martes, 29 de noviembre de 2016

EL YIHADISTA

Memoria impostada de patrias de arenas de oro...

y de desiertos de luz de plata.

Infancias en tierra de infieles con piel de cordero.

Renacuajos con ínfulas de dromedarios.

Sacerdotes de un solo libro, de una verdad y una única esperanza.

Promesas de paraísos de placeres eternos...

de riveras de mil vírgenes, de leche y de miel...

Monstruos  desnudos con solo un
cinturón como vestimenta...

Serpientes de plomo de estrellas...

Agujeros negros de inocentes criaturas.

Big bang de la sinrazón.

Muerte de dios.

Y de toda esperanza.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Ausencia

Ausencia…

Sentado en su ataúd con ruedas frente a la puerta con la mirada perdida en el infinito de la nada, la mente ausente desde tiempo atrás y el rostro ajado por la ausencia, por la pena y, en suma, por la misma vida.

Apenas cinco minutos habían transcurrido desde que dos trabajadores de la muerte de la funeraria la Siempre Viva hubieran franqueado el umbral de aquella vieja, herida y recia puerta y con ellos llevaban en un arcón de madera de pino, muerta, inane, ausente; acabada, como la misma madera de la que estaba hecho el féretro que la contenía; Y allí, el cuerpo, los restos de la que cuando en la mente de él aún moraban neuronas, fue su esposa: Jimena; aquella joven morena de cabellos ensortijados imposibles, de labios de caramelo y ojos de rapaz que escudriña el cielo confundiéndose con él mismo, porque sus ojos…sus ojos eran el mismo cielo.

La conoció en la ribera del arroyo que cruza las tierras que en un tiempo fueron de su abuelo, después de su padre y ahora suyas. Era una mañana de primavera en el que la rivera venía crecida por el deshielo, mientras ella, con sus manos ensangrentadas por el gélido contacto de las frías aguas de granizada nieve sobre una piel macerada por la cotidianeidad de aquella vida, lavaba su ropa y, entre ella, sus prendas más íntimas. No podría negar que esto lo alteró, sintió que una sensación inquietante le partía del bajo vientre, de las zonas más nobles de su anatomía, allá donde el recato esconde las formas y se pierden honras y vidas; y desde allí le recorrió todo su cuerpo hasta nublarle el entendimiento. A tal punto, que se lo propuso y lo consiguió. Y un 13 de febrero del siguiente año, en un receso entre siembra y siega contrajo nupcias con ella.

Solo un hijo, después un parto fallido; una hemorragia y dos vidas al borde del abismo de lo insondable, de la grieta que separa la vida de la muerte, y por ella el niño cayó, y ella quedó agarrada con sus manos ensangrentadas al filo del acantilado de la vida, que también es el de la muerte.

Siguieron años muy duros, de trabajo, de venir mal dadas y de pésimas cosechas; pero lo que le arrebataba el alma era verla ausente, carente de luz, de vida y podría decirse que también de alma. Como si por aquella grieta abisal hubiera caído ella y no el tierno infante, que ni siquiera era aún nada. Él, a veces se preguntaba si no habrían intercambiado sus almas, y quien habitase ahora en ella fuera el niño, aún sin conciencia de ser, y ella en realidad ya estuviera muerta; allá en el fondo, en el lugar al que solo puede viajar Orfeo.

Pedro, su hijo, creció por la fuerza de la naturaleza: porque comía y bebía; pero nunca tuvo vida en aquella casa ausente, en la que sus moradores en realidad no estaban y, escasamente eran. Se resignó a crecer con amigos inventados, o no, que pensó que eran fantasmas que a sustituir a sus padres habían venido, y a habitar aquella casa muerta.

De entre ellos intimó con uno, o una; aunque nunca supo si los espíritus tenían sexo…

Pero cierto fue que cuando cumplió catorce años ya sí lo tuvieron y, con el fantasma que hablaba era una preciosa luz de colores, de todos los posibles; era el mismo arcoíris, y sus formas sin duda eran los de una bella joven; pero ¿y su rostro? Nunca conseguía la nitidez precisa para revelar sus facciones.

Su vida se convirtió en una obsesión a la espera de que cada tarde, a la hora en la que el crepúsculo inicia el espectáculo del relevo del astro rey, extendiendo el manto infinito en el cielo, y en él, hecho del tejido con el que se crean los sueños, estampa todos los astros del firmamento, era entonces, una vez que el escenario estaba listo y brillante como solo puede estarlo con la luz del universo, su bella fantasma, como la estrella más fulgurante de todos los orbes, aparecía en escena y lo eclipsaba todo, y también su entendimiento.

Nubló tanto su mente, su capacidad de ser y existir, que ni reparó siquiera que su madre enfermó y en unos días murió, ni que su padre quedaba solo sentado en una silla de ruedas, inválido, con la mente ausente por mor de un cerebro horadado por la carcoma de la demencia, allí clavado, frente a la puerta, esperando a su fantasma.

Y ya no quedó cerebro ni inteligencia alguna en aquella casa hueca para evitar que ocurriera lo que les sucede a las gentes que olvidan que aún tienen vida. Se fueron consumiendo, y él, una noche que era de sombras, que por no haber: ni luna ni estrellas, apareció ella, bella como solo lo son los seres eternos, con su pelo ensortijado imposible, mientras cantaba una nana, a la Luna:

Luna lunita luna…
Luna de aire de luz y de plata…
Que esta noche él te va a ver preciosa…
Y te va a mirar a la cara… 

Y, cuando le tendió la mano para que él la tomase, vio que esta estaba roja, y con evidentes rastros de sangre, como quemada por el frío; pero a pesar de ello sonreía. Al acercarse hasta casi rozarla vio su rostro tan nítido y brillante como la luz de la mañana, y le recordó vagamente a su madre, a las fotografías que tenía de su infancia; pero no, no podía ser ella…

La bella luz solo le dijo:

«Ven conmigo, mi nombre es: Jimena…»