partido nazi y en ella grabado un nombre: Kurt Gerstein. El mismo Gerstein perteneciente al partido de Adolf Hitler que luchó contra los suyos con tal denuedo que le valió el sobrenombre de "El espía de Dios ".
EL BAILE
Cuando aquella noche de fin de año Bluma entró en la sala de baile del palacete que el conde de Brunheimer poseía en la campiña Bávara, a todos los presentes se les cortó la respiración, especialmente al hijo del barón, el teniente de fusileros Dietrich von Brunheimer, que supo que aquella pieza que había entrado en su reserva de caza era para él y para nadie más.
Pero no era el único que había puesto los ojos en aquella preciosa joven. Bluma procedía de una familia en otros tiempos muy notable de la propia ciudad de Múnich, pero que por avatares de la guerra había perdido prácticamente todo su capital y una buena parte de sus propiedades, a lo que se unió la muerte de su padre en una acción bélica; lo cual era evidente que colocaba a la joven en almoneda. Aunque esto no sería impedimento para Dietrich, ni para que los otros jóvenes hijos de terratenientes bávaros allí presentes pusieran sus ojos en una belleza como Bluma, de la cual no había parangón en toda Bavaria, y si allí no lo había, todos daban por hecho que tampoco en toda Alemania.
Y aquellos jóvenes pertenecientes a poderosas familias, que nunca habian tenido necesidad de buscar el sustento para sus cuerpos, y encontrándose en aquellas edades de las que ostentosa e insultantemente disfrutaban, cierto era que hubieran dado su vida por Alemania, y por una belleza tal como Bluma, pero de momento no por dinero.
Por esas razones iba a ser aquella una noche apoteósica, la primera después de la guerra, que aunque hubiera sido catastrófica para muchos, no tanto lo fue para el barón, que buenos negocios y pingües beneficios obtuvo suministrando al ejército vituallas de todo tipo, y cerveza bávara de su fábrica, solo para la oficialidad se entiende; y esto se había dado en hablillas entre los habitantes de aquellas tierras, pero era tal su poder que nadie osaba decirlo en su presencia.
Tras las presentaciones de rigor a las que hubo lugar, la orquesta comenzó a tocar un valls inglés, como era costumbre, a este le siguió otro, que fueron continuados por valses vieneses, de los Strauss naturalmente, y mientras esto sucedía, Dietrich estudiaba la estrategia para acechar y dar caza a aquella preciada pieza; aunque tal y como estaban sucediendo las cosas, tanto por el acoso de varios contrincantes, como por el celo que madre y tía le proporcionaban, no parecía que fuese a ser cosa sencilla.
En la primera parte de la velada no consiguió bailar ni una sola vez con Bluma, excepto en un fugaz intercambio de parejas en un minué. Y comprendió que si no desarrollaba una estrategia presta y original podría darse por vencido, incluso antes de que llegase la pausa y sonasen las doce campanadas anunciando el nuevo año.
Tras varias piezas más, de pronto, la orquesta comenzó a tocar una música desconocida para casi todos; excepto para aquel que había ordenado a los músicos que interpretaran la obra. La pista quedó vacía y el teniente de fusileros Dietrich von Brunheimer salió a ella, la cruzó dirigiéndose como el más grácil de los depredadores hacia el lugar en el que se hallaba Bluma.Tras hacer una reverencia ostensible le pidió aquel baile, después de haberlo solicitado como "il faut" a la madre de tan bella criatura.Y fueron tales las refinadas y seductoras maneras con que lo hizo que, Bluma como hechizada, salió a la pista y ,en ella, como sumida en un encanto, inició un baile, suave al principio, para tornarse frenético después, mientras las miradas de todos los presentes se clavaban en la joven y atractiva pareja, con curiosidad al inicio, divertidas después y entusiasmadas las de unos, escandalizadas las de otros, e incluso alguna indignada hubo cuando supieron que bailaban foxtrot, un baile basado en el jazz de los negros americanos y caribeños, cocinado entre otros lugares en el neoyorquino Harlem, y que Dietrich había aprendido en las trincheras del Somme, entre proyectiles ingleses, de los pies embarrados de dos soldados negros americanos que eran capaces de hacer cabriolas en la estrechez de la trinchera, con el barro cubriéndoles los tobillos. Y él, un noble alemán, aprendió de aquellos desheredados de un mísero barrio de Nueva York, que le enseñaron a bailar como los ángeles negros.
Bluma sintió que su cuerpo se tornaba etéreo y que bailaba sin que siquiera la punta de los dedos de sus pies tocaren el suelo. Ya no veía a ninguno de las decenas de invitados del baile, que absortos los contemplaban, ni tampoco a los músicos, solo escuchaba aquella endiablada música de negros y la figura luminosa de Dietrich, que como un príncipe sacado de un cuento de hadas la conducía al éxtasis de la felicidad completa. Y en aquel baile de fin de año, la orquesta ni se detuvo para anunciar el nuevo año, y los dos bailarines pasaron del viejo al nuevo mientras bailaban ya solos en la pista, y para ellos también en el mundo, pues ambos ya sabían que la eternidad los esperaba, juntos y para siempre danzando a ritmo de negros, bailando el fox trot.
He escrito estas dos historias en memoria de uno de los más grandes escritores del siglo XX : Stefan Zweig.