El experimentador que no sabe lo que está buscando no
comprenderá lo que encuentra
Claude Bernard
1
El
viaje a Sevilla
I
La travesía estaba siendo
muy larga y accidentada, Fausto estaba
ansioso por llegar a su destino; pero aún restaban más de doscientas millas náuticas
para llegar a Sevilla y eso supondría tener que pasar aún largas jornadas de travesía,
que podrían variar en función de los vientos y de la providencia.
La vieja carraca en la que
navegaba había hecho escala en Barcelona, tras salvar la distancia desde
Marsella, que es donde había iniciado su viaje. En aquella importante ciudad
del reino de Aragón habían cargado mercancías variadas, en su mayoría
procedentes del comercio con Oriente y que hasta ese puerto transportaban
navíos genoveses y venecianos, en su mayor parte.
Mientras el sol comenzaba
a ocultarse, repasaba en su mente los últimos años de su vida, desde que haría
ahora veintiséis años había abandonado Sefarad, cuando sólo era un niño judío,
en compañía de su padre Moshé Asher Toledano y su segunda mujer Jimena, hasta
el día de hoy 21 de marzo del año del
Señor de 1347, en el que se
encontraba de camino a Sevilla,
convertido en un adulto de treinta y ocho años, médico y cristiano,
bautizado en la fe de cristo con el nombre de Fausto y de apellido Toledo,
cambiando el original Toledano, que recordaba más su ascendencia judía.
Tantas cosas habían
sucedido, que él ya no era el mismo que abandonó Sevilla casi tres décadas
antes; aunque en lo más profundo de su ser, aún sobrevivía algo de aquel niño
judío llamado Asher, en honor a su padre y esto lo revelaba, el nombre que
había elegido para ser un buen cristiano: Fausto, que al igual que su antiguo
nombre judío significaba afortunado. Y aunque ciertamente él no pensaba que lo
fuera, quería mantener ese cordón umbilical con su otro yo y con su progenitor,
que así lo quiso para él.
Su padre, el más grande de
los hombres que el nunca conoció, ni esperaba conocer, fue también su maestro,
el que le enseñó lo que de esencial hay en la vida y en el arte de la medicina,
y cierto es, que a pesar de que había tenido los mejores profesores de cuantos
hubiera en la cristiandad, en los años que permaneció en la escuela de medicina
de Montpellier, fue él, quien le enseñó a pensar, a deducir, a desechar la
superchería, a descartar lo superfluo, lo equivocado, a ser curioso y ver donde
nadie podía atisbar más que embauco. Había heredado de su progenitor, el don
que le hacía comprender hechos que el resto de sus colegas médicos ni
sospechaban, veía destellos de luz donde
para el resto sólo reinaba la más completa oscuridad. Adquirió de él la
capacidad para entrar en trance y comunicarse con entes, que le sugerían
conocimientos, que no siempre sabía descifrar y de los que su padre obtuvo
grandes provechos, pero a la vez terribles desgracias para su vida.
El fuerte y aún frío,
viento de tramontana, le trajo de vuelta a aquella sucia cubierta de la vieja
carraca, que debía conducirle de regreso a Sefarad. La lluvia le azotó la cara
con fuerza y tuvo que correr a resguardarse bajo la toldilla; aunque en
realidad ya estaba empapado hasta el tuétano. Se palpó bajo sus recias y
mojadas ropas y atinó a dar con el canutillo en el que guardaba sus bienes, que
deberían proporcionarle los recursos necesarios para iniciar una nueva vida en
la gran ciudad del reino de Castilla, en la que según le habían referido,
tendría buenas oportunidades un médico con el currículo que el atesoraba y
aunque ciertamente los tiempos eran difíciles, tanto en el reino de Castilla
como en el de Aragón o incluso en la misma Aviñón , sede de los papas, de donde él
venía, siempre podría ganarse bien la vida; pues nunca faltaba trabajo para un
médico en aquellos tiempos.
Había pagado un buen
dinero por el viaje y por ello tenía reservado un acomodo más que digno, si se
tenía en cuenta las condiciones de la embarcación, que estaba destinada al
transporte de mercancías y no a proporcionar lujos a viajeros, pues se trataba
de un buque de carga, aunque ciertamente fuese el mayor de los que surcaban las
aguas del Mediterráneo. Proporcionaba buena parte de las mercancías que eran
precisas para el buen funcionamiento de la economía sevillana; pues esta ciudad,
la más poblada de toda Castilla, producía poco más que aceite y cereal, siendo
sus principales fuentes de riqueza, el comercio de productos que arribaban a su
puerto y que desde allí distribuían, a lo que había que añadir los servicios
producidos por una gran urbe como aquella, que además recaudaba gran cantidad
de impuestos y albergaba una enorme población de nobles, caballeros, peones y
eclesiásticos, que generaban una importante actividad económica, incrementada
de vez en cuando por el cobro de impuestos a los musulmanes de los territorios
vecinos y a los botines de las correrías en esas tierras. Habría que destacar
también la creciente actividad generada por los pescadores, que desde el puerto
de Sevilla, fueron extendiendo sus caladeros por el Guadalquivir y los
territorios marítimos vecinos, que alcanzaron las costas de Tarifa, hasta
Portugal y se adentraron en dirección a
los bancos de Marruecos, en las proximidades de las Islas Canarias. Además, iba
aumentando de forma notable la actividad de artesanos, carniceros, pescaderos,
jaboneros o especieros. Pero las grandes riquezas de la ciudad, se encontraban
en su río y en la vecina comarca del Aljarafe y entre ambos suministraban todo
cuanto Sevilla necesitaba para ser la joya del reino de Castilla.
Había caído la noche y las
estrellas se adueñaron del firmamento y Fausto recordaba como su padre le había
enseñado a orientarse en la noche, buscando la Estrella Polar. Intentó localizar la Osa Mayor y una vez que
la identificó, estimó la distancia de las dos estrellas que se situaban a cada
lado de ella y aumentándola unas cinco veces, en dirección hacia su cabeza, halló
una estrella, no muy grande; pero sí luminosa. Era sin duda la Estrella Polar , y
por tanto allí estaba el Norte. Las lágrimas recorrieron su rostro,
resbalándole por las mejillas, rememorando cuando Asher le enseñó aquello, en
la espesura de Sierra Morena, mientras huían de Toledo para salvar sus vidas,
perseguidos por los esbirros del concejo de Toledo.
Le tocaron en el hombro y le ofrecieron un plato con algo que
parecía comida y una jarra con vino. Aunque no tenía apetito, hizo un esfuerzo
por comer, para mantener sus tripas entretenidas, mientras su cerebro seguía
vagando rememorando las vivencias que ahora dejaba atrás.
Habían huido de Sefarad buscando un lugar mejor, donde ellos como
judíos pudieran vivir en paz y trabajar en aquello para lo que Adonai los había
destinado para servirle en este mundo, que era ejercer la medicina. Y Asher
siempre había creído, que ese lugar lo encontraría en la ciudad de Montpellier,
allí tenía oído y daba por seguro, que se concentraba el mayor saber sobre la
ciencia de la medicina de toda Europa y daba por hecho que encontrarían la
felicidad y la excelencia en su trabajo y su hijo podría convertirse en un gran
médico y en un orgullo para su pueblo.
Ciertamente que su llegada a Montpellier no había sido fácil, pero
allí todo les comenzó a ir bien, encontraron al boticario Absalom, que les
proporcionó ayuda, para que iniciasen su vida en aquellas tierras. A Asher no
le fue difícil abrirse camino y gozar de una gran reputación como médico entre
los judíos; pero las cosas no fueron como ellos esperaban. La situación en el
reino de Francia y por contigüidad en aquella ciudad, que en aquel tiempo
estaba bajo el dominio del reino de Mallorca, se hizo difícil para los hijos de
Israel, En Francia, tras la muerte de
Felipe el Hermoso, se abolió el decreto de expulsión de los judíos, que había
promulgado durante su reinado y los hijos de Israel pudieron volver; pero con
severas restricciones. De hecho, en la vecina ciudad de Aviñón, sede de los
papas, los judíos debían vivir sólo del trabajo de sus manos o de la venta de
buenas mercancías; debían llevar un distintivo en su ropa que los identificara,
se les permitía recuperar sus cementerios; aunque deberían realizar el pago correspondiente por
ello; de igual manera podían recuperar sus deudas, aunque los dos tercios del
valor que obtuvieran sería para el rey; podrían tener libros, pero no el Talmud,
que era la compilación de las leyes judías procedentes de la tradición oral y la escrita. Otra de las
disposiciones establecía, que cuando un judío se convirtiese en cristiano, el
señor se apropiaba de sus bienes. Así pues, se había llegado a una situación en
la que el rey los expulsaba y se apropiaba de sus bienes por ser judíos y los
señores hacían lo mismo por convertirse en cristianos. Y aunque el rey Felipe
el Largo, abolió estas disposiciones, lo cierto es que se siguieron aplicando
en su reinado y en el de sus sucesores, aduciendo que lo hacían por la usura de
los judíos. A estas injusticias, había que unir los pogromos contra los judíos,
que de vez en cuando se habían producido, como el que ocurrió unos meses antes
de que Asher y su familia llegasen a Montpellier, cuando cientos de judíos
fueron asesinados por una marcha conocida como de los pastorcillos, que solo
pudo ser frenada por el papa Juan XXII.
Ciertamente, no era este el ambiente de concordia que esperaban,
aunque en aquella ciudad las cosas estaban algo más tranquilas y la comunidad
judía aún gozaba de cierta libertad, principalmente en los ámbitos de la
universidad, en los que, especialmente en su escuela de medicina, siempre
habían gozado de gran prestigio y aún conservaban
cierto peso. Pero algunos de ellos, se habían planteado seriamente, abrazar la
fe cristiana y de este modo intentar evitar las calamidades que siempre
rondaban sus vidas y haciendas, y de hecho, cada vez que se producían
persecuciones o muertes, un número creciente de hijos de Israel renegaban de su
fe o fingían que lo hacían y se convertían al cristianismo. Esto nunca se le
pasó por la cabeza a Asher hacerlo ni nunca pensó tampoco que lo hiciese su
hijo.
Volvió en sí por un fuerte cabeceo del navío, producido por un
golpe de mar, que zarandeó toda la embarcación e hizo que un brazo de mar
recorriese la cubierta de babor a estribor y a punto estuvo de ser arrastrado
por el agua, si no fuera porque pudo
asirse con fuerza a una jarcia, cuando ya iba camino de la borda. Fausto miró
el velamen y vio como las velas cuadradas del mayor y del trinquete
gualdrapeaban amenazando soltarse, otro tanto, parecía acontecer a la vela latina
en la mesana y tuvo por cierto que a buen seguro no resistirían el embate del vendaval.
Claro, que en estas artes de la navegación, no era docto en modo alguno; pues
aquel no dejaba de ser un temporal de
levante, y aunque sin duda, era el de mayor fuerza que había sufrido en su
escasa vida marinera, en modo alguno, sería considerado como algo serio en la
opinión del capitán de la
embarcación. En cualquier caso, decidió ponerse a cubierto y se
dirigió al lugar que se le había reservado como aposento, que no era la cámara
del capitán, pero dadas las condiciones no podía quejarse.
Apenas pegó ojo en toda la noche. Su mente le transportó a Montpellier, al
tiempo en el que celebró su Bar Mitzvah
y pasó a convertirse en un judío adulto y adquirió los derechos y obligaciones
que ese estatus le confería. A partir de entonces, sería considerado
responsable de sus actos ante su comunidad; pero también se le permitiría leer
la Tora, poseer propiedades o ser elegible para contraer matrimonio. Ya habían
pasado trece años desde que una mañana en Toledo, su padre, tomando el cuchillo
del Mohel, circuncidó su prepucio ofreciéndoselo a Adonai en señal del pacto
que hizo Abraham con Él y que obligaba a todos los hijos de Israel, mediante
este acto, celebrado en la ceremonia del Berit
Milá. Recordó que se encontraban presentes ese día en Montpellier, su padre
Asher y Jimena, que aparecía en su mente, bella como una diosa, radiante por el
amor y la felicidad que inundaba su ser y que era capaz de contagiar a todos
los que tenían la suerte de compartir la vida con ella. Absalom ben Yehuda, su esposa y sus tres hijos y de entre ellos
Amiel. Aquella primera mirada que le conmovió su ser y le hizo sentir aquello
que marcaría en buena medida sus próximos años de vida. Días felices, de paz y
esperanza que hacían presagiar un futuro prometedor para todos; aunque siempre
con la incertidumbre a la que todo hijo de Israel estaba acostumbrado a llevar
siempre presente.
Se había quedado profundamente dormido, cuando le hizo volver en
sí un agudo dolor en una de sus piernas. Despertó sobresaltado y comprobó con
espanto como una rata del tamaño de un conejo, diría él, le intentaba dar un
segundo mordisco en su pierna derecha. De un salto se incorporó y aunque hizo
lo posible no logró alcanzar al roedor para dar cuenta de él y es que parecía
que el hambre de aquellos bichos no respetaba a nada ni a nadie. Ciertamente
que los odiaba y le repugnaban desde siempre. Recordaba algún relato de su
padre, de los tiempos en los que había estado en prisión tanto en Toledo como
en Sevilla y aunque nunca había querido explayarse en dar detalles sobre ello,
sólo podía recordar que le refería el incansable acoso de las ratas a los
pobres desgraciados, que se apiñaban en aquellas inmundas celdas y desde
entonces él las odiaba como a ningún otro animal de la creación.
El ataque del roedor lo había desvelado, así que decidió salir a
cubierta. Aún era noche cerrada y comprobó que el temporal había amainado. Los
fuertes vientos y la lluvia habían cesado y le sorprendió que ahora corría una
fuerte brisa, que le pareció que había rolado; pues antes el viento soplaba claramente
a babor y ahora lo sentía más de proa. Claro que podría ser que el que hubiese
cambiado el rumbo fuese el navío. Entonces reparó en lo poco ducho que estaba
en las cosas del mar. Tampoco había tenido mucha experiencia, este era su
segundo viaje en barco y del anterior, habían transcurrido ya veintiséis años,
pensó que tomando lecciones con tanto espacio de tiempo no avanzaría mucho en
su pericia marinera; pero tampoco era que esto le preocupara demasiado, se conformaba
con que el capitán sí dominara este arte y le hiciese alcanzar con éxito su
destino en Sevilla y allí ya trataría él de abrirse camino en esa ruta
terrestre que esperaba que le llevase hasta el fin de sus días.
Mirando desde babor al
horizonte, supuso que el astro rey estaría ya despuntando; pues aunque el cielo
encapotado impedía su visión directa, las primeras luces del alba parecía que
empezaban a desplazar la negrura de la noche. Sintió frío y humedad y su mente volvió a
viajar a Montpellier, a un día lluvioso en el que Amiel y él se refugiaron bajo
un árbol, para resguardarse del aguacero que les había interrumpido su paseo,
cuando él quiso enseñarle el edificio que albergaba la escuela a la que en
breve, según le había prometido su padre, comenzaría a asistir y en la que
permanecería durante los próximos seis años aprendiendo el arte y la ciencia de
la medicina. En
aquel momento la besó por primera vez y ambos supieron que nada les separaría
jamás. Al poco tiempo formalizaron sus relaciones, con gran regocijo de ambas
familias y decidieron que la boda se pospondría hasta que él hubiese finalizado
sus estudios de medicina y para entonces aún faltaban seis años. Sin duda sería
una larga espera, pero era el sacrificio mínimo que se exigía para ser un
médico de la escuela de Montpellier, la más prestigiosa de Occidente.
Le ofrecieron un trozo de
pan mohoso y un cuenco con potaje de no muy buen aspecto, en el que sobrenadaba
algo que terminaba en cola de pescado. Realmente, no era aquel desayuno
apetecible ni para un cristiano viejo ni para uno nuevo como era él; pero eso
es lo que había y en aquellas circunstancias es a lo máximo que podía aspirar
si quería llegar a Sevilla con algo más que huesos y pellejo como complemento a
su ánima y humores. Así que comió, no sin cierta repugnancia al principio; pero
con una pizca de deleite después; pues tuvo que reconocer que el maldito
cocinero había mejorado su arte, desde que el cómitre, le amenazara con echarlo
por la borda, después de que tras comer uno de sus potajes, estuviera a punto
de liar el petate.
Un rayo de sol, atravesó
los espesos nubarrones, que cubrían el cielo de aquella mañana de primavera del
año de 1347, en algún lugar cercano a la costa de Levante, yendo a incidir en
la retina de Fausto y esto trajo a su memoria, la primera vez que vio el
refulgir de una hoja de bisturí, que con destreza de castrapuercas exhibió el
maestro de cirugía Guy de Chauliac,
mientras diseccionaba el abdomen de una joven, hija de un poderoso noble de
Montpellier, que había aparecido ahogada en el río Lez y que despertó sospechas
en las autoridades de la
ciudad. En aquel caso, aunque el objetivo de la disección,
era la busca de signos que pudieran dar pistas sobre la posible causa violenta
de la muerte, los alumnos aprovecharon la ocasión, para estudiar cuantos
órganos y estructuras pudieron, del interior del cuerpo de la infortunada
joven. Advirtieron que no había agua en los pulmones y esto les hizo sospechar
que la hubiesen arrojado al río ya muerta; pero el maestro les explicó, que el
había visto otros casos en los que esto ocurría y la muerte había sido
producida por ahogamiento, por lo que por sí mismo, ese dato no era definitivo.
La apertura del útero reveló que la joven estaba embarazada y esto afianzó las
sospechas de que la muerte no hubiese sido accidental, entonces Fausto, obtuvo
su primer éxito, en lo que iba a ser su larga carrera de médico. Observó que
entre los muchos arañazos, excoriaciones y heridas que presentaba el cuerpo, destacaban
dos pequeñas lesiones puntiformes, situadas en la cara interna de su muslo
izquierdo, que a Fausto le resultaron familiares. Intentó hacer memoria y
recordó una ocasión en la que su padre salvó la vida a un joven pastor, que
había sido mordido por una víbora y aquellas lesiones eran similares a estas
que veía ahora. Se lo hizo notar al profesor y éste con cara de cierta
frustración, por no haber sido él quién reparara en ellas, procedió a
examinarlas y aunque en su ánimo, estaba descartar el posible origen ofídico,
no tuvo más remedio que darle la razón al joven. Pero haciendo gala de su saber
y experiencia le dijo que efectivamente parecían ser lo que él decía; pero que
la víbora que habitaba aquellas tierras raramente era mortal. Fausto le contestó
que efectivamente así era y que las lesiones que había visto con su padre
provenían de una serpiente cobra africana. Recordaba la cara de estupefacción
que invadió al maestro y cómo, inmediatamente comenzó a abrir el cuerpo por
todas partes, buscando signos que corroboraran esta teoría. La pista que dio
Fausto llevó a que pudiera detenerse al culpable, que era el hijo de un rico
hacendado, que había utilizado los servicios de un mercader moro, que en sus
ratos libres se dedicaba al oficio de sicario y que en esta ocasión, en vez de
emplear su alfanje, decidió emplear al reptil para dar pasaporte a la joven y
al problema que guardaba en su vientre. Todos pudieron asistir al espectáculo
de ver colgando por el cuello, a uno y a otro, en la placita, que existía junto a la puerta de San Guillem. Naturalmente, fue el
afamado maestro Guy de Chauliac quien
se llevó los honores; pero desde entonces, tanto para sus compañeros como para
muchos de sus maestros, Fausto se había ganado su respeto.
Volvió al presente al
sentir una fuerte punzada en su cadera derecha, recuerdo de una caída de
caballo, acaecida una noche cuando se dirigía al galope por las empedradas
calles de la ciudad papal de Aviñón, tras ser llamado con urgencia al Palacio
Papal, para asistir al Sumo Pontífice Juan XXII. Aún hoy día no sabe cómo pudo
retomar la marcha tras la caída, llegar al palacio y subir hasta sus aposentos
privados. Como consecuencia de ello, arrastraría las secuelas por el resto de
sus días; aunque cierto es, que aquella intervención le trajo gran fama y
respeto ante muchos y odios y envidia en otros.
Reparó en que sería ya
medio día; aunque las nubes seguían encapotando el cielo y el sol no se dejaba
ver en ningún momento. Entonces volvió a arreciar el levante y unas gotas anunciaron
la gran tormenta que se avecinaba. Se cubrió con el capote y se resguardó en la
toldilla, justo a tiempo, antes de que los cielos descargaran un aguacero, que
limpió la cubierta desde la proa hasta la popa e hizo que tanto marineros como
grumetes y pajes, tuvieran que asirse bien, para evitar caer rodando ante el
violento zarandeo de la
nave. Mientras , uno de los marineros, daba voces a diestro y
siniestro e incluso alguna colleja a algún zángano, que se hacía el remolón
para cumplir las órdenes. Se vieron movimientos de jarcias, aparejos y velas, que
él no entendía; pero que sin duda, pensó, que irían dirigidas a hacer el barco
gobernable ante el vendaval que se les venía encima. Tal era la confusión
reinante en cubierta, que pudo verse al capitán, que lanzaba improperios a unos
y a otros y entonces por vez primera desde que embarcó, Fausto sintió miedo,
pensó que algo iba mal; pero se equivocó. Más tarde pudo comprobar que aquellos
eran los modales normales entre la gente de la mar y esa era su etiqueta.
Tal y como estaban las
cosas, decidió dirigirse al cubículo, que como viajero preferente le habían
preparado, haciendo las veces de camarote. No era más que un cochambroso
cuchitril, aislado con tablones de madera, de la bodega de la nave y con un
camastro fuertemente sujeto a un madero y en el suelo dos cubos, uno de ellos
con un cazo colgando de su borde y que estaban acoplados a una tabla, que
estaba fuertemente sujeta al madero y que hacían las veces de continente para
el agua de bebida, uno de ellos y de las miserias el otro. Para cualquiera que
conociese las condiciones de habitabilidad de estas carracas, comprendería que
esto era un auténtico lujo; para Fausto, simplemente un purgatorio, por el que
debería pasar para llegar a Sevilla.
Los vaivenes del barco,
hacían imposible mantener la horizontal en el camastro, por mucho que intentase
asirse a los tablones de madera que hacían de pared del habitáculo, así que con
el estómago revuelto y a punto de dar una arcada, abandonó sus aposentos y se
dirigió de nuevo a cubierta. En ello estaba, cuando un marinero le indicó, que
el capitán solicitaba verlo en su camarote de mando. Él algo contrariado, pidió
que le excusara un momento, que aprovechó, para echar la pota por la cubierta
de babor y una vez recompuesto, se dirigió al encuentro con el capitán.
Le hicieron entrar en la cámara
y le invitaron a tomar asiento. El capitán, un hombre de aspecto rudo y de unos
cincuenta años de edad, con pelo largo ensortijado recogido en una coleta y con
barba gris poblada. Le saludó de forma muy cordial, ofreciéndole un cuenco de
vino, que Fausto cogió sin osar desdeñarla, a pesar de que él era completamente
abstemio, así que de forma disimulada hizo como que daba un pequeño sorbo y la dejó dentro de un
receptáculo que para ese fin había sobre una rústica mesa, que evitaba que los
recipientes destinados a la bebida o a la comida, pudieran rodar por el suelo a
cada golpe de mar. Sin más preámbulos el capitán le habló:
-Es para mi un honor poder
llevar en mi viejo barco a una persona de vuestra calidad, vuestra fama es
notoria en toda la Occitania, como bien sabéis.
-Me hacéis un gran honor
con vuestras palabras; pero si me conocéis, también sabréis que me he visto obligado
a abandonar aquellas tierras y no querría que se hiciera mucha publicidad sobre
mi presencia a bordo de este buque, es mi intención iniciar una nueva vida en
Sevilla.
-En lo que a mí respecta
podéis perder cuidado, soy lobo viejo de mar y si de algo se, es de mantener la
boca cerrada y yo a todos los efectos no sé más de vos, que sois un pasajero
que ha pagado bien para que lo llevemos sano y salvo hasta su destino. Pero si
me permitís, os he hecho llamar, abusando de vuestra condición de médico, para
que me aconsejéis respecto a un imprevisto que se nos ha presentado.
-Os escucho.
-La pasada noche, hubo una fea pendencia a bordo. Dos marineros se
enzarzaron en una reyerta y uno de ellos despachó al otro de un certero tajo en
el gollete, quiero decir en el cuello, como podréis comprender, yo como máxima
autoridad de este barco, no puedo permitir que cosas así sucedan a bordo, por
lo que el matón ha sido juzgado y condenado a morir ahorcado, colgado de la
verga mayor del palo mesana, como venía siendo costumbre; pero como quiera, que
el desgraciado que lio petate, antes de partir acertó a dar dos buenos tajos a
su matarife y también es costumbre, que el ajusticiado se encuentre en
condiciones para recibir su pena, es por lo que os pido que intentéis recomponerlo
un poco, antes de que le demos matarile. ¿Me comprendéis?
-Sí os comprendo, pero no
me gusta lo que me pedís; aunque creo que no tengo más opción, que intentar
hacer lo que pueda por este hombre, sin inmiscuirme en la justicia que vos
debéis administrar, como capitán de este barco.
-Pues entonces, estamos de
acuerdo.
El feo asunto, tuvo
entretenido a Fausto durante buena parte del día, pero para desgracia del
jifero, las heridas no eran tan serias como hubieran sido de su interés; pues
para la mañana siguiente, estaba en perfecto estado de revista para cumplir el
trámite. Y bien que lo sintió el médico. Feo asunto fue para su gusto, que no
era aficionado a emplear su arte para poner en orden a alguien, y que luego
otros, no sólo desbarataran su trabajo; sino el del mismo Dios. Pero así eran
las cosas y no iba a ser él quien las cambiase y lo que hubiera que hacerse;
pues se hacía y punto.
Terminada la faena se
retiró a descansar, aliviado por haber dado por concluido aquel desagradable trámite
y también por no haber sido invitado ni como médico ni testigo, al espectáculo
que al alba se desarrollaría en cubierta, con izado de cuerda y bajada de
cuerpo a los infiernos, incluidos.
Ciertamente, que no había
sido aquella la primera vez, en la que
fuese requerido para prestar sus servicios como médico a un reo de muerte.
Recordaba ahora, como una vez, estando finalizando sus estudios en Montpellier,
tuvo que acompañar a su maestro Jacques
de Montpellier, discípulo del gran Arnau
de Vilanova, en el examen de varios judíos condenados a muerte, acusados de
los más nefandos crímenes contra los cristianos y contra la Iglesia. Habían
sido torturados hasta la barbarie, todos ellos estaban a punto de rendir
cuentas a Adonai, cuando Jacques de
Montpellier y él entraron en las inmundas mazmorras del concejo de la
ciudad, donde en aquella ocasión había incluso llegado a actuar el Santo
Oficio, de forma absolutamente excepcional; pues se encontraba prácticamente
inoperante, desde que fue sofocada la revuelta albigense un siglo antes. Lo que
allí vio y oyó no lo dejó indiferente, penetró en él tan profundamente, que
años después, condicionaría la toma de una decisión, que cambiaría la esencia
de su ser.
El viaje estaba resultando
desesperadamente lento, aquella carraca que era capaz de almacenar una gran
cantidad de carga, tenía en su contra la pesadez de su navegación, por lo que
los viajes se hacían interminables y en aquellos momentos, Fausto, no disponía
de la quietud de ánimo necesaria para aquel tedioso viaje. Estaba ansioso por
llegar a Sevilla, tenía un salvoconducto para llegar hasta el arzobispo y
entregarle las excelentes credenciales que le había proporcionado Juan de
Aviñón, y que al parecer habían sido escritas por alguien muy cercano al papa
Clemente VII y junto a ellas, le había hecho entrega de otro documento lacrado,
que iba dirigido al mismo arzobispo y que le había insistido, que en ningún
caso, debería intentar averiguar su
contenido. Esperaba que el prelado le proporcionara todo lo necesario para
iniciarse como médico en Sevilla. Él era conocedor de la autoridad que el
Arzobispado de Sevilla tenía en todo el Reino de Castilla, quizás solo superada
en el ámbito eclesiástico por el arzobispo de Toledo; pero en cualquier caso, a
pocas personas podría dirigirse en Castilla con más rango que aquel. Volvió a
palparse entre sus ropas y comprobó que llevaba consigo los dos canutillos, uno
con sus bienes y el otro con sus documentos. Sabía que de conservar ambos,
sobre todo uno de ellos, dependía su futuro y quizás su vida.
El capitán, agradecido por
los servicios que le había prestado, tuvo la deferencia de invitarlo en su
cámara a una excelente cena, que realmente le sorprendió; pues no esperaba
encontrar tal exhibición de viandas, bebidas y lujos, en un cascarón, que como
aquel, estaba lleno de miserias por doquier. Volvió a reparar en que, sin duda,
él era un completo ignorante de la vida en la mar y no sólo desconocía el arte
de la navegación; sino prácticamente todo, de la vida de estos hombres, de
aspecto rudo y fiero; pero gustosos de lo exquisito como cualquier mortal y que
quizás. que siendo sabedores de que siempre estaban en el filo del capricho de
la providencia, sabían saborear los escasos placeres que esta ruda vida les permitía
y que les hacía deleitar, con la intensidad que produce la incertidumbre del
último momento.
Se retiró a su camastro, acompañado
por dos marineros, que por orden del capitán lo llevaron como un fardo. Estaba completamente
borracho. Él. que era abstemio, había cometido en aquella ocasión, la
imprudencia de no rehusar las continuas invitaciones a beber, que le hacia el
capitán y al final temeroso de que aquel lo tomase como un desprecio a su
persona y dadas las circunstancias, aceptó un trago y como una copa lleva a la
otra, el efecto que en su cuerpo virgen de tóxicos hizo el fruto de la vid, fue
nefasto. Cayó al suelo del camarote del capitán y cuando volvió en sí se
hallaba en cubierta, sobresaltado por el cubo de agua de mar que le echaron
sobre su cabeza, entonces comenzó a vomitar, echando hasta el meconio que tragó
en el vientre de la madre que lo parió.
En su sopor casi comatoso,
su mente vagó a través del tiempo y el espacio y se vio en su ceremonia de
boda, rodeado por todas las personas que en su vida había. Estaba Asher, su
padre, algo mayor; pero aún en plena forma y en la cumbre de su fama como
médico en Montpellier; estaba Jimena, que se había convertido en una preciosa
mujer aún joven y en plenitud de su belleza y encanto, que tan feliz hacía a su
padre; Absalom, su suegro y sus dos cuñados que
acompañaron en todo momento a su padre, que para él fue aquel un día
agridulce, por una parte casaba a su querida hija Amiel, con el hijo de su
amigo Asher; pero por otra echaba de menos a su querida esposa, que un año
antes había fallecido de unas terribles fiebres que se la llevaron con Adonai,
sin que ni él con sus medicinas ni Asher con su ciencia, pudieran hacer otra
cosa que rezar y darle sepultura tras cumplir con los ritos propios del judaísmo,
dándole el baño de la tahara,
colocarle los tajrijim y pronunciar
el Tziduk Hadim y el kadish.
Toda la comunidad judía de
Montpellier y aldeas vecinas, acudieron a la fastuosa ceremonia, que fue
seguida por el mejor convite que allí se hubiese visto nunca; pues para eso
Asher casaba a su único hijo y disponía de posibles para hacerlo con el mayor
de los fastos. La ceremonia se llevó a cabo en la casa de los contrayentes,
bajo la Jupa, oficiado por el Rabino
Isaac. Tras colocar el anillo en el dedo de la novia y leer la Ketuba, el oficiante pronunció las siete
bendiciones y ambos quedaron unidos para siempre. Sin duda, fue el momento más
feliz de toda su vida.
Un golpe contra la dura
madera del suelo lo despertó. Le dolía la cabeza como él nunca había
experimentado antes. Sintió que tenía estómago y dónde estaba situado, con
precisión; aunque notaba, que por momentos, se desplazaba y subía con dirección
a su garganta. Y entonces, expulsó vómito suficiente, para inundar su ya de por
sí inmundo aposento. Siguió arrojando una y otra vez, algo de color rojizo, de
aspecto semilíquido que apestaba a vino agrio y se juró, que nunca más en lo
que le restase de vida, volvería a probar el alcohol; aunque en ello le fuera
la vida, que en este momento creía que le iba. A duras penas, pudo ascender
hasta la cubierta y entonces una ráfaga de aire fresco, mezclado con un intenso
aerosol de gotitas de agua de mar, le empapó la cara con gran alivio para él.
Se acercó a la borda de estribor y observó las olas que rompían en la proa de
la carraca, haciendo saltar lenguas de agua espumosa, que alcanzaban a veces la cubierta. Reparó
en que el barco no avanzaba, estaban parados y varios marineros, grumetes o lo
que fueran, pugnaban por izar algo que estaba sujeto a una gruesa maroma.
El cómitre apareció en
cubierta y comenzó a dar voces,
prorrumpiendo en una retahíla de improperios que no parecía tener fin, primero
los astros del firmamento, siguió con el santoral y a punto estaba de mencionar
al mismísimo Dios, cuando apareció un fraile que le echó una mirada, que le
hizo callar al momento, por muy capitán de la nave que fuera. Con mejores
maneras, fue a la zona de operaciones, donde un grumetillo echaba el resuello y
con sus manos ensangrentadas, pugnaba por izar aquella maldita soga que parecía
inamovible. Al parecer, una de las anclas de proa, de forma accidental, se
había soltado de su amarre y había caído al agua y dado que en estos momentos,
navegaban de cabotaje, por una zona no muy profunda, el áncora había quedado
atorada a algo que impedía su izado. Por lo que pudo oír e intuir Fausto,
parecía que la maniobra iba a demorar aún más el interminable viaje, pues el
capitán parecía reacio a cortar el amarre y dejar el ancla en el fondo para
continuar la travesía. No
parecía importarle demasiado invertir unas horas más; pero a él sí. Y es que aquel viaje estaba empezando a desesperarle.
Reparó en que
prácticamente no se había percatado de casi nada de lo que le rodeaba en aquel navío.
No había observado a las gentes que con él iban ni las tareas que unos y otros
realizaban, parecía indiferente a todo aquello, como si fuera un sueño. Sólo
había dos cosas en su mente: sus recuerdos y Sevilla.
En un rincón de la
toldilla, junto a un tonel que se suponía debía contener agua dulce,
parapetándose de forma disimulada detrás de él, se acurrucó y apoyó su cabeza
contra un madero, utilizando como apoyo su gruesa capa de paño de excelente
calidad, que tan bien le había servido en el último invierno y también en aquel
viaje. Y es aunque las temperaturas de la incipiente primavera comenzasen a ser
agradables, los rigores de la mar hacían necesario resguardarse de las
inclemencias. El dolor de cabeza aún no había cesado; pero ya se había
hecho más soportable. Cerró los ojos y
su mente volvió a volar.
Tras finalizar sus
estudios de medicina y permanecer un año de prácticas con su padre y bajo
supervisión de uno de sus maestros, superó el examen que le acreditaba como
médico, siendo el más brillante de toda su promoción. Esto y a pesar de ser
judío, le proporcionó la fama necesaria para entrar a servir como médico, a
varias de las familias más ricas de la zona, lo que le aportó una buena
experiencia y unos pingües beneficios, que le permitían llevar una vida cómoda
y holgada. Sólo algo faltaba para que todo fuera perfecto y es que Amiel no se
quedaba embarazada. A él, al principio, este asunto no le preocupó en demasía,
tan absorto como estaba con su trabajo y tan feliz en su vida con su esposa;
pero Amiel, en cambio, cada vez estaba más obsesionada con el asunto, hasta el
punto de que, transcurridos dos años de su boda, se había convertido en un
auténtico problema para la
pareja. Entonces , Fausto recurrió a su colega y buen amigo
Juan de Aviñón, que era una de las autoridades más reputadas de la escuela de
medicina de Montpellier en estos asuntos. Él había trabajado sobre el Tratado de Esterilidad, que años antes
había escrito el maestro Arnau de
Vilanova, en la misma escuela de medicina y que fue un referente sobre el
tema. Analizaron las posibles causas de la ausencia de embarazos en Amiel,
según su colega, había que ver si ambos tenían la misma complexión; si los
aparatos genitales de él y de ella eran normales, en forma, tamaño y posición;
si los hábitos de cada uno eran adecuados, en cuanto a la comida, a la bebida,
al descanso, a los esfuerzos; si acaso Amiel tenía algún embargo del ánima, si
estaba demasiado preocupada o triste o asustada; si había alguna herida o
lesión en el aparato genital de él o de ella
que justificasen la infertilidad. Después de examinar todas las
posibles razones, Juan de Aviñón, concluyó que seguramente la causa sería la
gran preocupación, que la ausencia de embarazos producía en el ánima de Amiel,
que le impedía que la simiente que viene del cerebro, pudiese llegar a las
venas que están detrás de las orejas y de allí, pasando por el lomo y el
espinazo, debían alcanzar a los órganos genitales. Para resolver esto,
desarrollaron toda una estrategia, destinada a mejorar su ánima, lo que incluía que su marido debía
hacerla feliz, ocupándose más de ella, entre otras cosas, sin olvidar,
naturalmente, el uso de remedios farmacéuticos, extraídos de la medicina árabe,
que tanto se había ocupado de este tema.
Por un tiempo, esa
estrategia funcionó y Amiel parecía más despreocupada y feliz, pero aquello no
duró mucho; pues graves acontecimientos estaban prestos para ocurrir.
Una reyerta en cubierta,
le trajo de sus pensamientos al mundo real. Dos marineros se peleaban
esgrimiendo sendas dagas, con las que se lanzaban dentelladas como lobos
rabiosos. En una de las acometidas, uno de ellos, de corta estatura; pero
fibroso como una raíz de olivo milenario, dio un tajo al otro, que le rebanó de
cuajo una oreja, que quedó pendiente de un colgajo a un lado de la cara y este,
mientras prorrumpía en un grito de dolor, se revolvió intentando devolver el
golpe y a punto estaba de alcanzar con su arma al otro, cuando recibió un
bastonazo en plena testuz, que le propinó el mismo cómitre, que había
intervenido para zanjar la pendencia, alertado por los gritos que ambos jiferos
proferían. Al tiempo, el otro era apresado por dos grumetes a las órdenes del
capitán y ambos fueron conducidos a la bodega, donde serían convenientemente
interrogados, usando de los modos que al uso eran ordinarios en aquellas cuitas
marineras y a fe que no iban a ser del agrado de los dos desgraciados. Fausto
hizo ademán de dirigirse hacia el herido; pero el capitán de forma cortés,
aunque tajante, le indicó que en esta ocasión no eran requeridos sus servicios.
A la mañana siguiente, hubo nueva fiesta en cubierta y a eso del alba, como de
costumbre, fueron ahorcados en la verga mayor del palo mesana.
Ciertamente, que la travesía
no estaba siendo del agrado de Fausto. A las incomodidades del navío,
temporales, suciedad, mala comida, ratas, insectos y malos olores, había que
añadir la lentitud de la carraca, su impaciencia por alcanzar el destino y
ahora aquella sucesión de espantos originados por las peleas y consiguientes
ejecuciones de marineros y todo ello conformaba para él un escenario sumamente
desagradable, que aumentaba su ansiedad por verlo concluido con éxito, con su
arribada a Sevilla.
Miró a estribor y vio como
una silueta algo escarpada se recortaba en el horizonte. Sabía que era la costa
del Levante; pero no tenía forma de concretar más sobre la situación en la que
se hallaban y tampoco estaba con ánimo para preguntar al cómitre, después de la
actitud tan poco considerada, que le había demostrado en su intento de atender
al pobre miserable, al que le colgaba la oreja entonces y el cuerpo por el
cuello después y en ese momento comprendió, que de poco le hubieran servido sus
atenciones; pues el pobre infeliz tenía ya marcada la hora de salir de este
mundo y eso bien lo podía hacer sin una oreja.
Reparó en que no había
probado bocado en muchas horas y aunque tenía el estómago revuelto y el apetito
ausente, decidió acercar su escudilla a la marmita, en la que habían preparado
el potaje de pescado de rigor. Le sirvieron dos buenos cazos y se buscó un
sitio apartado, para comer manteniéndose lejos de extraños.
El olor a jengibre que
expelía el condumio que tenía por almuerzo, le trajo a la memoria, las
infusiones de esa misma planta, que por consejo de Juan de Aviñón, le
administraba varias veces al día a su esposa Amiel, para “abrirle los
conductos” y así favorecer la llegada de la simiente a la matriz, permitiendo
que se produjera el embarazo. Se engañaría, si dijese, que el creía en aquel
remedio; pero seguramente que no le haría ningún daño y si su amigo Juan
quedaba contento y Amiel conservaba la esperanza, para él era más que
suficiente. En cualquier caso, lo que tuviera que ser sería y el anhelo si no
se concretaba en preñez, pronto desaparecería del ánima de ella y por ende, de
la de él. Recordaba también, los muchos días que pasó con su padre, recorriendo
los campos de Montpellier y los de otras partes de la Occitania, estudiando las
plantas que podrían tener utilidad, por sus aspectos terapéuticos, aprendió a
identificarlas, a recolectarlas y prepararlas para poder ser empleadas bajo
diversas presentaciones apotecarias, según conviniese en cada caso. También
adquirió pericia en la elaboración de la triaca y el mitridato, junto a su
suegro Absalom, con el que también pasaba largas jornadas. Podría decirse, que con
ambos se instruyó, en todo aquello que la escuela de medicina no enseñaba,
sobre todo, aprendió a pensar, a tener una mente despierta y deductiva y a no
creer en las cosas, sólo porque los clásicos lo hubieran dicho, si la
experiencia parecía demostrar otra cosa. También le enseñaron a ser prudente, a
no ser muy explícito con sus creencias y sus convicciones, ser astuto, pues no
eran aquellos buenos tiempos para descuidarse en ello y menos para un judío,
que siempre se tratase de tierra de moros o de cristianos vivirían en el filo
de la navaja.
Ocurrió, que a partir del
quinto año de su matrimonio, Amiel viendo que no se quedaba embarazada, perdió
toda esperanza y le sobrevino un tremendo embargo del ánima, que la sumió en
una profunda tristeza, ante la que ni Fausto ni Asher ni ninguno de sus colegas,
sabían poner remedio. Comenzó a no salir de casa, después a no querer
levantarse de la cama, dejó de comer, descuidó su higiene y el cuidado de su
cuerpo y el deterioro en su físico se hizo más patente cada día. Recurrieron a
todas las pócimas y remedios que ideaba su padre Absalom, por estrafalarios que
fuesen; pero todo era inútil. Llamaron al rabino, que rezó e imploró a Adonai,
para que devolviera la vitalidad al ánima de Amiel; pero todo seguía siendo
inane. Hasta que una mañana, Amiel abandonó este mundo, consumida por la
tristeza y la melancolía.
Nada más expirar Amiel, Fausto tomó su caballo
y sin esperar a que se celebraran los rituales de las exequias, puso rumbo a Aviñón. Veintidós leguas
separaban ambas ciudades, que recorrió sin descanso. Para ello, hizo dos
cambios de caballo, en sendas postas, en las cuales sólo se detuvo el tiempo
necesario para dicho trámite. Llegó al día siguiente a la ciudad de los papas,
cruzó el Ródano por el mítico Pont Saint Benezet, atravesó las murallas por
la puerta aledaña a la Tour du Chatelet,
que vigilaba el puente y continuó dejando a su izquierda el Petit Palais, hasta alcanzar el Palais des Papes, recién terminado de construir sobre el Rocher des Domes, donde residía Benedicto XII y a cuyo servicio,
estaba su buen amigo y colega, Juan de Aviñón desde hacía unos años antes, tras
convertirse al cristianismo y abjurar del judaísmo y renunciar a su antiguo
nombre de Moshé Samuel b. de Rocamora.
Cuando fue recibido por
él, Fausto ya había tomado una decisión, que cambiaría de forma radical el
rumbo de su vida.
II
Se había retirado a su
camastro a echar una cabezada, cuando fue despertado por unas voces que
provenían del otro extremo de la bodega del navío. No le extrañó demasiado,
pues ya estaba acostumbrándose a las continuas reyertas, que se producían en
aquel maldito barco y que ya llevaban como resultado, tres ajusticiados en el
curso de unos pocos días; pero como no tenía nada mejor que hacer, le pudo la
curiosidad y decidió investigar lo que ocurría. Vio a dos marineros que
acompañaban al capitán y que estaban abriendo un gran arcón y comprobó que uno
de ellos, extraía una bolsa, de la que vació una parte de su contenido en la
mano del cómitre. Con gran asombro, pudo observar como a la luz del candil que
portaban, refulgieron unos magníficos pedruscos, que sin duda eran las gemas
más grandes que jamás hubiese visto antes. El capitán volvió a introducirlas en
el saquito y las guardó de nuevo en el arcón, que después cerró con varias
llaves. Fausto se retiró con sigilo antes de que advirtieran su presencia. Se
tumbó en su jergón e intentó analizar lo que había visto; pero no obtuvo otra
conclusión que la evidente: que transportaban gemas y quizás algo más y por
tanto, el cargamento que llevaba aquella carraca, no era sólo lo que parecía y
esto sin saber porqué, le preocupó.
Gritos desesperados
sonaron en cubierta, se levantó del catre de un salto y raudo se dirigió hacia
allí. Al llegar, advirtió el correr de hombres pertenecientes a la tripulación,
que iban de un lado a otro y pudo ver, como el cómitre daba instrucciones a unos
y a otros. Fausto intentaba comprender qué es lo que estaba ocurriendo, cuando
a empellones le sacaron de allí y le ordenaron bajar de nuevo a su cubículo. Se
zafó del grumetillo que le empujaba y volvió a cubierta corriendo hacia el
castillo de proa, se agazapó y desde allí pudo avistar en lontananza una
embarcación, que rauda, se dirigía hacia ellos. Dedujo, que por el nerviosismo
que reinaba en la tripulación, debía tratarse de un barco pirata, que
seguramente iba a intentar apoderarse de la carraca. Se palpó las
ropas y comprobó que además de los dos canutillos, llevaba en su sitio adecuado,
el magnífico cuchillo de acero, con cachas de marfil finamente labrado, que le
había regalado su suegro Absalom, el cual había llevado consigo desde Toledo
hasta Montpellier y que quizás para Fausto, junto a sus enseñanzas, era lo
único que le quedaba de su pasado con Amiel.
El navío corsario se
acercaba cada vez más, venía desde el sureste, con toda la arboladura
desplegada y a Fausto le dio la impresión de que iba muy rápido, con lo que pensó
que era previsible que no tardara mucho en darles alcance. Le sorprendió, que
el capitán de la carraca no estuviese dando órdenes, tendentes a aumentar la
velocidad de su embarcación. Dedujo, que quizás fuese, porque aquel gran
cascarón no diese para más, pero el cómitre, no parecía hombre que pudiera
resignarse a dejarse atrapar sin ofrecer resistencia. En aquel momento lamentó
su ignorancia, tanto en el arte de navegación, como en el de la guerra. Le gustaría
saber qué estaba pasando y qué estaría maquinando el capitán; pues quizás de
ello dependiese su vida.
Nadie había reparado en su
presencia en cubierta, aunque ciertamente que esta era muy evidente; pero
parecía que todos los que debían, sabían muy bien lo que había que hacerse y él
estaba expectante, porque intuía que algo iba a suceder y sería pronto.
Fausto podía ya divisar
con nitidez el barco que les acosaba y para su sorpresa, advirtió, que además
de las dos velas de forma triangular ¡iba provisto de remos! Él no era un
experto, ciertamente que no; pero dedujo
que se trataba de una galera y según sabía, este tipo de embarcaciones solían
emplearse para la
guerra. Buscó algún distintivo, que pudiera aportarle alguna
pista sobre su procedencia y aunque no podía asegurarlo, le pareció que no era
cristiana; por tanto, se aterró, pensando que pudiera tratarse de corsarios
berberiscos, de los que había oído contar auténticas atrocidades. Volvió a
mirar al capitán y le sorprendió verle tan aparentemente tranquilo. No gesticulaba
ni daba orden alguna y en cubierta, los hombres que con él estaban, tampoco
parecían estar inquietos. Ni el cómitre ni el nostramo daban instrucciones para
cambiar el rumbo, lo que hubiera podido dar a entender, que preparasen alguna
maniobra disuasoria, o cuando menos, que permitiese albergar alguna esperanza
de impedir lo que ya parecía inevitable, que era que les dieran alcance. No
podía comprender como podían estar impasibles, a bordo de un barco de carga,
sin hombres de armas a bordo, cuando estaban siendo acosados por un navío de
guerra, atestado de terribles corsarios. Era realmente sorprendente, de cualquier
manera, pronto saldría de dudas; aunque comenzaba a temerse lo peor.
La galera corsaria se
encontraría más o menos a una milla de ellos y mostraba oblicuamente su costado
de babor, dado que su actual situación respecto a la carraca era nornoroeste y
aunque él era incapaz de calcular la velocidad en nudos, diría que por lo que
venía observando, antes de media hora les habría dado alcance. Así pues, el que
en aquel momento hacía de nostramo o el mismo cómitre, si tenían algún plan,
este era el momento de ejecutarlo, a no ser que estuviesen esperando a ser
cazados como conejos y Fausto temía que eso sería lo que ocurriría. No quería
creer, que así fuese a acabar lo que apenas había comenzado, que era la
aventura de una nueva vida y aunque no podría decirse que tuviese muchas
ilusiones por el futuro o que esperase grandes cosas de la providencia, le
parecía un final un tanto decepcionante. Pero ciertamente, que no se le ocurría
qué podría hacer para cambiarlo, si es que éste era su destino.
La galera se hallaba a
poco más de media milla de la carraca y ya podía verse con nitidez, que dentro
de ella, estaban preparando todo lo necesario para llevar a cabo el abordaje y
aún así, el capitán de la carraca seguía sin reaccionar. Pero entonces ocurrió
algo que lo desconcertó: el cómitre ordenó detener la embarcación. Pudo oír como
daba las órdenes oportunas, para que configuraran el velamen con el fin de
reducir la velocidad y él quedó en actitud expectante, ante lo que le parecía
obvio: iba a rendir la nave a los piratas y sus vidas quedarían al albur de los
corsarios, por lo que lo más probable es que acabasen muertos o hechos esclavos
y entre una y otra cosa él personalmente se quedaría con la tercera, que sería
intentar algo para evitarlo. Calculó la distancia a tierra y desechó de
inmediato la idea de intentar alcanzarla a nado; sin duda que se ahogaría mucho
antes de haber cubierto la mitad de la distancia; luchar, si el resto de la
tripulación no lo hacía, le parecía inútil y esconderse no era tampoco una idea
útil. Por tanto, resolvió que intentaría
mandar a uno o a dos a reunirse con Satanás, antes de que le dieran a él
matarile, porque eso era seguro que ocurriría. De pronto, vio como el capitán
comenzó a dar órdenes e inmediatamente desapareció seguido por varios de sus
hombres, mientras en cubierta quedó el nostramo dirigiendo el barco y dando instrucciones
al piloto.
La nave había reducido su
velocidad al mínimo y cabeceaba con el oleaje que rompía en el casco, hecho,
que según parecía no era del agrado del contramaestre y Fausto se preguntó ¿que
diantres estarían tramando? Miró a la otra embarcación y comprobó que estaba prácticamente
encima de ellos, un poco más y estarían listos para el abordaje. Para ello, ya
se habían situado totalmente con su costado de babor paralelo al estribor de la carraca. El asalto
parecía inminente.
En aquel momento, que
Fausto pensó que podría ser el último de su vida, en su mente surgió un grave
conflicto. Realmente no supo si rezar a Adonai, al Dios Padre de los cristianos
o a ninguno de los dos y comprendió, que quizás ese dilema, ya no tendría tiempo
para resolverlo.
Entonces le alertó el
chirriar de goznes, que provenían del casco en la parte de estribor de la carraca. Alarmado ,
asomó la cabeza cuanto pudo desde la parte de la borda del castillo de proa,
donde se hallaba y con gran sorpresa, pudo comprobar, como se abrían dos
ventanucos y por ellos, asomaban dos gruesos cilindros abombados de aspecto
metálico. Quedó desconcertado. ¿Qué diantres podía ser aquello? No tuvo que
esperar mucho tiempo para salir de dudas. Dos truenos, casi simultáneos, acompañados
de una gran nube de humo, invadieron la carraca e hicieron que Fausto diese de
bruces contra el suelo de la cubierta. Rápidamente se incorporó, al tiempo que
volvía a tronar una y otra vez, espaciados
por un lapso mínimo de tiempo. Miró a su frente y vio como la
embarcación corsaria comenzaba a arder, al tiempo, que su palo mesana se
tronchaba en dos, cayendo con toda su arboladura sobre la cubierta y las gentes
que en ella había. Percibió el gran griterío que se produjo en la galera y el
correr de hombres, algunos de los cuales, saltaron sin pensárselo por la borda,
al agua y los más de ellos, hundiéndose de forma inmediata.
La embarcación corsaria
hizo maniobras tendentes a escapar de aquel averno; pero las infernales
máquinas que producían los truenos, no cejaban de escupir fuego y lanzar
proyectiles, que una y otra vez, impactaban en la maltrecha estructura de la
galera, amenazando con mandarla a pique. Transcurriría más de media hora de
continuo castigo, antes de que el capitán, diese orden de que echasen al agua
una chalupa, en la que varios marineros de la carraca tenían instrucciones para
ir de pesca. Sólo se dedicaron a capturar a algunos ejemplares de peso, dejando
a un lado los que no daban la talla y la morralla. Así tras
un buen rato de faena, fueron izados de nuevo a bordo y con ellos llevaban a
tres hombres: el capitán, el nostramo y el cómitre de forzados y galeotes, de
la galera corsaria. Una vez en cubierta fueron convenientemente agasajados y se
les obsequió con los mejores collares y pulseras de manos y pies, finamente
forjadas en hierro, que con la mayor dulzura, tuvieron a bien colocarles de
forma adecuada para mantenerlos lejos de tentaciones de huir o evitar lo que se
les tenía reservado. Después, fueron conducidos a unos alojamientos, que les
fueron especialmente preparados para la ocasión. Eso sí, se les proporcionó agua y algo
de comida; pues convenía tenerlos en buen estado antes de que comenzase la
actuación con ellos, que a fe del capitán, iba a ser larga y entretenida.
Una vez que hubieron
terminado los trámites con los invitados, el capitán dio órdenes para que la carraca
configurase su arboladura y continuaron viaje, dejando atrás a la nave corsaria
en llamas, a punto de irse a pique, junto a los hombres que aún no habían
perecido, en el fallido ataque, que se había vuelto contra ellos.
Fausto estaba muy
intrigado con todo lo que había sucedido y estaba dispuesto a averiguarlo, así
que dedicó el siguiente día a ello. Fue tanteando a unos y a otros y al final
concluyó, que el nostramo era su hombre. Tras entablar una conversación
amigable con él y loar de forma conveniente, la hazaña que habían conseguido en
la destrucción de la galera corsaria, le hizo entrega de un presente en forma
de oro, a cambio de continuar la conversación un poco más en profundidad. Y así
pudo averiguar, que aquel navío estaba fletado por la poderosa familia
sevillana de los Ponce de León. Eran estos, descendientes de uno de los más
importantes nobles que acompañaron al rey Fernando, en su conquista de la
ciudad, al último rey musulmán Axataf.
Por su ayuda, recibió importantes propiedades dentro del recinto de Sevilla
y ricas tierras en el Aljarafe y que sus
descendientes no sólo conservaron; sino que habían incluso ampliado. Habían
impulsado el desarrollo de otro tipo de negocios, que como el comercio, ya comenzaban
a florecer en la ciudad. Así ,
se convirtieron en prósperas actividades el transporte de cereales, el de aceite
y especialmente el de gemas y metales preciosos, que procedentes unas veces de
África, llevaban hasta Europa y de regreso, traían mercancías de Oriente, que
habían sido transportadas hasta los puertos italianos, franceses o los de la
corona de Aragón y desde los cuales llegaban a Sevilla, para seguir
posteriormente distintos destinos. En concreto, habían inaugurado recientemente
una ruta que desde Génova se dirigía a Marsella y Barcelona para volver a
Sevilla y en la que se transportaban gemas y oro en viajes de ida y vuelta.
Dado el riesgo que se corría con este tipo de transportes, en los que resultaba
fácil y atractivo hacerse con estos botines, de poco peso y gran rendimiento,
es por lo que los armadores del buque, habían ideado acoplar esos ingenios
artilleros, que habían sido capturados a los moros en la toma de Algeciras y en
la que había participado a las órdenes del rey Alfonso el onceno, don Pero
Ponce de León, que le pidió al rey, dos de las piezas artilleras capturadas,
para el fin al que ahora habían sido destinadas y a fe que con gran provecho.
Fausto comprendió lo que
había visto un día antes, cuando sorprendió al capitán extrayendo una bolsa con
gemas, que posteriormente volvió a guardar en el baúl. Al parecer, estaba
comprobando que todo estaba en orden, ya que tenía sospechas de que no fuese
así. De hecho, también logró sonsacar al nostramo, respecto a las tres
ejecuciones que se llevaron a cabo días atrás y le confesó, que todo estaba
relacionado con un intento frustrado por el cabecilla de esos rufianes, para
hacerse con el botín que transportaban, y que al parecer, podrían estar compinchados
con la galera corsaria que les había atacado, ya que antes de ser ajusticiados,
habían cantado de plano, tras aplicarles el “método” del capitán, que consistía,
simplemente, con amenazar al interrogado, sin más violencia que atraparle los
testículos con una tenacilla de emascular, como las que utilizan los capadores
de guarros y que según el capitán, hasta el momento, aún no había visto a
ningún varón nacido de mujer, que no fuese ya eunuco, que se hubiese negado a
cantar como un gallo. La aventura serviría, aparte de certificar el acierto de
haber instalado la artillería, para que se anduviesen con más cuidado en la
organización de los viajes, tanto en los puertos de origen, como en los de
destino y de no fiarse ni de la madre que los parió; pues ya se sabe hasta lo
que pueden estar dispuestos algunos por un puñado de monedas.
Pero de lo que no fue
capaz de obtener información alguna, fue de los tres capturados. No pudo
averiguar si habían hablado o si tenían relación con los tres ejecutados en la carraca. Nada había
sido posible sonsacarle al capitán sobre ellos y aunque él mantenía los oídos
bien atentos en todo momento, no pudo escuchar más que lamentos y gritos
ahogados, procedentes de los interrogatorios de los desdichados.
Una vez que la travesía
volvió a la rutina, Fausto reflexionó sobre las dudas que le habían surgido, cuando
él creyó que su muerte era inminente, respecto a sus creencias religiosas. A
todos los efectos ahora era cristiano, pues había sido bautizado en la fe de
Cristo, tras sufrir un largo proceso de conversión desde el judaísmo, del que
había renegado; pero eso, por sí mismo, no significaba que en su alma se
hubiese producido la misma transmutación. Ciertamente, que no estaba seguro de
nada, ni siquiera de si realmente era creyente; aunque debía reconocer para ser
sincero consigo mismo, que no le preocupaba en exceso. Podría decirse que lo
había superado y al contrario que su padre, no creía que viviese atormentado
toda su vida por las cuestiones de fe y de lo que sí estaba seguro, era que de
lo que él dependiera, no pondría su vida en peligro por esas cuitas. En sus
casi cuarenta años de vida, había tenido suficientes experiencias como para
comprender, que en aquellos tiempos si algo no se podía ser era judío y pobre y
ya que él nunca había sido lo segundo, tenía que evitar también ser lo primero.
La decisión, la tomó en el
mismo momento en el que su esposa Amiel abandonó este mundo; aunque cierto es,
que llevaba ya mucho tiempo atormentado por la idea de renegar del judaísmo.
Las continuas persecuciones, que ya en su niñez en Castilla había sufrido junto
a su padre, y lo que había visto desde su llegada a Montpellier, como las
matanzas que se produjeron en el reino de Francia, durante la marcha de los
pastorcillos y las permanentes amenazas que siempre se cernían sobre los suyos,
hacían siempre presagiar lo peor y él no estaba dispuesto a pasar el resto de
su vida, huyendo sólo por su condición de ser hijo de una tierra, que ni él ni
sus antepasados habían conocido: Israel.
Pero hubo otro personaje
que influyó mucho en su decisión y este fue su colega y amigo Juan de Aviñón,
que ya desde los tiempos de la escuela de medicina, le atormentaba de forma
repetitiva y machacona con la idea de renegar del judaísmo y convertirse al
cristianismo, como de hecho él hizo, tras unos sucesos trágicos acaecidos en su
propia familia, motivados por su condición de hijos de Israel. Desde que se
convirtió a la religión de Jesús, a Juan le había ido todo rodado y aunque
cierto era, que estaba considerado como una de las figuras más notables de la
medicina de su tiempo, su conversión, fue requisito imprescindible para que
fuese llamado a la ciudad papal y entrara al servicio personal del papa
Benedicto XII a cuyo servicio aún permanecía, cuando él decidió viajar a Aviñón,
para buscar aquello que durante tanto tiempo Juan le había ofrecido.
III
Aprovechando la primera
ocasión de la que Fausto
dispuso, entabló conversación con el capitán de la carraca y como era hombre de
grandes virtudes para ello, al cabo de un rato estaba sonsacando al cómitre
sobre el ataque de la nave corsaria. Pero este, también era perro viejo y bien
se abstuvo de mencionar nombres de gentes importantes de Sevilla, ni detalles
de algunas de las más preciadas mercancías que transportaban y aún menos de las
verdaderas intenciones de los asaltantes. Simplemente se ciñó a decir, que sin
duda, había sido un ataque de los hijos de Alá, que desde hacía un tiempo
infestaban aquellas aguas como parásitos y que atacaban a cualquier navío
cristiano que se pusiese a su alcance. Pero Fausto sabía que había algo más y
que aquel ataque no había sido casual. En cambio, no tuvo reparos en explicarle
los pormenores, de aquellas armas que habían defendido el barco con tanta
eficacia ni de hablar de su procedencia y de que él había sido el padre de la
idea de instalarlos a bordo y a fe suya que había sido buena –comentó.
Tras más de una hora de
amena charla, ambos se distendieron y Fausto explicó al capitán los motivos por
los que se dirigía a Sevilla. Le relató, que iba recomendado por el médico del
Papa e incluso por el mismísimo Sumo Pontífice y que debía ponerse al servicio
del arzobispo de Sevilla, don Juan
Fuentes , le comentó también, que había decidido regresar a
Sevilla, dado que aunque él había nacido en Toledo, había pasado parte de su
infancia en aquella ciudad –exageró- y pronto se arrepintió de haber mencionado
esto, ya que el capitán comenzó a hacerle preguntas sobre su familia y
ciertamente que a él no le interesaba, que nadie más de los justos, supieran de
su condición de judío converso. Así que inmediatamente desvió la conversación
hacia su trabajo como médico y le habló de la escuela de Montpellier, que tanta
fama tenía y que atrajo la atención del cómitre, olvidando seguir haciendo
averiguaciones sobre Fausto.
En los días siguientes,
mantuvo nuevas conversaciones con el capitán, lo que le proporcionó una buena
información sobre la vida social de la ciudad de Sevilla. Entre otras cosas, le
habló de las principales familias nobles que allí habitaban, la mayoría, desde
los tiempos de la conquista por el rey Fernando, entre las que se encontraban,
en lugar destacado, los Ponce de León, propietarios de aquel navío y de otras
muchas posesiones en Sevilla. Le informó, que su señor don Pero, era muy amigo
del arzobispo, al que era fácil verlo a menudo de visita en la casa de los
Ponce, en la colación de Santa Catalina, como tampoco era extraño, ver a don
Pero en la casa del arzobispo, situada junto a la iglesia Mayor de
Santa María. Por ello –le dijo el capitán-, si entraba al servicio del prelado,
sería fácil que pudieran verse con cierta frecuencia en Sevilla.
También le dijo, que si todo
iba bien, en dos jornadas podrían alcanzar la desembocadura del Guadalquivir en
Sanlúcar, cuyo señorío pertenecía a la casa del mismo nombre, que le concedió
el rey Sancho IV y que hizo efectiva su hijo Fernando IV, al heroico don Alonso
Pérez de Guzmán, más conocido como Guzmán el Bueno y que actualmente detentaba
Juan Alfonso Pérez de Guzmán, que era el más importante de los nobles, que
entonces había en el reino de Sevilla y que poseía importantes propiedades en
él, como los ricos territorios del Aljarafe o sus propiedades en el bajo
Guadalquivir. Le dijo, que esta familia se hallaba emparentada también con los
Ponce de León y con los de la Cerda.
En cualquier caso, la noticia de la proximidad
de Sevilla, hizo que se acelerase el ritmo de su corazón. Cierto era, que nadie
le esperaba allí, pero sabía que seguramente pasaría el resto de su vida en
aquella ciudad, donde anhelaba que aún podría rendir grandes servicios como
médico, si se le daba la oportunidad para ello.
Estaba completamente
exhausto, por los días acumulados de dura travesía, a lo que había que unir los
graves momentos pasados en el asalto corsario, por lo que cayó rendido en su camastro
nada más echarse en él. Pero no habrían transcurrido más de dos horas, cuando
se despertó completamente sobresaltado, sudoroso y presa del pánico. Respiró
hondo una y otra vez e intentó calmarse. Él ya conocía esta sensación y no
sabía porqué le ocurría esto; pero cada vez le sucedía con más frecuencia.
Nunca era capaz de recordar qué es lo que soñaba, si es que realmente así era,
que fuese motivo para causarle este desasosiego. Había intentado una y otra vez
recordar desde cuando sufría estos episodios y hasta el momento, no había
podido asociarlo con ningún hecho concreto. Había descartado que fuese a raíz
de la muerte de su esposa, dado que comenzó a padecerlos mucho después y pensó
que quizás estuvieran relacionados con todo lo que había acontecido entre él y
su padre, que había conducido al distanciamiento definitivo de ambos. Al
recordar aquello, los ojos se le inundaron de lágrimas y sintió una fuerte
opresión en el pecho y la angustia y la tristeza se apoderaron de él.
Y es que ocurrió, que unos
meses después de su marcha a Aviñón, le llegó a Asher la noticia de que su hijo
había renegado del judaísmo y había abrazado la fe en Cristo, bajo el nombre de
Fausto. Al principio, solo creyó que se trataba de una broma de mal gusto que
le habían gastado; pero cuando el rabino se lo confirmó, sintió una ira sólo
comparable a la que Moisés había experimentado, cuando a su regreso del
Monte Sinaí, tras recibir las Tablas de la Ley, descubrió que su pueblo había
construido un becerro de oro, al que estaba adorando y si el Elegido de Adonai
había sufrido el castigo de Él, privándole de pisar la tierra prometida, no le
cabía duda que él mismo, sufriría el castigo de Di-s, por no haber sabido
impedir que su único hijo lo traicionase de aquella manera; pero también supo,
que el que había renegado de Él, también sería fruto de su ira.
Cuando tuvo la certeza de
aquella infamia, Asher tomó su caballo y cabalgó sin descanso hasta Aviñón y no
se dio tregua hasta dar con su hijo. Fausto cuando vio a su padre quedó
paralizado, no supo reaccionar, había temido aquel momento como ninguno otro en
su vida. Nunca podrá olvidar la corta, pero dura conversación que se produjo
entre ambos:
-¿Es cierto lo que dicen,
hijo?
-Sí, padre, lo es…pero
debes escuchar las razones por las que lo he hecho…
-No tienes que explicarme
nada –le interrumpió. Tú ya no eres mi hijo y yo y todos mis ancestros te
maldecimos, por haber renegado de Él y no dudes que te castigará. Y a mí
también, por haber permitido que te
conviertas en un goy y que hayas
traicionado de esta manera a tu gente y deshonrado a tu padre y a la memoria de
tus antepasados. Doy gracias a Adonai porque tu madre esté muerta y no pueda
ver esta infamia tuya.
Y dicho esto, montó en su
caballo y al galope se perdió de su vista, tomando rumbo al Pont Saint Benezet, abandonando la ciudad. Después de
aquello, ya sólo lo vería una vez más.
IV
La fresca brisa del
levante le despertó de sus recuerdos, miró a estribor y vio con nitidez la
escarpada orilla de la costa y tuvo curiosidad por saber en qué sitio se
encontraban. Buscó al capitán y lo halló mientras éste se echaba para el coleto,
un generoso trago de algo que podría ser vino o quizás cualquier otro tipo de
bebida de más generoso contenido alcohólico. Se le veía, que no era aquel el
primer trago y aunque no podría decir que estuviese borracho, si parecía ir
camino de ello. Pensó que en aquellas condiciones, seguramente ni sabría en que
posición se hallaría el navío; aunque en cualquier caso, había dos personas más
encargadas de llevar a aquella nave a buen rumbo. Pero en contra de sus
creencias, le sorprendió el cómitre, cuando le contestó con absoluta precisión,
que se hallaban frente a las costas de la corona de Castilla y que habían abandonado
las del reino de Granada sólo unas horas antes y ciertamente, que esta noticia
fue del agrado de Fausto, el cual sintió gran alivio al saber, que a partir de
ahora, sin descartar nada, sólo podrían ser atacados por cristianos y dudaba
que ninguno de ellos por estas tierras, osase hacerlo contra un barco propiedad
de los Ponce de León, lo que ciertamente era una garantía. El cómitre no se
molestó en ofrecerle a Fausto un trago; pues era conocedor de su poca afición a
ello y cierto era, que éste había sido un importante escollo, que el capitán
tuvo que vencer en el acercamiento a él; pues para él en principio, alguien que
no bebía no podía ser de fiar; aunque barajó la posibilidad de aquella podría ser
la excepción.
Estuvieron largo rato ejercitando el arte de la dialéctica,
en el que ambos iban sobrados, hasta que la proximidad del estrecho, requirió
la presencia del capitán, para dar órdenes tendentes a salvar la maniobra con
éxito.
Fausto volvió a hurgar en
sus recuerdos y parecía que tenía que dar un repaso a su vida anterior, antes
de llegar a Sevilla para comenzar una nueva. Y es que cierto era, que debía
resolver sus graves conflictos interiores y dejar zanjadas sus tribulaciones,
para que su mente pudiera abrirse a un nuevo mundo de experiencias, que le
permitieran desarrollar todas sus capacidades, de otra manera todo su esfuerzo
habría resultado inane.
Tiempo después de la
amarga despedida de su padre en los muros del Palais des Papes de Aviñón, supo, que azotó a la ciudad de
Montpellier una grave pestilencia de fiebres y diarreas que produjo mucha
aflicción y muerte y la desgracia, que su padre había predicho como castigo de
Adonai hacia él, por la traición de
Fausto, se cebó en su casa y ocurrió que Jimena enfermó y a pesar de todos los
cuidados que le proporcionó y de recurrir a los mejores médicos que en esa
ciudad habitaban, aquella que había sido su compañera desde los tiempos de su
huída de Toledo y que había compartido su vida, como la de Fausto , durante
tantos años, rindió cuentas a su Dios o al de él, porque en eso, ella nunca
distinguió diferencias. Y Asher quedó desolado, aunque aceptó, lo que entendió
que era el castigo de Adonai, por haber roto el pacto que con Él había hecho,
en la ceremonia del Berit Milá de su
hijo, cuando él, con su propia mano, aquella mañana del mes de Av, del año judío de 5069, en el barrio
de la Alacava, en la judería de Toledo, seccionó el prepucio del pequeño Asher,
suscribió el pacto que había acordado Abraham con Adonai, de circuncidar a todos
los hijos varones, como señal de lo convenido.
Tras las exequias de
Jimena, Asher montó en su caballo y dejó Montpellier. Cabalgó durante días
hasta llegar a París, pues allí tenía un asunto pendiente desde muchos años
atrás y este era el momento de resolverlo.
Llegó a la gran ciudad de
París, que contaba con más de ciento cincuenta mil almas y se extendía por una
superficie de más de seiscientas mil varas cuadradas y era por ello una de las
más grandes de todo el orbe cristiano y posiblemente de la tierra entera.
Estaba rodeada toda ella
de murallas construidas por el rey Felipe Augusto. Franqueó la Porte de Saint Jacques y continuó por la
calle del mismo nombre, hasta llegar al Petit Pont y por él cruzó el brazo menor
del Sena, entrando en la l'le
de la cité. A su izquierda se encontraba el Palais de la Cité
y el Hotel Dieu, a su derecha tomó la rue
Neuve Notre Dame, una calle de más de veinte pies de anchura, que daba
acceso a la iglesia más fastuosa de la cristiandad: La catedral de Notre Dame. Cuando estuvo frente a ella,
se detuvo y comprobó
que llevaba bajo sus ropas la carpetilla con el documento que encontró en
Sevilla, en aquella pequeña casa extramuros de la ciudad, cuando estuvo a punto
de ser tragado por las aguas desbordadas del arroyo Tagarete y del Tamarguillo,
haría ya más de veinte años. Después miró hacia arriba
y a pesar de ser judío y de que aquel era un templo dedicado a la Virgen María , madre
de Jesús, se emocionó y pensó cómo habría sido el Beit Hamikdash, construido
en la ciudad de Jerusalén por el rey Salomón y tuvo por seguro que sería tan
bello como aquel ante el que ahora se hallaba extasiado, contemplando su
maravillosa fachada oeste, con sus tres fastuosos pórticos: el central dedicado
al Juicio Final y a su derecha e izquierda el de Santa Ana y el de la Virgen María ,
respectivamente. Miró algo más arriba y contempló la galería de los reyes, que
aunque las gentes de la ciudad creían que se trataban de reyes de aquellas
tierras, en realidad y esto bien lo sabía él, se trataba de los reyes de Judá,
antecesores de Jesús y de María. Un poco más arriba, el gran rosetón y en lo
más alto las dos magníficas torres, una a cada lado del templo
y un poco más abajo, la galería hasta la
que debía llegar y a ello se puso.
Ascendió
la escalinata de once peldaños que daba acceso al atrio y se encontró ante los
tres pórticos. No tuvo duda, entró en la iglesia por la puerta del Juicio Final
y una vez dentro, se le cortó la respiración, lo que allí vio no parecía de
este mundo: la amplitud del templo, los nervios de la estructura que ascendían
por los muros e iban a unirse en el mismo cielo, la luz que traspasaba las
vidrieras coloreadas produciendo un efecto fascinante. Miró a su alrededor y no
vio a nadie. Él iba convenientemente ataviado como un peregrino; pero aún así
debía andarse con cuidado, por ello, caminó por la nave central y se detuvo
junto a una capilla, se arrodilló e hizo ademán de rezar, agachó la cabeza y
oteó en todas direcciones, volvió a comprobar que nadie lo observaba, entonces
se dirigió hacia un postigo, que estaba disimuladamente situado junto a la
entrada de la iglesia por el pórtico de la Virgen. Volvió a
mirar en todas direcciones y entonces con paso decidido se dirigió hacia allí,
empujó la puerta falsa y comprobó que estaba cerrada;
pero ya había contado con ello, sacó una especie de ganzúa que llevaba consigo
y no tardó en burlar el mecanismo de la cerradura y después volvió a cerrar la puerta. Ascendió
tan rápido como pudo, por la estrecha escalera que conducía hasta la torre
norte, no contó los pasos; pero aseguraría que habrían sido más de trescientos
o al menos eso le pareció a él. Se encontró frente a otra puerta de escasa
altura, que también estaba cerrada y que aunque le costó algo más de trabajo,
también la pudo forzar con su herramienta.
Salió al exterior y quedó
fascinado ante la vista que tenía ante sus ojos: al frente el palacio de la cité, con la fina aguja de la Sainte
Chapelle apuntando hacia el cielo y más allá la Porte Neslé. A su izquierda la
universidad, a la que daba acceso le
Petit Ponte, y a su derecha al fondo, la Porte de Saint Martín y Saint
Eustache, y más acá la ville, con
la Place de Grève y Saint Merri, y la impresionante figura
de la antigua torre templaria, la fortaleza que durante casi dos siglos sirvió
de inexpugnable casa a la Orden en Francia y dentro de cuyas paredes se decía
que estaba el fabuloso tesoro de los caballeros del Temple, y de hecho, allí
estuvo depositado el Tesoro Real, hasta que las desavenencias entre la
monarquía y la Orden fueron paulatinamente conduciendo al infausto final de
Jacques de Molay y los suyos.
Examinó la torre, buscó
las gárgolas, después extrajo del canutillo que llevaba escondido en sus ropas,
el pergamino, volvió a examinarlo, recordó la secuencia de letras y números,
contó, se detuvo ante una de las piedras que formaban la estructura de la
torre, palpó, no encontró nada extraño, siguió buscando y tampoco obtuvo
resultado alguno. Recapacitó y comenzó de nuevo, volvió a contar, comprobó que
era correcto, no se había equivocado. Entonces dudó ¿No sería aquel jeroglífico
una mera fantasía? ¿Acaso toda aquella fabulosa historia de los templarios, que
comenzó en Sevilla, no podría ser simplemente una broma? ¿No sería que en todos
aquellos años alguien se le hubiese adelantado? Tuvo una idea, cerró los ojos y
palpó con cuidado la superficie del muro, con cuidado, despacio, recorriendo toda
su superficie, no encontró nada extraño, entonces reparó en la existencia de
una abertura que comunicaba con una gárgola, destinada a desaguar el agua de
lluvia lanzándola hacia el exterior, lejos de la fachada de la iglesia, cuando
los aguaceros eran intensos. No lo pensó, introdujo su mano en el conducto y
palpó con cuidado, halló una palanca, la movió y esta accionó un resorte, que
hizo que un bloque de piedra se separara del muro, miró en su interior y vio
con satisfacción y asombro como refulgía un cilindro dorado. Sin demora lo
cogió y lo ocultó entre sus ropas, volvió a accionar la palanca y se dispuso a
abandonar la torre de forma inmediata y cuando se acercaba a la puerta que daba
acceso al interior de la iglesia, oyó ruido de cerraduras. Miró a su alrededor
y corrió a ocultarse, para ello, tuvo que descolgarse por el exterior del muro y se agarró
fuertemente a una gárgola quedando inmóvil y tenso como un felino al acecho de su presa….
Pasó un buen rato y a Asher
se le comenzaban a agarrotar los músculos, ya no oía ruido alguno, por lo que
haciendo un enorme esfuerzo volvió al interior de la torre, miró a su alrededor
y no vio a nadie, se dirigió hacia la puerta, comprobó que estaba cerrada, la
forzó con la ganzúa y con la mayor rapidez que pudo descendió la escalera. Entró en
la nave y salió al exterior del templo por el pórtico de la Virgen, sin
comprobar si alguien le había visto.
A paso rápido tomó la rue neuve de Notre Dame, cruzó el Petit Pont y se adentró en la universidad
por la rue Saint Jacques , se
dirigió al establo en el que le guardaban el caballo, que estaba situado a
medio camino entre la Porte de Saint
Jacques y la de Saint Michel , montó en
el animal y abandonó la ciudad.
Sabía que la ruta hasta
Montpellier era larga y peligrosa, debería hacer largas jornadas para cubrir
las ciento ochenta leguas castellanas –medida que él usaba desde siempre- que
era la distancia que separaba a ambas
ciudades. No invertiría menos de una semana si todo iba bien y tanto él como el
caballo eran capaces de aguantar largas jornadas de camino, en caso contrario,
se podría demorar aún más y aunque, realmente nadie le esperaba en Montpellier,
a parte de sus enfermos, tenía unos enormes deseos de acabar aquel viaje cuanto
antes.
Sentía gran curiosidad por
saber qué contenía el cilindro que había encontrado en la torre de Notre Dame;
pero no quería demorarse en su viaje y además, no sabía por qué; pero se sentía
inquieto. Comprobaba cada cierto tiempo que nadie le siguiese y aunque
ciertamente no había visto nada que le hiciese sospechar de ello, la sensación
de que le acechaban no le abandonaba en ningún momento.
La primera noche cayó
rendido en el catre que le proporcionaron en una posada del camino, situada a
algo más de diez leguas de París y tan cansado estaba, que no tuvo ni la
intención de averiguar el contenido del envase que llevaba consigo y que había
sido el objetivo del viaje. En cambio, pasó todo el segundo día anhelante de
que llegase una nueva noche, para que el cilindro le revelase su contenido y
ocurrió, que una vez que encontró alojamiento y tras dejar convenientemente
atendido a su caballo y comer lo estrictamente necesario para reparar algunas
fuerzas, marchó al cuarto que le habían asignado y con gran ansiedad se dispuso
a abrir el recipiente. El interior estaba protegido por una tapa metálica
enroscada en el cilindro que le costó cierto trabajo domeñar y cuando lo hizo,
con gran cuidado extrajo un rollo de pergamino que extendió y colocó a la luz
del candil de aceite, que en la estancia había. Lo examinó y quedó atónito con
lo que allí vio; aunque a primera vista no comprendía nada, aquello le inquietó
y le fascinó. Ciertamente que lo que allí se representaba, debía esconder algo
muy grande que no se le revelaba a su entendimiento y aunque su sentido de la
vista le enviaba la información a su cerebro, este no era capaz de entender.
Pensó que quizás fuese necesario algo más, podría ser que se requiriese entrar
en un estado especial del ánima para recibir la revelación. Anheló
entonces poder estar en la escarpada orilla del alma de Toledo: el Tajo, donde
muchos años antes le habían sido manifestadas tantas visiones inquietantes, que
al tiempo que le habían perturbado su ánima, le habían procurado sabiduría y
camino para afrontar grandes retos que ante sí se le presentaron. Pero estaba
allí en medio de la ruta que conducía desde París a su casa de la Occitania y
tenía ante sí algo que él sabía que era grande; pero que no podía comprender.
Procuró memorizar cada detalle de lo que en el documento se mostraba, lo miró
una y otra vez y lo repasó en su mente, como si temiera que pudiera desaparecer
o que se lo arrebatasen, de este modo sólo matándolo podrían borrarlo de su
mente.
Se planteó si realmente
aquel manuscrito era ciertamente revelador de algún conocimiento superior o
iniciático, celosamente custodiado por los templarios, hasta el punto de
haberlo guardado con tal celo que tuviese a la muerte como garante de su
custodia o fuese sólo pura superchería de gentes fanáticas, a los que sus
creencias habían llevado hasta la locura de creerse depositarios de la
sabiduría del mismo Dios. Él no podía saberlo, pero sospechaba que aquello que
tenía en sus manos, era algo grande…muy grande y que debía protegerlo; pero… ¿para
qué? ¿Para quién? No lo sabía ahora; pero sin duda, esperaba que eso también le
sería revelado en su momento. Se preguntó porqué Adonai lo habría elegido a él
para recuperar un documento que había estado en posesión de monjes guerreros al
servicio de Cristo. Entonces cayó en la cuenta de que hacía un momento había
pensado en que él había recuperado aquel documento, no que lo había robado y se
abrió la luz ante sus ojos: Los caballeros templarios habían tomado su nombre
del Templo, de aquel que había sustituido al primero construido por Salomón y
que guardaba el Arca de la Alianza, que según la tradición se había perdido
cuando Nabucodonosor lo destruyó ¿Pero tendría alguna relación aquel pergamino
con algo que hubiera estado contenido en el Arca? Sólo este pensamiento le hizo
estremecerse, una emoción como nunca había sentido en su vida se apoderó de su
ánima y le oprimió su pecho hasta no poder respirar. En ese momento estuvo
seguro que estaba tocando algo, que quizás hubiese escrito el propio Adonai o
que hubiera sido dictado por él, al dueño de la mano que lo había plasmado en
aquel pergamino. Entonces se hincó de rodillas, dobló su cintura y posó su frente
en el suelo y lloró, la emoción embargó su ánima y perdió el sentido.
Recorrió la primera parte
de su viaje sin contratiempos, llegó a Lyon,
la antigua lugdunum romana, capital
de la Galia, al quinto día de su partida. Había hecho largas jornadas; pero
tanto él como el caballo habían aguantado bien. Siempre había tenido la
precaución de parar cada cierto tiempo y proporcionar abundante comida y agua
al équido y las cuatro noches habían descansado ambos de forma adecuada en casas de postas, de las que no
faltaban en el camino. Pero en todo ese tiempo nunca le abandonó la sensación
de que era observado y de que quizás le siguiesen. Había tomado todas las
precauciones y ni ocurrió nada ni
percibió cosa alguna que justificara sus premoniciones.
Lyon era una espléndida
ciudad, que había sido anexionada al reino de Francia casi treinta años antes
por el rey Felipe el Hermoso y que contaba con más de quince mil almas, tenía
un comercio cada vez más floreciente y en aquellos momentos gozaba del favor de
la corona, que ahora regentaba el Duque de Valois, Felipe VI.
Había decidido no entrar
en la ciudad, por lo que buscó un alojamiento extramuros, para no perder más
tiempo y poder partir al alba para continuar su ruta a Montpellier; pues ahora
a la sensación de sentirse vigilado, que seguía acompañándole, se le había
unido el documento que portaba consigo, que le estaba literalmente abrasando y
necesitaba llegar a su destino y meditar sobre él y si era necesario
consultarlo con el rabino; aunque esto último ciertamente no sabía si sería
buena idea.
El establecimiento en el
que se detuvo, tenía un aspecto aceptable, dadas las circunstancias. Era una
casa de madera y piedra de dos plantas, a la que se accedía por un gran
portalón que se abría a un amplio patio, al final del cual se situaban los
establos en los que se daba acomodo a los caballos y en los que si era
necesario, podían cambiarse por otros frescos si la intención del viajero era
continuar camino, sin las demoras inevitables, para dar descanso a las bestias.
En el otro extremo, una recia puerta daba acceso a un amplio local, destinado a
reparar las necesidades del cuerpo, en lo que a comida y bebida se requiriese y
en el piso superior, al que se accedía desde el patio, había una galería
corrida, a la que se abrían distintos cuartos destinados a dar descanso a los
maltrechos cuerpos de los viajeros, que disponían de más o menos confort y limpieza,
según lo que se estuviese dispuesto a pagar y si se le requería a ello, el posadero
podía proporcionar buena provisión de cocottes,
para el alivio de las superfluidades genitivas masculinas.
Ciertamente que aquella
noche comió y bebió bien. Se despachó un buen pedazo de carne de buey,
acompañado por una generosa hogaza de pan de candeal casi recién horneado y
todo ello lo regó con un aceptable caldo de la tierra, que hizo que se le
embotase el entendimiento, al punto, que creyó que no sería capaz de llegar con
la verticalidad intacta, hasta el cuarto que le habían asignado, para dar reposo
a su maltrecho cuerpo. Haciendo acopio de dignidad, disimulando cuanto pudo,
cruzó la taberna, salió al patio y subió hasta el corredor que daba acceso a su
habitación, empujó la puerta y entró.
Se disponía a tumbarse en
el camastro, cuando un fuerte golpe que le propinaron en la cabeza le hizo caer
de bruces contra el suelo. De repente, toda su impregnación alcohólica le había
desaparecido, miró hacia arriba y con terror vio como algo que refulgía a la
tenue luz del candil, se elevaba sobre su cabeza y amenazaba con descargar un
golpe sobre ella, dio una voltereta en el suelo e instintivamente buscó bajo su
ropa y extrajo una daga que solía llevar siempre con él. La desenfundó y de un
certero tajo rasgó algo más que el paño del abdomen de su atacante. De un salto
se puso en pie, haciendo un alarde impropio
de un hombre de su edad y de su estado de embriaguez y aprovechando el
desconcierto que la cuchillada había causado en el jifero, le lanzó una segunda
puñalada, dirigida por la experta mano de un médico, transmutado ahora en
diestro sayón, defendiendo la propia
vida. No esperó a ver el resultado, salió raudo de la estancia dando un
portazo, corrió por la galería en busca de
la escalera, con intención de llegar hasta las cuadras para coger su caballo y
huir; pero de pronto sintió un fuerte golpe y una sensación de frío intenso le
atravesó un costado desde atrás. Instintivamente se giró y lanzó una cuchillada
tan certera, que seccionó el gollete de un segundo atacante, que le había
salido por la espalda.
Sin saber cómo pudo conseguirlo, llegó hasta su corcel, lo
montó y salió de la hostería como si le persiguiera el mismo Belcebú.
Habría recorrido unas dos
leguas cuando la herida comenzó a enfriársele y un dolor punzante le atenazó el
costado izquierdo. Introdujo su mano debajo de la camisa y comprobó que su ropa
estaba completamente empapada en sangre, sin duda, sería una fea herida y podía
dar gracias de estar aún vivo; pues poco había faltado para que le hubiera interesado
el corazón, en cuyo caso la muerte habría sido fulminante.
Sabía que debía hacer algo
con la cuchillada, pero no podía detenerse, no sabía cuántos eran los
atacantes, si los había matado a los dos que le habían asaltado o si sólo los
había herido y en ese caso desconocía la gravedad de sus lesiones y si estarían
en disposición de seguirle. Por ello, tenía que continuar mientras pudiese. Aún
le restaban setenta leguas hasta Montpellier y eso le pareció mucho camino.
Aquella noche quizás fue
una de las más duras de su ya larga y azarosa vida, en la que no habían faltado
los trances de muerte y el sonido de las campanas tocando a tránsito, a pesar
de que fuese judío, no era la primera vez que tañían en su cabeza. Le comenzó a
invadir la sensación, luego el temor y por fin la convicción de que esta vez sí
se disponía a rendir cuentas a Adonai. Cierto era, que no le importaba
demasiado, creía que todo lo que en esta vida se le había destinado para que
fuese realizado por él, estaba concluido y aunque pudiera ser, que aún estuviera
en disposición de ánimo para seguir ayudando a sus semejantes algún tiempo más,
pensó que si Él así lo quería, sería porque ya tendría a otro que ocuparía su
lugar y seguramente lo haría incluso mejor que él; pues en eso Adonai era el
poseedor de toda la sabiduría y por ello regía el destino de todos los hombres,
creyeran en Él o no y supieran o no de su existencia; pues él estaba seguro que
aquellos que muriesen ignorantes, tendrían tiempo sobrado para que su presencia
les fuera revelada.
Conforme el cansancio
aumentaba y se le sumaban los efectos producidos por la anemia, originada por
la continua pérdida de sangre, veía más cerca su final. No imaginaba acabar
muerto en un arcén del camino como un perro abandonado a su suerte, sin que
nadie le reconociese, sin que ningún deudo suyo se rasgase la vestiduras, sin
que nadie le lavase mediante el rito de la tohorá,
ni le cubriese el cuerpo con el tajrijín
ni nadie pronunciara el Tziduk Hadim
y el kadish antes de concluir el keruvá, dándole tierra a su cuerpo. Creía que al menos se merecía
eso, que alguien le despidiera de este lado del mundo de Adonai como un judío
temeroso de Él; pero no se veía con fuerzas para lograrlo. Pensó entonces en el
rito de la keriá, por el que un familiar
directo se rasga las vestiduras en señal del dolor que produce la pérdida del
ser querido y reparó que sólo tenía a su hijo Asher y él lo había repudiado por
renegar de su pueblo y abrazar la fe cristiana, que para él era lo mismo que
morir como hijo, por lo tanto ya no tenía a nadie que pudiese llorar por él y
en ese caso que más le daba recibir sepultura como judío o ser arrojado a
alguna fosa como un despojo aparecido en el camino, si es que acaso alguien
reparaba en ello, que también podría ser que acabara pudriéndose como una
alimaña.
Resolvió que eso no podía
permitirlo. Así que decidió que cuando estuviese seguro de que ya no podría
seguir cabalgando, buscaría un sitio aparatado donde morir con dignidad, como
hacen los animales salvajes cuando presienten que el final les acecha y buscan
cobijo en alguna cueva o madriguera, donde exhalar su último aliento fuera de
la vista de extraños.
Amaneció y seguía
cabalgando, cayó la tarde y aún no había parado a descansar; aunque el ritmo de
paso del caballo, haría que su viaje se eternizase y él seguía rumbo hacia
ninguna parte. Comenzaba a tener la mente obnubilada, seguramente debido a la
pérdida de sangre y al cansancio acumulado y aunque procuró beber agua, hacia
ya unas horas que se le había terminado, así que decidió buscar un sitio, si es
que encontraba alguno, que dispusiera de agua y algo de pasto para que el
caballo comiera y él pudiera saciar su sed provocada por la hemorragia que no
cesaba, a pesar de haberse hecho un improvisado y apretado vendaje.
Afortunadamente el camino
seguía la ribera izquierda del Ródano, por lo que le fue fácil encontrar un
paraje abundante en hierba y con fácil acceso para que el animal pudiera
abrevar. Asher se quitó la camisa y procedió a lavarla en las límpidas aguas
del río. Aunque no podía verse la herida en toda su extensión, si pudo hacerse
idea de la gravedad de la
misma. Hizo cuanto pudo por contener la pérdida de sangre,
pero no era mucho lo que podría conseguir si no guardaba reposo y eso no estaba
en condiciones de poder hacerlo. Bebió abundante agua y se tumbó, procurando
cubrirse cuanto pudo, pues estaba temblando de frío, más por la pérdida de
sangre, que por la temperatura exterior. No tardó mucho en cerrar los ojos y
entrar en una duermevela, durante la
cual, por su mente pasaron todos los episodios que en ella había grabados.
Pensó en su hijo, la relación con él, desde el día de su nacimiento en el
barrio de la Alacava de la judería de Toledo, en aquel caluroso mes de Av, del año de la Creación del Mundo de 5069,
hasta que lo vio partir de Montpellier con destino a la ciudad de los papas,
tras haber renegado de él. Y entonces despertó, una fuerza desconocida le había
vuelto a la vida, se puso en pie, preparó a su caballo, montó en él y partió decidido
hacia Aviñón.
V
Fausto se había quedado
completamente extasiado, recordando hasta el más mínimo detalle, de todo lo que
su padre le había relatado de su viaje a París, en busca del documento
templario que halló en Notre Dame y
que le había contado con gran minuciosidad en su casa de Aviñón, prácticamente
moribundo; pero poseído de una vitalidad y lucidez de mente, que ciertamente no
parecían de este mundo.
Le incomodó tremendamente,
que un grumetillo le hubiese interrumpido en sus pensamientos, para traerle
indicaciones de que el capitán quería verle en su camarote de mando.
Ciertamente, que su mente había escapado de aquella carraca y de la misma
travesía y se hallaba ahora en Aviñón junto a su padre, en uno de los momentos más
emocionantes de su vida; pero ya le habían importunado y ahora tendría que ir a
ver qué es lo que quería el cómitre de él.
Entró en la cámara del
capitán y no lo encontró allí, así que decidió volver al sitio en el que tan
cómodamente, dadas las circunstancias, se encontraba meditando; pero de nuevo
el marinero que antes le había incomodado, le indicó que le siguiera a la
presencia de su superior. Bajaron hasta la bodega y en un cubículo
especialmente diseñado para la función a la que se destinaba y que él ya
conocía, se hallaba el cómitre junto a su segundo y otros tres hombres a sus
órdenes y frente a ellos, lo que quedaba de los despojos humanos, de los que no
mucho tiempo antes habían sido feroces corsarios berberiscos.
El capitán le indicó que
los examinara y aunque a él aquello le repugnó profundamente y a punto estuvo
de contestarle que no tenía obligación ni de obedecerle ni de secundar aquellas
barbaries, creyó más oportuno callarse y acatar; ya que, ciertamente que en
alta mar con aquellos hombres, no tendrían mucha faena en enviarlo de aperitivo
para los peces, pues realmente por muy enviado que fuese del entorno del papa y
por muchas cartas credenciales que portase para el arzobispo ni nadie le
conocía aún en Sevilla ni persona alguna le esperaba allí; por lo que su
pérdida, por nadie sería echada en falta y esta convicción le ratificó en su
idea de que lo mejor sería obedecer y callar, al menos por el momento y así lo
hizo.
Confirmó la muerte de uno
de los reos, el estado agónico de otro y la posible locura de un tercero, que
no presentaba lesiones aparentes; pero que tenía una mirada completamente ida,
como la que había visto en una casa de orates en Montpellier. Le informó de
todo ello al capitán y este le preguntó respecto al estado de este último y si
él creía que conservaba o no el juicio como para ser interrogado. Fausto, en
cualquier caso hubiera contestado de igual manera, con tal de librar al
desgraciado de un tormento semejante al que habían recibido sus conmilitones;
pero no tuvo que mentir y dio su sincera opinión, certificando que a su juicio,
aquel desdichado parecía haber perdido irremisiblemente el oremus y para su
completa consternación pudo observar con espanto, como uno de los marineros, a
una orden del capitán procedió a rebanarle el gollete al pobre infeliz, que
cayó de bruces, emitiendo desde su cuello dos fuentes de sangre que empaparon
todo el entorno. Fausto espantado abandonó el lugar y subió a cubierta, en
desesperada búsqueda de una inspiración de aire fresco, que le recompusiera el
ánima y una vez más tuvo claro, que se tratase de moros o de cristianos, la
barbarie había sido bien repartida, con la adecuada mesura, entre unos y otros.
Lo que acababa de suceder
le alteró de tal manera, que fue incapaz
de retomar sus recuerdos por donde los había dejado, ya sólo deseaba que aquel
espantoso viaje concluyera de una vez por todas y que pudiera desembarcar en
Sevilla y poder perder de vista a aquellos miserables que formaban la dotación
del barco. Se juró que si algún día tenía oportunidad de ello, no dudaría en
informar del comportamiento bárbaro y miserable de la tripulación de esa
inmunda carraca y en especial de su capitán, del que en ese momento cayó en la
cuenta, que desconocía su nombre, pero en cualquier caso disponía de
suficientes referencias para poder identificarlo convenientemente, si llegado
fuese el caso. De cualquier manera, debería disimular su aversión por ellos
hasta que llegasen a puerto; pues ya no dudaba en modo alguno de que serían
capaces de todo, si así lo consideraban conveniente o necesario para sus
intereses.
El corazón le dio un
vuelco, cuando tras ver un gran trasiego de gentes en cubierta y movimiento de
aparejos y velamen, comprobó que estaban llevando a cabo las maniobras
necesarias para iniciar el remonte del Guadalquivir, así pues, estaban ante el
último tramo del viaje y en breve estarían en Sevilla.
Pudo ver cómo echaban por
la borda dos cuerpos, sin mortaja alguna, sin oración, sin palabras y él sin
saber porqué, rezó a Alá a Jesús y a Adonai y no se preocupó si alguno o los
tres o el Único se enfadaban con él; pues en cualquier caso, ¿qué más le podía
pasar en esta vida? ¿Perderla? Ciertamente que eso no le quitaría el sueño.
Pensó porqué había hecho aquello. ¿Porqué había rezado, por aquellos
miserables?
Y la mente le llevó de
nuevo a Aviñón, él se encontraba en su recién estrenada casa que le había sido
proporcionada por la intercesión de su buen amigo, Juan de Aviñón, que sería su
protector y garante en aquella ciudad. Era ya muy tarde y se disponía para ir a
dormir, cuando unos fuertes e insistentes golpes en la puerta le sobresaltaron.
Cuando abrió la puerta se quedó atónito, frente a él se encontraba su padre,
que se desplomó en sus brazos, mientras le susurraba pidiéndole perdón.
Cuando lo dejó sobre la
cama tras transportarlo de la forma que pudo y después de desnudarlo, comprobó
la grave herida que presentaba en su costado izquierdo. Se trataba de una gran
lesión producida posiblemente por un puñal y que sangraba de forma importante y
parecía tener ya varios días.
El aspecto, una vez que la
limpió de forma adecuada, era realmente malo, mostraba signos evidentes de
infección y ello unido al estado general que mostraba su padre le hizo temer lo
peor. Su temperatura era elevada, la respiración entrecortada, el color de su
piel blanco con tintes cetrinos que denotaba la gran pérdida de sangre y la
infección que habría extendido la ponzoña por todo su cuerpo. Pensó que lo
mejor sería solicitar ayuda a su amigo Juan de Aviñón; pues sin duda, él
conocía a los mejores cirujanos de la ciudad, que podrían intentar algo; aunque
francamente no creyó que pudiera hacerse mucho por él. Entonces oyó con nitidez
que su padre le dirigía unas palabras:
-Hijo, quiero pedirte
perdón.
-Calla padre, no hables.
-No, déjame hablar. Toma
de la bolsa que llevo prendida de la cintura, la cantidad de dos dracmas, del
preparado que se encuentra en el frasco de alabastro, hierve agua y disuélvelo
y dámelo a beber. Necesito estar lúcido para contarte todo lo que necesito que
sepas.
Asher, sin rechistar, hizo
lo que su padre le había pedido; aunque pensó que fuese lo que fuese, le
parecía una dosis excesiva, pero le dio el bebedizo y esperó. Al cabo de una
media hora había recuperado completamente la lucidez y comenzó a hablar y ya no
paró en varias horas.
Comenzó pidiéndole
nuevamente perdón por haberlo repudiado a causa de su renuncia al judaísmo. Le
reconoció que él mismo en varias ocasiones había tenido serias dudas con su fe
y podría decirse que incluso había renegado del mismo Adonai y aunque hubiese
recuperado su fe, no podía exigirle a su hijo que hiciese lo mismo ni tampoco
podía obligarle a ser un mártir en aquellos turbios tiempos que vivían y en los
que seguramente se avecinaban, que anunciaban ser trágicos para su pueblo.
Después, le relató toda la historia del manuscrito firmado por Jacques de Molay, último Gran Maestre
Templario, que había encontrado en Sevilla y de cómo en estos años había conseguido descifrar su oculto mensaje y
que había querido olvidarlo, hasta que los últimos acontecimientos acaecidos en
la familia, le impulsaron a resolver aquel asunto, que tenía pendiente desde
tanto tiempo atrás. Le relató en detalle todo lo sucedido en su viaje a París y
cómo había sido atacado en el establecimiento donde se hospedaba, cerca de
Lyón. Le dijo, que sospechaba que el ataque estuviera relacionado con el
documento, que había encontrado en la torre de Notre Dame y aunque no podía estar seguro de ello; de lo que sí lo
estaba, es que aquello que portaba en el cilindro que llevaba en su cinturón,
era algo grande, muy grande y de que no sabía porqué; pero Adonai lo había
elegido a él para que lo encontrara. Pero que como ocurrió con Moisés a quién
entregó las Tablas de la Ley y lo eligió para llevar a su pueblo a la Tierra Prometida ,
le impidió en cambio que pudiera pisarla y para ello designó a Josué que entró
en Canaán una vez que todos los de la generación anterior hubieron ya fallecido
y ahora él interpretaba que Di-s le
había elegido a él, para encontrar aquello que estaba perdido y debía
entregárselo a su hijo, que debería darlo a conocer al mundo y él habiendo
cumplido lo que le había sido encomendado, ahora podría partir al encuentro de
Adonai y no intentaría comprender los designios de Di-s de porqué había elegido
a alguien que había renegado de su fe, para llevar a cabo esa misión, Él lo
sabría bien y en su mano estaría enmendarlo, si así era su voluntad y por ello,
ahora él estaba allí contándole todo esto.
Después le hizo entrega
del envase que contenía el pergamino. Su hijo lo tomó entre sus manos,
desenroscó la tapa que lo protegía y con sumo cuidado extrajo el documento. Su
padre le miraba fijamente, se diría que sin pestañear. Estaba absorto para
comprobar la reacción de su hijo, cuando lo extendiese y descubriese lo que
allí se mostraba. Lo acercó al candil y los ojos de su hijo se fueron abriendo
lenta y progresivamente, hasta que los párpados se contrajeron al límite y las
órbitas quedaron expuestas, como queriendo absorber toda la luz de la estancia
e iluminar su cerebro. Asher miró fijamente el rostro de su hijo, su rictus. Y
comprendió que no reflejaba sorpresa, tampoco estupor ni ofuscación; mostraba revelación,
descubrimiento, hallazgo y entonces Asher supo porqué Él había elegido a su
hijo.
VI
El viento le azotó el
rostro con fuerza y le secó las lágrimas que recorrían su cara, mientras aún
conservaba en su retina, la imagen de su padre exhalando el último aliento de
vida, mientras él examinaba a la luz de una lámpara de aceite, el documento que
le acababa de entregar y que llevaba consigo tan oculto, que ya formaba parte
de su propia anatomía. No se había separado de él ni un momento en los seis
años que habían transcurrido, desde que su padre le hizo entrega de él y estaba
dispuesto a dar su vida antes de que le fuera arrebatado, sin haber cumplido la
misión, cualquiera que fuera, que había motivado que se lo hubiera entregado a
él y no a un buen creyente, que sin duda, habría procurado darle el uso para el
que él suponía que habría destinado, aquel que hubiera sido su autor.
Seis largos años sin su
padre, que habían transcurrido de forma muy provechosa para él como médico en
la ciudad de Aviñón; pero durante todo ese tiempo, cada noche, cuando se quedaba solo, en su casa,
con un ritual inmutable, extraía el pergamino con sumo cuidado, lo extendía
sobre la mesa y bajo la luz de la
lámpara lo observaba e intentaba comprender
lo que allí se ocultaba. Pero a pesar de los esfuerzos que hacía y de la
convicción que tenía de que allí debía haber algo oculto, que debería revelarse
y cambiar el rumbo de su vida, noche tras noche el resultado era el mismo: la
nada.
Se acercó a la borda de
babor y contempló los terrenos inundados por las aguas del Guadalquivir,
formando marismas en las que abundaban todo tipo de aves. Pudo contemplar el paso
de una bandada de ánsares que sobrevolaron la carraca, con su coro de
estridentes graznidos. Más allá, entre carrizos, enea y junqueras vio unas aves
zancudas de vistosos colores, que se encontraban en una gran charca, con sus
interminables patas sumergidas y que de forma rítmica doblaban sus esbeltos
cuellos y con sus largos picos intentaban pescar algo que les
proporcionara sustento. Conforme el
navío iba remontando el río, el espectáculo que la naturaleza le mostraba ante
sus ojos le pareció más fascinante. Pudo divisar una manada de ciervos, que
permanecían inmóviles, mirando con indiferencia el paso de la embarcación,
mientras otros, tumbados bajo la sombra que les proporcionaban unos enormes
alcornoques, parecía que los miraban con disimulada curiosidad. Un poco más
adelante, entre jaras y brezos, pudo ver un pequeño grupo de jabalíes, que
escarbaban en busca de comida y no parecían incomodarse con la presencia de una
nutrida manada de caballos de aspecto tosco y robusto, de color castaño, que
hacían ostentosos movimientos con sus cabezas de arriba hacia abajo y de forma
oblicua, produciendo vistosos movimientos de las crines, flageladas por la
brisa de levante, que azotaba el sotobosque de brezos, lentiscos, zarzas y
jaras.
El encanto del paisaje fue
roto de forma abrupta por la aparición en cubierta del capitán y de su segundo.
Ambos le dirigieron una mirada, que él aseguraría que no era precisamente
amistosa, pero no se arredró y se mantuvo firme sin apartar la vista del
cómitre, algo que podría haber sido interpretado como un reto y que ciertamente
no supo porque lo había hecho; pero no podía manifestar algo que no sentía
desde hacía tiempo, como era experimentar la sensación de miedo. Y aunque
ciertamente, que una dosis medida de él, podría ser aconsejable para mantener
cuerpo y ánima unidos, a él ni esto le importaba en exceso y lo que tuviese que
ser pues que fuese. Pero, no obstante, decidió que hasta que llegasen a Sevilla
se andaría con ojo con aquellos, de los que ya conocía sobradamente su ligereza
para despachar prójimos.
Repasó mentalmente todas
las instrucciones que le había dado su amigo y colega, Juan de Aviñón, antes de
partir de la ciudad de los papas. Sabía que nada más desembarcar en Sevilla,
debía buscar la casa de Alonso González de Gallego, que hacía funciones de chantre
en la Iglesia Mayor
de Santa María y que era un directo colaborador del arzobispo de la diócesis, monseñor Juan Fuentes. Debía mostrarle el
manuscrito de Juan de Aviñón y allí le daría hospedaje y se encargaría de
llevarlo hasta la presencia del alto prelado de la diócesis de Sevilla y a partir
de ahí ya se vería.
Las recomendaciones que le
había dado Juan incluían no revelar su condición de converso, si no era
estrictamente necesario y esto implicaba hacerlo, sólo si le era requerido por
la máxima autoridad eclesiástica o por el mismo rey Alfonso, al que, en
principio no creía que tuviese ocasión de conocer; pero en ningún caso, debía
hacer comentario alguno al respecto a nadie más ni tampoco era aconsejable que
hablase con judíos ni que se acercase por la judería; pues hasta podría ocurrir,
que alguien aún tuviese recuerdo de la presencia de él y de la de su padre;
aunque hubiesen transcurrido ya veintiséis años desde que dejaron Sevilla.
Mientras fuese posible, él era cristiano viejo y si por alguna razón era
descubierto, ya se pensaría en algo.
Su amigo Juan, se había
preocupado con tal minuciosidad de la seguridad de Fausto, que había abierto un
canal de comunicación con él desde Aviñón, a través de la correspondencia que
regularmente se despachaba desde el Palacio Papal y el arzobispado de Sevilla.
Así pues si las cosas iban mal, podría hacérselo saber y él con su influencia
con el papa, intentaría poner remedio.
Por tanto, Fausto, de
ningún modo llegaba a Sevilla de similar guisa que cuando lo hicieron su padre,
él y Jimena, huyendo de Toledo. Ahora, al menos era alguien, con una sólida
formación como persona y médico y con las mejores credenciales que en aquel
momento pudiese poseer cualquier cristiano y no digamos ya judío o moro y en
eso confiaba y no sólo en el albur de la providencia, que también pensó, que
consistiera en eso y que Dios ayuda al que sabe procurársela, arrimándose al
que la reparte.
Según le había dicho un
marinero que si no había cambios de viento, podrían llegar a Sevilla antes de
la caída de la noche. Así
que decidió que permanecería hasta entonces en cubierta y a la vez que
contemplaba el paisaje, evitaría cualquier posible encerrona que pudieran
tenderle en su cámara, donde estaría aislado y fuera de la vista de todos. Y es
que ciertamente que desconfiaba completamente del capitán y sospechaba que si
se le presentaba la ocasión podría intentar darle matarile; aunque no
comprendía qué razón pudiera llevarle a ello, a no ser, que pensara que había
visto demasiado y no fuese conveniente que tanto conocimiento anduviese a sus
anchas por las calles de Sevilla.