viernes, 20 de febrero de 2015

El barón de Munch

Estaba tan sobrado de riqueza como falto de talento. El barón de Munch había perseguido desde su adolescencia la quimera de convertirse en poeta de mérito; aunque a buen seguro se hubiera conformado con ser novelista; incluso cuentista le habría bastado.
Para procurar su sueño no había reparado en gastos ni en esfuerzos. De hecho, había cursado estudios de literatura, filosofía, teología y lenguas clásicas en las mejores universidades alemanas; incluso había extendido su formación con cursos, seminarios y tesis en otras de Austria y Suiza. Además de ello contrató a los mejores poetas y los llevó a vivir a su casa  durante largas temporadas, recompensándolos con generosos estipendios. Y por si fuera poco siempre contó con la ayuda de Manfred, su fiel mayordomo y amigo, que le animaba cada día a no cejar en el empeño y le proporcionaba todo aquello que se les ocurriera a uno o a otro para conseguirlo.
Precisamente por mediación de él, que le hizo de agente, y con la inestimable ayuda de su inmensa fortuna, no le faltaron editores que publicaran sus libros de poemas, ni tampoco lectores a los que se les regalaban los miles de ejemplares que con el dinero del barón eran lanzados por las editoriales.
Pero él nunca se engañó y siempre supo que carecía de talento.
Hubo un tiempo en el que pensaba que aún le faltaba leer mucho más para poder escribir con soltura, pero comprobó que llegó un momento en el que cuanto más leía peor escribía. Y descubrió que todos y cada uno de los autores a los que estudiaba tenían mucho más lustre literario que él. Hasta que llegó el día en el que ya cualquier cosa le parecía que tenía más calidad que lo mejor que él hubiera escrito nunca.
Pensó que si no podía ser escritor prefería no ser nada, y por tanto la solución sería abandonar este mundo. Y a ello se puso.
Lo organizó todo con la mayor precisión y pulcritud posibles, incluso visitó el panteón familiar en el cementerio de la villa para no dejar aquel detalle al albur de sus deudos –que por cierto aparte de Manfred a nadie más tenía-, y allí sentado en un banco que había en la capilla del mausoleo, pensó en voz alta cuál sería su epitafio:
«Aquí yace un no escritor». «... un gran fracaso», «... alguien que no pudo ser», «... un hombre que ni siquiera fue capaz de escribir su epitafio»...
En ello estaba, cuando entre la deslustrada atmósfera creada por la húmeda neblina de la tarde de aquella ciudad de Renania, una figura espectral se materializó ante sus aterrorizados ojos, y le susurró algo al oído que al barón le heló la sangre, al tiempo que le estimuló el ánima.
Con la respiración entrecortada corrió hasta el carruaje que lo esperaba a la entrada del camposanto, en él, subido al pescante aguardaba Manfred, su mayordomo, cochero, confidente y amigo, que le preguntó que le ocurría al verlo de aquella manera tan desazonada. El barón solo contestó con un escueto «a casa, rápido», tras lo cual se hizo invisible durante días enteros.
Transcurrido más de un mes, durante el cual solo permitió que se le entregasen galletas y té, volvió a dar señales de vida. Llamó a su gabinete a Manfred y le entregó un pequeño cuaderno negro con lomo dorado y un grueso fajo de billetes grandes, tan abultado que Manfred nunca antes hubiese visto fortuna tal. Le pidió que tomase el coche y marchase a la estación del ferrocarril para llevar a cabo el encargo que en la misteriosa libreta llevaba convenientemente detallado. Tenía instrucciones de no leerlo hasta que el primer tren de la mañana –con él a bordo-, hubiese iniciado su marcha con destino a Aquisgrán, primero, y a París después.
Cuando el convoy abandonaba la región alemana de Renania y se adentraba en territorio francés, Manfred abrió con gran parsimonia el cuaderno de azabache y oro, y leyó: «Balzac, Molière, Delille, La Fontaine, Musset, Nerval»…después un nombre: «Cimetière du Père Lachaìse».
Buscó en las páginas siguientes, pero todo aquello era un galimatías. No entendía qué es lo que el barón pretendía que él hiciese en París, ni que significaban aquellos nombres, de los que alguno identificó claramente como afamados escritores franceses, ya todos muertos -un par de ellos muy recientemente-, y el nombre del Cimetière du Père Lachaìse aún le confundía más. ¿Y el tremendo fajo de billetes?, ¿qué es lo que se suponía que tendría que hacer con tanto dinero?, ¿Qué habría que comprar? ¿Podría ser que quisiera que visitase las tumbas de estos personajes y anotase cómo eran, qué epitafios tenían? Entonces recordó que había acompañado al barón antes de su encierro en su gabinete durante dos meses al cementerio de la villa, y que tras aquella visita se había producido un cambio en él. ¿Quizás estaba enfermo de forma irremisible y esperando su muerte próxima se preparaba para ella?, o ¿podría ser que estuviera planificando su suicidio, desencantado por su rotundo fracaso como escritor?
Cualquiera de aquellas podían ser las razones, pero no tenía más elementos que pudieran aclararle más. Por ello, continuó examinando el diario y en la última página halló una instrucción: «Te alojarás en el Hotel Crillon, de la plaza de la Concordia»
Y así lo hizo, se alojó en una suite que estaba a su nombre en el aquel mítico y lujosísimo hotel de la plaza más famosa de cuantas hubiese en la ciudad de la Luz y en el mundo libre, pues desde el balcón de aquella habitación Manfred pudo ver el lugar exacto en el que haría casi cien años se alzó el patíbulo en el que iba instalada la guillotina, que de un certero tajo cercenó el cuello de aquel rey que permanecía en el trono bajo la legitimidad de la Historia, y de Dios según otros, y que un lunes veintiuno de enero de mil setecientos noventa y tres fue separado de él para siempre, y del privilegio de que una familia reinase en Francia sobre todos los, a partir de ahora, llamados ciudadanos libres.
Entusiasmado estaba Manfred con estas reflexiones cuando un empleado del hotel le entregó un sobre lacrado con el sello del establecimiento, tras lo cual y sin aceptar propina alguna, hizo una más que ostensible reverencia y se retiró, dejándolo solo para que leyera aquella misiva.
Con un abrecartas con mango de plata repujada de piedras preciosas simuladas, y hoja de acero con el nombre y sello del hotel troquelados, procedió a rasgar el sobre que contenía la misiva. Lo hizo con cierta ansiedad matizada con la templanza que le concedía toda una vida dedicada al servicio del barón.
Una vez tuvo ante sí la cuartilla la leyó:
«Mañana a las tres de la madrugada en la puerta de la rue de la Roquette del cementerio de Pere- Lachaise».
No cabía preguntarse nada, pues allí nadie más había para responder, por tanto solo podía esperar a que transcurriese el día siguiente y llegase la madrugada.
Y llegó y estuvo puntual en el lugar convenido, precavido de que nadie lo viese, aunque en principio nada tuviese que ocultar, ¿o sí? Cierto era que aquella misión suya no era muy normal, y por tanto era previsible que el misterio acabase en algún acto ilegal.
Transcurrió más de una hora hasta que apareció un hombre –del que no pudo percatarse de dónde había salido-, llevaba la cara cubierta por un pasamontañas y el cuello levantado de su abrigo de recio paño. Se aproximó hasta él y sin darle saludo alguno le entregó un pequeño saquito de fina tela aterciopelada y dos notas, respecto a una de ellas le hizo ademán de que no la leyera ahora, así pues desdobló la que se suponía que sí podía leer y comprobó su contenido: «mañana a la misma hora». Absurdo –pensó-, le entregaba una nota solo para decirle eso, intentó replicar al extraño, pero este con una actitud amenazante le hizo callar, tras lo cual desapareció saltando la tapia del cementerio, que era por donde supuso  Manfred que habría aparecido.
Cuando en la soledad de su lujosa residencia del Hotel Crillon abrió el sobre con la otra nota, y el saquito de tela de terciopelo, quedó mudo del asombro que aquel hallazgo le produjo. ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¡Tal era la desesperación del barón que era capaz de cualquier cosa, por absurda que pareciese! ¡Y de hecho, aquella lo era! ¡Sin duda la más de cuantas hubiera tenido la ocasión de experimentar o incluso oír referir en su larga y azarosa vida! 
A la madrugada siguiente puntual acudió a la cita…y a la siguiente…y a la siguiente de la siguiente. Y así hasta diez noches. Tras lo cual recibió un último sobre, y el individuo le hizo indicación para que lo abriese allí mismo.
«Mañana a la misma hora de siempre, traerá el dinero convenido»
¡Claro, el dinero! ¡Nadie lo creería, pero lo había olvidado por completo!, ¡quizás a cualquiera en su situación le hubiera ocurrido lo mismo!
La madrugada siguiente se reunieron por última vez a la tenue luz de una lámpara de aceite que transformaba las siluetas de sus sombras en imágenes chinescas del inframundo. Aquel último intercambio le produjo a Manfred una impresión que tuvo por cierto que aunque mil años viviese no podría olvidar. Y es que después de darle el enorme fajo de billetes, el desconocido le hizo una última entrega. Era una pequeña cajita de madera y en la tapa escrito con tinta roja, un nombre: «Voltaire» Después de eso se separaron y mientras regresaba al Hotel Crillon sintió que un escalofrío doloroso como un hierro incandescente le atravesó el alma.
En la lujosa soledad de su habitación debatió consigo mismo sin piedad si debería seguir con toda aquella locura adelante o dejarlo todo y huir, desaparecer de su mundo, quizá emigrar a otro continente, pero no ver nunca más al barón de Munch. Miró a través de los límpidos cristales de la balconada que daba a la plaza de la Concordia y su mirada se fijó en el lugar en el que la guillotina cercenara la regia cabeza del Borbón, y sintió que era la suya propia la que era separada de su cuerpo.
Como llevado en volandas por una fuerza superior, empaquetó toda su impedimenta y su valiosa carga, y sin dar aviso a ningún empleado del servicio de habitaciones ni a mozo alguno se dirigió a la escalera que conducía al lobby del hotel, y allí ordenó que le pidiesen un coche de punto, tras confirmar que la cuenta de su alojamiento estaba saldada.
En la Estación de Saint Lazare tomó el primer tren con destino a Aquisgran. Y cuando la máquina expelió su primera bocanada de negro aliento, sintió que su suerte estaba echada.
A su llegada a casa experimentó la sensación de que su zozobra moral y anímica iba pareja con la euforia del barón, el cual parecía poseído por una fuerza sobrehumana y un ánimo desconocido hasta entonces para Manfred, al punto, que barajó la posibilidad de que hubiera hecho un trato con el mismo diablo, y que eso explicara todo aquel enrevesado asunto. Definitivamente no era él creyente en la existencia de ese tipo de cambalaches del inframundo, y la explicación más simple y también más probable era que se hubiera vuelto completamente loco por su obsesión de ser escritor, y dado que económicamente podía permitírselo, bien él o algún avezado embaucador, lo habían embarcado en aquella absurda historia.
Mil trescientos cuarenta y cuatro gramos fue el resultado de la pesada que el barón realizó de todo el contenido de las bolsas de tela aterciopelada y de la cajita de madera que Manfred le llevó como resultado de su extraña encomienda parisina. Tras ello le entregó a su amigo, ayo, mayordomo y confidente un escueto breviario en el que se le daban puntuales y estrictas instrucciones de lo que se esperaba que hiciese con aquella preciada mercancía.
Y Manfred puesto que no optó por abandonar al barón ni este mundo, obedeció, y de la manera que su señor le había indicado fue dispensándole diariamente la dosis que le había marcado.
A primera hora de la mañana, en ayunas, ingería dos cucharadas soperas de un sirope elaborado a base de cincuenta bayas y plantas silvestres obtenidas de bosques en los que había sido probada la existencia de seres exotéricos, tales como hadas, gnomos o duendes, o que hubieran sido incluidos en alguna obra de algún autor consagrado de la literatura; y junto a ello una raspadura, de no más de un gramo, de materia ósea de aquellos restos de afamados escritores traídos por Manfred de París y sacados de sus tumbas del Cementerio de Pere Lachaise por aquel desconocido sujeto de voz ausente y cara embozada con pasamontañas.
Tres meses después, en una mañana que ya era de primavera y las nieves ya se habían retirado dejando desnudos los campos sinfónicos Beethovianos, aquellos en los que el sonido del viento agitaba las hileras de tilos, reproduciendo para los oídos avezados las sinfonías de aquel sordo que esta tierra pariera para el gozo y disfrute de la Humanidad, y justo fue en aquel nuevo día de luz renacida tras el invierno de Renania, cuando el barón completamente henchido de orgullo, engolado en el regocijo de la lectura de su última creación pregonó a los cuatro vientos y a Manfred, que era su único interlocutor, que por fin había logrado crear algo de mérito, ¡de mucho mérito! Y a aquel triunfo siguió otro, y otro, y otro, y transcurrieron los meses y la actividad creadora del barón de Munch se transformó en febril, y lo que antes era desolación y zozobra se había tornado en euforia y admiración de sí mismo, y de su obra, al punto que ya no había autor que resistiera comparación con él, y le pidió a Manfred que visitara a los editores para que lanzasen ediciones de lujo de sus nuevas obras, y le dio instrucciones para que todas fuesen repletas de grabados, en los que no se escatimaran las tintas más exquisitas que en el mercado pudieran hallarse. Y pan de oro. Pidió que cada letra capital al comienzo de un verso, de un párrafo, o de un título, fuesen repujadas de oro y púrpura. Y cuando Manfred dijo que por muy bien que escribieran el costo de aquellos libros muy pocos se lo podrían permitir, dijo simplemente que él lo pagaría todo, que no le importaba obtener dinero con la difusión de su obra. Era un bien para la Humanidad y con eso le bastaba.
Manfred no tenía más opción que obedecer al barón, a pesar de que calculó que en no mucho tiempo estaría completamente arruinado. Además, su obra no solo no había mejorado, sino que había creado un nuevo género, que era el de la más completa estulticia. A pesar de ello la codicia que mostraron los editores no parecía tener límite, y nada más recibir el encargo se pusieron manos a la obra para imprimir los más bellos libros que nunca hubieran salido de sus imprentas, eso sí de la obra más zafia que se recordara desde los tiempos en los que Gutenberg diseñara su ingenio.
Como Manfred había calculado, la enorme fortuna del barón de Munch se acabó cuando aún le restaban no menos de trescientos gramos de tejido óseo de varios de los más afamados poetas del presente siglo y alguno de los pasados, y una falange intacta del genial Honorato de Balzac.
Hasta que llegó un día en el que en aquella mansión del barón de Munch, como único alimento solo quedaba tejido óseo de afamado escritor francés, y algo de hierbas, aunque ya no fuesen de bosques encantados, sino de los jardines de la casa que había ido recolectando el pobre Manfred para evitar que el barón fuese consciente del estado al que había llegado las cosas. Y es que Manfred hacía mucho tiempo que tenía por cierto que el barón había perdido por completo el oremus, al punto de que ya no era capaz de distinguir una obra escrita por él de otra salida de la mano de cualquiera de los más grandes poetas franceses, italianos o alemanes. Y con ello había perdido también el apetito por las necesidades nutricionales más perentorias, y ya solo tomaba sus dosis de tejido óseo con la infusión de hierbas de jardín correspondiente, y ni más agua ni alimento alguno nutrían su cuerpo ni su ánima. El deterioro del barón era tan evidente que llegó un día en el que reparó que sus piernas ya no sostenían su famélico cuerpo, que más parecía que se hubiesen apoderado de él los huesos de aquellos poetas a los que él había canibalizado.
Manfred no supo qué es lo que tenía que hacer. Por una parte no parecía estar la mente del barón en disposición de recibir reprimenda alguna, fuese para obligarle a comer, a beber, para explicarle el estado de sus finanzas, o para hacerle revertir su delirio de poeta caníbal. Solo quedaba esperar que la naturaleza acabase su trabajo y devolviera a la tierra a aquella pantomima de poeta, junto con los restos metabolizados de aquellos que sí fueron grandes en su día.
Una mañana del mes de octubre, recién entrado el otoño, cuando los tilos comenzaban a cambiar sus ropas de temporada y los campos verdes de Renania se tornaban ocres rojos y amarillos para abrigar a la tierra, antes de que los blancos fríos cubrieran con su límpida colcha aquellas tierras de Alemania, fue entonces cuando ocurrió un hecho que aún todos recuerdan  haber oído contar a su abuela, muchos afirmando que era pura superchería, pero otros más versados aseguran haber leído la magna obra que aquella mañana de otoño en las tierras de Renania, en la mansión del barón de Munch, había aparecido entre las manos desnudas de carne, apoyada en el pecho de costillas, clavículas y esternón, de lo que se suponía que era el esqueleto del barón. Y ocurrió que cuando su fiel amigo, mayordomo y escudero Hans entró en su alcoba así lo halló, convertido en esqueleto, sujetando entre las falanges descarnadas de su mano derecha una pluma, y apoyado contra su caja torácica ausente de vísceras aquel libro. Y cuando lo abrió y leyó su primera página quedó petrificado:
«Obra póstuma de poetas y escritores del cementerio de Pere Lachaise dedicado al barón de Munch, caníbal y padre de todos nosotros»
Y dentro pudo leer las más bellas historias del inframundo que ningún humano antes hubiese leído, y entre líneas Hans tuvo consciencia de cuál era la esencia de la vida y de la muerte, tras lo cual, henchido de la felicidad que confiere la sabiduría plena, abrazó el cadáver de su amigo y se marchó con él, y con todos los poetas, a un lugar que solo ellos, y los que en el futuro sean escogidos, conocerán.

lunes, 16 de febrero de 2015

El escritor amigo del viento

¡Soy escritor!  Gritaba aquel orate mientras pateaba las hojas caidas de los tilos que adornaban el camino que bajaba de la montaña del olvido. Nadie  hizo caso  a sus gritos desgarrados por la angustia de la negación de la esencia de su ser. Para él su razón de vivir era ser escritor. Pero nunca nadie lo escuchó, solo el viento que llevaba sus desgarrados gritos reivindicativos. Y aunque cualquiera hubiera pensado que solo eso no podría bastarle, todos se habrían equivocado; pues una fría mañana de otoño, mientras Hans el orate seguía la hilera de tilos más allá de donde la montaña se transformaba en mágica, una suave brisa le acarició el rostro y justo en su oído le susurró: "No te preocupes por lo que piensen los humanos de ti, tampoco creen que  yo sea pintor y dibujo escaleras de caracol en la arena y las hago subir hasta el cielo. Tú serás escritor porque yo captaré tus ideas y las llevaré con mis soplidos susurrándolas en los oídos de las gentes, sin que siquiera reparen en ello. Y, ¿sabes?, a partir de ahora tú me sugerirás historias y yo las subiré en mis escaleras hasta el infinito. Y allí están los grandes escritores que en el mundo han sido, y ellos te apreciarán, porque todos harían eso por mí, cualquier cosa por quien tanto los ha inspirado.
Recuerda que yo soy el viento y tú mi amigo.

Dedicado al escultor Martín Chirino

lunes, 2 de febrero de 2015

El Profesor

Aquella mañana de frío temprano del mes de octubre Adele recorría la media milla que separaba su pequeño y recoleto apartamento del campus del aula magna de la Facultad de Medicina. Iba para recibir su primera clase de Anatomía Humana que impartía el catedrático; uno de los más afamados -en muchos sentidos- profesores de aquella Universidad.
Fue una de las primeras en llegar y ocupó un asiento de primera fila; no quería perder ningún detalle del dibujo que hiciese para ilustrar la clase del día; ya que según le habían dicho no había preámbulo alguno en aquella asignatura, y a buen seguro que inauguraría el curso dando una clase maestra de embriología.
Y así fue. Sin mediar más presentación que un "buenos días a todos" tomó sus tizas de colores y dio inicio a la reproducción de un embrión humano. Y lo hizo como si la misma mano de Miguel Angel hubiera tenido la ocurrencia de haber visto de esta manera el origen de la vida en su Capilla Sixtina.
Adele fue incapaz de seguir el dibujo con los lápices de colores en su bloc, completamente absorta en la contemplación del profesor Charcot en la elaboración de su obra, al tiempo, que la voz de él invadía su entendimiento como si de la música de Bach se tratara, y cada una de las palabras, cada uno de los enrevesados nombres de las tiernas estructuras anatómicas de aquel proyecto impostado de persona, se  transformaron en la mente de Adele en pura poesía. Sintió y vio cómo el profesor la tomaba del brazo y juntos caminaban por una senda flanqueada de tilos, entre campos de diminutos embriones que evolucionaban al ritmo de la música de Miles Davis, hasta convertirse en tulipanes negros, mientras otros se tornaban blancos al son de Fly Me to the Moon, en la voz de Frank Sinatra.
Y tomándola por la cintura bailaron entre las flores un vals de Johann Strauss. A ella le preocupaba tropezar en una piedra o que su vestido se enredase entre los tulipanes; pero las fuertes y delicadas manos del profesor Charcot la mantenían suspendida, sin que sus pies tocaran el suelo. Y así, levitando, haciendo mil giros y arabescos danzarines, intentaba mirar el rostro seductor de aquel ser que la había hechizado. Pero con cada movimiento el rostro de él se giraba y siempre a ella le daba la espalda. Y la felicidad plena se transformó en angustia,  la música de Bach, la de Miles Davis y la de Sinatra se tornaron en ritmos de campanas tocando a tránsito, los tulipanes en cadáveres de niños, y su vestido en una mortaja. Y al fin pudo ver el rostro del profesor Charcot, que la miraba fijamente con una sonrisa sardónica; y en ese momento un escalofrío le horadó las entrañas, al comprender que aquel era el rostro de la misma muerte.
Procuró volver en sí, regresar de su ensoñación, retornar al aula de Anatomía, escapar del hechizo de aquel brujo de la seducción; pero no solo no pudo, sino que sintió que escapaba de aquellos campos de tilos y se vio incrustada en la pizarra, se transformó en un dibujo; era la representación de un embrión. Y aquel brujo la miraba -ya estampada como dibujo- y le dedicó una sonrisa aterradora. En ese momento supo que ella era un embrión y el profesor Charcot... su padre.