martes, 30 de diciembre de 2014

Dos historias de fin de año

CENA DE FIN DE AÑO EN RENANIA

Habían trabajado duro para conseguir una mesa tan bien surtida de vituallas como la que orgullosamente aquella noche podía disfrutar aquella familia, humilde donde las hubiera, de aquel pueblecito perdido de Renania.
Hans y Lucila, junto a sus cinco vástagos, tres varones: Stefan, Jacob y Edgar; y las dos chicas: Irene y Ángela, este año tendrían una cena de despedida de año como no recordaba ninguno de los hijos y a decir verdad tampoco los padres. Habían sido tiempos duros los pasados. Guerras, hambre, destrucción, malas cosechas, y la gran mortandad que había azotado aquellas tierras en décadas pasadas, dejándolas esquilmadas de niños, al punto, que tanto en la familia de Hans como en la de Lucila, ellos dos habían sido los únicos supervivientes de entre todos los hermanos.
Pero últimamente parecía que los tiempos estaban cambiando con la apertura de la mina de carbón, que había traído trabajo y prosperidad a la zona, y el futuro, si la guerra que todos anunciaban no llegaba a confirmarse, sería esperanzador -repetía una y otra vez Hans aquella noche para que todos se animaran.
Pero la realidad era otra y allí todos creían que volvería la guerra y, con ella la miseria y la destrucción, por lo que aquella podía ser la última noche de fin de año en la que pudieran disfrutar compartiendo unos manjares alrededor de una mesa.
Lucila sacó el cordero del horno, mientras Hans encendía las siete luminarias del Menorah, y lo disponía todo para rezar a Adonai. Porque, aunque cierto fuese que para ellos no era el fin de año como judíos que eran, los tiempos aconsejaban hacer lo que era correcto a ojos de quienes ahora regían los  destinos de Alemania.
Fue en aquel momento cuando golpearon con la aldaba del llamador de la puerta y todos al unísono se intercambiaron miradas interrogativas. No esperaban a nadie, era la noche de fin de año, por lo que se suponía que todas las gentes de aquellas tierras deberían estar en sus casas disponiéndose a despedir el año. 
Fue Hans quien abrió la puerta y ante él apareció un ser espectral. Era un hombre de edad indeterminada, posiblemente de pelo rubio, oculto bajo la suciedad que lo cubría, alto, casi un palmo más que Hans y extremadamente delgado, aunque el abrigo de paño gastado y desgarrado disimulaba su cuerpo magro.
Solo dijo: "Buenas noches".Y tras eso se desvaneció.
Entre todos ayudaron a acostarlo en un canapé. Lucila le preparó un vaso de leche con miel, Stefan y Jacob, soportando el hedor que despedía, le quitaron las raídas botas; Irene puso a calentar agua; Ángela buscó una manta y lo tapó,  pues cuando recobró la consciencia temblaba aterido de frío.
Lo bañaron y después lo vistieron con ropa de Stefan, que era el más alto de los varones, casi tanto como el visitante, y tras ello lo sentaron a la mesa con ellos y todos se dispusieron a cenar.
Nadie le preguntó nada y tampoco él habló. Comió como si no lo hubiera hecho en meses y, cuando todos hubieron finalizado, el desconocido se puso en pie y simplemente dijo "gracias" y "adiós", tras lo cual se marchó.
A la mañana siguiente Hans halló un manuscrito clavado en su puerta, en él unas palabras: "Mire bajo el canapé en el que anoche me acostaron".
Cuarenta años más tarde todos, excepto Hans que falleció el año anterior recién cumplidos los ochenta años, despedían el año en un apartamento de la séptima avenida de Nueva York, y recordaban aquella noche de fin de año en Renania, cuando un desconocido les había dejado unas valiosísimas gemas junto a un consejo: "Huyan de Alemania. Váyanse a América. El próximo año no será esta tierra para judíos". 
Y Hans hasta el mismo momento de su muerte estuvo convencido de que aquel desconocido había sido enviado por el mismo Adonai, a pesar de que junto a las gemas había una insignia de oro y brillantes del partido nazi y en ella grabado un nombre: Kurt Gerstein. El mismo Gerstein perteneciente al partido de Adolf Hitler que luchó contra los suyos con tal denuedo que le valió el sobrenombre de "El espía de Dios ". 
                                     
EL BAILE

Cuando aquella noche de fin de año Bluma entró en la sala de baile del palacete que el conde de Brunheimer poseía en la campiña Bávara, a todos los presentes se les cortó la respiración, especialmente al hijo del barón, el teniente de fusileros Dietrich von Brunheimer, que supo que aquella pieza que había entrado en su reserva de caza era para él y para nadie más.
Pero no era el único que había puesto los ojos en aquella preciosa joven. Bluma procedía de una familia en otros tiempos muy notable de la propia ciudad de Múnich,  pero que por avatares de la guerra había perdido prácticamente todo su capital y una buena parte de sus propiedades, a lo que se unió la muerte de su padre en una acción bélica; lo cual era evidente que colocaba a la joven en almoneda. Aunque esto no sería impedimento para Dietrich, ni para que los otros jóvenes hijos de terratenientes bávaros allí presentes pusieran sus ojos en una belleza como Bluma, de la cual no había parangón en toda Bavaria, y si  allí no lo había, todos daban por hecho que tampoco en toda Alemania.
Y aquellos jóvenes pertenecientes a poderosas familias, que nunca habian tenido necesidad de buscar el sustento para sus cuerpos, y encontrándose en aquellas edades de las que ostentosa e insultantemente disfrutaban, cierto era que hubieran dado su vida por Alemania, y por una belleza tal como Bluma, pero de momento no por dinero.
Por esas razones iba a ser aquella una noche apoteósica, la primera después de la guerra, que aunque hubiera sido catastrófica para muchos, no tanto lo fue para el barón, que buenos negocios y pingües beneficios obtuvo suministrando al ejército vituallas de todo tipo, y cerveza bávara de su fábrica, solo para la oficialidad se entiende;  y esto se había dado en hablillas entre los habitantes de aquellas tierras, pero era tal su poder que nadie osaba decirlo en su presencia.
Tras las presentaciones de rigor a las que hubo lugar, la orquesta comenzó a tocar un valls inglés, como era costumbre, a este le siguió otro, que fueron continuados por valses vieneses, de los Strauss naturalmente, y mientras esto sucedía, Dietrich estudiaba la estrategia para acechar y dar caza a aquella preciada pieza; aunque tal y como estaban sucediendo las cosas, tanto por el acoso de varios contrincantes, como por el celo que madre y tía le proporcionaban, no parecía que fuese a ser cosa sencilla.
En la primera parte de la velada no consiguió bailar ni una sola vez con Bluma, excepto en un fugaz intercambio de parejas en un minué. Y comprendió que si no desarrollaba una estrategia presta y original podría darse por vencido, incluso antes de que llegase la pausa y sonasen las doce campanadas anunciando el nuevo año.
Tras varias piezas más, de pronto, la orquesta comenzó a tocar una música desconocida para casi todos; excepto para aquel que había ordenado a los músicos que interpretaran la obra. La pista quedó vacía y el teniente de fusileros Dietrich von Brunheimer salió a ella, la cruzó dirigiéndose como el más grácil de los depredadores hacia el lugar en el que se hallaba Bluma.Tras hacer una reverencia ostensible le pidió aquel baile, después de haberlo solicitado como "il faut" a la madre de tan bella criatura.Y fueron tales las refinadas y seductoras maneras con que lo hizo que, Bluma como hechizada, salió a la pista y ,en ella, como sumida en un encanto, inició un baile, suave al principio, para tornarse frenético después, mientras las miradas de todos los presentes se clavaban en la joven y atractiva pareja, con curiosidad al inicio, divertidas después y entusiasmadas las de unos, escandalizadas las de otros, e incluso alguna indignada hubo cuando supieron que bailaban foxtrot, un baile basado en el jazz de los negros americanos y caribeños, cocinado entre otros lugares en el neoyorquino Harlem, y que Dietrich había aprendido en las trincheras del Somme, entre proyectiles ingleses, de los pies embarrados de dos soldados negros americanos que eran capaces de hacer cabriolas en la estrechez de la trinchera, con el barro cubriéndoles los tobillos. Y él, un noble alemán, aprendió de aquellos desheredados de un mísero barrio de Nueva York, que le enseñaron a bailar como los ángeles negros.
Bluma sintió que su cuerpo se tornaba etéreo y que bailaba sin que siquiera la punta de los dedos de sus pies  tocaren el suelo. Ya no veía a ninguno de las decenas de invitados del baile, que absortos los contemplaban, ni tampoco a los músicos, solo escuchaba aquella endiablada música de negros y la figura luminosa de Dietrich, que como un príncipe sacado de un cuento de hadas la conducía al éxtasis de la felicidad completa. Y en aquel baile de fin de año, la orquesta ni se detuvo para anunciar el nuevo año, y  los dos bailarines pasaron del viejo al nuevo mientras bailaban ya solos en la pista, y para ellos también en el mundo, pues ambos ya sabían que la eternidad los esperaba, juntos y para siempre danzando a ritmo de negros, bailando el fox trot.
He escrito estas dos historias en memoria de uno de los más grandes escritores del siglo XX : Stefan Zweig.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Cena de fin de año en Renania

Habían trabajado duro para conseguir una mesa tan bien surtida de vituallas como la que orgullosamente aquella noche podía disfrutar aquella familia, humilde donde las hubiera, de aquel pueblecito perdido de Renania.
Hans y Lucila, junto a sus cinco vástagos, tres varones: Stefan, Jacob y Edgar; y las dos chicas: Irene y Ángela, este año tendrían una cena de despedida de año como no recordaba ninguno de los hijos y a decir verdad tampoco los padres. Habían sido tiempos duros los pasados. Guerras, hambre, destrucción, malas cosechas, y la gran mortandad que había azotado aquellas tierras en décadas pasadas, dejándolas esquilmadas de niños, al punto, que tanto en la familia de Hans como en la de Lucila, ellos dos habían sido los únicos supervivientes de entre todos los hermanos.
Pero últimamente parecía que los tiempos estaban cambiando con la apertura de la mina de carbón, que había traído trabajo y prosperidad a la zona, y el futuro, si la guerra que todos anunciaban no llegaba a confirmarse, sería esperanzador -repetía una y otra vez Hans aquella noche para que todos se animaran.
Pero la realidad era otra y allí todos creían que volvería la guerra y, con ella la miseria y la destrucción, por lo que aquella podía ser la última noche de fin de año en la que pudieran disfrutar compartiendo unos manjares alrededor de una mesa.
Lucila sacó el cordero del horno, mientras Hans encendía las siete luminarias del Menorah, y lo disponía todo para rezar a Adonai. Porque, aunque cierto fuese que para ellos no era el fin de año como judíos que eran, los tiempos aconsejaban hacer lo que era correcto a ojos de quienes ahora regían los  destinos de Alemania.
Fue en aquel momento cuando golpearon con la aldaba del llamador de la puerta y todos al unísono se intercambiaron miradas interrogativas. No esperaban a nadie y era la noche de fin de año, por lo que se suponía que todas las gentes de aquellas tierras deberían estar en sus casas disponiéndose a despedir el año. 
Fue Hans quien abrió la puerta y ante él apareció un ser espectral. Era un hombre de edad indeterminada, posiblemente de pelo rubio, oculto bajo la suciedad que lo cubría, alto, casi un palmo más que Hans y extremadamente delgado, aunque el abrigo de paño gastado y desgarrado disimulaba su cuerpo magro.
Solo dijo: "Buenas noches".Y tras eso se desvaneció.
Entre todos ayudaron a acostarlo en un canapé. Lucila le preparó un vaso de leche con miel, Stefan y Jacob, soportando el hedor que despedía, le quitaron las raidas botas; Irene puso a calentar agua, Ángela buscó una manta y lo tapó,  pues cuando recobró la consciencia temblaba aterido de frío.
Lo bañaron y después lo vistieron con ropa de Stefan, que era el más alto de los varones, casi tanto como el visitante, y tras ello lo sentaron a la mesa con ellos y todos se dispusieron a cenar.
Nadie le preguntó nada y tampoco él habló. Comió como si no lo hubiera hecho en meses y, cuando todos hubieron finalizado, el desconocido se puso en pie y simplemente dijo "gracias" y "adiós", tras lo cual se marchó.
A la mañana siguiente Hans halló un manuscrito clavado en su puerta, en él unas palabras: "Mire bajo el canapé en el que anoche me acostaron".
Cuarenta años más tarde todos, excepto Hans que falleció el año anterior recién cumplidos los ochenta años,  despedían el año en un apartamento de la séptima avenida de Nueva York, y recordaban aquella noche de fin de año en Renania, cuando un desconocido les había dejado unas valiosísimas gemas junto a un consejo: "Huyan de Alemania. Váyanse a América. El próximo año no será esta tierra para judíos". 
Y Hans hasta el mismo momento de su muerte estuvo convencido de que aquel desconocido había sido enviado por el mismo Adonai, a pesar de que junto a las gemas había una insignia de oro y brillantes del partido nazi y en ella grabado un nombre: Kurt Gerstein. El mismo Gerstein perteneciente al partido de Adolf Hitler que luchó contra los suyos con tal denuedo que le valió el sobrenombre de "El espía de Dios ". 

domingo, 28 de diciembre de 2014

Frenéstomo

Frenéstomo había tocado el fondo de la fosa abisal más profunda que un humano pudiera llegar a explorar, aquella en la que ya no podría hallar a ningún ser vivo por extraño que fuese o por raramente adaptado que estuviese a las condiciones más extremas de supervivencia. Había explorado los confines de la mente humana y hallado lo que ningún ser antes que él ni siquiera había intuido. Cómo había llegado a ese punto ni él siquiera podría explicarlo, pero lo había logrado y con ello la maldición eterna, la de vagar como un ente carente de fin en un universo terrible. Condenado a no morir, pero tampoco a vivir; a la soledad absoluta del permanecer para siempre en la ausencia completa. Y no era Dios quien le acompañaría en su viaje, tampoco las fuerzas del mal, y no se convertiría ni siquiera en una estrella, ni en un átomo; no sería ni un electrón ni un neutrino o un bosón. No sería nada, pero siempre estaría en una eterna ausencia de ser y en una carencia absoluta de no existir. Allí en el fondo, en lo más recóndito de su mente no halló nada, pero sí la respuesta a casi todo. Supo que era un ser inmortal y que tendría toda la eternidad para encontrar la única respuesta que aún le restaba por hallar, aquella por la que la humanidad entera había dado su vida y vendido su alma. Aunque con él la respuesta vagaría por la soledad eterna.
La intensa e inmarcesible angustia que le produjeron estos hallazgos y la certeza de su desgracia fue lo que le hizo recuperar la cordura y comprender cuál era la auténtica naturaleza de la locura.
Y cuando quiso explicar su hallazgo nadie lo escuchó; excepto los psiquiatras que le dieron un diagnóstico y le prescribieron un tratamiento.
Tras unos meses había perdido la memoria y con ella el recuerdo de que por una vez hubo un humano que  había comprendido la locura.
Y gracias al éxito terapéutico todos los psiquiatras y psicólogos del mundo pudieron volver a dormir tranquilos.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Nochebuena

Allí en la Tierra de María de las Américas, en Maryland, en un oscuro y húmedo sótano de un almacén del puerto de Baltimore se hallaba María, una joven recién llegada a los Estados Unidos en un pequeño barco camuflado como pesquero, procedente de Centroamérica; huyendo de la desesperación y de la miseria con un embarazo a término en sus entrañas. En aquel lugar perdido del primer país del mundo se hallaba,  recostada en unos sucios sacos olvidados por el tiempo, con la mano apretada por la de José, su compañero en la miseria y padre del hijo que amenazaba con venir a este mundo, en el lado equivocado, en el de los desheredados de la Tierra.


En Alepo, la que en otro tiempo fuera la perla de Siria, entre los escombros que quedaban de su casa, Amira, con un parto en ciernes, apuraba a sorbos un poco de té que le había servido Adila, la madre de Amir, su esposo, asesinado por la barbarie desatada en aquellas tierras desde hacía ya casi cuatro años. Y en su mente, solo un anhelo: que aquella criatura que pugnaba por salir de su seno tuviera alguna esperanza de vida en este mundo, alejado de la barbarie, del odio y de la guerra. 


En algún lugar olvidado del norte de Nigeria, Fátima, una chica de apenas catorce años, postrada en un mísero jergón, con las lágrimas inundando su jovencísimo rostro de ébano, recordaba los días felices de su infancia en la casa de sus padres, en el calor de un hogar humilde, pero cargado de amor y esperanza. Hasta que un día aciago el mal se acordara de ella, y fuera arrancada de los mismos brazos de su madre por aquellos guerreros de la fe de Alá, que se hacían conocer como Boko Haram. Y ahora, aún solo una niña, transmutada en mujer a la fuerza, y forzada a convertirse en esposa improvisada de un muyahidin, según el miserable a sí mismo se llamaba, en algún lugar perdido se hallaba, en el trance de traer al mundo a una criatura quimérica, fruto de la aberración humana, de la sinrazón y de la guerra. 


En Sierra Leona, en una aldea sin nombre, olvidada por todos, rechazada por el mundo, infectada por el virus de Ébola, con su población diezmada y más que aterrorizada, en un mísero cobertizo,  una mujer madura se hallaba en trabajos de parto para traer a este mundo a su quinto hijo, y que con suerte y si sobrevivía al alumbramiento seria el único; pues de los cuatro anteriores uno ya hacía años que había fallecido, y los tres restantes, en este mismo, se los llevó la maldita epidemia. Como ayuda para traer a su hijo, solo sus manos y las de su hermana, las únicas que el demonio disfrazado de virus había dejado con vida en esta otrora bendita tierra. 


Todo estaba ocurriendo en una noche del mes de  diciembre, del veinticuatro para más señas, del año del Nacimiento del Señor de dos mil catorce; el dos mil cincuenta y dos desde que César Augusto comenzara a contar los tiempos. 


Mi recuerdo en esta noche para los desheredados de esta, nuestraTierra.

lunes, 22 de diciembre de 2014

La lotería de Navidad. Esa fuente de inspiración

¡Treinta y siete mil quinientos cuarenta y cincooooo! ¡Cuarenta millones de euroooos!
Había ocurrido exactamente diez años antes, en un teatro situado a dos kilómetros de donde él se  hallaba intentando hilar unos versos tras una noche de frenesí creador, que resultó tan baldía como la siembra que destruye una helada temprana, o quizá con el jarro que el aprendiz de alfarero no consigue dar forma. Y es que su ilusión, su pasión y su razón de vivir eran conseguir ser poeta; pero o bien la naturaleza le negó el don o su mente estaba en estado de crisálida debiendo evolucionar a mariposa.
El amor no es más que una quimera
El odio es nuestro compañero de las noches sin Luna
La tristeza me rompe el alma...

Y hasta ahí llegó su creación ese día. Y la de los siguientes cinco años.
El escándalo que se produjo en la calle procedente del bar que ocupaba el bajo del edificio donde se ubicaba la buhardilla de Ramón, fue tal frenesí que no tuvo por menos que interesarse por el motivo de tan tremenda alteración de la paz vespertina.
El gordo, había tocado el gordo de la lotería de Navidad.  El 37545 había sido agraciado con tantos millones como estrellas podría abarcar su vista en el firmamento de una noche calma. Además, él llevaba la décima parte de un billete, lo que llamaban -y bien- un décimo. Cuatrocientos mil euros. Eso eran cuatrocientos mil libros de poesía vendidos. Y él hasta ahora solo había vendido algunos versos en el parque del Retiro, escritos a mano y perfumadas ligeramente para que algún novio trasnochado las regalase a su amada; porque ningún editor, ni siquiera underground, había aceptado publicarle nada.
Cinco años de opulencia, de riqueza material, de pobreza del alma; noches y días de alcohol, drogas y amigos de verbena, de tugurios infames, unos con oropeles de diseño y otros con pura mierda. Mierda de personas, mierda de cerebros vacíos de tino, y desbordados de excrementos de tóxicos y de ideas de autodestrucción y apocalípsis Turbas corifeas de aduladores y de alimañas, que pacientes con los dientes afilados esperan la carroña lanzada desde los infiernos por seres espectrales.
Cinco libros de poesía publicados a golpe de talonario. Cinco libros repletos de excremento. Alimento intelectual de seres sobrepasados por los tóxicos y la estulticia desbordada de un cortocircuito de sus inteligencias.
Y al final la UCI, la de su cuerpo y su alma, y por si en los anteriores no estuviese incluida, también la de su alma.
Todos sus órganos corruptos.  Su hígado cirrótico, sus pulmones enfisematosos, su corazón miocardiópata, sus riñones hipofiltrantes, su mente amnésica y como colofón una hiperplasia de próstata.
Solo le dijeron que jamás se acercara a concertar un seguro de vida, que lo despedirían a gorrazos y que si no lo tenía de entierro, que ya podía considerarse un cadáver de beneficencia.
Y una mañana de enero cuando ya el invierno rayaba en hielo le dieron el alta, más para que no hiciese gasto que porque algo le hubiesen curado. A Lourdes debería ir para eso, le dijo ese que siempre va sobrado de humor negro.
Sin dinero, sin buhardilla, sin comida, sin esperanza; enfermo hasta las trancas, con el frio en el mismo tuétano,  se palpó los bolsillos y halló un miserable trozo de lapicero, y del suelo cogio un papel, no era más que una sucia servilleta. Y allí en aquel gélido banco del parque del Retiro escribió unos versos, los más bellos que desde Juan Ramón Jiménez nadie escribiera, según le dijeron cuando cinco años más tarde recibiera el premio nacional de poesía de manos de un onubense, de Moguer justamente. Y cuando él profundamente emocionado recibió el reconocimiento, se lo agradeció a todos, pero especialmente a un número,  al 37545, y a un pequeño pollino, a Platero.
La lotería de Navidad. Esa fuente de inspiración.

jueves, 18 de diciembre de 2014

WRITER

Acababa de terminar su primera obra literaria, era una sencilla y corta novela de apenas cien páginas, que había escrito con la ilusión febril de un adolescente que había resuelto jugarse la vida a la sola carta de la literatura. En un mes con su manuscrito a cuestas recorrió hasta diez editoriales y su tenacidad y tozudez le permitieron que cinco de ellas aceptaran leer aquel texto, quizás porque los atribulados editores pensaron que sería menos penoso echar un vistazo al anoréxico libro que soportar las peroratas de su autor.
Aunque no parezca creíble a aquellos que tengan alguna experiencia en el trato con los editores, cierto fue que en este caso, los cinco que le contestaron al ofrecimiento de su novela coincidieron en el diagnóstico "apunta maneras, pero el texto es pueril y escasamente literario" y le aconsejaban que leyese mucho y a ser posible fuese a la universidad, y que más adelante "ya se vería".
A él, estas contundentes y unánimes críticas, al contrario de desanimarlo en su empeño de ser escritor, le supusieron un espaldarazo y le marcaron la carrera que habría de seguir.
Trabajó duro durante seis meses en el puerto de Baltimore estibando buques, pues afortunadamente la naturaleza lo había dotado con un cuerpo de atleta y su fuerza física le abrió todas las puertas en aquel campo de la carga y descarga, tan alejado de su meta de escritor.
Con los sustanciosos estipendios obtenidos en tan duro trabajo, puso en marcha el plan que había pergeñado. Tomó el tren y viajó a la vecina capital federal, y allí en Washington buscó acomodo en un alojamiento barato, que estaba situado no muy lejos del lugar en el que pensaba pasar todas las horas de los días que le permitieran los horarios de apertura del mismo,  y del dinero con el que disponía.
Y ese lugar era la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de América. Una fantástica catedral de los libros que atesoraba en sus estanterías más de treinta millones de ellos y muchos más de documentos, lo que la convertía quizá en la biblioteca más importante del orbe.
Varios días hubo de emplear en conseguir los permisos  que le permitirían trasladarse literalmente a morar entre sus paredes.  Pero todo mereció la pena y el día que penetró en aquel templo sagrado del saber, en ese espacio inspirado en el Panteón romano, sintió que la fuerza abandonaba sus piernas y su cabeza giraba en torno a los centenares, a los miles de metros de estanterías, que guardaban los libros escritos por miles de seres que como él tuvieron como objetivo de sus vidas escribir, quizá un solo libro, y como quimera que un día, como si de una reliquia de tratase, quedar depositado allí en aquel Panteón, donde todos los dioses de la literatura tienen su pequeño lugar en el Parnaso de los libros.
Comenzó con los clásicos griegos, después los romanos; algún árabe e incluso judío; devoró la Biblia, también el Corán, sin dejar a un lado el Talmud  ni tampoco los shastras hindúes. Después comenzó con los escritores medievales europeos y devoró a los italianos, a los de los reinos de España, sin olvidar a los ingleses, franceses o  a los de las tierras de alemanes. Continuó con los renacentistas, los barrocos, neoclasicos, románticos, naturalistas y...después perdió la cronología y el caos se adueñó de su lectura. Se hallaba entusiasmado leyendo el Ulises de un tal James Joyce cuando oyó que alguien a sus espaldas dijo :"Lleva treinta años leyendo". Miró a su alrededor y no vio a nadie lo suficientemente mayor como para cumplir con esas características. Y continuó leyendo.
Al abrir la primera página del último libro de un tipo apellidado Faulkner cayó muerto.
Cuando los empleados de la funeraria, que hacía los encargos de la beneficencia, retiraron su cadáver  preguntaron a quién habrían de entregar las pertenencias. Se hizo cargo de ellas el responsable de sala de aquel día. Estas consistían en un carnet de investigador fechado treinta años antes y un cuaderno gastado, en él escrita solo una palabra: "Título".


Dedicado a todos los que se dejan la piel en el empeño.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Noche de Reyes

Con la ansiedad de la eternidad de los siete años de edad, que tras aguardar miles de millones de años al comienzo de ser, no podia aguardar solo unas pocas horas a que el alba marcase el momento de descubrir la sorpresa de la primera ilusión cumplida, de la satisfacción del éxito o del sabor acre de la desilusion que le cincelase el recuerdo almizclado del desengaño. 
Jimena aguardaba a que llegase la mañana del día de Reyes para saltar de la cama y abrazar aquella muñeca de carne de trapo y corazón de éter, que esos extraños Magos de Oriente, a buen seguro le habrían traído a lomos de aquellos extraños animales, a los que Dios dotó de montañas en sus lomos para que guardaran en ellas el agua, y con ello poder surcar los mares de arena, donde la lluvia siempre está ausente y solo el sol reina.
A través de las ventanas aún no se filtraba más luz que la tenue penumbra de las tristes bombillas del alumbrado público, escasas por mérito de la puntería de los impúberes artilleros, que con sus tirachinas se entrenaban para la guerra, y a Jimena aquella noche le parecía eterna, que alguien había robado el Sol y quizás hasta la Luna y, si esto era cierto, pudiera ocurrir que los Magos de Oriente no encontraran el camino, pues si alguien había robado el Sol y la Luna también se habría llevado las estrellas, y tenía bien oido que aquellos Magos se guiaban por la más brillante de todas ellas.
Y, entonces una gran angustia le atenazó el alma, saltó de la cama, recorrió el pasillo, abrió la puerta del balcón y se asomó cuanto pudo, miró al cielo, buscó la Luna, las estrellas ... nada halló. .. las habían robado... solo oscuridad había en el firmamento.
Lloró y las lágrimas empaparon sus ojos glaucos tornados de azabache por la negrura de los cielos. Y gritó: Luna, Lunita, ¿Luna dónde estás?; estrellas, estrellitas del firmamento, ¿dónde os habéis ido? ¿Por qué habéis abandonado vuestra misión de guiar a los Magos y a todos los seres que confían en vosotras para llegar a su destino? ¿No comprendéis que las aves se perderán? ¿ Que los navíos naufragarán y que hasta los adivinos morirán de pena? Luna, Lunita, estrellitas de canela y oro venid esta noche,  no quiero muñeca de carne de trapo y corazón de éter, solo quiero que viajéis por nuestro cielo como todas las noches y que guieis a los Magos y a las aves, y también a los marineros; Luna, Lunita, estrellitas, venid para que podáis inspirar a los pobres poetas, para que los gatos puedan maullar mirándote, Lunita, a tu cara de adolescente hasta que llegue el alba.
Cuando el gallo cantó y el primer sol de una mañana radiante de enero se coló por la ventana de la habitación de Jimena, esta abrió sus ojos y esbozó una sonrisa, y supo que aquella noche, ella, una niña de siete años de vida, le había hablado a la Luna y también a las estrellas, y las había convencido, pues a fin de cuentas ellas también eran solo unas niñas.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Un cadáver ignoto. O dos

En la ribera de un arroyo que en tiempos pasados sus aguas intermitentes alimentaron un mísero huerto, ahora abandonado por la amnesia del tiempo; cubierto de barro; oculto entre juncos y anea; profanado por las larvas y por los insectoss adultos; por algún roedor y hasta por los batracios que sobreviven al estío enterrándose en la misma muerte si falta les hiciera, allí mismo, la carcasa de un hombre se hallaba varada. Los ojos ausentes de un rostro vacío, cara de muerte, de carroña aplazada de polvo viajero. Cuerpo corrupto de perfume dulzón, de infamia asesina o de muerte buscada. Vida truncada por razones ocultas. Allí en aquel campo yermo por el olvido de campesinos gastados, yacía el cuerpo de un hombre. Un resto olvidado de vida anónima, quizá otrora amado u odiado, ahora solo abono baldío de un huerto abandonado.
Pero un día se desató una terrible tormenta y del cielo justiciero las nubes vertieron mil millones de cántaros; las tierras se anegaron, los arroyos y los ríos se desbordaron y ,aquel cadáver olvidado, por las aguas fue arrastrado. El destino justiciero quiso que hasta un camino llegase aquel muerto visjero y ,que días más tarde a quién el destino señaló para ello, justo allí lo encontrara.
Nadie hubiera apostado a que ni forenses ni policías a aquellos restos pudieran hacerlos hablar, pero todo fue más sencillo, en el interior de su recio cinturón de cuero guardaba un documento, en él su nombre -Juan- y sus señas. También una palabra: Lucía.
Todo estaba aclarado, dijo el juez que instruía la causa. Ya solo bastaba con indagar en la aldea en la que en el documento rezaba que aquel cadáver en vida moró. Y hasta allá fueron policías y justicias, y no quedó alma a quien no preguntaran. Todos negaron haber conocido a ningún Juan, tampoco a ninguna Lucía.  De la que era su casa -según rezaba- ni las ruinas ya quedaban, pero un sabueso encontró un azulejo y en él escrito dos nombres: Juan y Lucía.
Indagaron en los registros y nada hallaron, ningún Juan, tampoco una Lucía. Interrogaron a autoridades, a comerciantes, a taberneros y hasta al cura y todos juraron no haber conocido en aquel pueblo a ningún Juan y tampoco a ninguna Lucía.  Sólo un orate hizo grandes aspavientos cuando oyó mentar el nombre de Juan y lloró cuando oyó pronunciar el de Lucía.
Y así quedó aquella muerte. La de Juan según constaba y quien sabía si la de Lucía. Y ni policía ni justicia pudieron saber si nunca había existido o acaso que aquellos que negaban haberlo conocido, con sus propias manos, lo habían devuelto a la nada y con él también a Lucía.



viernes, 12 de diciembre de 2014

El segador de los campos de la Mancha


Sintió que la cabeza se le fundía con aquel calor infernal del mediodía estival de los campos de la Mancha. El pañuelo atado con nudos en los cuatro puntos cardinales de su superficie craneal dejaba escurrir el sudor por la frente, que remontando las cejas, parpados y pestañas invadía las mismas córneas de sus ojos mezclándose con las lágrimas, produciendo con la luz del sol arcoiris de efectos imposibles, matizados de plata por el brillo de la hoja afilada de la hoz, que en un ballet frenético golpeaba con ritmo de muerte las espigas de oro de la esperanza de vida de aquellos, que como él, no eran más que seres espectrales.
En aquella mañana de verano de los campos de la Mancha solo alguna abeja en vuelo de vigilancia de su colmena aventuraba importunarlo, no eran horas para que las moscas, tábanos o incluso reptiles, se arriesgaran a quedar desecados por los rayos exterminadores del sol del estío.
Con el resuello perdido, por mor de sus pulmones horadados de veneno de mil veranos de mieses segadas, y de alquitranes de tabaco de cuarteron de hebras; el vientre hinchado por los humores rezumados de las entrañas podridas por vinos de mil jarras, bebidas en sórdidas tabernas de cementerios de frustraciones de vida; las manos agrietadas por los mangos de las hoces en el estío, del acarreo de piedras en cualquier tiempo, o de podas de viñas de oro para el patrón y, para él y los suyos, de sangre y resacas de caldos de olvido.
Contaba con poco más de medio siglo de estancia en este mundo, al que lo parió su madre como maldición del Paraíso; y con más de doscientos que a él le parecieran; con cinco hijos criados como si fueran ganado, y de ellos ya tres gastados por puñaladas de la muerte; y una mujer que se fue con ellos, aquella que los parió y a él le acompañó en un buen trecho de sus míseras existencias.
Y en este día, como podía haber sido cualquier otro, reparó en que su vida había sido miseria, pura miseria, nada más que miseria alimentada por el hambre del impulso vital del viaje iniciático del ser humano; del periplo desde el seno materno a la tumba. Y en este día, como podría haber sido cualquier otro, comprendió que su viaje había concluido, que la broma macabra de su vida había llegado a puerto. Y mientras el sol allá en lo más alto marcaba justo el mediodía de un día de estío como cualquier otro en los campos de la  Mancha, un hombre, que había vivido cómo lo hubiera hecho una bestia, decidió reirse del Sol, de la Tierra y del mismo Dios si lo hubiera, y decidió morirse sin más trámite ni licencia. Soltó la hoz, se desató el pañuelo e hicándose de rodillas se frotó los ojos y miró al cielo, y esbozando una sonrisa se rió de todo el Universo. Y tras ello, se murió.
Por primera y única vez en su vida fue un  hombre, quizás el más grande que nunca pisaran los campos de La Mancha.

sábado, 6 de diciembre de 2014

La noche

Noche, luz robada, vida  aplazada de una efímera existencia. Muerte. La extinción más que próxima, ya llegada. Sueño alimentado de olvido, buscado en la quimera de que tras la noche renazca la vida. Espera de un nuevo día regalado de anhelo impostado, arrancado del alma asustada, cuando tras el  ocaso vuelva a caer la noche, y de nuevo con ella quede huérfana de toda esperanza. 

Dedicado a Fernando Pessoa