domingo, 22 de mayo de 2016

La Medicina y Cervantes. «Sic transit gloria mundi»


Yo lo tuve por oído y más tarde leído en la famosa historia que escribió don Miguel sobre Los trabajos de Persiles y Segismunda, pero quien a mí me lo contó fue el mismo estudiante pardal que el autor en la dicha historia menciona, el cual, corrido el tiempo fue médico de gran provecho en la Corte y, que según también me dijo, fue aquella conversación con don Miguel la que le convenció para ello, pues aunque entonces ya trajinaba con tratados, cánones, aforismos y otros florilegios, aún no andaba muy decidido si tirar para el negocio de las leyes o el del arte de sanar o, de al menos intentarlo, que pareciera mucho decir lo primero.
Y digo, que según lo escribió don Miguel de Cervantes sucedió, aunque él que muchas cosas tenía que decir no le dio tanta importancia al encuentro, por lo que cortó por lo sano cual cirujano barbero.
Ocurrió que yendo don Miguel en su más postrero viaje, que lo fue desde la muy noble villa de Esquivias a la Corte, cabalmente en Madrid como bien imaginan, con la buena compañía de dos amigos, y ya un poco avanzado el camino, notaron que con mucha prisa uno, que a lomos de una borrica iba picando, con tanta ligereza como largas las patas tenía el jumento para darles alcance y, que cuando lo hubo hecho, se dirigió al grupo del ilustre don Miguel, el cual al ver de tal guisa vestido a aquel mozalbete justo es leer lo que de él dijo, pues cierto es que es de mucha risa. Lo detalla como: «estudiante pardal porque todo venía vestido de pardo, con antiparras, zapato redondo y espada con contera, tocado de valona bruñida, y con trenzas iguales; verdad que no tenía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta enderezarla».
Y el pardo muchacho, el cual, con apuro manifiesto, trataba de colocarse aquel cuello vuelto que caído sobre espaldas, hombros y pecho llamaban valona, les preguntó si acaso sus mercedes iban a la Corte en busca de algún oficio o prebenda y dijo esto por la prisa con la que caminaban, y como quiera que uno de los acompañantes de don Miguel le dijera al estudiante que la culpa de ello la tenía el Rocín del señor Miguel de Cervantes porque era algo más que pasilargo, el pardal prácticamente se hincó de hinojo y tomándole la mano izquierda quedó como si hubiese sido encantado por el mismo mago Frestón, y tiró del fondo de su armario de lisonjería, que si no fuese porque don Miguel estaba curado de todo espanto, de cualquier loa, requiebro o cumplido y, estando ya como se hallaba oyendo tañer campanas de tránsito, cierto es que hubiese llegado a sonrojarse, pues tal fue la adulación bien sentida de aquel joven ante el arte de la pluma, la ciencia y el excelso bien decir de don Miguel.
No tuvo por menos el padre del Ingenioso Hidalgo ―que ya por aquel tiempo se leía en la Ingalaterra del tal Merlín y en la Francia que fue la patria del caballero Lanzarote―que invitarlo a que subiera a su burra ―a la de él, que don Miguel montaba rocín como se ha dicho― y conversara con él. Y así de esta guisa fueron hablando de lo humano y lo divino hasta que llegaron a Madrid.
Y todo comenzó cuando el estudiante, que ya se hallaba picoteando con la medicina, le hizo observar a don Miguel que aquel mal del que tanto se quejaba no era otro que el «de hidropesía, y le rogó que no pidiera el cuidado de médicos, porque no había más remedio que poner tasa al beber y procurar el comer, que no le sanaría ni aunque bebiese toda el agua del mar Océano». Y tuvo a bien el genio tomar por cierto que aquel mozalbete ya apuntaba maneras en el arte de la medicina y preguntole si era a eso lo que se dedicaba estudiar:
―Pues mire vuesa merced en eso y en otros saberes, que también le hago a las leyes, a la gramática y, en estos tiempos, como no algo a la teología, pero no he de mentirle si le digo que sí es la medicina la que más me arrebata, y quizás a ello me dedique.
―Debes saber que mi padre fue cirujano sangrador ―le contestó el maestro―, que lo tengo ya perdonado por ello, porque fue a fin de cuentas no habría que demandarle que por haberlo parido su madre, que también fue mi abuela, en trance propicio para que a la primera calentura que se le cruzara quedase sordo como una tapia, y hubiera por ello de procurarse la vida, para él y su prole, de semejante manera, que tantos fuimos como días hay en la semana, y yo tuve a bien ser jueves. Y como te digo hubo de ganarse el sustento como cirujano de cuota, pues en ninguno de los lugares en los que se estudia las materias lo dejaron aplicarse, y no será porque no sobraban mozuelos y, otros que ya no lo eran tanto, en Valladolid donde en un tiempo moramos, pero ya es esa historia antigua.
―Don Miguel, ¿puedo hacerle una pregunta?
―De sabio es no perder ocasión de a un viejo pedir opinión. Pregunta muchacho todo lo que quieras, aunque te prevengo que yo de lo que voy sobrado es de fama, porque… no des pábulo a lo que va diciendo por ahí de que soy sabio, ni tampoco príncipe de ingenio alguno, lo justo zagal, lo justo,…pero hazla.
―¿Qué piensa vuesa merced de médicos y cirujanos?
―Ah, qué buena consulta me planteas. Y qué poco sabré yo satisfacer tus ansias de conocer, tan poco como unos y otros y todos sabemos de los arcanos del Universo, de cómo se organizan los astros y los planetas, de quiénes somos nosotros y cómo estamos hechos; menos aún de cómo funciona el ingenio de la fábrica del cuerpo. Y si hablamos del alma…si lo hiciéramos no tendríamos por menos que callar, pues menos que decir un ay sabemos, y en ello solo me resta rendirme…, pues eso es lo que yo pienso de ellos, de mí y de todos, que ya he dejado escrito, quizás todo lo que de decir había, aunque si Dios me dejara un poco más en este mundo por ventura pudiera ser que ocurriera que con más tino respondiera a tu pregunta, que no he de dejar ocasión para que aquel que sí lo puede encuentre razones para darme prórroga en esta vida. Porque has de saber que el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo ello, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir como ya os he dicho.
―¿Quiere decir vuestra merced que no tenéis buena opinión de ellos?
―¿Te refieres a los empíricos, a los sangradores, parteras, sacamuelas, cirujanos, apotecarios, sacadores de la piedra, batidores de la catarata o a los mismos médicos?
―¡Válgame el cielo que mucho sabéis de todo esto!
―Te dije, mi dilecto amigo, que mi padre fue cirujano, aunque lo fuese de cuota, y mi abuelo materno médico en Córdoba, como mi bisabuelo paterno, que también ejerció el arte en la misma ciudad de los califas moros; por ello y también porque muchos años ya me acompañan, aunque menos de los que quisiese estando como me hallo a las puertas de la muerte, y justo por este mérito de vida, he tenido muchas oportunidades de toparme con ellos, unas por heridas de pendencias buscadas o halladas sin ir a por ellas, otras en la misma guerra, que todos saben de mi descompostura de brazo y mano en aquella que yo dije «la más alta ocasión que vieran los tiempos ni esperen ver los venideros», que, ¡creedme que ahí las tuve feas!, y no portáronse mal los cirujanos en tal ocurrencia. Y también doy fe  que he tenido podredumbre de dientes, que mirad que apenas me restan cinco –dijo abriendo de par en par la boca-; apostemas sajados; calenturas mil, que unas fueron simples, otras tercianas y hasta cuartanas; que de las hemorroides tampoco me salvé. Y qué deciros de esto que ahora me aflige que fáltame el resuello, apenas puedo calzarme pues tengo los pies como pellejos de vino en otoño, y las ansias en la comida, que hay veces que hasta comería del campo los cardos y las mismas ranas, y otras ni capón ni cabrito pasarían de la cresta de mis despobladas encías; la sed no es tal sino el mismo infierno que alcanzar los mares pudiera; y qué os he de sentenciar del meiare que decían los romanos, que hay veces que hasta jubón, calzas y camisas quedan como si hubiera dormido en ellos un niño de teta y pico.
―Pero, decidme don Miguel, ¿creéis en verdad que sirven los remedios, que son ciertas las causas y que así son los ingenios que hacen vivir al cuerpo?
―Los sabios lo dicen, por qué no habría yo de creerlo. Que son cuatro los humores, como cuatro son los elementos, cuatro las constituciones y cuatro las estaciones.
―He oído que en Europa hay médicos que dicen…
―En Europa muchas cosas se dicen, pero los que aquí nos corrigen dicen todo es herejía, y si no lo es será para ellos a quienes les aproveche, porque no creo que nadie halle remedio para lo que desde que nacemos ya está escrito, que es el que morir habemos.
―Sí, don Miguel, pero ¿creéis que es cosa buena tanta sangría?
―Mi familia vivió de ello ya os lo he dicho, si me preguntáis si es de provecho para el que se sangra, pues en verdad he de decir que no vi el caso en el que le diera ventaja.
―¿Y qué me decís de los remedios fuertes tales como el mitridato o la triaca?
―Que son muy buenos remedios, pero para boticas y apotecarios que con ellos llenan sus arcas, pero tan cierto es como que ya vemos Madrid en lontananza, que a mí ni aunque me dieran de ellos cien celemines, harían que sanara, que ya inventé yo para ello el bálsamo de fierabrás que como sé que sois bien leído ya entenderíais la fábula.
―¿Y la astrología?
―Que es maravilla mirar el cielo con las nuevas lentes mágicas, que yo lo hago, y tened por cierto que nada he visto más grande, pero si me preguntáis cómo eso ha de sanarme, pues Dios habrá de saberlo, pero los que en tu escuela os enseñan, por cierto tengo, que de ello no saben más que este jumento.
―¿Y qué pensáis en la mesura en el comer, en la limpieza y el ejercicio?
―Comer mucho no ha de ser bueno, pero cierto es que no comer es harto menos lisonjero, tanto, que no se conoce ni hombre, ni perro ni gato, que sin hacerlo dure de Pascua a Difuntos, que llegado estos ya lo serán aquellos; en cuanto al beber siempre con mesura y si es posible que sea vino y del año, y ejercicio quien pueda librarse que le plazca en ello, que yo no tuve ocasión de folgar más allá que cuando estuve embarcado o preso.
―¿Qué le diríais a los médicos si os pidieran consejo?
―Pues que más que estudiar miren, que observen los astros y se regocijen con ello, que miren los ríos y recuerden al poeta Manrique, contemplen flores y plantas que son gran maravilla, y así de aquella manera con el alma calma y el espíritu sosegado se acerquen a los enfermos y no les hagan daño, que dejen a la naturaleza trabajar por ellos, y si algún día hallaran remedios que aliviaran males como el que a mí me aflige, entonces los apliquen y por ello reciban toda la gloria de los cielos.