domingo, 13 de octubre de 2013

Muerte en Sevilla. Capítulo 1

MUERTE EN SEVILLA
Juan Castell


















El experimentador que no sabe lo que está buscando no comprenderá lo que encuentra
                                   
Claude Bernard 





1
El viaje a Sevilla

I

La travesía estaba siendo muy larga y  accidentada, Fausto estaba ansioso por llegar a su destino; pero aún restaban más de doscientas millas náuticas para llegar a Sevilla y eso supondría tener que pasar aún largas jornadas de travesía, que podrían variar en función de los vientos y de la providencia.
La vieja carraca en la que navegaba había hecho escala en Barcelona, tras salvar la distancia desde Marsella, que es donde había iniciado su viaje. En aquella importante ciudad del reino de Aragón habían cargado mercancías variadas, en su mayoría procedentes del comercio con Oriente y que hasta ese puerto transportaban navíos genoveses y venecianos, en su mayor parte.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse, repasaba en su mente los últimos años de su vida, desde que haría ahora veintiséis años había abandonado Sefarad, cuando sólo era un niño judío, en compañía de su padre Moshé Asher Toledano y su segunda mujer Jimena, hasta el día de hoy 21 de marzo del año del  Señor  de 1347, en el que se encontraba de camino a Sevilla,  convertido en un adulto de treinta y ocho años, médico y cristiano, bautizado en la fe de cristo con el nombre de Fausto y de apellido Toledo, cambiando el original Toledano, que recordaba más su ascendencia judía.
Tantas cosas habían sucedido, que él ya no era el mismo que abandonó Sevilla casi tres décadas antes; aunque en lo más profundo de su ser, aún sobrevivía algo de aquel niño judío llamado Asher, en honor a su padre y esto lo revelaba, el nombre que había elegido para ser un buen cristiano: Fausto, que al igual que su antiguo nombre judío significaba afortunado. Y aunque ciertamente él no pensaba que lo fuera, quería mantener ese cordón umbilical con su otro yo y con su progenitor, que así lo quiso para él.
Su padre, el más grande de los hombres que el nunca conoció, ni esperaba conocer, fue también su maestro, el que le enseñó lo que de esencial hay en la vida y en el arte de la medicina, y cierto es, que a pesar de que había tenido los mejores profesores de cuantos hubiera en la cristiandad, en los años que permaneció en la escuela de medicina de Montpellier, fue él, quien le enseñó a pensar, a deducir, a desechar la superchería, a descartar lo superfluo, lo equivocado, a ser curioso y ver donde nadie podía atisbar más que embauco. Había heredado de su progenitor, el don que le hacía comprender hechos que el resto de sus colegas médicos ni sospechaban, veía  destellos de luz donde para el resto sólo reinaba la más completa oscuridad. Adquirió de él la capacidad para entrar en trance y comunicarse con entes, que le sugerían conocimientos, que no siempre sabía descifrar y de los que su padre obtuvo grandes provechos, pero a la vez terribles desgracias para su vida.   
El fuerte y aún frío, viento de tramontana, le trajo de vuelta a aquella sucia cubierta de la vieja carraca, que debía conducirle de regreso a Sefarad. La lluvia le azotó la cara con fuerza y tuvo que correr a resguardarse bajo la toldilla; aunque en realidad ya estaba empapado hasta el tuétano. Se palpó bajo sus recias y mojadas ropas y atinó a dar con el canutillo en el que guardaba sus bienes, que deberían proporcionarle los recursos necesarios para iniciar una nueva vida en la gran ciudad del reino de Castilla, en la que según le habían referido, tendría buenas oportunidades un médico con el currículo que el atesoraba y aunque ciertamente los tiempos eran difíciles, tanto en el reino de Castilla como en el de Aragón o incluso en la misma Aviñón, sede de los papas, de donde él venía, siempre podría ganarse bien la vida; pues nunca faltaba trabajo para un médico en aquellos tiempos.
Había pagado un buen dinero por el viaje y por ello tenía reservado un acomodo más que digno, si se tenía en cuenta las condiciones de la embarcación, que estaba destinada al transporte de mercancías y no a proporcionar lujos a viajeros, pues se trataba de un buque de carga, aunque ciertamente fuese el mayor de los que surcaban las aguas del Mediterráneo. Proporcionaba buena parte de las mercancías que eran precisas para el buen funcionamiento de la economía sevillana; pues esta ciudad, la más poblada de toda Castilla, producía poco más que aceite y cereal, siendo sus principales fuentes de riqueza, el comercio de productos que arribaban a su puerto y que desde allí distribuían, a lo que había que añadir los servicios producidos por una gran urbe como aquella, que además recaudaba gran cantidad de impuestos y albergaba una enorme población de nobles, caballeros, peones y eclesiásticos, que generaban una importante actividad económica, incrementada de vez en cuando por el cobro de impuestos a los musulmanes de los territorios vecinos y a los botines de las correrías en esas tierras. Habría que destacar también la creciente actividad generada por los pescadores, que desde el puerto de Sevilla, fueron extendiendo sus caladeros por el Guadalquivir y los territorios marítimos vecinos, que alcanzaron las costas de Tarifa, hasta Portugal y  se adentraron en dirección a los bancos de Marruecos, en las proximidades de las Islas Canarias. Además, iba aumentando de forma notable la actividad de artesanos, carniceros, pescaderos, jaboneros o especieros. Pero las grandes riquezas de la ciudad, se encontraban en su río y en la vecina comarca del Aljarafe y entre ambos suministraban todo cuanto Sevilla necesitaba para ser la joya del reino de Castilla.
Había caído la noche y las estrellas se adueñaron del firmamento y Fausto recordaba como su padre le había enseñado a orientarse en la noche, buscando la Estrella Polar. Intentó localizar la Osa Mayor y una vez que la identificó, estimó la distancia de las dos estrellas que se situaban a cada lado de ella y aumentándola unas cinco veces, en dirección hacia su cabeza, halló una estrella, no muy grande; pero sí luminosa. Era sin duda la Estrella Polar, y por tanto allí estaba el Norte. Las lágrimas recorrieron su rostro, resbalándole por las mejillas, rememorando cuando Asher le enseñó aquello, en la espesura de Sierra Morena, mientras huían de Toledo para salvar sus vidas, perseguidos por los esbirros del concejo de Toledo.
Le tocaron en el hombro y le ofrecieron un plato con algo que parecía comida y una jarra con vino. Aunque no tenía apetito, hizo un esfuerzo por comer, para mantener sus tripas entretenidas, mientras su cerebro seguía vagando rememorando las vivencias que ahora dejaba atrás.
Habían huido de Sefarad buscando un lugar mejor, donde ellos como judíos pudieran vivir en paz y trabajar en aquello para lo que Adonai los había destinado para servirle en este mundo, que era ejercer la medicina. Y Asher siempre había creído, que ese lugar lo encontraría en la ciudad de Montpellier, allí tenía oído y daba por seguro, que se concentraba el mayor saber sobre la ciencia de la medicina de toda Europa y daba por hecho que encontrarían la felicidad y la excelencia en su trabajo y su hijo podría convertirse en un gran médico y en un orgullo para su pueblo.
Ciertamente que su llegada a Montpellier no había sido fácil, pero allí todo les comenzó a ir bien, encontraron al boticario Absalom, que les proporcionó ayuda, para que iniciasen su vida en aquellas tierras. A Asher no le fue difícil abrirse camino y gozar de una gran reputación como médico entre los judíos; pero las cosas no fueron como ellos esperaban. La situación en el reino de Francia y por contigüidad en aquella ciudad, que en aquel tiempo estaba bajo el dominio del reino de Mallorca, se hizo difícil para los hijos de Israel,  En Francia, tras la muerte de Felipe el Hermoso, se abolió el decreto de expulsión de los judíos, que había promulgado durante su reinado y los hijos de Israel pudieron volver; pero con severas restricciones. De hecho, en la vecina ciudad de Aviñón, sede de los papas, los judíos debían vivir sólo del trabajo de sus manos o de la venta de buenas mercancías; debían llevar un distintivo en su ropa que los identificara, se les permitía recuperar sus cementerios; aunque  deberían realizar el pago correspondiente por ello; de igual manera podían recuperar sus deudas, aunque los dos tercios del valor que obtuvieran sería para el rey; podrían tener libros, pero no el Talmud, que era la compilación de las leyes judías procedentes de la tradición oral y la escrita. Otra de las disposiciones establecía, que cuando un judío se convirtiese en cristiano, el señor se apropiaba de sus bienes. Así pues, se había llegado a una situación en la que el rey los expulsaba y se apropiaba de sus bienes por ser judíos y los señores hacían lo mismo por convertirse en cristianos. Y aunque el rey Felipe el Largo, abolió estas disposiciones, lo cierto es que se siguieron aplicando en su reinado y en el de sus sucesores, aduciendo que lo hacían por la usura de los judíos. A estas injusticias, había que unir los pogromos contra los judíos, que de vez en cuando se habían producido, como el que ocurrió unos meses antes de que Asher y su familia llegasen a Montpellier, cuando cientos de judíos fueron asesinados por una marcha conocida como de los pastorcillos, que solo pudo ser frenada por el papa Juan XXII.
Ciertamente, no era este el ambiente de concordia que esperaban, aunque en aquella ciudad las cosas estaban algo más tranquilas y la comunidad judía aún gozaba de cierta libertad, principalmente en los ámbitos de la universidad, en los que, especialmente en su escuela de medicina, siempre habían gozado de gran prestigio y  aún conservaban cierto peso. Pero algunos de ellos, se habían planteado seriamente, abrazar la fe cristiana y de este modo intentar evitar las calamidades que siempre rondaban sus vidas y haciendas, y de hecho, cada vez que se producían persecuciones o muertes, un número creciente de hijos de Israel renegaban de su fe o fingían que lo hacían y se convertían al cristianismo. Esto nunca se le pasó por la cabeza a Asher hacerlo ni nunca pensó tampoco que lo hiciese su hijo.
Volvió en sí por un fuerte cabeceo del navío, producido por un golpe de mar, que zarandeó toda la embarcación e hizo que un brazo de mar recorriese la cubierta de babor a estribor y a punto estuvo de ser arrastrado por el agua, si no fuera porque  pudo asirse con fuerza a una jarcia, cuando ya iba camino de la borda. Fausto miró el velamen y vio como las velas cuadradas del mayor y del trinquete gualdrapeaban amenazando soltarse, otro tanto, parecía acontecer a la vela latina en la mesana y tuvo por cierto que a buen seguro no resistirían el embate del vendaval. Claro, que en estas artes de la navegación, no era docto en modo alguno; pues aquel no dejaba de ser un  temporal de levante, y aunque sin duda, era el de mayor fuerza que había sufrido en su escasa vida marinera, en modo alguno, sería considerado como algo serio en la opinión del capitán de la embarcación. En cualquier caso, decidió ponerse a cubierto y se dirigió al lugar que se le había reservado como aposento, que no era la cámara del capitán, pero dadas las condiciones no podía quejarse.
Apenas pegó ojo en toda la noche. Su mente le transportó a Montpellier, al tiempo en el que celebró su Bar Mitzvah y pasó a convertirse en un judío adulto y adquirió los derechos y obligaciones que ese estatus le confería. A partir de entonces, sería considerado responsable de sus actos ante su comunidad; pero también se le permitiría leer la Tora, poseer propiedades o ser elegible para contraer matrimonio. Ya habían pasado trece años desde que una mañana en Toledo, su padre, tomando el cuchillo del Mohel, circuncidó su prepucio ofreciéndoselo a Adonai en señal del pacto que hizo Abraham con Él y que obligaba a todos los hijos de Israel, mediante este acto, celebrado en la ceremonia del Berit Milá. Recordó que se encontraban presentes ese día en Montpellier, su padre Asher y Jimena, que aparecía en su mente, bella como una diosa, radiante por el amor y la felicidad que inundaba su ser y que era capaz de contagiar a todos los que tenían la suerte de compartir la vida con ella. Absalom ben Yehuda, su esposa y sus tres hijos y de entre ellos Amiel. Aquella primera mirada que le conmovió su ser y le hizo sentir aquello que marcaría en buena medida sus próximos años de vida. Días felices, de paz y esperanza que hacían presagiar un futuro prometedor para todos; aunque siempre con la incertidumbre a la que todo hijo de Israel estaba acostumbrado a llevar siempre presente.
Se había quedado profundamente dormido, cuando le hizo volver en sí un agudo dolor en una de sus piernas. Despertó sobresaltado y comprobó con espanto como una rata del tamaño de un conejo, diría él, le intentaba dar un segundo mordisco en su pierna derecha. De un salto se incorporó y aunque hizo lo posible no logró alcanzar al roedor para dar cuenta de él y es que parecía que el hambre de aquellos bichos no respetaba a nada ni a nadie. Ciertamente que los odiaba y le repugnaban desde siempre. Recordaba algún relato de su padre, de los tiempos en los que había estado en prisión tanto en Toledo como en Sevilla y aunque nunca había querido explayarse en dar detalles sobre ello, sólo podía recordar que le refería el incansable acoso de las ratas a los pobres desgraciados, que se apiñaban en aquellas inmundas celdas y desde entonces él las odiaba como a ningún otro animal de la creación.
El ataque del roedor lo había desvelado, así que decidió salir a cubierta. Aún era noche cerrada y comprobó que el temporal había amainado. Los fuertes vientos y la lluvia habían cesado y le sorprendió que ahora corría una fuerte brisa, que le pareció que había rolado; pues antes el viento soplaba claramente a babor y ahora lo sentía más de proa. Claro que podría ser que el que hubiese cambiado el rumbo fuese el navío. Entonces reparó en lo poco ducho que estaba en las cosas del mar. Tampoco había tenido mucha experiencia, este era su segundo viaje en barco y del anterior, habían transcurrido ya veintiséis años, pensó que tomando lecciones con tanto espacio de tiempo no avanzaría mucho en su pericia marinera; pero tampoco era que esto le preocupara demasiado, se conformaba con que el capitán sí dominara este arte y le hiciese alcanzar con éxito su destino en Sevilla y allí ya trataría él de abrirse camino en esa ruta terrestre que esperaba que le llevase hasta el fin de sus días.
Mirando desde babor al horizonte, supuso que el astro rey estaría ya despuntando; pues aunque el cielo encapotado impedía su visión directa, las primeras luces del alba parecía que empezaban a desplazar la negrura de la noche. Sintió frío y humedad y su mente volvió a viajar a Montpellier, a un día lluvioso en el que Amiel y él se refugiaron bajo un árbol, para resguardarse del aguacero que les había interrumpido su paseo, cuando él quiso enseñarle el edificio que albergaba la escuela a la que en breve, según le había prometido su padre, comenzaría a asistir y en la que permanecería durante los próximos seis años aprendiendo el arte y la ciencia de la medicina. En aquel momento la besó por primera vez y ambos supieron que nada les separaría jamás. Al poco tiempo formalizaron sus relaciones, con gran regocijo de ambas familias y decidieron que la boda se pospondría hasta que él hubiese finalizado sus estudios de medicina y para entonces aún faltaban seis años. Sin duda sería una larga espera, pero era el sacrificio mínimo que se exigía para ser un médico de la escuela de Montpellier, la más prestigiosa de Occidente.
Le ofrecieron un trozo de pan mohoso y un cuenco con potaje de no muy buen aspecto, en el que sobrenadaba algo que terminaba en cola de pescado. Realmente, no era aquel desayuno apetecible ni para un cristiano viejo ni para uno nuevo como era él; pero eso es lo que había y en aquellas circunstancias es a lo máximo que podía aspirar si quería llegar a Sevilla con algo más que huesos y pellejo como complemento a su ánima y humores. Así que comió, no sin cierta repugnancia al principio; pero con una pizca de deleite después; pues tuvo que reconocer que el maldito cocinero había mejorado su arte, desde que el cómitre, le amenazara con echarlo por la borda, después de que tras comer uno de sus potajes, estuviera a punto de liar el petate.
Un rayo de sol, atravesó los espesos nubarrones, que cubrían el cielo de aquella mañana de primavera del año de 1347, en algún lugar cercano a la costa de Levante, yendo a incidir en la retina de Fausto y esto trajo a su memoria, la primera vez que vio el refulgir de una hoja de bisturí, que con destreza de castrapuercas exhibió el maestro de cirugía Guy de Chauliac, mientras diseccionaba el abdomen de una joven, hija de un poderoso noble de Montpellier, que había aparecido ahogada en el río Lez y que despertó sospechas en las autoridades de la ciudad. En aquel caso, aunque el objetivo de la disección, era la busca de signos que pudieran dar pistas sobre la posible causa violenta de la muerte, los alumnos aprovecharon la ocasión, para estudiar cuantos órganos y estructuras pudieron, del interior del cuerpo de la infortunada joven. Advirtieron que no había agua en los pulmones y esto les hizo sospechar que la hubiesen arrojado al río ya muerta; pero el maestro les explicó, que el había visto otros casos en los que esto ocurría y la muerte había sido producida por ahogamiento, por lo que por sí mismo, ese dato no era definitivo. La apertura del útero reveló que la joven estaba embarazada y esto afianzó las sospechas de que la muerte no hubiese sido accidental, entonces Fausto, obtuvo su primer éxito, en lo que iba a ser su larga carrera de médico. Observó que entre los muchos arañazos, excoriaciones y heridas que presentaba el cuerpo, destacaban dos pequeñas lesiones puntiformes, situadas en la cara interna de su muslo izquierdo, que a Fausto le resultaron familiares. Intentó hacer memoria y recordó una ocasión en la que su padre salvó la vida a un joven pastor, que había sido mordido por una víbora y aquellas lesiones eran similares a estas que veía ahora. Se lo hizo notar al profesor y éste con cara de cierta frustración, por no haber sido él quién reparara en ellas, procedió a examinarlas y aunque en su ánimo, estaba descartar el posible origen ofídico, no tuvo más remedio que darle la razón al joven. Pero haciendo gala de su saber y experiencia le dijo que efectivamente parecían ser lo que él decía; pero que la víbora que habitaba aquellas tierras raramente era mortal. Fausto le contestó que efectivamente así era y que las lesiones que había visto con su padre provenían de una serpiente cobra africana. Recordaba la cara de estupefacción que invadió al maestro y cómo, inmediatamente comenzó a abrir el cuerpo por todas partes, buscando signos que corroboraran esta teoría. La pista que dio Fausto llevó a que pudiera detenerse al culpable, que era el hijo de un rico hacendado, que había utilizado los servicios de un mercader moro, que en sus ratos libres se dedicaba al oficio de sicario y que en esta ocasión, en vez de emplear su alfanje, decidió emplear al reptil para dar pasaporte a la joven y al problema que guardaba en su vientre. Todos pudieron asistir al espectáculo de ver colgando por el cuello, a uno y a otro, en la placita,  que existía junto a la puerta de San Guillem. Naturalmente, fue el afamado maestro Guy de Chauliac quien se llevó los honores; pero desde entonces, tanto para sus compañeros como para muchos de sus maestros, Fausto se había ganado su respeto.
Volvió al presente al sentir una fuerte punzada en su cadera derecha, recuerdo de una caída de caballo, acaecida una noche cuando se dirigía al galope por las empedradas calles de la ciudad papal de Aviñón, tras ser llamado con urgencia al Palacio Papal, para asistir al Sumo Pontífice Juan XXII. Aún hoy día no sabe cómo pudo retomar la marcha tras la caída, llegar al palacio y subir hasta sus aposentos privados. Como consecuencia de ello, arrastraría las secuelas por el resto de sus días; aunque cierto es, que aquella intervención le trajo gran fama y respeto ante muchos y odios y envidia en otros.
Reparó en que sería ya medio día; aunque las nubes seguían encapotando el cielo y el sol no se dejaba ver en ningún momento. Entonces volvió a arreciar el levante y unas gotas anunciaron la gran tormenta que se avecinaba. Se cubrió con el capote y se resguardó en la toldilla, justo a tiempo, antes de que los cielos descargaran un aguacero, que limpió la cubierta desde la proa hasta la popa e hizo que tanto marineros como grumetes y pajes, tuvieran que asirse bien, para evitar caer rodando ante el violento zarandeo de la nave. Mientras, uno de los marineros, daba voces a diestro y siniestro e incluso alguna colleja a algún zángano, que se hacía el remolón para cumplir las órdenes. Se vieron movimientos de jarcias, aparejos y velas, que él no entendía; pero que sin duda, pensó, que irían dirigidas a hacer el barco gobernable ante el vendaval que se les venía encima. Tal era la confusión reinante en cubierta, que pudo verse al capitán, que lanzaba improperios a unos y a otros y entonces por vez primera desde que embarcó, Fausto sintió miedo, pensó que algo iba mal; pero se equivocó. Más tarde pudo comprobar que aquellos eran los modales normales entre la gente de la mar y esa era su etiqueta.
Tal y como estaban las cosas, decidió dirigirse al cubículo, que como viajero preferente le habían preparado, haciendo las veces de camarote. No era más que un cochambroso cuchitril, aislado con tablones de madera, de la bodega de la nave y con un camastro fuertemente sujeto a un madero y en el suelo dos cubos, uno de ellos con un cazo colgando de su borde y que estaban acoplados a una tabla, que estaba fuertemente sujeta al madero y que hacían las veces de continente para el agua de bebida, uno de ellos y de las miserias el otro. Para cualquiera que conociese las condiciones de habitabilidad de estas carracas, comprendería que esto era un auténtico lujo; para Fausto, simplemente un purgatorio, por el que debería pasar para llegar a Sevilla.
Los vaivenes del barco, hacían imposible mantener la horizontal en el camastro, por mucho que intentase asirse a los tablones de madera que hacían de pared del habitáculo, así que con el estómago revuelto y a punto de dar una arcada, abandonó sus aposentos y se dirigió de nuevo a cubierta. En ello estaba, cuando un marinero le indicó, que el capitán solicitaba verlo en su camarote de mando. Él algo contrariado, pidió que le excusara un momento, que aprovechó, para echar la pota por la cubierta de babor y una vez recompuesto, se dirigió al encuentro con el capitán.
Le hicieron entrar en la cámara y le invitaron a tomar asiento. El capitán, un hombre de aspecto rudo y de unos cincuenta años de edad, con pelo largo ensortijado recogido en una coleta y con barba gris poblada. Le saludó de forma muy cordial, ofreciéndole un cuenco de vino, que Fausto cogió sin osar desdeñarla, a pesar de que él era completamente abstemio, así que de forma disimulada hizo como que daba un  pequeño sorbo y la dejó dentro de un receptáculo que para ese fin había sobre una rústica mesa, que evitaba que los recipientes destinados a la bebida o a la comida, pudieran rodar por el suelo a cada golpe de mar. Sin más preámbulos el capitán le habló:
-Es para mi un honor poder llevar en mi viejo barco a una persona de vuestra calidad, vuestra fama es notoria en toda la Occitania, como bien sabéis.
-Me hacéis un gran honor con vuestras palabras; pero si me conocéis, también sabréis que me he visto obligado a abandonar aquellas tierras y no querría que se hiciera mucha publicidad sobre mi presencia a bordo de este buque, es mi intención iniciar una nueva vida en Sevilla.
-En lo que a mí respecta podéis perder cuidado, soy lobo viejo de mar y si de algo se, es de mantener la boca cerrada y yo a todos los efectos no sé más de vos, que sois un pasajero que ha pagado bien para que lo llevemos sano y salvo hasta su destino. Pero si me permitís, os he hecho llamar, abusando de vuestra condición de médico, para que me aconsejéis respecto a un imprevisto que se nos ha presentado.
-Os escucho.
-La pasada noche, hubo una  fea pendencia a bordo. Dos marineros se enzarzaron en una reyerta y uno de ellos despachó al otro de un certero tajo en el gollete, quiero decir en el cuello, como podréis comprender, yo como máxima autoridad de este barco, no puedo permitir que cosas así sucedan a bordo, por lo que el matón ha sido juzgado y condenado a morir ahorcado, colgado de la verga mayor del palo mesana, como venía siendo costumbre; pero como quiera, que el desgraciado que lio petate, antes de partir acertó a dar dos buenos tajos a su matarife y también es costumbre, que el ajusticiado se encuentre en condiciones para recibir su pena, es por lo que os pido que intentéis recomponerlo un poco, antes de que le demos matarile. ¿Me comprendéis?
-Sí os comprendo, pero no me gusta lo que me pedís; aunque creo que no tengo más opción, que intentar hacer lo que pueda por este hombre, sin inmiscuirme en la justicia que vos debéis administrar, como capitán de este barco.
-Pues entonces, estamos de acuerdo.
El feo asunto, tuvo entretenido a Fausto durante buena parte del día, pero para desgracia del jifero, las heridas no eran tan serias como hubieran sido de su interés; pues para la mañana siguiente, estaba en perfecto estado de revista para cumplir el trámite. Y bien que lo sintió el médico. Feo asunto fue para su gusto, que no era aficionado a emplear su arte para poner en orden a alguien, y que luego otros, no sólo desbarataran su trabajo; sino el del mismo Dios. Pero así eran las cosas y no iba a ser él quien las cambiase y lo que hubiera que hacerse; pues se hacía y punto.
Terminada la faena se retiró a descansar, aliviado por haber dado por concluido aquel desagradable trámite y también por no haber sido invitado ni como médico ni testigo, al espectáculo que al alba se desarrollaría en cubierta, con izado de cuerda y bajada de cuerpo a los infiernos, incluidos.
Ciertamente, que no había sido aquella la primera vez,  en la que fuese requerido para prestar sus servicios como médico a un reo de muerte. Recordaba ahora, como una vez, estando finalizando sus estudios en Montpellier, tuvo que acompañar a su maestro Jacques de Montpellier, discípulo del gran Arnau de Vilanova, en el examen de varios judíos condenados a muerte, acusados de los más nefandos crímenes contra los cristianos y contra la Iglesia. Habían sido torturados hasta la barbarie, todos ellos estaban a punto de rendir cuentas a Adonai, cuando Jacques de Montpellier y él entraron en las inmundas mazmorras del concejo de la ciudad, donde en aquella ocasión había incluso llegado a actuar el Santo Oficio, de forma absolutamente excepcional; pues se encontraba prácticamente inoperante, desde que fue sofocada la revuelta albigense un siglo antes. Lo que allí vio y oyó no lo dejó indiferente, penetró en él tan profundamente, que años después, condicionaría la toma de una decisión, que cambiaría la esencia de su ser.
El viaje estaba resultando desesperadamente lento, aquella carraca que era capaz de almacenar una gran cantidad de carga, tenía en su contra la pesadez de su navegación, por lo que los viajes se hacían interminables y en aquellos momentos, Fausto, no disponía de la quietud de ánimo necesaria para aquel tedioso viaje. Estaba ansioso por llegar a Sevilla, tenía un salvoconducto para llegar hasta el arzobispo y entregarle las excelentes credenciales que le había proporcionado Juan de Aviñón, y que al parecer habían sido escritas por alguien muy cercano al papa Clemente VII y junto a ellas, le había hecho entrega de otro documento lacrado, que iba dirigido al mismo arzobispo y que le había insistido, que en ningún caso, debería  intentar averiguar su contenido. Esperaba que el prelado le proporcionara todo lo necesario para iniciarse como médico en Sevilla. Él era conocedor de la autoridad que el Arzobispado de Sevilla tenía en todo el Reino de Castilla, quizás solo superada en el ámbito eclesiástico por el arzobispo de Toledo; pero en cualquier caso, a pocas personas podría dirigirse en Castilla con más rango que aquel. Volvió a palparse entre sus ropas y comprobó que llevaba consigo los dos canutillos, uno con sus bienes y el otro con sus documentos. Sabía que de conservar ambos, sobre todo uno de ellos, dependía su futuro y quizás su vida.
El capitán, agradecido por los servicios que le había prestado, tuvo la deferencia de invitarlo en su cámara a una excelente cena, que realmente le sorprendió; pues no esperaba encontrar tal exhibición de viandas, bebidas y lujos, en un cascarón, que como aquel, estaba lleno de miserias por doquier. Volvió a reparar en que, sin duda, él era un completo ignorante de la vida en la mar y no sólo desconocía el arte de la navegación; sino prácticamente todo, de la vida de estos hombres, de aspecto rudo y fiero; pero gustosos de lo exquisito como cualquier mortal y que quizás. que siendo sabedores de que siempre estaban en el filo del capricho de la providencia, sabían saborear los escasos placeres que esta ruda vida les permitía y que les hacía deleitar, con la intensidad que produce la incertidumbre del último momento.
Se retiró a su camastro, acompañado por dos marineros, que por orden del capitán lo llevaron como un fardo. Estaba completamente borracho. Él. que era abstemio, había cometido en aquella ocasión, la imprudencia de no rehusar las continuas invitaciones a beber, que le hacia el capitán y al final temeroso de que aquel lo tomase como un desprecio a su persona y dadas las circunstancias, aceptó un trago y como una copa lleva a la otra, el efecto que en su cuerpo virgen de tóxicos hizo el fruto de la vid, fue nefasto. Cayó al suelo del camarote del capitán y cuando volvió en sí se hallaba en cubierta, sobresaltado por el cubo de agua de mar que le echaron sobre su cabeza, entonces comenzó a vomitar, echando hasta el meconio que tragó en el vientre de la madre que lo parió.
En su sopor casi comatoso, su mente vagó a través del tiempo y el espacio y se vio en su ceremonia de boda, rodeado por todas las personas que en su vida había. Estaba Asher, su padre, algo mayor; pero aún en plena forma y en la cumbre de su fama como médico en Montpellier; estaba Jimena, que se había convertido en una preciosa mujer aún joven y en plenitud de su belleza y encanto, que tan feliz hacía a su padre; Absalom, su suegro y sus dos cuñados que  acompañaron en todo momento a su padre, que para él fue aquel un día agridulce, por una parte casaba a su querida hija Amiel, con el hijo de su amigo Asher; pero por otra echaba de menos a su querida esposa, que un año antes había fallecido de unas terribles fiebres que se la llevaron con Adonai, sin que ni él con sus medicinas ni Asher con su ciencia, pudieran hacer otra cosa que rezar y darle sepultura tras cumplir con los ritos propios del judaísmo, dándole el baño de la tahara, colocarle los tajrijim y pronunciar el Tziduk Hadim y el kadish.
Toda la comunidad judía de Montpellier y aldeas vecinas, acudieron a la fastuosa ceremonia, que fue seguida por el mejor convite que allí se hubiese visto nunca; pues para eso Asher casaba a su único hijo y disponía de posibles para hacerlo con el mayor de los fastos. La ceremonia se llevó a cabo en la casa de los contrayentes, bajo la Jupa, oficiado por el Rabino Isaac. Tras colocar el anillo en el dedo de la novia y leer la Ketuba, el oficiante pronunció las siete bendiciones y ambos quedaron unidos para siempre. Sin duda, fue el momento más feliz de toda su vida.
Un golpe contra la dura madera del suelo lo despertó. Le dolía la cabeza como él nunca había experimentado antes. Sintió que tenía estómago y dónde estaba situado, con precisión; aunque notaba, que por momentos, se desplazaba y subía con dirección a su garganta. Y entonces, expulsó vómito suficiente, para inundar su ya de por sí inmundo aposento. Siguió arrojando una y otra vez, algo de color rojizo, de aspecto semilíquido que apestaba a vino agrio y se juró, que nunca más en lo que le restase de vida, volvería a probar el alcohol; aunque en ello le fuera la vida, que en este momento creía que le iba. A duras penas, pudo ascender hasta la cubierta y entonces una ráfaga de aire fresco, mezclado con un intenso aerosol de gotitas de agua de mar, le empapó la cara con gran alivio para él. Se acercó a la borda de estribor y observó las olas que rompían en la proa de la carraca, haciendo saltar lenguas de agua espumosa, que alcanzaban a veces la cubierta. Reparó en que el barco no avanzaba, estaban parados y varios marineros, grumetes o lo que fueran, pugnaban por izar algo que estaba sujeto a una gruesa maroma.
El cómitre apareció en cubierta y comenzó a dar voces,  prorrumpiendo en una retahíla de improperios que no parecía tener fin, primero los astros del firmamento, siguió con el santoral y a punto estaba de mencionar al mismísimo Dios, cuando apareció un fraile que le echó una mirada, que le hizo callar al momento, por muy capitán de la nave que fuera. Con mejores maneras, fue a la zona de operaciones, donde un grumetillo echaba el resuello y con sus manos ensangrentadas, pugnaba por izar aquella maldita soga que parecía inamovible. Al parecer, una de las anclas de proa, de forma accidental, se había soltado de su amarre y había caído al agua y dado que en estos momentos, navegaban de cabotaje, por una zona no muy profunda, el áncora había quedado atorada a algo que impedía su izado. Por lo que pudo oír e intuir Fausto, parecía que la maniobra iba a demorar aún más el interminable viaje, pues el capitán parecía reacio a cortar el amarre y dejar el ancla en el fondo para continuar la travesía. No parecía importarle demasiado invertir unas horas más; pero a él sí. Y es que  aquel viaje estaba empezando a desesperarle.
Reparó en que prácticamente no se había percatado de casi nada de lo que le rodeaba en aquel navío. No había observado a las gentes que con él iban ni las tareas que unos y otros realizaban, parecía indiferente a todo aquello, como si fuera un sueño. Sólo había dos cosas en su mente: sus recuerdos y Sevilla.
En un rincón de la toldilla, junto a un tonel que se suponía debía contener agua dulce, parapetándose de forma disimulada detrás de él, se acurrucó y apoyó su cabeza contra un madero, utilizando como apoyo su gruesa capa de paño de excelente calidad, que tan bien le había servido en el último invierno y también en aquel viaje. Y es aunque las temperaturas de la incipiente primavera comenzasen a ser agradables, los rigores de la mar hacían necesario resguardarse de las inclemencias. El dolor de cabeza aún no había cesado; pero ya se había hecho  más soportable. Cerró los ojos y su mente volvió a volar.
Tras finalizar sus estudios de medicina y permanecer un año de prácticas con su padre y bajo supervisión de uno de sus maestros, superó el examen que le acreditaba como médico, siendo el más brillante de toda su promoción. Esto y a pesar de ser judío, le proporcionó la fama necesaria para entrar a servir como médico, a varias de las familias más ricas de la zona, lo que le aportó una buena experiencia y unos pingües beneficios, que le permitían llevar una vida cómoda y holgada. Sólo algo faltaba para que todo fuera perfecto y es que Amiel no se quedaba embarazada. A él, al principio, este asunto no le preocupó en demasía, tan absorto como estaba con su trabajo y tan feliz en su vida con su esposa; pero Amiel, en cambio, cada vez estaba más obsesionada con el asunto, hasta el punto de que, transcurridos dos años de su boda, se había convertido en un auténtico problema para la pareja. Entonces, Fausto recurrió a su colega y buen amigo Juan de Aviñón, que era una de las autoridades más reputadas de la escuela de medicina de Montpellier en estos asuntos. Él había trabajado sobre el Tratado de Esterilidad, que años antes había escrito el maestro Arnau de Vilanova, en la misma escuela de medicina y que fue un referente sobre el tema. Analizaron las posibles causas de la ausencia de embarazos en Amiel, según su colega, había que ver si ambos tenían la misma complexión; si los aparatos genitales de él y de ella eran normales, en forma, tamaño y posición; si los hábitos de cada uno eran adecuados, en cuanto a la comida, a la bebida, al descanso, a los esfuerzos; si acaso Amiel tenía algún embargo del ánima, si estaba demasiado preocupada o triste o asustada; si había alguna herida o lesión en el aparato genital de él o de ella  que justificasen la infertilidad. Después de examinar todas las posibles razones, Juan de Aviñón, concluyó que seguramente la causa sería la gran preocupación, que la ausencia de embarazos producía en el ánima de Amiel, que le impedía que la simiente que viene del cerebro, pudiese llegar a las venas que están detrás de las orejas y de allí, pasando por el lomo y el espinazo, debían alcanzar a los órganos genitales. Para resolver esto, desarrollaron toda una estrategia, destinada a mejorar su  ánima, lo que incluía que su marido debía hacerla feliz, ocupándose más de ella, entre otras cosas, sin olvidar, naturalmente, el uso de remedios farmacéuticos, extraídos de la medicina árabe, que tanto se había ocupado de este tema.
Por un tiempo, esa estrategia funcionó y Amiel parecía más despreocupada y feliz, pero aquello no duró mucho; pues graves acontecimientos estaban prestos para ocurrir.
Una reyerta en cubierta, le trajo de sus pensamientos al mundo real. Dos marineros se peleaban esgrimiendo sendas dagas, con las que se lanzaban dentelladas como lobos rabiosos. En una de las acometidas, uno de ellos, de corta estatura; pero fibroso como una raíz de olivo milenario, dio un tajo al otro, que le rebanó de cuajo una oreja, que quedó pendiente de un colgajo a un lado de la cara y este, mientras prorrumpía en un grito de dolor, se revolvió intentando devolver el golpe y a punto estaba de alcanzar con su arma al otro, cuando recibió un bastonazo en plena testuz, que le propinó el mismo cómitre, que había intervenido para zanjar la pendencia, alertado por los gritos que ambos jiferos proferían. Al tiempo, el otro era apresado por dos grumetes a las órdenes del capitán y ambos fueron conducidos a la bodega, donde serían convenientemente interrogados, usando de los modos que al uso eran ordinarios en aquellas cuitas marineras y a fe que no iban a ser del agrado de los dos desgraciados. Fausto hizo ademán de dirigirse hacia el herido; pero el capitán de forma cortés, aunque tajante, le indicó que en esta ocasión no eran requeridos sus servicios. A la mañana siguiente, hubo nueva fiesta en cubierta y a eso del alba, como de costumbre, fueron ahorcados en la verga mayor del palo mesana.
Ciertamente, que la travesía no estaba siendo del agrado de Fausto. A las incomodidades del navío, temporales, suciedad, mala comida, ratas, insectos y malos olores, había que añadir la lentitud de la carraca, su impaciencia por alcanzar el destino y ahora aquella sucesión de espantos originados por las peleas y consiguientes ejecuciones de marineros y todo ello conformaba para él un escenario sumamente desagradable, que aumentaba su ansiedad por verlo concluido con éxito, con su arribada a Sevilla.
Miró a estribor y vio como una silueta algo escarpada se recortaba en el horizonte. Sabía que era la costa del Levante; pero no tenía forma de concretar más sobre la situación en la que se hallaban y tampoco estaba con ánimo para preguntar al cómitre, después de la actitud tan poco considerada, que le había demostrado en su intento de atender al pobre miserable, al que le colgaba la oreja entonces y el cuerpo por el cuello después y en ese momento comprendió, que de poco le hubieran servido sus atenciones; pues el pobre infeliz tenía ya marcada la hora de salir de este mundo y eso bien lo podía hacer sin una oreja.
Reparó en que no había probado bocado en muchas horas y aunque tenía el estómago revuelto y el apetito ausente, decidió acercar su escudilla a la marmita, en la que habían preparado el potaje de pescado de rigor. Le sirvieron dos buenos cazos y se buscó un sitio apartado, para comer manteniéndose lejos de extraños.
El olor a jengibre que expelía el condumio que tenía por almuerzo, le trajo a la memoria, las infusiones de esa misma planta, que por consejo de Juan de Aviñón, le administraba varias veces al día a su esposa Amiel, para “abrirle los conductos” y así favorecer la llegada de la simiente a la matriz, permitiendo que se produjera el embarazo. Se engañaría, si dijese, que el creía en aquel remedio; pero seguramente que no le haría ningún daño y si su amigo Juan quedaba contento y Amiel conservaba la esperanza, para él era más que suficiente. En cualquier caso, lo que tuviera que ser sería y el anhelo si no se concretaba en preñez, pronto desaparecería del ánima de ella y por ende, de la de él. Recordaba también, los muchos días que pasó con su padre, recorriendo los campos de Montpellier y los de otras partes de la Occitania, estudiando las plantas que podrían tener utilidad, por sus aspectos terapéuticos, aprendió a identificarlas, a recolectarlas y prepararlas para poder ser empleadas bajo diversas presentaciones apotecarias, según conviniese en cada caso. También adquirió pericia en la elaboración de la triaca y el mitridato, junto a su suegro Absalom, con el que también pasaba largas jornadas. Podría decirse, que con ambos se instruyó, en todo aquello que la escuela de medicina no enseñaba, sobre todo, aprendió a pensar, a tener una mente despierta y deductiva y a no creer en las cosas, sólo porque los clásicos lo hubieran dicho, si la experiencia parecía demostrar otra cosa. También le enseñaron a ser prudente, a no ser muy explícito con sus creencias y sus convicciones, ser astuto, pues no eran aquellos buenos tiempos para descuidarse en ello y menos para un judío, que siempre se tratase de tierra de moros o de cristianos vivirían en el filo de la navaja.
Ocurrió, que a partir del quinto año de su matrimonio, Amiel viendo que no se quedaba embarazada, perdió toda esperanza y le sobrevino un tremendo embargo del ánima, que la sumió en una profunda tristeza, ante la que ni Fausto ni Asher ni ninguno de sus colegas, sabían poner remedio. Comenzó a no salir de casa, después a no querer levantarse de la cama, dejó de comer, descuidó su higiene y el cuidado de su cuerpo y el deterioro en su físico se hizo más patente cada día. Recurrieron a todas las pócimas y remedios que ideaba su padre Absalom, por estrafalarios que fuesen; pero todo era inútil. Llamaron al rabino, que rezó e imploró a Adonai, para que devolviera la vitalidad al ánima de Amiel; pero todo seguía siendo inane. Hasta que una mañana, Amiel abandonó este mundo, consumida por la tristeza y la melancolía.
 Nada más expirar Amiel, Fausto tomó su caballo y sin esperar a que se celebraran los rituales de las exequias,  puso rumbo a Aviñón. Veintidós leguas separaban ambas ciudades, que recorrió sin descanso. Para ello, hizo dos cambios de caballo, en sendas postas, en las cuales sólo se detuvo el tiempo necesario para dicho trámite. Llegó al día siguiente a la ciudad de los papas, cruzó el Ródano por el mítico Pont  Saint Benezet, atravesó las murallas por la puerta aledaña a la Tour du Chatelet, que vigilaba el puente y continuó dejando a su izquierda el Petit Palais,  hasta alcanzar el Palais des Papes, recién terminado de construir sobre el Rocher des Domes,  donde residía Benedicto XII y a cuyo servicio, estaba su buen amigo y colega, Juan de Aviñón desde hacía unos años antes, tras convertirse al cristianismo y abjurar del judaísmo y renunciar a su antiguo nombre de Moshé Samuel b. de Rocamora.
Cuando fue recibido por él, Fausto ya había tomado una decisión, que cambiaría de forma radical el rumbo de su vida.
                                                            II
Se había retirado a su camastro a echar una cabezada, cuando fue despertado por unas voces que provenían del otro extremo de la bodega del navío. No le extrañó demasiado, pues ya estaba acostumbrándose a las continuas reyertas, que se producían en aquel maldito barco y que ya llevaban como resultado, tres ajusticiados en el curso de unos pocos días; pero como no tenía nada mejor que hacer, le pudo la curiosidad y decidió investigar lo que ocurría. Vio a dos marineros que acompañaban al capitán y que estaban abriendo un gran arcón y comprobó que uno de ellos, extraía una bolsa, de la que vació una parte de su contenido en la mano del cómitre. Con gran asombro, pudo observar como a la luz del candil que portaban, refulgieron unos magníficos pedruscos, que sin duda eran las gemas más grandes que jamás hubiese visto antes. El capitán volvió a introducirlas en el saquito y las guardó de nuevo en el arcón, que después cerró con varias llaves. Fausto se retiró con sigilo antes de que advirtieran su presencia. Se tumbó en su jergón e intentó analizar lo que había visto; pero no obtuvo otra conclusión que la evidente: que transportaban gemas y quizás algo más y por tanto, el cargamento que llevaba aquella carraca, no era sólo lo que parecía y esto sin saber porqué, le preocupó.
Gritos desesperados sonaron en cubierta, se levantó del catre de un salto y raudo se dirigió hacia allí. Al llegar, advirtió el correr de hombres pertenecientes a la tripulación, que iban de un lado a otro y pudo ver, como el cómitre daba instrucciones a unos y a otros. Fausto intentaba comprender qué es lo que estaba ocurriendo, cuando a empellones le sacaron de allí y le ordenaron bajar de nuevo a su cubículo. Se zafó del grumetillo que le empujaba y volvió a cubierta corriendo hacia el castillo de proa, se agazapó y desde allí pudo avistar en lontananza una embarcación, que rauda, se dirigía hacia ellos. Dedujo, que por el nerviosismo que reinaba en la tripulación, debía tratarse de un barco pirata, que seguramente iba a intentar apoderarse de la carraca. Se palpó las ropas y comprobó que además de los dos canutillos, llevaba en su sitio adecuado, el magnífico cuchillo de acero, con cachas de marfil finamente labrado, que le había regalado su suegro Absalom, el cual había llevado consigo desde Toledo hasta Montpellier y que quizás para Fausto, junto a sus enseñanzas, era lo único que le quedaba de su pasado con Amiel.
El navío corsario se acercaba cada vez más, venía desde el sureste, con toda la arboladura desplegada y a Fausto le dio la impresión de que iba muy rápido, con lo que pensó que era previsible que no tardara mucho en darles alcance. Le sorprendió, que el capitán de la carraca no estuviese dando órdenes, tendentes a aumentar la velocidad de su embarcación. Dedujo, que quizás fuese, porque aquel gran cascarón no diese para más, pero el cómitre, no parecía hombre que pudiera resignarse a dejarse atrapar sin ofrecer resistencia. En aquel momento lamentó su ignorancia, tanto en el arte de navegación, como en el de la guerra. Le gustaría saber qué estaba pasando y qué estaría maquinando el capitán; pues quizás de ello dependiese su vida.
Nadie había reparado en su presencia en cubierta, aunque ciertamente que esta era muy evidente; pero parecía que todos los que debían, sabían muy bien lo que había que hacerse y él estaba expectante, porque intuía que algo iba a suceder y sería pronto.
Fausto podía ya divisar con nitidez el barco que les acosaba y para su sorpresa, advirtió, que además de las dos velas de forma triangular ¡iba provisto de remos! Él no era un experto, ciertamente que no; pero  dedujo que se trataba de una galera y según sabía, este tipo de embarcaciones solían emplearse para la guerra. Buscó algún distintivo, que pudiera aportarle alguna pista sobre su procedencia y aunque no podía asegurarlo, le pareció que no era cristiana; por tanto, se aterró, pensando que pudiera tratarse de corsarios berberiscos, de los que había oído contar auténticas atrocidades. Volvió a mirar al capitán y le sorprendió verle tan aparentemente tranquilo. No gesticulaba ni daba orden alguna y en cubierta, los hombres que con él estaban, tampoco parecían estar inquietos. Ni el cómitre ni el nostramo daban instrucciones para cambiar el rumbo, lo que hubiera podido dar a entender, que preparasen alguna maniobra disuasoria, o cuando menos, que permitiese albergar alguna esperanza de impedir lo que ya parecía inevitable, que era que les dieran alcance. No podía comprender como podían estar impasibles, a bordo de un barco de carga, sin hombres de armas a bordo, cuando estaban siendo acosados por un navío de guerra, atestado de terribles corsarios. Era realmente sorprendente, de cualquier manera, pronto saldría de dudas; aunque comenzaba a temerse lo peor.
La galera corsaria se encontraría más o menos a una milla de ellos y mostraba oblicuamente su costado de babor, dado que su actual situación respecto a la carraca era nornoroeste y aunque él era incapaz de calcular la velocidad en nudos, diría que por lo que venía observando, antes de media hora les habría dado alcance. Así pues, el que en aquel momento hacía de nostramo o el mismo cómitre, si tenían algún plan, este era el momento de ejecutarlo, a no ser que estuviesen esperando a ser cazados como conejos y Fausto temía que eso sería lo que ocurriría. No quería creer, que así fuese a acabar lo que apenas había comenzado, que era la aventura de una nueva vida y aunque no podría decirse que tuviese muchas ilusiones por el futuro o que esperase grandes cosas de la providencia, le parecía un final un tanto decepcionante. Pero ciertamente, que no se le ocurría qué podría hacer para cambiarlo, si es que éste era su destino.
La galera se hallaba a poco más de media milla de la carraca y ya podía verse con nitidez, que dentro de ella, estaban preparando todo lo necesario para llevar a cabo el abordaje y aún así, el capitán de la carraca seguía sin reaccionar. Pero entonces ocurrió algo que lo desconcertó: el cómitre ordenó detener la embarcación. Pudo oír como daba las órdenes oportunas, para que configuraran el velamen con el fin de reducir la velocidad y él quedó en actitud expectante, ante lo que le parecía obvio: iba a rendir la nave a los piratas y sus vidas quedarían al albur de los corsarios, por lo que lo más probable es que acabasen muertos o hechos esclavos y entre una y otra cosa él personalmente se quedaría con la tercera, que sería intentar algo para evitarlo. Calculó la distancia a tierra y desechó de inmediato la idea de intentar alcanzarla a nado; sin duda que se ahogaría mucho antes de haber cubierto la mitad de la distancia; luchar, si el resto de la tripulación no lo hacía, le parecía inútil y esconderse no era tampoco una idea útil. Por tanto, resolvió que  intentaría mandar a uno o a dos a reunirse con Satanás, antes de que le dieran a él matarile, porque eso era seguro que ocurriría. De pronto, vio como el capitán comenzó a dar órdenes e inmediatamente desapareció seguido por varios de sus hombres, mientras en cubierta quedó el nostramo dirigiendo el barco y dando instrucciones al piloto.
La nave había reducido su velocidad al mínimo y cabeceaba con el oleaje que rompía en el casco, hecho, que según parecía no era del agrado del contramaestre y Fausto se preguntó ¿que diantres estarían tramando? Miró a la otra embarcación y comprobó que estaba prácticamente encima de ellos, un poco más y estarían listos para el abordaje. Para ello, ya se habían situado totalmente con su costado de babor paralelo al estribor de la carraca. El asalto parecía inminente.
En aquel momento, que Fausto pensó que podría ser el último de su vida, en su mente surgió un grave conflicto. Realmente no supo si rezar a Adonai, al Dios Padre de los cristianos o a ninguno de los dos y comprendió, que quizás ese dilema, ya no tendría tiempo para resolverlo.
Entonces le alertó el chirriar de goznes, que provenían del casco en la parte de estribor de la carraca. Alarmado, asomó la cabeza cuanto pudo desde la parte de la borda del castillo de proa, donde se hallaba y con gran sorpresa, pudo comprobar, como se abrían dos ventanucos y por ellos, asomaban dos gruesos cilindros abombados de aspecto metálico. Quedó desconcertado. ¿Qué diantres podía ser aquello? No tuvo que esperar mucho tiempo para salir de dudas. Dos truenos, casi simultáneos, acompañados de una gran nube de humo, invadieron la carraca e hicieron que Fausto diese de bruces contra el suelo de la cubierta. Rápidamente se incorporó, al tiempo que volvía a tronar una y otra vez, espaciados  por un lapso mínimo de tiempo. Miró a su frente y vio como la embarcación corsaria comenzaba a arder, al tiempo, que su palo mesana se tronchaba en dos, cayendo con toda su arboladura sobre la cubierta y las gentes que en ella había. Percibió el gran griterío que se produjo en la galera y el correr de hombres, algunos de los cuales, saltaron sin pensárselo por la borda, al agua y los más de ellos, hundiéndose de forma inmediata.
La embarcación corsaria hizo maniobras tendentes a escapar de aquel averno; pero las infernales máquinas que producían los truenos, no cejaban de escupir fuego y lanzar proyectiles, que una y otra vez, impactaban en la maltrecha estructura de la galera, amenazando con mandarla a pique. Transcurriría más de media hora de continuo castigo, antes de que el capitán, diese orden de que echasen al agua una chalupa, en la que varios marineros de la carraca tenían instrucciones para ir de pesca. Sólo se dedicaron a capturar a algunos ejemplares de peso, dejando a un lado los que no daban la talla y la morralla. Así tras un buen rato de faena, fueron izados de nuevo a bordo y con ellos llevaban a tres hombres: el capitán, el nostramo y el cómitre de forzados y galeotes, de la galera corsaria. Una vez en cubierta fueron convenientemente agasajados y se les obsequió con los mejores collares y pulseras de manos y pies, finamente forjadas en hierro, que con la mayor dulzura, tuvieron a bien colocarles de forma adecuada para mantenerlos lejos de tentaciones de huir o evitar lo que se les tenía reservado. Después, fueron conducidos a unos alojamientos, que les fueron especialmente preparados para la ocasión. Eso sí, se les proporcionó agua y algo de comida; pues convenía tenerlos en buen estado antes de que comenzase la actuación con ellos, que a fe del capitán, iba a ser larga y entretenida.
Una vez que hubieron terminado los trámites con los invitados, el capitán dio órdenes para que la carraca configurase su arboladura y continuaron viaje, dejando atrás a la nave corsaria en llamas, a punto de irse a pique, junto a los hombres que aún no habían perecido, en el fallido ataque, que se había vuelto contra ellos.
Fausto estaba muy intrigado con todo lo que había sucedido y estaba dispuesto a averiguarlo, así que dedicó el siguiente día a ello. Fue tanteando a unos y a otros y al final concluyó, que el nostramo era su hombre. Tras entablar una conversación amigable con él y loar de forma conveniente, la hazaña que habían conseguido en la destrucción de la galera corsaria, le hizo entrega de un presente en forma de oro, a cambio de continuar la conversación un poco más en profundidad. Y así pudo averiguar, que aquel navío estaba fletado por la poderosa familia sevillana de los Ponce de León. Eran estos, descendientes de uno de los más importantes nobles que acompañaron al rey Fernando, en su conquista de la ciudad, al último rey musulmán Axataf. Por su ayuda, recibió importantes propiedades dentro del recinto de Sevilla y  ricas tierras en el Aljarafe y que sus descendientes no sólo conservaron; sino que habían incluso ampliado. Habían impulsado el desarrollo de otro tipo de negocios, que como el comercio, ya comenzaban a florecer en la ciudad. Así, se convirtieron en prósperas actividades el transporte de cereales, el de aceite y especialmente el de gemas y metales preciosos, que procedentes unas veces de África, llevaban hasta Europa y de regreso, traían mercancías de Oriente, que habían sido transportadas hasta los puertos italianos, franceses o los de la corona de Aragón y desde los cuales llegaban a Sevilla, para seguir posteriormente distintos destinos. En concreto, habían inaugurado recientemente una ruta que desde Génova se dirigía a Marsella y Barcelona para volver a Sevilla y en la que se transportaban gemas y oro en viajes de ida y vuelta. Dado el riesgo que se corría con este tipo de transportes, en los que resultaba fácil y atractivo hacerse con estos botines, de poco peso y gran rendimiento, es por lo que los armadores del buque, habían ideado acoplar esos ingenios artilleros, que habían sido capturados a los moros en la toma de Algeciras y en la que había participado a las órdenes del rey Alfonso el onceno, don Pero Ponce de León, que le pidió al rey, dos de las piezas artilleras capturadas, para el fin al que ahora habían sido destinadas y a fe que con gran provecho.
Fausto comprendió lo que había visto un día antes, cuando sorprendió al capitán extrayendo una bolsa con gemas, que posteriormente volvió a guardar en el baúl. Al parecer, estaba comprobando que todo estaba en orden, ya que tenía sospechas de que no fuese así. De hecho, también logró sonsacar al nostramo, respecto a las tres ejecuciones que se llevaron a cabo días atrás y le confesó, que todo estaba relacionado con un intento frustrado por el cabecilla de esos rufianes, para hacerse con el botín que transportaban, y que al parecer, podrían estar compinchados con la galera corsaria que les había atacado, ya que antes de ser ajusticiados, habían cantado de plano, tras aplicarles el “método” del capitán, que consistía, simplemente, con amenazar al interrogado, sin más violencia que atraparle los testículos con una tenacilla de emascular, como las que utilizan los capadores de guarros y que según el capitán, hasta el momento, aún no había visto a ningún varón nacido de mujer, que no fuese ya eunuco, que se hubiese negado a cantar como un gallo. La aventura serviría, aparte de certificar el acierto de haber instalado la artillería, para que se anduviesen con más cuidado en la organización de los viajes, tanto en los puertos de origen, como en los de destino y de no fiarse ni de la madre que los parió; pues ya se sabe hasta lo que pueden estar dispuestos algunos por un puñado de monedas.
Pero de lo que no fue capaz de obtener información alguna, fue de los tres capturados. No pudo averiguar si habían hablado o si tenían relación con los tres ejecutados en la carraca. Nada había sido posible sonsacarle al capitán sobre ellos y aunque él mantenía los oídos bien atentos en todo momento, no pudo escuchar más que lamentos y gritos ahogados, procedentes de los interrogatorios de los desdichados.
Una vez que la travesía volvió a la rutina, Fausto reflexionó sobre las dudas que le habían surgido, cuando él creyó que su muerte era inminente, respecto a sus creencias religiosas. A todos los efectos ahora era cristiano, pues había sido bautizado en la fe de Cristo, tras sufrir un largo proceso de conversión desde el judaísmo, del que había renegado; pero eso, por sí mismo, no significaba que en su alma se hubiese producido la misma transmutación. Ciertamente, que no estaba seguro de nada, ni siquiera de si realmente era creyente; aunque debía reconocer para ser sincero consigo mismo, que no le preocupaba en exceso. Podría decirse que lo había superado y al contrario que su padre, no creía que viviese atormentado toda su vida por las cuestiones de fe y de lo que sí estaba seguro, era que de lo que él dependiera, no pondría su vida en peligro por esas cuitas. En sus casi cuarenta años de vida, había tenido suficientes experiencias como para comprender, que en aquellos tiempos si algo no se podía ser era judío y pobre y ya que él nunca había sido lo segundo, tenía que evitar también ser lo primero.
La decisión, la tomó en el mismo momento en el que su esposa Amiel abandonó este mundo; aunque cierto es, que llevaba ya mucho tiempo atormentado por la idea de renegar del judaísmo. Las continuas persecuciones, que ya en su niñez en Castilla había sufrido junto a su padre, y lo que había visto desde su llegada a Montpellier, como las matanzas que se produjeron en el reino de Francia, durante la marcha de los pastorcillos y las permanentes amenazas que siempre se cernían sobre los suyos, hacían siempre presagiar lo peor y él no estaba dispuesto a pasar el resto de su vida, huyendo sólo por su condición de ser hijo de una tierra, que ni él ni sus antepasados habían conocido: Israel.
Pero hubo otro personaje que influyó mucho en su decisión y este fue su colega y amigo Juan de Aviñón, que ya desde los tiempos de la escuela de medicina, le atormentaba de forma repetitiva y machacona con la idea de renegar del judaísmo y convertirse al cristianismo, como de hecho él hizo, tras unos sucesos trágicos acaecidos en su propia familia, motivados por su condición de hijos de Israel. Desde que se convirtió a la religión de Jesús, a Juan le había ido todo rodado y aunque cierto era, que estaba considerado como una de las figuras más notables de la medicina de su tiempo, su conversión, fue requisito imprescindible para que fuese llamado a la ciudad papal y entrara al servicio personal del papa Benedicto XII a cuyo servicio aún permanecía, cuando él decidió viajar a Aviñón, para buscar aquello que durante tanto tiempo Juan le había ofrecido.
III
Aprovechando la primera ocasión de la que Fausto dispuso, entabló conversación con el capitán de la carraca y como era hombre de grandes virtudes para ello, al cabo de un rato estaba sonsacando al cómitre sobre el ataque de la nave corsaria. Pero este, también era perro viejo y bien se abstuvo de mencionar nombres de gentes importantes de Sevilla, ni detalles de algunas de las más preciadas mercancías que transportaban y aún menos de las verdaderas intenciones de los asaltantes. Simplemente se ciñó a decir, que sin duda, había sido un ataque de los hijos de Alá, que desde hacía un tiempo infestaban aquellas aguas como parásitos y que atacaban a cualquier navío cristiano que se pusiese a su alcance. Pero Fausto sabía que había algo más y que aquel ataque no había sido casual. En cambio, no tuvo reparos en explicarle los pormenores, de aquellas armas que habían defendido el barco con tanta eficacia ni de hablar de su procedencia y de que él había sido el padre de la idea de instalarlos a bordo y a fe suya que había sido buena –comentó.
Tras más de una hora de amena charla, ambos se distendieron y Fausto explicó al capitán los motivos por los que se dirigía a Sevilla. Le relató, que iba recomendado por el médico del Papa e incluso por el mismísimo Sumo Pontífice y que debía ponerse al servicio del arzobispo de Sevilla, don Juan Fuentes, le comentó también, que había decidido regresar a Sevilla, dado que aunque él había nacido en Toledo, había pasado parte de su infancia en aquella ciudad –exageró- y pronto se arrepintió de haber mencionado esto, ya que el capitán comenzó a hacerle preguntas sobre su familia y ciertamente que a él no le interesaba, que nadie más de los justos, supieran de su condición de judío converso. Así que inmediatamente desvió la conversación hacia su trabajo como médico y le habló de la escuela de Montpellier, que tanta fama tenía y que atrajo la atención del cómitre, olvidando seguir haciendo averiguaciones sobre Fausto.
En los días siguientes, mantuvo nuevas conversaciones con el capitán, lo que le proporcionó una buena información sobre la vida social de la ciudad de Sevilla. Entre otras cosas, le habló de las principales familias nobles que allí habitaban, la mayoría, desde los tiempos de la conquista por el rey Fernando, entre las que se encontraban, en lugar destacado, los Ponce de León, propietarios de aquel navío y de otras muchas posesiones en Sevilla. Le informó, que su señor don Pero, era muy amigo del arzobispo, al que era fácil verlo a menudo de visita en la casa de los Ponce, en la colación de Santa Catalina, como tampoco era extraño, ver a don Pero en la casa del arzobispo, situada junto a la iglesia Mayor de Santa María. Por ello –le dijo el capitán-, si entraba al servicio del prelado, sería fácil que pudieran verse con cierta frecuencia en Sevilla.
También le dijo, que si todo iba bien, en dos jornadas podrían alcanzar la desembocadura del Guadalquivir en Sanlúcar, cuyo señorío pertenecía a la casa del mismo nombre, que le concedió el rey Sancho IV y que hizo efectiva su hijo Fernando IV, al heroico don Alonso Pérez de Guzmán, más conocido como Guzmán el Bueno y que actualmente detentaba Juan Alfonso Pérez de Guzmán, que era el más importante de los nobles, que entonces había en el reino de Sevilla y que poseía importantes propiedades en él, como los ricos territorios del Aljarafe o sus propiedades en el bajo Guadalquivir. Le dijo, que esta familia se hallaba emparentada también con los Ponce de León y con los de la Cerda.
 En cualquier caso, la noticia de la proximidad de Sevilla, hizo que se acelerase el ritmo de su corazón. Cierto era, que nadie le esperaba allí, pero sabía que seguramente pasaría el resto de su vida en aquella ciudad, donde anhelaba que aún podría rendir grandes servicios como médico, si se le daba la oportunidad para ello.
Estaba completamente exhausto, por los días acumulados de dura travesía, a lo que había que unir los graves momentos pasados en el asalto corsario, por lo que cayó rendido en su camastro nada más echarse en él. Pero no habrían transcurrido más de dos horas, cuando se despertó completamente sobresaltado, sudoroso y presa del pánico. Respiró hondo una y otra vez e intentó calmarse. Él ya conocía esta sensación y no sabía porqué le ocurría esto; pero cada vez le sucedía con más frecuencia. Nunca era capaz de recordar qué es lo que soñaba, si es que realmente así era, que fuese motivo para causarle este desasosiego. Había intentado una y otra vez recordar desde cuando sufría estos episodios y hasta el momento, no había podido asociarlo con ningún hecho concreto. Había descartado que fuese a raíz de la muerte de su esposa, dado que comenzó a padecerlos mucho después y pensó que quizás estuvieran relacionados con todo lo que había acontecido entre él y su padre, que había conducido al distanciamiento definitivo de ambos. Al recordar aquello, los ojos se le inundaron de lágrimas y sintió una fuerte opresión en el pecho y la angustia y la tristeza se apoderaron de él.
Y es que ocurrió, que unos meses después de su marcha a Aviñón, le llegó a Asher la noticia de que su hijo había renegado del judaísmo y había abrazado la fe en Cristo, bajo el nombre de Fausto. Al principio, solo creyó que se trataba de una broma de mal gusto que le habían gastado; pero cuando el rabino se lo confirmó, sintió una ira sólo comparable a la que Moisés  había experimentado, cuando a su regreso del Monte Sinaí, tras recibir las Tablas de la Ley, descubrió que su pueblo había construido un becerro de oro, al que estaba adorando y si el Elegido de Adonai había sufrido el castigo de Él, privándole de pisar la tierra prometida, no le cabía duda que él mismo, sufriría el castigo de Di-s, por no haber sabido impedir que su único hijo lo traicionase de aquella manera; pero también supo, que el que había renegado de Él, también sería fruto de su ira.
Cuando tuvo la certeza de aquella infamia, Asher tomó su caballo y cabalgó sin descanso hasta Aviñón y no se dio tregua hasta dar con su hijo. Fausto cuando vio a su padre quedó paralizado, no supo reaccionar, había temido aquel momento como ninguno otro en su vida. Nunca podrá olvidar la corta, pero dura conversación que se produjo entre ambos:
-¿Es cierto lo que dicen, hijo?
-Sí, padre, lo es…pero debes escuchar las razones por las que lo he hecho…
-No tienes que explicarme nada –le interrumpió. Tú ya no eres mi hijo y yo y todos mis ancestros te maldecimos, por haber renegado de Él y no dudes que te castigará. Y a mí también, por  haber permitido que te conviertas en un goy y que hayas traicionado de esta manera a tu gente y deshonrado a tu padre y a la memoria de tus antepasados. Doy gracias a Adonai porque tu madre esté muerta y no pueda ver esta infamia tuya.
Y dicho esto, montó en su caballo y al galope se perdió de su vista, tomando rumbo al Pont Saint Benezet, abandonando la ciudad. Después de aquello, ya sólo lo vería una vez más.
IV
La fresca brisa del levante le despertó de sus recuerdos, miró a estribor y vio con nitidez la escarpada orilla de la costa y tuvo curiosidad por saber en qué sitio se encontraban. Buscó al capitán y lo halló mientras éste se echaba para el coleto, un generoso trago de algo que podría ser vino o quizás cualquier otro tipo de bebida de más generoso contenido alcohólico. Se le veía, que no era aquel el primer trago y aunque no podría decir que estuviese borracho, si parecía ir camino de ello. Pensó que en aquellas condiciones, seguramente ni sabría en que posición se hallaría el navío; aunque en cualquier caso, había dos personas más encargadas de llevar a aquella nave a buen rumbo. Pero en contra de sus creencias, le sorprendió el cómitre, cuando le contestó con absoluta precisión, que se hallaban frente a las costas de la corona de Castilla y que habían abandonado las del reino de Granada sólo unas horas antes y ciertamente, que esta noticia fue del agrado de Fausto, el cual sintió gran alivio al saber, que a partir de ahora, sin descartar nada, sólo podrían ser atacados por cristianos y dudaba que ninguno de ellos por estas tierras, osase hacerlo contra un barco propiedad de los Ponce de León, lo que ciertamente era una garantía. El cómitre no se molestó en ofrecerle a Fausto un trago; pues era conocedor de su poca afición a ello y cierto era, que éste había sido un importante escollo, que el capitán tuvo que vencer en el acercamiento a él; pues para él en principio, alguien que no bebía no podía ser de fiar; aunque barajó la posibilidad de aquella podría ser la excepción. Estuvieron largo rato ejercitando el arte de la dialéctica, en el que ambos iban sobrados, hasta que la proximidad del estrecho, requirió la presencia del capitán, para dar órdenes tendentes a salvar la maniobra con éxito.
Fausto volvió a hurgar en sus recuerdos y parecía que tenía que dar un repaso a su vida anterior, antes de llegar a Sevilla para comenzar una nueva. Y es que cierto era, que debía resolver sus graves conflictos interiores y dejar zanjadas sus tribulaciones, para que su mente pudiera abrirse a un nuevo mundo de experiencias, que le permitieran desarrollar todas sus capacidades, de otra manera todo su esfuerzo habría resultado inane.
Tiempo después de la amarga despedida de su padre en los muros del Palais des Papes de Aviñón, supo, que azotó a la ciudad de Montpellier una grave pestilencia de fiebres y diarreas que produjo mucha aflicción y muerte y la desgracia, que su padre había predicho como castigo de Adonai hacia él,  por la traición de Fausto, se cebó en su casa y ocurrió que Jimena enfermó y a pesar de todos los cuidados que le proporcionó y de recurrir a los mejores médicos que en esa ciudad habitaban, aquella que había sido su compañera desde los tiempos de su huída de Toledo y que había compartido su vida, como la de Fausto, durante tantos años, rindió cuentas a su Dios o al de él, porque en eso, ella nunca distinguió diferencias. Y Asher quedó desolado, aunque aceptó, lo que entendió que era el castigo de Adonai, por haber roto el pacto que con Él había hecho, en la ceremonia del Berit Milá de su hijo, cuando él, con su propia mano, aquella mañana del mes de Av, del año judío de 5069, en el barrio de la Alacava, en la judería de Toledo, seccionó el prepucio del pequeño Asher, suscribió el pacto que había acordado Abraham con Adonai, de circuncidar a todos los hijos varones, como señal de lo convenido.
Tras las exequias de Jimena, Asher montó en su caballo y dejó Montpellier. Cabalgó durante días hasta llegar a París, pues allí tenía un asunto pendiente desde muchos años atrás y este era el momento de resolverlo.
Llegó a la gran ciudad de París, que contaba con más de ciento cincuenta mil almas y se extendía por una superficie de más de seiscientas mil varas cuadradas y era por ello una de las más grandes de todo el orbe cristiano y posiblemente de la tierra entera.
Estaba rodeada toda ella de murallas construidas por el rey Felipe Augusto. Franqueó la Porte de Saint Jacques y continuó por la calle del mismo nombre, hasta llegar al Petit Pont y por él cruzó el brazo menor del Sena, entrando en la  l'le de la cité. A su izquierda se encontraba el Palais de la Cité y el Hotel Dieu, a su derecha tomó la rue Neuve Notre Dame, una calle de más de veinte pies de anchura, que daba acceso a la iglesia más fastuosa de la cristiandad: La catedral de Notre Dame. Cuando estuvo frente a ella, se detuvo y comprobó que llevaba bajo sus ropas la carpetilla con el documento que encontró en Sevilla, en aquella pequeña casa extramuros de la ciudad, cuando estuvo a punto de ser tragado por las aguas desbordadas del arroyo Tagarete y del Tamarguillo, haría ya más de veinte años. Después miró hacia arriba y a pesar de ser judío y de que aquel era un templo dedicado a la Virgen María, madre de Jesús, se emocionó y pensó cómo habría sido el Beit Hamikdash, construido en la ciudad de Jerusalén por el rey Salomón y tuvo por seguro que sería tan bello como aquel ante el que ahora se hallaba extasiado, contemplando su maravillosa fachada oeste, con sus tres fastuosos pórticos: el central dedicado al Juicio Final y a su derecha e izquierda el de Santa Ana y el de la Virgen María, respectivamente. Miró algo más arriba y contempló la galería de los reyes, que aunque las gentes de la ciudad creían que se trataban de reyes de aquellas tierras, en realidad y esto bien lo sabía él, se trataba de los reyes de Judá, antecesores de Jesús y de María. Un poco más arriba, el gran rosetón y en lo más alto las dos magníficas torres, una a cada lado del templo  y un poco más abajo, la galería hasta la que debía llegar y a ello se puso.
Ascendió la escalinata de once peldaños que daba acceso al atrio y se encontró ante los tres pórticos. No tuvo duda, entró en la iglesia por la puerta del Juicio Final y una vez dentro, se le cortó la respiración, lo que allí vio no parecía de este mundo: la amplitud del templo, los nervios de la estructura que ascendían por los muros e iban a unirse en el mismo cielo, la luz que traspasaba las vidrieras coloreadas produciendo un efecto fascinante. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Él iba convenientemente ataviado como un peregrino; pero aún así debía andarse con cuidado, por ello, caminó por la nave central y se detuvo junto a una capilla, se arrodilló e hizo ademán de rezar, agachó la cabeza y oteó en todas direcciones, volvió a comprobar que nadie lo observaba, entonces se dirigió hacia un postigo, que estaba disimuladamente situado junto a la entrada de la iglesia por el pórtico de la Virgen. Volvió a mirar en todas direcciones y entonces con paso decidido se dirigió hacia allí, empujó la  puerta falsa y comprobó que estaba cerrada; pero ya había contado con ello, sacó una especie de ganzúa que llevaba consigo y no tardó en burlar el mecanismo de la cerradura y después volvió a cerrar la puerta. Ascendió tan rápido como pudo, por la estrecha escalera que conducía hasta la torre norte, no contó los pasos; pero aseguraría que habrían sido más de trescientos o al menos eso le pareció a él. Se encontró frente a otra puerta de escasa altura, que también estaba cerrada y que aunque le costó algo más de trabajo, también la pudo forzar con su herramienta.
Salió al exterior y quedó fascinado ante la vista que tenía ante sus ojos: al frente el palacio de la cité, con la fina aguja de la Sainte Chapelle apuntando hacia el cielo y más allá la Porte Neslé. A su izquierda la universidad, a la que daba acceso le Petit Ponte, y a su derecha al fondo, la Porte de Saint Martín y Saint Eustache, y más acá la ville, con la Place de Grève y Saint Merri, y la impresionante figura de la antigua torre templaria, la fortaleza que durante casi dos siglos sirvió de inexpugnable casa a la Orden en Francia y dentro de cuyas paredes se decía que estaba el fabuloso tesoro de los caballeros del Temple, y de hecho, allí estuvo depositado el Tesoro Real, hasta que las desavenencias entre la monarquía y la Orden fueron paulatinamente conduciendo al infausto final de Jacques de Molay y los suyos.
Examinó la torre, buscó las gárgolas, después extrajo del canutillo que llevaba escondido en sus ropas, el pergamino, volvió a examinarlo, recordó la secuencia de letras y números, contó, se detuvo ante una de las piedras que formaban la estructura de la torre, palpó, no encontró nada extraño, siguió buscando y tampoco obtuvo resultado alguno. Recapacitó y comenzó de nuevo, volvió a contar, comprobó que era correcto, no se había equivocado. Entonces dudó ¿No sería aquel jeroglífico una mera fantasía? ¿Acaso toda aquella fabulosa historia de los templarios, que comenzó en Sevilla, no podría ser simplemente una broma? ¿No sería que en todos aquellos años alguien se le hubiese adelantado? Tuvo una idea, cerró los ojos y palpó con cuidado la superficie del muro, con cuidado, despacio, recorriendo toda su superficie, no encontró nada extraño, entonces reparó en la existencia de una abertura que comunicaba con una gárgola, destinada a desaguar el agua de lluvia lanzándola hacia el exterior, lejos de la fachada de la iglesia, cuando los aguaceros eran intensos. No lo pensó, introdujo su mano en el conducto y palpó con cuidado, halló una palanca, la movió y esta accionó un resorte, que hizo que un bloque de piedra se separara del muro, miró en su interior y vio con satisfacción y asombro como refulgía un cilindro dorado. Sin demora lo cogió y lo ocultó entre sus ropas, volvió a accionar la palanca y se dispuso a abandonar la torre de forma inmediata y cuando se acercaba a la puerta que daba acceso al interior de la iglesia, oyó ruido de cerraduras. Miró a su alrededor y corrió a ocultarse, para ello, tuvo que descolgarse  por el exterior del muro y se agarró fuertemente a una gárgola quedando inmóvil y tenso  como un felino al acecho de su presa….
Pasó un buen rato y a Asher se le comenzaban a agarrotar los músculos, ya no oía ruido alguno, por lo que haciendo un enorme esfuerzo volvió al interior de la torre, miró a su alrededor y no vio a nadie, se dirigió hacia la puerta, comprobó que estaba cerrada, la forzó con la ganzúa y con la mayor rapidez que pudo descendió la escalera. Entró en la nave y salió al exterior del templo por el pórtico de la Virgen, sin comprobar si alguien le había visto.
A paso rápido tomó la rue neuve de Notre Dame, cruzó el Petit Pont y se adentró en la universidad por la rue Saint Jacques, se dirigió al establo en el que le guardaban el caballo, que estaba situado a medio camino entre la Porte de Saint Jacques y la de Saint Michel, montó en el animal y abandonó la ciudad.
Sabía que la ruta hasta Montpellier era larga y peligrosa, debería hacer largas jornadas para cubrir las ciento ochenta leguas castellanas –medida que él usaba desde siempre- que era la distancia que  separaba a ambas ciudades. No invertiría menos de una semana si todo iba bien y tanto él como el caballo eran capaces de aguantar largas jornadas de camino, en caso contrario, se podría demorar aún más y aunque, realmente nadie le esperaba en Montpellier, a parte de sus enfermos, tenía unos enormes deseos de acabar aquel viaje cuanto antes.
Sentía gran curiosidad por saber qué contenía el cilindro que había encontrado en la torre de Notre Dame; pero no quería demorarse en su viaje y además, no sabía por qué; pero se sentía inquieto. Comprobaba cada cierto tiempo que nadie le siguiese y aunque ciertamente no había visto nada que le hiciese sospechar de ello, la sensación de que le acechaban no le abandonaba en ningún momento.
La primera noche cayó rendido en el catre que le proporcionaron en una posada del camino, situada a algo más de diez leguas de París y tan cansado estaba, que no tuvo ni la intención de averiguar el contenido del envase que llevaba consigo y que había sido el objetivo del viaje. En cambio, pasó todo el segundo día anhelante de que llegase una nueva noche, para que el cilindro le revelase su contenido y ocurrió, que una vez que encontró alojamiento y tras dejar convenientemente atendido a su caballo y comer lo estrictamente necesario para reparar algunas fuerzas, marchó al cuarto que le habían asignado y con gran ansiedad se dispuso a abrir el recipiente. El interior estaba protegido por una tapa metálica enroscada en el cilindro que le costó cierto trabajo domeñar y cuando lo hizo, con gran cuidado extrajo un rollo de pergamino que extendió y colocó a la luz del candil de aceite, que en la estancia había. Lo examinó y quedó atónito con lo que allí vio; aunque a primera vista no comprendía nada, aquello le inquietó y le fascinó. Ciertamente que lo que allí se representaba, debía esconder algo muy grande que no se le revelaba a su entendimiento y aunque su sentido de la vista le enviaba la información a su cerebro, este no era capaz de entender. Pensó que quizás fuese necesario algo más, podría ser que se requiriese entrar en un estado especial del ánima para recibir la revelación. Anheló entonces poder estar en la escarpada orilla del alma de Toledo: el Tajo, donde muchos años antes le habían sido manifestadas tantas visiones inquietantes, que al tiempo que le habían perturbado su ánima, le habían procurado sabiduría y camino para afrontar grandes retos que ante sí se le presentaron. Pero estaba allí en medio de la ruta que conducía desde París a su casa de la Occitania y tenía ante sí algo que él sabía que era grande; pero que no podía comprender. Procuró memorizar cada detalle de lo que en el documento se mostraba, lo miró una y otra vez y lo repasó en su mente, como si temiera que pudiera desaparecer o que se lo arrebatasen, de este modo sólo matándolo podrían borrarlo de su mente.
Se planteó si realmente aquel manuscrito era ciertamente revelador de algún conocimiento superior o iniciático, celosamente custodiado por los templarios, hasta el punto de haberlo guardado con tal celo que tuviese a la muerte como garante de su custodia o fuese sólo pura superchería de gentes fanáticas, a los que sus creencias habían llevado hasta la locura de creerse depositarios de la sabiduría del mismo Dios. Él no podía saberlo, pero sospechaba que aquello que tenía en sus manos, era algo grande…muy grande y que debía protegerlo; pero… ¿para qué? ¿Para quién? No lo sabía ahora; pero sin duda, esperaba que eso también le sería revelado en su momento. Se preguntó porqué Adonai lo habría elegido a él para recuperar un documento que había estado en posesión de monjes guerreros al servicio de Cristo. Entonces cayó en la cuenta de que hacía un momento había pensado en que él había recuperado aquel documento, no que lo había robado y se abrió la luz ante sus ojos: Los caballeros templarios habían tomado su nombre del Templo, de aquel que había sustituido al primero construido por Salomón y que guardaba el Arca de la Alianza, que según la tradición se había perdido cuando Nabucodonosor lo destruyó ¿Pero tendría alguna relación aquel pergamino con algo que hubiera estado contenido en el Arca? Sólo este pensamiento le hizo estremecerse, una emoción como nunca había sentido en su vida se apoderó de su ánima y le oprimió su pecho hasta no poder respirar. En ese momento estuvo seguro que estaba tocando algo, que quizás hubiese escrito el propio Adonai o que hubiera sido dictado por él, al dueño de la mano que lo había plasmado en aquel pergamino. Entonces se hincó de rodillas, dobló su cintura y posó su frente en el suelo y lloró, la emoción embargó su ánima y perdió el sentido.
Recorrió la primera parte de su viaje sin contratiempos, llegó a Lyon, la antigua lugdunum romana, capital de la Galia, al quinto día de su partida. Había hecho largas jornadas; pero tanto él como el caballo habían aguantado bien. Siempre había tenido la precaución de parar cada cierto tiempo y proporcionar abundante comida y agua al équido y las cuatro noches habían descansado ambos de forma  adecuada en casas de postas, de las que no faltaban en el camino. Pero en todo ese tiempo nunca le abandonó la sensación de que era observado y de que quizás le siguiesen. Había tomado todas las precauciones y  ni ocurrió nada ni percibió cosa alguna que justificara sus premoniciones.

Lyon era una espléndida ciudad, que había sido anexionada al reino de Francia casi treinta años antes por el rey Felipe el Hermoso y que contaba con más de quince mil almas, tenía un comercio cada vez más floreciente y en aquellos momentos gozaba del favor de la corona, que ahora regentaba el Duque de Valois, Felipe VI.
Había decidido no entrar en la ciudad, por lo que buscó un alojamiento extramuros, para no perder más tiempo y poder partir al alba para continuar su ruta a Montpellier; pues ahora a la sensación de sentirse vigilado, que seguía acompañándole, se le había unido el documento que portaba consigo, que le estaba literalmente abrasando y necesitaba llegar a su destino y meditar sobre él y si era necesario consultarlo con el rabino; aunque esto último ciertamente no sabía si sería buena idea.
El establecimiento en el que se detuvo, tenía un aspecto aceptable, dadas las circunstancias. Era una casa de madera y piedra de dos plantas, a la que se accedía por un gran portalón que se abría a un amplio patio, al final del cual se situaban los establos en los que se daba acomodo a los caballos y en los que si era necesario, podían cambiarse por otros frescos si la intención del viajero era continuar camino, sin las demoras inevitables, para dar descanso a las bestias. En el otro extremo, una recia puerta daba acceso a un amplio local, destinado a reparar las necesidades del cuerpo, en lo que a comida y bebida se requiriese y en el piso superior, al que se accedía desde el patio, había una galería corrida, a la que se abrían distintos cuartos destinados a dar descanso a los maltrechos cuerpos de los viajeros, que disponían de más o menos confort y limpieza, según lo que se estuviese dispuesto a pagar y si se le requería a ello, el posadero podía proporcionar buena provisión de cocottes, para el alivio de las superfluidades genitivas masculinas.
Ciertamente que aquella noche comió y bebió bien. Se despachó un buen pedazo de carne de buey, acompañado por una generosa hogaza de pan de candeal casi recién horneado y todo ello lo regó con un aceptable caldo de la tierra, que hizo que se le embotase el entendimiento, al punto, que creyó que no sería capaz de llegar con la verticalidad intacta, hasta el cuarto que le habían asignado, para dar reposo a su maltrecho cuerpo. Haciendo acopio de dignidad, disimulando cuanto pudo, cruzó la taberna, salió al patio y subió hasta el corredor que daba acceso a su habitación, empujó la puerta y entró.
Se disponía a tumbarse en el camastro, cuando un fuerte golpe que le propinaron en la cabeza le hizo caer de bruces contra el suelo. De repente, toda su impregnación alcohólica le había desaparecido, miró hacia arriba y con terror vio como algo que refulgía a la tenue luz del candil, se elevaba sobre su cabeza y amenazaba con descargar un golpe sobre ella, dio una voltereta en el suelo e instintivamente buscó bajo su ropa y extrajo una daga que solía llevar siempre con él. La desenfundó y de un certero tajo rasgó algo más que el paño del abdomen de su atacante. De un salto se puso en pie, haciendo un alarde impropio  de un hombre de su edad y de su estado de embriaguez y aprovechando el desconcierto que la cuchillada había causado en el jifero, le lanzó una segunda puñalada, dirigida por la experta mano de un médico, transmutado ahora en diestro sayón,  defendiendo la propia vida. No esperó a ver el resultado, salió raudo de la estancia dando un portazo, corrió por la galería en busca  de la escalera, con intención de llegar hasta las cuadras para coger su caballo y huir; pero de pronto sintió un fuerte golpe y una sensación de frío intenso le atravesó un costado desde atrás. Instintivamente se giró y lanzó una cuchillada tan certera, que seccionó el gollete de un segundo atacante, que le había salido por la espalda. Sin saber cómo pudo conseguirlo, llegó hasta su corcel, lo montó y salió de la hostería como si le persiguiera el mismo Belcebú.
Habría recorrido unas dos leguas cuando la herida comenzó a enfriársele y un dolor punzante le atenazó el costado izquierdo. Introdujo su mano debajo de la camisa y comprobó que su ropa estaba completamente empapada en sangre, sin duda, sería una fea herida y podía dar gracias de estar aún vivo; pues poco había faltado para que le hubiera interesado el corazón, en cuyo caso la muerte habría sido fulminante.
Sabía que debía hacer algo con la cuchillada, pero no podía detenerse, no sabía cuántos eran los atacantes, si los había matado a los dos que le habían asaltado o si sólo los había herido y en ese caso desconocía la gravedad de sus lesiones y si estarían en disposición de seguirle. Por ello, tenía que continuar mientras pudiese. Aún le restaban setenta leguas hasta Montpellier y eso le pareció mucho camino.
Aquella noche quizás fue una de las más duras de su ya larga y azarosa vida, en la que no habían faltado los trances de muerte y el sonido de las campanas tocando a tránsito, a pesar de que fuese judío, no era la primera vez que tañían en su cabeza. Le comenzó a invadir la sensación, luego el temor y por fin la convicción de que esta vez sí se disponía a rendir cuentas a Adonai. Cierto era, que no le importaba demasiado, creía que todo lo que en esta vida se le había destinado para que fuese realizado por él, estaba concluido y aunque pudiera ser, que aún estuviera en disposición de ánimo para seguir ayudando a sus semejantes algún tiempo más, pensó que si Él así lo quería, sería porque ya tendría a otro que ocuparía su lugar y seguramente lo haría incluso mejor que él; pues en eso Adonai era el poseedor de toda la sabiduría y por ello regía el destino de todos los hombres, creyeran en Él o no y supieran o no de su existencia; pues él estaba seguro que aquellos que muriesen ignorantes, tendrían tiempo sobrado para que su presencia les fuera revelada.
Conforme el cansancio aumentaba y se le sumaban los efectos producidos por la anemia, originada por la continua pérdida de sangre, veía más cerca su final. No imaginaba acabar muerto en un arcén del camino como un perro abandonado a su suerte, sin que nadie le reconociese, sin que ningún deudo suyo se rasgase la vestiduras, sin que nadie le lavase mediante el rito de la tohorá, ni le cubriese el cuerpo con el tajrijín ni nadie pronunciara el Tziduk Hadim y el kadish  antes de concluir el keruvá, dándole tierra a su cuerpo. Creía que al menos se merecía eso, que alguien le despidiera de este lado del mundo de Adonai como un judío temeroso de Él; pero no se veía con fuerzas para lograrlo. Pensó entonces en el rito de la keriá, por el que un familiar directo se rasga las vestiduras en señal del dolor que produce la pérdida del ser querido y reparó que sólo tenía a su hijo Asher y él lo había repudiado por renegar de su pueblo y abrazar la fe cristiana, que para él era lo mismo que morir como hijo, por lo tanto ya no tenía a nadie que pudiese llorar por él y en ese caso que más le daba recibir sepultura como judío o ser arrojado a alguna fosa como un despojo aparecido en el camino, si es que acaso alguien reparaba en ello, que también podría ser que acabara pudriéndose como una alimaña.
Resolvió que eso no podía permitirlo. Así que decidió que cuando estuviese seguro de que ya no podría seguir cabalgando, buscaría un sitio aparatado donde morir con dignidad, como hacen los animales salvajes cuando presienten que el final les acecha y buscan cobijo en alguna cueva o madriguera, donde exhalar su último aliento fuera de la vista de extraños.
Amaneció y seguía cabalgando, cayó la tarde y aún no había parado a descansar; aunque el ritmo de paso del caballo, haría que su viaje se eternizase y él seguía rumbo hacia ninguna parte. Comenzaba a tener la mente obnubilada, seguramente debido a la pérdida de sangre y al cansancio acumulado y aunque procuró beber agua, hacia ya unas horas que se le había terminado, así que decidió buscar un sitio, si es que encontraba alguno, que dispusiera de agua y algo de pasto para que el caballo comiera y él pudiera saciar su sed provocada por la hemorragia que no cesaba, a pesar de haberse hecho un improvisado y apretado vendaje.
Afortunadamente el camino seguía la ribera izquierda del Ródano, por lo que le fue fácil encontrar un paraje abundante en hierba y con fácil acceso para que el animal pudiera abrevar. Asher se quitó la camisa y procedió a lavarla en las límpidas aguas del río. Aunque no podía verse la herida en toda su extensión, si pudo hacerse idea de la gravedad de la misma. Hizo cuanto pudo por contener la pérdida de sangre, pero no era mucho lo que podría conseguir si no guardaba reposo y eso no estaba en condiciones de poder hacerlo. Bebió abundante agua y se tumbó, procurando cubrirse cuanto pudo, pues estaba temblando de frío, más por la pérdida de sangre, que por la temperatura exterior. No tardó mucho en cerrar los ojos y entrar en una  duermevela, durante la cual, por su mente pasaron todos los episodios que en ella había grabados. Pensó en su hijo, la relación con él, desde el día de su nacimiento en el barrio de la Alacava de la judería de Toledo, en aquel caluroso mes de Av, del año de la Creación del Mundo de 5069, hasta que lo vio partir de Montpellier con destino a la ciudad de los papas, tras haber renegado de él. Y entonces despertó, una fuerza desconocida le había vuelto a la vida, se puso en pie, preparó a su caballo, montó en él y partió decidido hacia Aviñón.
                                                                       V
 Fausto se había quedado completamente extasiado, recordando hasta el más mínimo detalle, de todo lo que su padre le había relatado de su viaje a París, en busca del documento templario que halló en Notre Dame y que le había contado con gran minuciosidad en su casa de Aviñón, prácticamente moribundo; pero poseído de una vitalidad y lucidez de mente, que ciertamente no parecían de este mundo.
Le incomodó tremendamente, que un grumetillo le hubiese interrumpido en sus pensamientos, para traerle indicaciones de que el capitán quería verle en su camarote de mando. Ciertamente, que su mente había escapado de aquella carraca y de la misma travesía y se hallaba ahora en Aviñón junto a su padre, en uno de los momentos más emocionantes de su vida; pero ya le habían importunado y ahora tendría que ir a ver qué es lo que quería el cómitre de él.
Entró en la cámara del capitán y no lo encontró allí, así que decidió volver al sitio en el que tan cómodamente, dadas las circunstancias, se encontraba meditando; pero de nuevo el marinero que antes le había incomodado, le indicó que le siguiera a la presencia de su superior. Bajaron hasta la bodega y en un cubículo especialmente diseñado para la función a la que se destinaba y que él ya conocía, se hallaba el cómitre junto a su segundo y otros tres hombres a sus órdenes y frente a ellos, lo que quedaba de los despojos humanos, de los que no mucho tiempo antes habían sido feroces corsarios berberiscos.
El capitán le indicó que los examinara y aunque a él aquello le repugnó profundamente y a punto estuvo de contestarle que no tenía obligación ni de obedecerle ni de secundar aquellas barbaries, creyó más oportuno callarse y acatar; ya que, ciertamente que en alta mar con aquellos hombres, no tendrían mucha faena en enviarlo de aperitivo para los peces, pues realmente por muy enviado que fuese del entorno del papa y por muchas cartas credenciales que portase para el arzobispo ni nadie le conocía aún en Sevilla ni persona alguna le esperaba allí; por lo que su pérdida, por nadie sería echada en falta y esta convicción le ratificó en su idea de que lo mejor sería obedecer y callar, al menos por el momento y así lo hizo.
Confirmó la muerte de uno de los reos, el estado agónico de otro y la posible locura de un tercero, que no presentaba lesiones aparentes; pero que tenía una mirada completamente ida, como la que había visto en una casa de orates en Montpellier. Le informó de todo ello al capitán y este le preguntó respecto al estado de este último y si él creía que conservaba o no el juicio como para ser interrogado. Fausto, en cualquier caso hubiera contestado de igual manera, con tal de librar al desgraciado de un tormento semejante al que habían recibido sus conmilitones; pero no tuvo que mentir y dio su sincera opinión, certificando que a su juicio, aquel desdichado parecía haber perdido irremisiblemente el oremus y para su completa consternación pudo observar con espanto, como uno de los marineros, a una orden del capitán procedió a rebanarle el gollete al pobre infeliz, que cayó de bruces, emitiendo desde su cuello dos fuentes de sangre que empaparon todo el entorno. Fausto espantado abandonó el lugar y subió a cubierta, en desesperada búsqueda de una inspiración de aire fresco, que le recompusiera el ánima y una vez más tuvo claro, que se tratase de moros o de cristianos, la barbarie había sido bien repartida, con la adecuada mesura, entre unos y otros.
Lo que acababa de suceder le alteró de tal manera, que  fue incapaz de retomar sus recuerdos por donde los había dejado, ya sólo deseaba que aquel espantoso viaje concluyera de una vez por todas y que pudiera desembarcar en Sevilla y poder perder de vista a aquellos miserables que formaban la dotación del barco. Se juró que si algún día tenía oportunidad de ello, no dudaría en informar del comportamiento bárbaro y miserable de la tripulación de esa inmunda carraca y en especial de su capitán, del que en ese momento cayó en la cuenta, que desconocía su nombre, pero en cualquier caso disponía de suficientes referencias para poder identificarlo convenientemente, si llegado fuese el caso. De cualquier manera, debería disimular su aversión por ellos hasta que llegasen a puerto; pues ya no dudaba en modo alguno de que serían capaces de todo, si así lo consideraban conveniente o necesario para sus intereses.
El corazón le dio un vuelco, cuando tras ver un gran trasiego de gentes en cubierta y movimiento de aparejos y velamen, comprobó que estaban llevando a cabo las maniobras necesarias para iniciar el remonte del Guadalquivir, así pues, estaban ante el último tramo del viaje y en breve estarían en Sevilla.
Pudo ver cómo echaban por la borda dos cuerpos, sin mortaja alguna, sin oración, sin palabras y él sin saber porqué, rezó a Alá a Jesús y a Adonai y no se preocupó si alguno o los tres o el Único se enfadaban con él; pues en cualquier caso, ¿qué más le podía pasar en esta vida? ¿Perderla? Ciertamente que eso no le quitaría el sueño. Pensó porqué había hecho aquello. ¿Porqué había rezado, por aquellos miserables?
Y la mente le llevó de nuevo a Aviñón, él se encontraba en su recién estrenada casa que le había sido proporcionada por la intercesión de su buen amigo, Juan de Aviñón, que sería su protector y garante en aquella ciudad. Era ya muy tarde y se disponía para ir a dormir, cuando unos fuertes e insistentes golpes en la puerta le sobresaltaron. Cuando abrió la puerta se quedó atónito, frente a él se encontraba su padre, que se desplomó en sus brazos, mientras le susurraba pidiéndole perdón.
Cuando lo dejó sobre la cama tras transportarlo de la forma que pudo y después de desnudarlo, comprobó la grave herida que presentaba en su costado izquierdo. Se trataba de una gran lesión producida posiblemente por un puñal y que sangraba de forma importante y parecía tener ya varios días.
El aspecto, una vez que la limpió de forma adecuada, era realmente malo, mostraba signos evidentes de infección y ello unido al estado general que mostraba su padre le hizo temer lo peor. Su temperatura era elevada, la respiración entrecortada, el color de su piel blanco con tintes cetrinos que denotaba la gran pérdida de sangre y la infección que habría extendido la ponzoña por todo su cuerpo. Pensó que lo mejor sería solicitar ayuda a su amigo Juan de Aviñón; pues sin duda, él conocía a los mejores cirujanos de la ciudad, que podrían intentar algo; aunque francamente no creyó que pudiera hacerse mucho por él. Entonces oyó con nitidez que su padre le dirigía unas palabras:
-Hijo, quiero pedirte perdón.
-Calla padre, no hables.
-No, déjame hablar. Toma de la bolsa que llevo prendida de la cintura, la cantidad de dos dracmas, del preparado que se encuentra en el frasco de alabastro, hierve agua y disuélvelo y dámelo a beber. Necesito estar lúcido para contarte todo lo que necesito que sepas.
Asher, sin rechistar, hizo lo que su padre le había pedido; aunque pensó que fuese lo que fuese, le parecía una dosis excesiva, pero le dio el bebedizo y esperó. Al cabo de una media hora había recuperado completamente la lucidez y comenzó a hablar y ya no paró en varias horas.
Comenzó pidiéndole nuevamente perdón por haberlo repudiado a causa de su renuncia al judaísmo. Le reconoció que él mismo en varias ocasiones había tenido serias dudas con su fe y podría decirse que incluso había renegado del mismo Adonai y aunque hubiese recuperado su fe, no podía exigirle a su hijo que hiciese lo mismo ni tampoco podía obligarle a ser un mártir en aquellos turbios tiempos que vivían y en los que seguramente se avecinaban, que anunciaban ser trágicos para su pueblo. Después, le relató toda la historia del manuscrito firmado por Jacques de Molay, último Gran Maestre Templario, que había encontrado en Sevilla y de cómo en estos años  había conseguido descifrar su oculto mensaje y que había querido olvidarlo, hasta que los últimos acontecimientos acaecidos en la familia, le impulsaron a resolver aquel asunto, que tenía pendiente desde tanto tiempo atrás. Le relató en detalle todo lo sucedido en su viaje a París y cómo había sido atacado en el establecimiento donde se hospedaba, cerca de Lyón. Le dijo, que sospechaba que el ataque estuviera relacionado con el documento, que había encontrado en la torre de Notre Dame y aunque no podía estar seguro de ello; de lo que sí lo estaba, es que aquello que portaba en el cilindro que llevaba en su cinturón, era algo grande, muy grande y de que no sabía porqué; pero Adonai lo había elegido a él para que lo encontrara. Pero que como ocurrió con Moisés a quién entregó las Tablas de la Ley y lo eligió para llevar a su pueblo a la Tierra Prometida, le impidió en cambio que pudiera pisarla y para ello designó a Josué que entró en Canaán una vez que todos los de la generación anterior hubieron ya fallecido  y ahora él interpretaba que Di-s le había elegido a él, para encontrar aquello que estaba perdido y debía entregárselo a su hijo, que debería darlo a conocer al mundo y él habiendo cumplido lo que le había sido encomendado, ahora podría partir al encuentro de Adonai y no intentaría comprender los designios de Di-s de porqué había elegido a alguien que había renegado de su fe, para llevar a cabo esa misión, Él lo sabría bien y en su mano estaría enmendarlo, si así era su voluntad y por ello, ahora él estaba allí contándole todo esto.
Después le hizo entrega del envase que contenía el pergamino. Su hijo lo tomó entre sus manos, desenroscó la tapa que lo protegía y con sumo cuidado extrajo el documento. Su padre le miraba fijamente, se diría que sin pestañear. Estaba absorto para comprobar la reacción de su hijo, cuando lo extendiese y descubriese lo que allí se mostraba. Lo acercó al candil y los ojos de su hijo se fueron abriendo lenta y progresivamente, hasta que los párpados se contrajeron al límite y las órbitas quedaron expuestas, como queriendo absorber toda la luz de la estancia e iluminar su cerebro. Asher miró fijamente el rostro de su hijo, su rictus. Y comprendió que no reflejaba sorpresa, tampoco estupor ni  ofuscación; mostraba revelación, descubrimiento, hallazgo y entonces Asher supo porqué Él había elegido a su hijo.
  
VI
El viento le azotó el rostro con fuerza y le secó las lágrimas que recorrían su cara, mientras aún conservaba en su retina, la imagen de su padre exhalando el último aliento de vida, mientras él examinaba a la luz de una lámpara de aceite, el documento que le acababa de entregar y que llevaba consigo tan oculto, que ya formaba parte de su propia anatomía. No se había separado de él ni un momento en los seis años que habían transcurrido, desde que su padre le hizo entrega de él y estaba dispuesto a dar su vida antes de que le fuera arrebatado, sin haber cumplido la misión, cualquiera que fuera, que había motivado que se lo hubiera entregado a él y no a un buen creyente, que sin duda, habría procurado darle el uso para el que él suponía que habría destinado, aquel que hubiera sido su autor.
Seis largos años sin su padre, que habían transcurrido de forma muy provechosa para él como médico en la ciudad de Aviñón; pero durante todo ese tiempo, cada  noche, cuando se quedaba solo, en su casa, con un ritual inmutable, extraía el pergamino con sumo cuidado, lo extendía sobre la mesa y  bajo la luz de la lámpara  lo observaba e intentaba comprender lo que allí se ocultaba. Pero a pesar de los esfuerzos que hacía y de la convicción que tenía de que allí debía haber algo oculto, que debería revelarse y cambiar el rumbo de su vida, noche tras noche el resultado era el mismo: la nada.
Se acercó a la borda de babor y contempló los terrenos inundados por las aguas del Guadalquivir, formando marismas en las que abundaban todo tipo de aves. Pudo contemplar el paso de una bandada de ánsares que sobrevolaron la carraca, con su coro de estridentes graznidos. Más allá, entre carrizos, enea y junqueras vio unas aves zancudas de vistosos colores, que se encontraban en una gran charca, con sus interminables patas sumergidas y que de forma rítmica doblaban sus esbeltos cuellos y con sus largos picos intentaban pescar algo que les proporcionara  sustento. Conforme el navío iba remontando el río, el espectáculo que la naturaleza le mostraba ante sus ojos le pareció más fascinante. Pudo divisar una manada de ciervos, que permanecían inmóviles, mirando con indiferencia el paso de la embarcación, mientras otros, tumbados bajo la sombra que les proporcionaban unos enormes alcornoques, parecía que los miraban con disimulada curiosidad. Un poco más adelante, entre jaras y brezos, pudo ver un pequeño grupo de jabalíes, que escarbaban en busca de comida y no parecían incomodarse con la presencia de una nutrida manada de caballos de aspecto tosco y robusto, de color castaño, que hacían ostentosos movimientos con sus cabezas de arriba hacia abajo y de forma oblicua, produciendo vistosos movimientos de las crines, flageladas por la brisa de levante, que azotaba el sotobosque de brezos, lentiscos, zarzas y jaras.
El encanto del paisaje fue roto de forma abrupta por la aparición en cubierta del capitán y de su segundo. Ambos le dirigieron una mirada, que él aseguraría que no era precisamente amistosa, pero no se arredró y se mantuvo firme sin apartar la vista del cómitre, algo que podría haber sido interpretado como un reto y que ciertamente no supo porque lo había hecho; pero no podía manifestar algo que no sentía desde hacía tiempo, como era experimentar la sensación de miedo. Y aunque ciertamente, que una dosis medida de él, podría ser aconsejable para mantener cuerpo y ánima unidos, a él ni esto le importaba en exceso y lo que tuviese que ser pues que fuese. Pero, no obstante, decidió que hasta que llegasen a Sevilla se andaría con ojo con aquellos, de los que ya conocía sobradamente su ligereza para despachar prójimos.
Repasó mentalmente todas las instrucciones que le había dado su amigo y colega, Juan de Aviñón, antes de partir de la ciudad de los papas. Sabía que nada más desembarcar en Sevilla, debía buscar la casa de Alonso González de Gallego, que hacía funciones de chantre en la Iglesia Mayor de Santa María y que era un directo colaborador del arzobispo de la diócesis,  monseñor Juan Fuentes. Debía mostrarle el manuscrito de Juan de Aviñón y allí le daría hospedaje y se encargaría de llevarlo hasta la presencia del alto prelado de la diócesis de Sevilla y a partir de ahí ya se vería.
Las recomendaciones que le había dado Juan incluían no revelar su condición de converso, si no era estrictamente necesario y esto implicaba hacerlo, sólo si le era requerido por la máxima autoridad eclesiástica o por el mismo rey Alfonso, al que, en principio no creía que tuviese ocasión de conocer; pero en ningún caso, debía hacer comentario alguno al respecto a nadie más ni tampoco era aconsejable que hablase con judíos ni que se acercase por la judería; pues hasta podría ocurrir, que alguien aún tuviese recuerdo de la presencia de él y de la de su padre; aunque hubiesen transcurrido ya veintiséis años desde que dejaron Sevilla. Mientras fuese posible, él era cristiano viejo y si por alguna razón era descubierto, ya se pensaría en algo.
Su amigo Juan, se había preocupado con tal minuciosidad de la seguridad de Fausto, que había abierto un canal de comunicación con él desde Aviñón, a través de la correspondencia que regularmente se despachaba desde el Palacio Papal y el arzobispado de Sevilla. Así pues si las cosas iban mal, podría hacérselo saber y él con su influencia con el papa, intentaría poner remedio.
Por tanto, Fausto, de ningún modo llegaba a Sevilla de similar guisa que cuando lo hicieron su padre, él y Jimena, huyendo de Toledo. Ahora, al menos era alguien, con una sólida formación como persona y médico y con las mejores credenciales que en aquel momento pudiese poseer cualquier cristiano y no digamos ya judío o moro y en eso confiaba y no sólo en el albur de la providencia, que también pensó, que consistiera en eso y que Dios ayuda al que sabe procurársela, arrimándose al que la reparte.
Según le había dicho un marinero que si no había cambios de viento, podrían llegar a Sevilla antes de la caída de la noche. Así que decidió que permanecería hasta entonces en cubierta y a la vez que contemplaba el paisaje, evitaría cualquier posible encerrona que pudieran tenderle en su cámara, donde estaría aislado y fuera de la vista de todos. Y es que ciertamente que desconfiaba completamente del capitán y sospechaba que si se le presentaba la ocasión podría intentar darle matarile; aunque no comprendía qué razón pudiera llevarle a ello, a no ser, que pensara que había visto demasiado y no fuese conveniente que tanto conocimiento anduviese a sus anchas por las calles de Sevilla.