miércoles, 25 de septiembre de 2013

La luz de Sefarad. En la Granada nazarí




TERCERA PARTE






















31
GRANADA
I
Alcanzaron la capital del reino nazarí, a la caída de la tarde del quinto día y por suerte para unos y desgracia de otros, no tuvieron sobresaltos en el camino. Ningún grupo de soldados cristianos se había cruzado con ellos y ahora cada uno tendría que enfrentarse con su destino.
 Entraron en la ciudad por la Puerta de Elvira y bordeando el Albaicín, se dirigieron hasta el Puente del Cadí, por donde atravesaron el Darro. Franquearon la muralla de la Alcazaba por la Puerta de las Armas y entraron al interior del recinto de la Alhambra, la joya del reino Nazarí, último reducto musulmán de la otrora gran Al-Andalus.
El grupo, allí fue dividido. Los presos fueron conducidos de malos modos a unas mazmorras, que allí había, donde permanecerían hacinados, hasta ser llevados al zoco, para ser vendidos, los que no fueran requeridos para servir al sultán. Los soldados se dirigieron a sus cuarteles, situados a ambos lados de los muros del recinto de la Alhambra, donde se concentraba un gran contingente de tropas, listas para defender la residencia del sultán, si el infante Pedro tuviese la osadía de aventurarse hasta ello.
Dos de los soldados que les habían acompañado, les ordenaron a Asher y a los suyos que les siguiesen. Atravesaron el recinto de la Alcazaba y salieron a un gran recinto de unas mil varas de largo por más de doscientos de ancho completamente amurallado, en el que a su izquierda, podían verse dos magníficos edificios que dejaron encandilado a Asher. Preguntó a sus guías qué era aquello y le dijeron que se trataba del Mexuar y del Cuarto Dorado, donde se reunía el sultán con sus ministros, para tratar de los asuntos del Reino.
Un poco más adelante, se encontraba una construcción, de tan extraordinaria fábrica, que cortó la respiración de Asher. Se trataba del palacio del Partal, que formaba parte de un soberbio conjunto de edificios, en la que había una parte noble que servía de residencia a Ismail, cuando no se retiraba a su nuevo lugar de recreo del Generalife, situado fuera del recinto de la Alhambra y que había sido construido por Muhammad II, y que en estos tiempos, estaba embelleciendo y ampliando Ismail.
En el complejo del Partal, había una zona reservada para los sirvientes de la corte del sultán y en ella, también podían distinguirse distintas clases de aposentos, en función de la categoría de los empleados del rey.
Como ya era tarde y la noche estaba cayendo, les acomodaron en una estancia reducida, de no muy buen aspecto y les dijeron, que al día siguiente, los llevarían a un sitio más adecuado.
II
Asher estaba exhausto por el viaje, pero aún así no podía conciliar el sueño, su mente estaba embotada y sus ideas confusas; pero sabía que debía restablecer el equilibrio en su interior. De entre los muchos problemas que tenía por delante, le acuciaba, la previsible y eminente comparecencia ante el sultán, en la que tendría que fingir, de forma convincente, el papel de su nueva personalidad.
No veía grandes problemas, en suplantar a Al-Mansur como médico, pues en realidad él estaba, si cabe, más cualificado en la profesión; pero dudaba de sus conocimientos de la lengua árabe, que aunque hasta ahora había pasado por uno de ellos, no sabía si conseguiría lograrlo, entre musulmanes de más cultura, como era seguro que encontraría, en aquella corte nazarí. Además debería comportarse como un buen musulmán. Había resuelto sus problemas de conciencia “conversando con el rabí Levi”. No cometería pecado contra Adonai, porque sólo fingiría y además se trataba de salvar no sólo su vida; sino la de su hijo y la de Jimena.
Debería estar muy atento a todos los detalles, que debiera observar un buen creyente en la fe de Mahoma y ciertamente que no sería fácil. Además, tenía que aleccionar en esto también a su hijo Asher, que era un completo desconocedor de las prácticas de los seguidores de Alá. Aduciría, que en Córdoba, no se le había permitido recibir las enseñanzas propias de un buen musulmán. Afortunadamente, con Jimena no tendría muchos problemas ya que conservaría su condición de cristiana y sólo tendría que insistirle en el papel, que se supone que tendría que desempeñar, una buena mujer de un musulmán de cierta calidad, como se suponía que era él.
 En realidad, las mujeres cristianas y musulmanas, no diferían en gran manera en las funciones e importancia que desempeñaban en las familias. En ambos casos, estaban en un segundo plano; aunque quizás las cristianas, osaran con más frecuencia que las musulmanas, a escapar a ese estatus retando a sus maridos. Por su parte y aunque más sumisas que las cristianas, las musulmanas eran más respetadas y estaban protegidas por el Corán en su dignidad; siempre que no se saliesen de su papel, que estaba bien delimitado. Así, cuando se servía la comida en una casa musulmana de Granada, primero comía el cabeza de familia y sólo cuando este había terminado, lo hacían los hijos, primero los varones, luego las chicas y una vez todos habían concluido, comía la mujer y madre de la familia; incluso si la suegra vivía con ellos, esta tendría preeminencia sobre la nuera.
En la sociedad nazarí los varones podían ejercer la poligamia, hasta cuatro mujeres podrían llegar a tener; aunque sólo se lo podían permitir algunos ricos comerciantes y altos funcionarios de la corte del sultán; pero para otros no tan ricos, siempre quedaba la posibilidad de comprar una esclava, que podía ejercer funciones de esposa e incluso concebir hijos de su amo; pero nunca podría alcanzar la dignidad de ella.
 Las súbditas del sultán, cuyos esposos tenían un estatus alto en la corte o en la sociedad granadina, llevaban una vida cómoda y agradable; aunque algo aburrida, no salían ni a hacer la compra, que habitualmente lo hacía el cabeza de familia o algún mandado por él. Ellas organizaban el funcionamiento de la casa, la limpieza, la preparación de la comida, los pequeños arreglos, con la ayuda de sus sirvientas y sobre todo, el cuidado de su cuerpo, de su belleza. Para ello, disponían de todo tipo de cosméticos, perfumes y conocimientos en ese arte; pues una función principal, era mantenerse bella y atractiva. Para y sólo… para su esposo.
Las calles, no eran habitualmente frecuentadas, por las damas respetables de la Granada nazarí. Apenas salían en las fiestas señaladas y los viernes, para visitar a los difuntos en los cementerios. Siempre iban acompañadas y cubiertas de pies a cabeza, dejando sólo al alcance de la luz del sol, los ojos, que no podían ser vistos de frente; pues debían caminar con la vista dirigida hacia el suelo. Pero las mujeres eran curiosas y sus casas, estaban diseñadas para no poder ser vistas desde el exterior; ni siquiera para los que, por cualquier motivo, entrasen en ellas; en las que nunca penetrarían más allá de las habitaciones que seguían al zaguán. En cambio, las damas nazaríes, si podían otear lo que se cocía en el vecindario, mirando a través de las celosías de alguna ventana en las casas nobles, o desde las terrazas, donde siempre había algún mirador escondido, desde el que cotilleaban el exterior y les permitía satisfacer su natural curiosidad femenina.
III
Asher despertó a la luz del día, tras haber dormido plácidamente derrotado por el cansancio. Despertó a Jimena y a su hijo y se asearon de forma superficial, con una jofaina que les habían dejado para el efecto. En ello estaban, cuando les alertó la potente voz del almuédano, que desde el minarete de la mezquita Mayor, situada al sur, frente al Partal. Llamaba por segunda vez a la oración, la primera había sido hecha a las cinco de la mañana y como es de suponer, no había sido oída por ninguno de ellos.
Como nadie fue a llamarlos y era tarde, Asher decidió salir al exterior y las maravillas que allí vio, le trasladaron a otro mundo, y dejándose llevar, sin hacer caso a su hijo, que le advertía que no debían deambular por allí, se adentró en el complejo palaciego.
El Partal, había sido construido por los sultanes Muhammad II y Muhammad III, antecesores de Ismail, como residencia privada y de sus sirvientes. Aunque en ocasiones, había sido utilizada para realizar recepciones oficiales, ahora para este cometido, Ismail utilizaba el recién construido Mexuar. Era un edificio de singular belleza. Debía su nombre al pórtico de cinco arcos, que se apeaban en pilares, siendo el central más ancho y alto que el resto. El pórtico, estaba cubierto por un alfarje plano repujado, con una pequeña cúpula central y daba acceso hacia el norte a una torre de planta cuadrada, que avanzaba sobre una muralla hacia una sala también cuadrada en su interior, en la que se alzaban preciosos zócalos de alicatado y delicadas filigranas de yeserías, cubiertas por una armadura de limas.
Extasiado y maravillado estaba, con esta visión de exquisitas construcciones, cuando fue bruscamente retenido, por dos hombres de tez oscura y brazos fuertes, como ramas de roble, que le empujaron hasta hacerle dar de bruces en el refinado, aunque duro empedrado. Antes de que fuese agredido, pudo reaccionar a tiempo, identificándose como el médico del sultán; dejando paralizados en el acto a sus agresores.
Asher se disculpó ante ellos y les relató, que habían llegado a la Alhambra la noche anterior y que tan impresionado estaba con las maravillas que allí había, que se había adentrado en el palacio sin reparar en ello. Los hombres del sultán, incrédulos, condujeron a Asher y a su familia, a las dependencias de la guardia personal del sultán, situadas en un sótano anejo al palacio. En aquel momento, empezó a temerse lo peor y a lamentarse por su irresponsabilidad.
 A él, le condujeron ante el que parecía estar al mando de la seguridad del sultán. Este era un moro de tez aceituna, con la cara atravesada, de parte a parte por una tremenda cicatriz y con un ojo tapado por un parche y todo ello, le confería un aspecto feroz que hubiera hecho temblar las zancas a cualquier nacido de madre; pero no a Asher, que de nuevo agudizó su ingenio y se atrevió a decirle al terrible ogro:
-Veo que sois osado, al atreveros a detener al Al-Hakim personal del sultán. Espero que sepáis responderle con igual presteza y valor cuando os pida explicaciones por ello.
-No sabía que…
-Pues ya lo sabéis y ahora os exijo, que me dejéis marchar a mí y a mi familia. Estoy a la espera, de que me haga llamar nuestro señor Ismail.
-¡Caterva de inútiles! Llevad al Sahib donde él os indique.
En el camino de vuelta, al lugar donde habían pasado la noche, se cruzaron con cuatro hombres, que iban exquisitamente ataviados con una larga túnica de colores oscuros, como correspondía a la época del año. Pues era costumbre en el reino nazarí, utilizar tonos claros en las épocas de estío y oscuros, cuando el frío se hacía presente, según una refinada moda venida de Oriente y que como es de suponer, desconocían los cristianos, más rudos en estos menesteres. Iban tocados por un turbante, como le exigía el protocolo de la corte de Ismail, a todas las altas dignidades y a los servidores directos del rey.
Al ver acercarse a Asher, lo abordaron y de forma cortés, le indicaron que debía acompañarles a la presencia del sultán; aunque antes debía vestirse de la forma adecuada. Para ello, le condujeron a unas dependencias del palacio, donde dos pajes le esperaban.
De forma casi automática, le tomaron medida, de todas las partes de su cuerpo que tenían que ser cubiertas y después salieron de la estancia. Con una presteza que sorprendió a Asher, estaban de nuevo con él. Le indicaron que se desvistiese, hasta quedar como su madre lo trajo a este mundo, haría ya casi cuarenta años, en una fría mañana del mes de Tevet, en su añorada Toledo.
Le dieron unos calzones de fino paño, una camisa y una túnica de color azul turquesa, para cubrir su cuerpo hasta las rodillas. Para calzarse los pies, unas babuchas de duro paño con suela de fieltro y para cubrirse, el obligatorio turbante de la corte nazarí. Y como ya las temperaturas eran bajas, le entregaron una marlota en forma de sayo, confeccionado en un grueso; pero suave paño, con el que podría resguardarse del frío, que ya era intenso en el recinto de la Alhambra, sobre todo, cuando los vientos procedentes del norte traían los aires gélidos del Yabal Sulayr –Sierra Nevada, que la llamaban los cristianos.
De esta guisa, le condujeron a través de un pasillo, con abiertos ventanales y paredes de estuco, repujadas en increíbles filigranas con motivos florales y textos coránicos. El alfarje de la techumbre resaltaba la belleza del conjunto, como él no había visto antes en ningún lugar de Castilla. Una puerta de madera noble, finamente tallada, daba paso a una estancia digna del paraíso. Estaba iluminada por dos enormes miradores que daban a un patio, donde corría el agua, por unos canales, procedentes de una fuente situada en el centro, recordando lo que les esperaba a los buenos creyentes, cuando fuesen al encuentro con Dios.
El techo y las paredes de la sala, estaban adornados hasta la media altura de un hombre, por un zócalo de bellos azulejos, en los que predominaban los tonos verdes y azules. Por encima de ellos, las paredes se adornaban con figuras repujadas en estuco, con transcripciones de suras coránicas. El techo estaba revestido por maderas entrelazadas y policromadas. Alrededor y sobre el suelo cubierto por una estera de esparto, se extendían por toda la superficie de la sala, grandes alfombras, traídas de los mejores telares de Bagdad.
Apoyados en las paredes, grandes almohadones circundaban los laterales de la estancia, que estaba presidida en la parte frontal, por un sillón dorado con incrustaciones de pedrería, que se situaba algo elevado del nivel del resto de la sala y que estaba reservado para el sultán.
IV
Por una puerta del fondo del salón entraron cuatro pajes, exquisitamente vestidos y tras ellos, otros cuatro, dejando en medio a un hombre de mediana estatura y larga barba, que iba tocado de un turbante de color morado y vestía una túnica de seda carmesí con bordados, en los que en escritura árabe, se hacía referencia a la más alta dignidad de quién lo vestía…era el sultán Ismail I de Granada.
 Al entrar en la sala, todos los presentes y Asher imitando al resto, flexionaron sus piernas, se arrodillaron y doblaron su tórax hasta posar sus frentes sobre la fina alfombra, que vestía el suelo de la estancia. Un ujier de cámara, anunció la presencia del más grande con estas palabras:
“Mi señor el sultán, el combatiente, el justo
  En el nombre de Dios el Clemente, el Misericordioso
No hay más Dios que Dios, todo el poder es de Dios
  Dios es el mejor protector y el más misericordioso de los misericordiosos
Bendito Quien te dio mando en sus siervos y en ti gracia y favor al Islam hizo
De mañana si a un pueblo vas de infieles, eres dueño a la tarde de sus vidas
Con dogal de cautivos, tus palacios te levantan después como albañiles”.
Y dicho esto, todos se sentaron en el suelo sobre los almohadones.
Se disponía a hablar el sultán. Asher observó que nadie osaba mirar a Ismail directamente a los ojos…esperaría para ver cómo se comportaban.
El sultán habló:
-Os he reunido aquí a todos vosotros, mis siervos más queridos, en mi propia casa, en vez de hacerlo en el sitio en que recibo a las gentes de forma oficial y es porque quiero felicitaros, por vuestra heroica victoria en las tierras de los infieles cristianos, que traicionando nuestros acuerdos y pactos de paz, han osado arrasar nuestros campos y ciudades, causando tanto mal y pesar entre los creyentes. Y por eso os damos las gracias, en nombre de Alá el Único, por haber administrado su justicia. Y ahora, quiero que se acerque a mi presencia, el oficial que ha dirigido la operación de castigo.
Asher, identificó de inmediato, al general que había dirigido las tropas en el ataque a la villa de Aguilar.
Se acercó, hasta situarse a sólo unos metros del sultán, hizo una reverencia y a una indicación de este, se irguió; pero en ningún momento osó mirarlo de frente. Un ujier tomó una espada que le entregó a Ismail y este, con gran ceremonia se la dio al soldado, diciéndole:
-Os hago entrega de esta espada, que lleva inscrita en su hoja el lema de mi dinastía: “No hay vencedor sino Dios”. Para que sigáis defendiendo la vida de vuestros hermanos, los verdaderos creyentes y permitamos, que Dios siga reinando en estas tierras y en el resto de la sagrada Al-Andalus, que nos ha sido arrebatada por los infieles, para que vuelva a ser parte de nuestra patria.
-Cumpliré lo que me ordenáis, con mi propia sangre y la de los míos y con la de los hombres que encomendéis a mi mando, para engrandecer el poder de mi Señor y de nuestro Dios, Alá el Único.
Asher, mientras oía esto, se fijaba en todos los gestos que hacían los hombres que allí estaban, así como en los más mínimos detalles, del comportamiento que guardaban ante el sultán, para poder actuar en consecuencia. De repente, le atenazó el pánico, le asaltó la duda de si alguien de los allí presentes conoció a Al-Mansur. Por extraño que parezca, no había pensado en ello hasta este momento. ¿Conocerían su aspecto? ¿Su edad? Si no allí, en este instante… ¿habría alguien en la corte de Ismail que lo hubiese conocido?
En cierto modo, el atuendo que ahora llevaba y la copiosa barba que se había dejado crecer, por suerte, más canosa que lo que correspondería a su edad, podía camuflar su verdadera fisonomía de alguna manera. De todas formas pronto saldría de dudas.
El curso de sus pensamientos fue interrumpido por la voz potente y atiplada del ujier de cámara, que pronunció su supuesto nombre: ¡Sahib Al-Mansur-Aba Abdullah!
Asher se puso en pie y se abstuvo en todo momento de mirar fijamente al sultán. Este dirigiéndose a él le dijo:
-Acercaos, celebro en gran manera que estéis aquí, en mi corte, para entrar a mi servicio como Al-Hakim personal, es mucho lo que he oído hablar de vos y nos place que un creyente haya podido alcanzar tanta fama y respecto entre los dimmies, en unas condiciones que supongo que habrán sido muy adversas para vos; pero aún así, habéis alcanzado una consideración que enaltece a los nuestros. Os doy la bienvenida. He dado órdenes, para que se encarguen de todo lo que necesitéis y desde este momento, estáis bajo mi directa protección y sólo dependeréis de mí. Nadie podrá daros órdenes, excepto quién os habla. Además tenéis mi permiso para que me miréis de frente. ¿Acaso podríais diagnosticar una enfermedad que tuviera en los ojos si no pudierais mirarme a ellos? –Rió de forma ostentosa y fue seguido por un murmullo de risas que se extendió por toda la sala- ¡Al-Hakim podéis retiraros!
Asher estaba muy excitado. ¡Había conocido al sultán y le había dispensado un excelente trato de respeto y consideración!, además, en aquel primer contacto, nadie había puesto en cuestión su identidad, lo que sin duda le supuso un gran alivio; aunque nunca podría estar seguro de que, en cualquier momento, alguien pudiera hacerlo.
V
Los siguientes días, transcurrieron de una forma muy agradable para ellos, les habían buscado un acomodo más que digno. Era una casa pequeña, pero muy acogedora y como todo lo que allí había, muy bella. Se trataba de una edificación de excelente fábrica de ladrillo, con dos plantas al estilo andalusí, con un patio no muy grande; pero que disponía de una pequeña fuente, que estaba conectada al sistema de abastecimiento de agua de la Alhambra.
En la planta baja, había un zaguán que daba entrada a una pequeña sala para recibir visitas y al patio, se abrían dos salas una orientada al norte y otra al sur. En un extremo del mismo, había un retrete para las necesidades fisiológicas y en otro, una pequeña cocina dotada de un horno de ladrillo.
Por una estrecha escalera se accedía a la planta superior, donde había dos habitaciones más, que podían transformarse en alcobas por la noche.
Para el servicio de la casa, le habían asignado a Asher dos sirvientas femeninas, que auxiliarían a Jimena en todos los menesteres de la casa. Además, un asistente masculino, auxiliaría a Asher en todas aquellas gestiones o mandados que él le hiciese, como encargarse de llevar a cabo, la compra del suministro de alimentos para el hogar.
Asher había decidido, que su hijo recibiría la formación coránica en su propia casa. Para ello, disponía de un instructor, que diariamente iría para impartir las enseñanzas del profeta y le ayudaría a progresar en sus conocimientos de la escritura y lectura de la lengua árabe. Su padre prefirió optar por esta solución, en vez de que su hijo acudiera a la madraza, donde podría tener serios problemas, que afectasen a la seguridad de la familia.
VI
Habían transcurrido casi dos semanas y aún no había sido requerido por Ismail, para nada relacionado con sus nuevas funciones como Al-Hakim personal suyo.
Asher estaba al tanto del gran revuelo que había en palacio y le había llegado a sus oídos, que el sultán estaba invadido por la ira y preparaba un ejército para hacer frente al infante Pedro de Castilla, que tras saquear la vega granadina, se comentaba, que osaba acercarse a Granada.
Los rumores se confirmaron y una mañana después de la primera llamada a oración del almuédano, estalló un gran griterío, acompañado de ruido de cascos de caballos, sonidos metálicos y mucho movimiento de hombres de armas. Asher se dirigió a la puerta de su casa, para comprobar qué es lo que pasaba y en ese momento comprobó, que dos soldados perfectamente pertrechados para la guerra, se dirigían hacia él. Le saludaron de forma respetuosa y sólo le dijeron:
-Tenemos órdenes directas de nuestro señor, de entregaros este uniforme y esperar a que os vistáis y os despidáis de vuestra familia, después nos acompañareis.
-Pero… ¿a dónde se supone que voy?
-Acompañareis al sultán en la campaña. ¿Acaso no sois su Al- Hakim personal? Pues ahora va a estar en riesgo de enfermar. ¡Y daos prisa!
Y de esta manera, Asher –ahora Al-Mansur- iba a entrar por primera vez en combate, en el bando de los musulmanes y en contra del hijo de su apreciada reina doña María de Molina.
VII
El infante Pedro de Castilla, había hecho grandes destrozos en toda la vega granadina, arrasando campos y cosechas, saqueando poblaciones y matando a muchas de sus gentes. Había culminado sus correrías y se dirigió hacia Córdoba y cuando allí se encontraba con cinco mil de los suyos, recibió noticias de que los moros de Granada se dirigían a tomar Gibraltar. Entonces marchó sin demora a Sevilla y allí armó una flota, que mandó para socorrer a aquella plaza. Después se volvió para Córdoba y animó a los suyos, para acudir por tierra hasta el peñón para defenderlo o en su caso, volver a tomarlo a los granadinos. Pero estos, al tener noticias de que don Pedro preparaba esa acción contra ellos, se atemorizaron y desistieron de su empeño, abandonando Gibraltar.
Como el infante don Pedro había hecho promesas a sus caballeros, por la toma de la plaza y para no quedar mal con ellos, decidió partir hacia Jaén, donde tras una breve estancia, se dirigió a Cambil y luego se acercó a pocas leguas de Granada, provocando a Ismail; pero este rehusó el reto. Esto produjo gran enojo en el infante, que dirigió sus mesnadas contra Hasvalaos, arrasando todo lo que encontró a su paso, después hizo lo mismo con la plaza de Piña y después fue a Cambil, antes de regresar a Jaén
En esa ciudad permaneció reponiendo fuerzas para después dirigirse a Úbeda. Y estando allí, le informaron que en la villa de Bélmez había un castillo bien fortificado, desde el que los moros estaban haciendo mucho daño a los territorios cristianos vecinos.
Don Pedro decidió ir a tomar la plaza. Llegó y ese mismo día cercó la villa y todos los habitantes se refugiaron en el castillo; pero el infante no cejó en el empeño, envió a su gente a Jaén, para que trajesen los ingenios de guerra que allí tenían y lo asedió.
Ismail al conocer esto, envió una gran tropa para socorrer al castillo; pero una vez allí, no se atrevió a entablar combate con el infante Pedro, al que hicieron entrega de la plaza tras veintiún días de asedio y una vez que se hubo hecho entrega formal de la misma y llegar a los acuerdos pertinentes con los vencidos, Pedro regresó a Úbeda, acompañado de toda su gente.
El infante don Juan, acompañado de los suyos, intentaba llegar a la zona de guerra; pero al saber que Pedro se encontraba en Córdoba se dirigió hacia allí, donde tampoco pudo encontrarlo, pues había partido hacia Sevilla. Optó por enviar mensajeros avisándole de que quería verle; pero no estaba en aquellos momentos para reunirse ni esperar a nadie, tan enfrascado como se encontraba completamente, en su gran campaña contra los moros; por lo que no prestó la menor atención a su tío, de hecho, no llegó ni a verlo.
Don Juan, viendo el gran éxito que el infante Pedro estaba teniendo en su lucha y los grandes estragos que producía al enemigo, optó por esperar el momento oportuno, para plantearle la gran indignación que con él tenía, e inició viaje de regreso a Burgos, desde donde tenía la intención de conminar a la reina doña María de Molina, para que llamase a capítulo, a su hijo el infante don Pedro y le hiciese entrar en razón.
La reina, recibió las más que evidentes amenazas, de su cuñado Juan, exhortándola, a que a la mayor urgencia hiciese llamar a su hijo Pedro y le obligase a compartir las décimas y tercias de la iglesia con él. María volvió a mandarle recado a Pedro, para que viniese hasta Valladolid, para tratar aquel asunto cuya gravedad impedía demorarlo más, a riesgo de que pudiera iniciarse una nueva guerra dentro de Castilla.
El infante Pedro, decidió dirigirse hacia Valladolid cumpliendo las indicaciones de su madre. Partió de Úbeda y sin más descanso que el imprescindible, recorrió el trayecto que le separaba hasta la ciudad del Pisuerga, a donde llegó unas jornadas más tarde.
VIII
En el Alcázar de la reina María, le esperaban ella y su sobrino el rey Alfonso, al que su abuela, ya le daba juego para tratar asuntos de estado. La reina le dejó que descansara convenientemente y le citó para la mañana siguiente, para tratar los asuntos que hasta allí le habían llevado.
A pesar de que el niño rey estaba presente, madre e hijo cruzaron gruesas palabras y las amenazas que Pedro profirió contra el infante Juan, su tío, hicieron que Alfonso llegase a asustarse hasta tal punto, que se escondió detrás de la imponente figura de la reina María, que para él, siempre había representado una fortaleza inexpugnable; pero esta vez la reina en voz alta le recriminó al heredero: ”¡Alfonso, por Dios, sois el rey, no podéis tenerle miedo ni a vuestro tío ni a nadie! ¿Acaso me veis a mí impresionada por mucho que vocifere y se muestre como un energúmeno? ¿Creéis que porque asuste al sultán Ismail y haga huir a los moros, va a amedrentar a la reina de Castilla? ¡Mirad bien lo que hago!” –y dirigiéndose a su hijo le dijo: “¡Pedro, venid aquí y postraos ante vuestro rey y pedidle disculpas!”
Pedro, primero con cara de asombro, después de incredulidad y como viera que la expresión de la reina se mantenía firme, caminó unos pasos, tendió su mano a Alfonso y postrándose dijo: “Os pido que perdonéis mi comportamiento, Majestad, disculpad a este vuestro servidor”.
Los ojos del niño rey, se abrieron de par en par y un gesto de asombro se dibujó en su cara. Le interrumpió su abuela: “Vamos Alfonso, contestad a vuestro súbdito”.
El heredero, hinchando el pecho y tomando aire, intentó modular su voz, para darle un tono solemne y dijo: “Por esta vez os perdono, tío” –esto último se le escapó.
La escena provocó la hilaridad de Pedro y de María e hizo que se relajase el ambiente, hasta el punto de que el infante le dijo a su madre:
-Está bien, aceptaré compartir los diezmos y tercias de la iglesia con el infante Juan, si es eso lo que queréis Alfonso y tú. Podéis llamarlo para firmar el acuerdo.
-Gracias hijo, sabía que serías razonable, una disputa entre vosotros, es lo último que le interesa a la corona. Mañana haré llamar al infante Juan, para informarle de que llegaremos a un acuerdo. Enviaré a Felipe. Le encargaré que vigile sus movimientos y además quiero que vuestro hermano esté ocupado a nuestro servicio. Sigo sin confiar en él.
-Estoy con vos en eso, madre.
Pasada una semana, doña María llegaba a la villa de Cigales, situada a cuatro leguas de Valladolid, donde le esperaba el infante don Juan.
La reina fue recibida por su cuñado, con gran recelo inicial, que fue desapareciendo, al menos formalmente, en el curso de la entrevista. La reina se comprometió, a repartir el dinero de los diezmos y tercias de la iglesia, así como los beneficios eclesiásticos de la declaración de cruzada, por el papa Juan XXII. Por su parte, don Juan, quedaba obligado a formar ejército y acompañar a Pedro en la próxima gran campaña bélica, que librarían contra los moros de Granada.
Doña María, enviaría de inmediato a un mensajero a Aviñón, para informar al Papa del acuerdo que habían alcanzado. Además don Juan, quedó citado para visitarla en su palacio de Valladolid en los próximos días, donde se reuniría con el infante don Pedro, para ratificar los acuerdos, con un abrazo de tío y sobrino.
Don Juan y doña María acordaron convocar Cortes y debido a los desacuerdos generados en las últimas, celebradas en Carrión, entre los representantes de Castilla por una parte y los de León y Extremadura por otra, decidieron convocar a las gentes de Extremadura y a las de León en Medina del Campo y a los de Castilla en Valladolid.






32
VIENTOS DE GUERRA
I
Asher, llevaba varios días acompañando al sultán Ismail, en su intento de socorrer a la fortaleza de Bélmez, que estaba siendo atacada por el infante Pedro de Castilla. Para él, la experiencia estaba siendo terrible. Ni era, ni había sido nunca hombre de armas y aunque su aventura desde que partió de Toledo, huyendo de la justicia, le había proporcionado cierta experiencia, esto era distinto, ahora estaba en una guerra de verdad y los espantos que contempló por el camino, le horrorizaron.
Las luchas eran sin cuartel y habitualmente no se hacían prisioneros, a no ser que se alcanzasen acuerdos, de los que hasta el momento, no había tenido la oportunidad de contemplar ninguno. Había tenido que intervenir en ayuda de los cirujanos, en casos de graves heridas, en cuyo tratamiento, él no tenía experiencia y había temido seriamente con que podría ser descubierto; pues era sabido, que el auténtico Al-Mansur, dominaba la práctica de la cirugía. Pero Asher era inteligente y habilidoso y había intentado en todo momento orientar a los cirujanos, en vez de hacer él mismo las intervenciones y como aprendía con facilidad, pronto se instruyó en la técnica que utilizaban ellos, para tratar las heridas más frecuentes, como era la práctica de amputaciones, que hacían con gran pericia; aunque el resultado de ellas, en aquellas condiciones, casi siempre acababa con la muerte del paciente.
El talento de Asher y la ayuda de Adonai, permitieron, que se hiciera cargo, de un herido que los cirujanos desecharon; porque estimaron que sus lesiones eran inabordables. Se trataba de un enorme guerrero jenízaro, que llegó hasta la tienda, que hacía de hospital, con un tremendo tajo en su abdomen, que había ocasionado que todo el contenido intestinal, saliera de su habitáculo natural y se esparciese por sus flancos, como mondongos en una carnicería.
Asher, inducido por una de sus raras e incomprensibles visiones, se vio impulsado a actuar. Pidió que hirvieran abundante agua en un caldero, se proveyó de abundantes paños de lino limpio y cogió varios afilados estiletes. Después, tomó el caldero de agua hirviendo e introdujo en él, todo el material, incluidas sus manos, en cuanto tuvo la seguridad de que no las perdería, cocidas como pezuñas de cordero en guiso de Orisa.
Dos cirujanos, le observaban con incredulidad y se hacían gestos entre sí, indicando, que aquel Al-Hakim del sultán había perdido el juicio. Pero Asher siguió a lo suyo, tomó una parte del contenido del caldero, que había apartado previamente antes de lavar los instrumentos y lo fue vertiendo en el interior del vientre del moribundo, mientras lavaba las tripas, una a una. Repitió esta maniobra varias veces, hasta conseguir, que el remanente del agua saliese sólo sonrosada. Después, cogió una gran aguja e hilo de cáñamo y tras impregnarlo de una sustancia untuosa, que llevaba en un frasco, de forma minuciosa y paciente, comenzó a coser la pared abdominal plano a plano, devolviendo la tripería a su lugar natural. Una vez hubo concluido, untó más producto del que contenía el frasco, por todo el abdomen del herido y luego lo envolvió con un rollo de paño limpio de lino.
Los dos cirujanos se miraron entre sí y luego a Asher

lunes, 9 de septiembre de 2013

Gentes de Sevilla


Gentes de Sevilla
Íñigo Ortiz, junto a su esposa Sancha y sus cuatro hijos, vivían en una modesta casa situada en la colación de San Gil, en la calle del Pozo, haciendo esquina con la del Medio Culo y a escasas varas de la puerta de la Macarena. Todos los días, antes del alba, dejaba su casa y cruzaba la muralla para acudir a la huerta que tenía arrendada, donde cultivaba todo tipo de productos, que luego vendía en el mercado de la Feria y con ello mantenía a su prole de una forma más que digna. Íñigo tendría unos treinta años, aunque de eso no estaba muy seguro y su esposa Sancha, algo más joven que él, era una buena moza morena, de largos cabellos y anchas caderas, que había sido buena para parir a siete hijos, casi a uno por año, desde que se casaron, haría ahora nueve y de ellos le vivían cuatro, tres varones y una hembra, que para esos tiempos era buena proporción; pues de hecho, el mayor ya ayudaba a su padre en la faena y el siguiente lo haría el año próximo. Realmente estaban contentos de cómo les estaban yendo las cosas, si todo seguía así, pronto podrían comprar una acémila, que les permitiría transportar los productos agrícolas propios y algunos ajenos, lo que les proporcionaría más ingresos y les concedería más posibilidades de sobrevivir, si las cosas de la tierra venían mal dadas. Pero en cualquier caso, si la situación empeoraba hasta el punto de que estuviera en riesgo su subsistencia, Íñigo que era un hombre muy fuerte, tenía pensado entrar al servicio de algún caballero, que fuera requerido por el rey, para acudir a la guerra con el moro, lo cual siempre sería una salida y en aquel tiempo era sabido, que el soberano requería hombres en Sevilla con cierta frecuencia, para las campañas en tierras de moros, que parecía que el rey había decidido culminar la reconquista en su mismo reinado.
La casa estaba al final de una estrecha calle, en la que las construcciones eran de una sola planta, con estructura a base de tapiales de barro y mampostería de diversos materiales. No faltaba la madera para las vigas de los techos y también para los encofrados ni el cañizo que abundaba en las fábricas de yeso, como en los cielos rasos de los techos o en los anaqueles de las alacenas. Los suelos estaban enlosados con lajas de piedra, que protegían a la vivienda de humedades y barros; los muros estaban hechos de tapial con materiales duros en su base y tierra en las partes superiores. Sin embargo escaseaban las viviendas construidas con mampostería de piedra o de ladrillo y lo más común eran los materiales más sencillos como el adobe o el yeso.
Sólo contaba con un corto y estrecho zaguán acodado, al estilo andalusí, que daba acceso a un pequeño patio, en el que había un pozo y al que se abrían dos piezas, una a cada extremo y que utilizaban para todas las faenas de  la casa; excepto para cocinar, que se hacía en el mismo patio, en un rincón, donde había instalada una torta de arcilla para echar el fuego y un pequeño horno y en sitio separado, se ubicaba una pequeña letrina, que estaba conectada a un pozo negro abierto en la calle.
Por las noches se sacaban las camas, que por el día estaban disimuladas con cortinas que las tapaban y se preparaban para dormir. En una de las piezas dormían Íñigo, su esposa y separada de ellos su pequeña hija Ana, en la otra, los dos mozalbetes: Íñigo e Isidoro y el pequeño Leocadio.
Iñigo había nacido en Sevilla, su bisabuelo había venido de tierras de León, acompañando a las huestes del rey Fernando, en la toma de Sevilla, según tenía oído de su padre, al que a su vez se lo contó el suyo. Ella era originaria de la Mancha, había llegado con su padre desde Villareal, cuando aún era muy niña, tras haberse producido la muerte de su madre por unas fiebres. Su padre se dedicó al negocio del vino, que conocía bien y llegó a regentar una taberna que se hizo muy popular en la colación del Omnium Sanctorum y allí vivió con él hasta que conoció a Iñigo y contrajeron matrimonio.








II
En la misma calle, pero un poco más adelante, haciendo esquina con la calle Real, frente a la misma iglesia de San Gil, vivía Garci Pérez, que era un afamado carpintero de esta colación, al que no le faltaba el trabajo en tiempos de bonanza, bien fuese haciendo pequeños arreglos en las estructuras de las viviendas o fabricando el mobiliario, que las nuevas parejas de casados necesitaban para su ajuar. Y quién se lo podía permitir, le encargaba arcones, que él repujaba con cuero, haciendo filigranas repujadas al más puro estilo andalusí. Pues aunque su nombre fuese el de Garci y su apellido Pérez, realmente su origen era mudéjar y no haría más de una generación, que los suyos se habían convertido al cristianismo. Aunque cierto era, que él ya había sido bautizado en la fe cristiana y precisamente, a escasos pasos de su casa, en la bella iglesia de San Gil, que daba nombre a aquella colación del extremo norte de la ciudad, junto a la puerta de la Macarena.
Garci se había casado dos veces, de su primer matrimonio tenía una preciosa jovencita de poco más de doce años, que ya apuntaba maneras de buena moza. Desgraciadamente su esposa murió durante las tercianas simples que azotaron Sevilla unos años atrás y debido a su buena estampa y a su nada desdeñable fortuna, labrada con el trabajo que le proporcionaba su fama, no tardó en encontrar una buena moza, a la que pretendió y rindió, sin invertir más tiempo en ello que el preciso y ella le había dado hasta el momento dos hijos varones, uno que ya contaba diez años y el otro  ocho y una hembra que ya tenía cinco, por lo que formaban una familia de seis miembros.
Vivían en una casa de dos plantas, que era de las pocas, que de esta altura había por la zona. La parte baja la tenía dedicada al negocio de la carpintería y a almacén de maderas, junto al patio, la cocina y el retrete y la de arriba, se utilizaba para el resto de usos. En aquellos días formaban una familia feliz en la que reinaba la paz y la armonía y donde nunca hubo ningún trato de distinción entre los hijos, a parte de la natural de los sexos. Podría decirse, que tampoco les faltaba de nada y Garci lo único que deseaba es que las cosas siguiesen así, pues aunque los últimos años no hubieran sido muy boyantes para la economía sevillana, para él, ciertamente que habían sido de bonanza y  nunca podría agradecerle lo suficiente a su padre  que lo orientase hacia el oficio de la madera y no continuara con el de él, que al final le trajo la desgracia.  Y es que se dedicaba al oficio de picapedrero, en la zona de Sevilla la Vieja, de donde extraían mármoles y piedras procedentes de las antiguas construcciones romanas que allí había y un día de infausto recuerdo para Garci, se le vino encima una columna, que intentaban arrastrar desde su ubicación original hasta el camino, para proceder a cargarla en el armatoste que habían diseñado para tal fin y ocurrió, que se rompieron las amarras y se soltó, yendo a rodar por una pendiente  arrollando a dos de los operarios que dirigían la faena y uno de ellos era su padre, que murió en el acto, tras golpearle en la cabeza, el caulículo de las hojas de acanto del capitel de la columna corintia y de esta forma tan artística abandonó este mundo y él que estaba allí presente, decidió que trabajaría, a ser posible con algo menos contundente que el mármol y por eso escogió la madera.
III
Vicente, sin apellido, simplemente Vicente, era un orate, que vagaba por Sevilla con un cesto de enea bajo el brazo, en el que llevaba almendras, unas veces crudas y otras, garrapiñadas al estilo andalusí. Podía vérsele a cualquier hora del día o de la noche y en todas y cada una de las veinticuatro colaciones con las que contaba Sevilla; aunque nunca cruzaba el río, pues el agua le aterraba; por lo que el arrabal de Triana para él estaba tan lejos como la misma  Roma.
Casi siempre se le veía con una mano colocada haciendo visera y nadie sabía por qué, ya que aunque algunos decían que era para proteger su delicada vista del sol, el gesto lo hacía de igual manera de noche que de día, cuando brillaba el sol o cuando llovía y su vista era realmente extraordinaria. Otros decían, que su esposa había sido atropellada por un carro que venía desbocado por la calle de la feria, aunque cierto era, que no había estado casado y tampoco había conocido más mujer que alguna, que caritativamente se le había ofrecido en la mancebía del Arenal, entre barco y barco. De cualquier manera, no había cristiano, mudéjar o hijo de Israel, que en Sevilla no conociera a Vicente, aunque nadie pudiera dar razón de cuál era su oficio ni de dónde sacaba las peladillas ni siquiera dónde vivía; aunque esto último era obvio: en las calles de Sevilla.
Junto a la puerta de Vib Ragel, en la calle de los Quesos, haciendo chaflán con la del Peral, en una modesta casa, vivía Nuño Rui, con su madre, ya muy anciana, su esposa Azucena y sus cinco hijos, de todas las edades, entre los dos años y los diez. Se ganaba la vida más mal que bien, pescando en el río. Aunque en algunas temporadas no se podía quejar, como cuando había abundancia de lampreas, barbos, corvinas, picones, machuelos, anguilas o de los apreciados albures y ródalos que eran bocado de reyes y que aprovechaba para hacer salazones, con lo que no podía vender o elaboraba harina de pescado, que luego comerciaba como alimento para el ganado. De cualquier manera, disponía de una vivienda, ciertamente modesta, pero que le proporcionaba un acomodo más que digno y  sacaba a su familia adelante y además acababa de hacerse con una pequeña barca, que en aquellos días, un buen amigo suyo que conocía bien el negocio, le estaba calafateando en los ratos que se lo permitía su trabajo en las reales atarazanas.
Nuño había preferido trabajar por su cuenta y vivir fuera del barrio de pescadores y elaborar sus propios productos. Era desconfiado por naturaleza y es que era judío converso y decidió que se relacionaría con el menor número de personas que le fuera posible; pues intuía que ahora no era ni una cosa ni otra y aunque hasta el momento, no podría decirse que hubiera tenido problemas por su condición de cristiano nuevo, no las tenía todas consigo. Además, el sitio en el que vivía, le permitía poder pescar en una zona del río, en el que habitualmente las aguas solían estar más tranquilas y limpias, que las que transcurrían por los barrios de las colaciones situadas más hacia poniente, en las que había más trajín de barcos y gentes, que molestaban más a la presencia de la pesca y él sospechaba que a la calidad de los peces.
IV
En la colación de San Pedro, en un adarvejo allí situado, junto a la iglesia de Santiago el Viejo, vivía una de las escasas familias mudéjares que poblaban Sevilla en aquellos tiempos. Se trataba de la familia de Abdel Alim, compuesta por ocho miembros, entre abuelos, padres e hijos. Abdel se dedicaba al oficio de marmolista y al de alarife, según para lo que se le requiriera y de ambos conocía todos sus secretos; aunque el primero le venía de casta. Y aunque cierto era, que los tiempos dorados para su familia habían terminado, él aún podía sacar a los suyos adelante, más mal que bien. Y ahora recordaba, cuando su padre le refería, que a él  a su vez el suyo y así hasta las generaciones de los gloriosos tiempos que lo fueron en Sevilla, para los creyentes en Alá, El único y en Mahoma, su profeta, cuando a los de su familia les iba  muy bien y se les permitía dirigir grandes obras de construcción y reparar o engrandecer otras. Y él tenía sabido, que sus antepasados habían tenido un gran protagonismo en distintas construcciones de la época musulmana y uno de los más notables fue Abu Ibráhim ben Afiah y así lo atestiguaba una inscripción aún existente en la torre campanario de la iglesia del Salvador, antigua mezquita, en la que junto a un texto que decía:  “En el nombre de Alá clemente y misericordioso, la bendición de Alá sea sobre Mahoma, sello de sus profetas, y el mejor y más perfecto de sus escogidos, mandó edificar la parte superior de este alminar, a fin de que no se interrumpiese el acto de llamar a los fieles a la oración, por haberse destruido de resultas de los frecuentes terremotos ocurridos en la noche del domingo, primer día de la luna de Rabí primera del año 472 de la Hégira. Y concluyose la obra con el beneplácito de Dios y su poderoso auxilio, el último día de la citada luna. Prémiele Dios obra tan meritoria, y dele por cada piedra de las que aquí puso un alcázar en el paraíso”
Y debajo rezaba: “Lo hizo Abu Ibráhim ben Afiah el marmolista”
Abdel y su  familia habían permanecido fieles a su fe en Alá y a Mahoma su profeta, justamente por el orgullo que sentían de ser descendientes de esos grandes artesanos, que tanto trabajaron para engrandecer la gloria de Dios. Hasta el momento, no habían tenido grandes problemas para seguir fieles a su fe, incluso podían visitar con asiduidad  la mezquita,  que desde los tiempos del rey Fernando, se les había respetado y que estaba en los mismos terrenos del adarvejo en el que ellos moraban.


V
Giovanni Cataño, afamado comerciante de telas, tenía su almacén y vivienda  en el barrio de Genoveses, muy próximo a la plaza de San Francisco, en la colación del mismo nombre. Su abuelo vino a Sevilla y se estableció iniciando la saga que él continuaba, dedicándose al comercio de los más diversos géneros textiles, muchos de ellos traídos desde Oriente y que él distribuía desde el puerto de Sevilla a diversos lugares del orbe cristiano y musulmán. La comunidad de genoveses, aunque no muy extensa era ya antigua en la ciudad y muy influyente, de hecho, en agosto del año anterior, el rey Alfonso, había dictado un privilegio en la ciudad de Ávila, eximiendo del pago de la alcabala en todo el reino a los genoveses, por los muy grandes servicios recibidos del “Común de Génova” y especialmente por la toma de Algeciras. Esto venía referido a los vecinos de Sevilla, que era donde residían la mayor parte de los originarios de aquella tierra de Italia. En la misma fecha, el rey, les confirmaba el derecho que tenían de poseer la calle de Génova de su propiedad y “que no pudiera acceder a poseer bienes en ella, a ninguna persona que no sea de esa nación y que quién ya la tuviera, se la debería vender a un genovés tras la oportuna tasación”.
Aprovechando esta situación, Giovanni se hizo con la propiedad de varias viviendas, que ocupaban gentes que no eran genoveses y como quiera, que ya no había nadie de esa condición que necesitase casa, procedió a alquilarlas, cosa que permitía el privilegio del rey, siempre que no hubiese ningún genovés que las reclamase, con lo que logró un considerable beneficio, que le permitió fletar su propio barco e iniciar una ruta de comercio con Inglaterra, que apuntaba a que podría proporcionarle una auténtica fortuna. Su rápido enriquecimiento, le permitió atreverse a pedir la mano de la hija de Juan Arias de Carranza, patrono de la capilla mayor de San Agustín y perteneciente a una de las familias más importantes de Sevilla y cuyo yerno, Alonso González, era el alcaide de las atarazanas y eso a él le vendría de perlas para su negocio naviero.
Una buena mañana, se puso sus mejores ropas, que habían sido confeccionados con los mejores paños de su casa y se dirigió a la residencia de los Carranza, con los que ya había concertado una cita, haciéndole saber sus intenciones, mediante un emisario que había sido enviado previamente por él, junto a un generoso regalo, que supuso sería del agrado de Don Juan y así es como al final de aquel día, se había prometido con su hija Lucía, celebrándose el matrimonio en tan poco tiempo, que hasta dio que hablar, pero unos y otros consideraron que no estaban los tiempos para demoras innecesarias y para acallar hablillas, los esponsales se celebraron en la iglesia Mayor de Santa María y los fastos duraron tres días completos, a los que fue invitado lo más granado de la sociedad sevillana, incluyendo a los regidores del concejo o veinticuatros, a las autoridades eclesiásticas, alguacil y alcaldes mayores y representantes de las más importantes casas nobiliarias, como los Ponce de León; los Guzmán; Stúñiga; condes de Niebla o los Portocarrero de Moguer.
VI
Amalio Monsalve, caballero de linaje de los doscientos, nombrados por el rey Fernando, no había conseguido gran fortuna; pero al menos mantenía sus privilegios y esperaba alcanzar honores en la próxima campaña, que el rey Alfonso estaba a punto de comenzar, que era la restitución de Gibraltar a manos cristianas, tras el éxito obtenido en la toma de Algeciras, en la que Amalio también había participado, aunque ciertamente, con más gloria y honor que beneficios económicos.
Estaba ya entrado en la treintena de años y llevaba casado más de diez, con su esposa Magdalena y tenían tres hijos, dos hembras y un varón. Habitaban una espléndida casa en la colación de San Lorenzo, en la calle del mismo nombre, y a  la puerta de la vivienda, se abría una pequeña placita, que permitía ver la magnífica iglesia, que estaba situada a escasas varas de ella. Además de la soldada que recibía cuando era llamado a la guerra, Amalio detentaba la propiedad de unos terrenos extraordinariamente fértiles, en el Aljarafe, que le habían sido adjudicados por el rey Alfonso, a su bisabuelo, cuando se estableció en Sevilla y adquirió armas y caballo para estar a su servicio, por lo que se le concedió parcela de tierra, como al resto de los doscientos caballeros que poblaron la ciudad en condiciones similares.
Había permanecido más de un año en el asedio a Algeciras, al servicio de don Diego Ponce de León, uno de los nobles más allegados al rey Alfonso y ciertamente que podría decirse que estaba vivo y de vuelta en Sevilla, por la intercesión del mismísimo Santiago Apóstol, al que incluso creyó ver a la grupa de su caballo, cuando cuatro sarracenos le salieron al encuentro a las mismas puertas de Algeciras; pero él, con la imagen de su esposa Magdalena y de sus hijos y la ayuda del Apóstol, primero disparó una saeta a uno de los miembros de la morisma, a otro lo ensartó con su toledana y de los otros, no tuvo más noticia, que la imagen de sus traseros huyendo a través de un postigo de la cerca de la ciudad sitiada. Y bien cierto fue, que el hecho fue presenciado por más de uno de los suyos, que hicieron correr la voz de la hazaña por todo el campamento cristiano, e incluso llegó a oídos del mismo rey Alfonso, que lo hizo llamar a su presencia. Y fue para él aquel, el día más grande, de cuantos había pasado en este mundo. Jamás olvidaría cuando entró en la tienda de campaña del rey y fue saludado por el ungido por Dios Nuestro Señor, para recuperar las sagradas tierras cristianas. Creyó que perdería el sentido, cuando el rey Alfonso, le hizo entrega de una magnífica espada, con empuñadura repujada de marfil, que había sido capturada por sus huestes a un alcaide moro y que ahora le ofrecía a él como señal del orgullo que como rey de todos los que allí luchaban, sentía por el arrojo y el valor que estaban demostrando en el servicio a él y a Dios. Y junto a la espada, le dio un pliego con una carta, en la que le concedía privilegio de posesión de nuevas tierras en la zona de Aljarafe, por lo que aquel día, además de la gloria, obtuvo nuevos bienes, que a buen seguro redundarían en procurar seguridad y felicidad a su familia.
Rafael Lope, vivía en la calle de las Caballerizas, en la colación de San Ildefonso. Ejercía la profesión de albéitar, que le venía de familia. Él solía decir que sus antepasados ya se dedicaban a cuidar las caballerías de los Abderramanes, en el califato de la dinastía Omeya de Córdoba. Y fuese así o no, lo cierto era que su estirpe procedía de la vecina ciudad califal y allí vivieron hasta que su abuelo ibn Muhammad, abrazó la fe de Cristo con el nombre de Rafael Lope, forzado por las cada vez más frecuentes prohibiciones, que se estaban extendiendo desde el reino de Aragón, para poder ejercer la profesión a moros y a judíos; aunque si bien es cierto que en Castilla, al menos por el momento, no se habían llevado a efecto, él decidió cortar por lo sano y emigrar a Sevilla para iniciar una nueva vida y a fe que le había ido bien.
Él, su nieto, tenía un estupendo establecimiento donde se proporcionaba todo tipo de cuidados a los équidos. Disponía de una magnífica herrería, donde se dispensaba el más esmerado trabajo a los animales que pudiera ofrecerse en toda Sevilla. Además poseía los conocimientos y los medios para tratar las dolencias que podían aquejar a caballos, mulas y asnos, o incluso a parientes de dos dedos como los camélidos, si es que alguno quedaba en Sevilla. Era un gran estudioso y era dueño de una biblioteca donde podían encontrarse, entre otras joyas, las obras de Hipócrates o Galeno sobre salud animal, también tenía un ejemplar del “de medicina equorum” de Jordano Rufo o el “tratado de la albeitería” de Abú Zacaría. Podría decirse también, que había sido un buen maestro. Su hijo, que ya contaba veintiséis años, había aprendido la profesión con él, primero como aprendiz, desde los diez años de edad y luego como oficial y a la edad de veintidós ya era un estupendo profesional, tan bueno, que entró al servicio del rey Alfonso, como mariscal de campaña, haciéndose cargo de sus caballos y de hecho, había pasado los últimos cuatro años con él, primero en la campaña de Algeciras  y ahora estaba, preparándose para iniciar la toma de Gibraltar.
Su esposa, desgraciadamente había fallecido haría ya más de veinte años, en el parto de su hija, bautizada con el nombre de Esperanza en honor a ella y que vivía con él, en su casa y hasta el momento soltera. Aunque para desesperación de su padre, ya había rechazado a varios y excelentes partidos; pero ella parecía que estaba más enamorada de los caballos, que de hombre alguno y allí ayudando a su padre a traer potros al mundo o a operar a los caballos que hasta ellos llegaban malheridos o aquejados de los más variados males e incluso ayudando en el herrado, disfrutaba como en ningún otro sitio en el mundo podría hacerlo y es que tenía un don. Su padre se quedaba extasiado mirándola, cuando acercándose a cualquier animal, le acariciaba las crines y le aproximaba sus labios a los oídos y les murmuraba unas retahílas ininteligibles, que sólo ellos parecían entender y conseguía que se tumbaran o que doblaran sus patas o que mostrasen sus cuellos o incluso que con sus hocicos acariciasen el pelo de ella. Las malas lenguas decían que rechazaba a los hombres porque estaba enamorada de los caballos y no sólo es que eso pudiera ser cierto, sino que de ellos envidiaba su belleza, su fuerza, la etérea mirada de sus ojos, la mezcla de fidelidad y sumisión con su espíritu libre. Ellos atesoraban todo lo que ella nunca tendría en aquel mundo, que para una mujer como ella, fuera de aquellas paredes, se mostraba  hostil y esclavizante.

viernes, 6 de septiembre de 2013

16-J Dies Irae


16­­-J
 DIES IRAE
Autor: Juan Castell

        











       


El séptimo ángel derramó su copa por el aire; y salió una gran voz del templo del cielo, del trono, diciendo: Hecho está.
            Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un gran temblor de tierra, un terremoto tan grande, cual no lo hubo jamás desde que los hombres han estado sobre la tierra.
                                                                       Apocalipsis 16:17-18







































15 de julio. Madrid
El vuelo QR071 procedente de Catar acababa de aterrizar en la pista 33L del aeropuerto internacional de Madrid-Barajas. Se trataba de un Boeing 777, de la línea Qatar Airways, que había partido de Doha a las 7:00 AM y acababa de llegar a su destino a las 14:00 AM, con una puntualidad exquisita.
 En la aeronave viajaban trescientos cuarenta pasajeros, además de los dos pilotos y los cinco auxiliares de vuelo, que conformaban los siete miembros de la tripulación de cabina. Entre estos últimos, se encontraba la azafata, Anissa  Mohammad, una joven de nacionalidad yemení, de veinticuatro años de edad, que tras terminar las últimas obligaciones de su turno y junto a otras  dos compañeras, acababa de abandonar el avión adentrándose en la pasarela que daba acceso desde la aeronave a la terminal número cuatro del aeródromo madrileño.
Vestía el bonito uniforme de color morado de la compañía catarí, sobrio y muy elegante, que realzaba su encantadora figura y su bonito color de piel ligeramente tostado.
Nada en su aspecto, podría delatar su pertenencia, a uno de los grupos terroristas islámicos más peligrosos, de cuantos hasta el momento hubiesen nacido a la sombra de la mítica al Qaeda, que para algunos, como para los compañeros de la célula de  Anisa, ya no era más que una reliquia del pasado;  aunque hubiese marcado un antes y un después, en la lucha por la liberación del Islam de la bota opresora de Occidente. Pero para ellos, sus métodos  estaban obsoletos y eran considerados como tibios e ineficaces, para alcanzar los objetivos que deberían justificar su presencia en este mundo, no ya como buenos musulmanes; sino como los mejores. Y por ello, los integrantes de su célula, iban a dar el golpe definitivo, para que Alá el Único y Mahoma, su profeta, reinasen en todo el orbe por los siglos de los siglos y de una vez para siempre fuesen aniquilados todos los que se postraban ante los pies de los hijos de Israel y por extensión, a aquellos, que aún no habían abrazado la fe del Islam, que era ni más ni menos que el resto de la humanidad.
Y para conseguirlo, estaban dispuestos no solo a inmolarse ellos mismos, sino a hacerlo con toda la especie humana, si esa era la voluntad de Dios. Pues si de algo no dudaban, era que su poder es infinito y si así lo quería, exterminaría a todos los hombres de la faz de la tierra, para volver a crearlos a su imagen y semejanza o para no volver a crearla y si, en cambio, era su voluntad que solo sobrevivieran algunos, pues así sería.
Y ellos, no eran más que la herramienta que utilizaría Dios, para que se llevara a cabo lo que tenía que ser y para conseguirlo, ahora disponían de un arma, la más poderosa y destructiva de cuantas nunca hubiese podido construir la mano del hombre. Y ese instrumento, que para Anisa, no era más que el medio con el que Alá los había provisto, para cumplir lo que estaba escrito, ahora iba con ella en su frágil y menudo cuerpo.
Tenía la absoluta convicción, de que nadie podría detectarla con ninguno de los métodos de seguridad existentes en el aeropuerto ni fuera de él. Esa terrible arma corría por sus venas y se estaba multiplicando en progresión infinita dentro de su cuerpo.
Llegaron al extremo del finger y accedieron al vestíbulo, donde se encontraba el punto de control policial para las tripulaciones de los vuelos procedentes de fuera del espacio Schengen. Los dos agentes del Cuerpo Nacional de Policía, que allí se hallaban, estaban teniendo una jornada muy tranquila, aquella mañana calurosa del domingo, 15 de julio.
El policía, Francisco García, y el oficial, Juan Cotillas, charlaban animadamente, sobre el excelente papel que en los últimos tiempos estaba haciendo la selección española de fútbol, en cuantas competiciones participaba y que era la envida del mundo entero. Aprovechando un receso en el paso de tripulaciones, habían llegado a discutir acaloradamente, pues Paco, era un seguidor incondicional del Real Madrid; mientras que el oficial, Juan Cotillas, a pesar de ser manchego, desde su más tierna infancia, la sangre culé corría por sus venas, por lo que la trifulca estaba servida. La presencia de la tripulación del vuelo catarí les hizo que les volviese la compostura.
Cotillas, al tener ante sí la mirada de Anisa, con sus profundos y felinos ojos de color negro azabache, sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral, desde el vestigio coxígeo de la cola de primate, hasta el mismo occipucio, que fuera en su día la primera parte de su cuerpo que asomara a este mundo, cuando su madre lo echó a él, para que lidiase con lo que hubiese lugar. Y ahora se hallaba, ante este aparentemente enjuto morlaco, disfrazado de bella hurí del paraíso de los musulmanes, que le hubiese hecho perder la compostura por algo más que por su exótica belleza, si hubiera sido conocedor de lo que en su interior albergaba; pero solo la perdió, encandilado por lo que a sus ojos se mostraba. Y además, era de Catar, que era el país, que ni más ni menos, patrocinaba al equipo de ensueño, que tenía eclipsado a todo el orbe futbolístico, con su Qatar Foundation, estampado junto al logotipo de UNICEF, en la sagrada camiseta azul y grana, de su amado Fútbol Club Barcelona. Y esto solo, bastó para que ni siquiera mirase la documentación del auxiliar de vuelo de Qatar Airways, que en su mente ya se había tornado, en la más bella creación de la que hubiera sido capaz de crear el mismo Lucifer.   
Pasado el estricto control aduanero, la joven, abandonó la terminal y subió su exiguo equipaje de mano al taxi que le conduciría hasta su destino en Madrid.
Con un escueto: “A la calle, Ana de Austria, en Sanchinarro, por favor”, inició y concluyó la conversación con el taxista que la iba a llevar, atravesando los poco más de diez kilómetros, que separaban la T4 del aeropuerto, hasta el piso franco, que había preparado su organización, en ese elegante barrio madrileño.
El taxi se detuvo ante una urbanización, en la que todos los edificios, además de aparentar ser de una excelente calidad, estaban prácticamente recién construidos y en muchos de ellos, podían verse anuncios de venta, sin duda, fruto de la terrible crisis económica y de la debacle del sector de la construcción, que se había producido en España en los últimos años y que sin duda, Anisa y los suyos, se proponían remediar de la forma más expeditiva que cupiese en mente humana.
Tras pagar la carrera, se dirigió a pie hasta la dirección que llevaba anotada en su memoria y que se guardó de dar al taxista, pues de hecho, la vivienda no estaba ubicada en la calle Ana de Austria; sino tres manzanas más al norte. Recorrió el corto tramo disfrutando del paseo, pues aunque el calor era intenso, no era cosa que le pudiese afectar demasiado a una joven que se había criado en las tierras semidesérticas del Yemen. En concreto en la pequeña aldea de Sabwab, situada en el límite entre el gran desierto de Rub al -Jali y las montañas centrales. Y el tórrido verano de Madrid, para ella, no era más que una suave primavera; aunque pudiera parecer una exageración.
Buscó la llave en el sitio que debía estar y no tardó en dar con ella, aunque nadie más hubiese podido encontrarla, sin demoler el edificio.
Ellos, formaban un grupo metódico hasta el extremo más inimaginable. De otra forma, jamás hubieran logrado, lo que hasta el momento ningún otro grupo terrorista había conseguido ni siquiera Gobierno alguno. Y ese apocalíptico milagro, es el que ahora vivía dentro del cuerpo de Anisa y pronto, si sus planes salían como los tenían planeados, en el de millones de seres humanos a escala global.
El piso aún permanecía vacío, como estaba previsto. Ella debía ser la primera en llegar, como ocurrió. Se dirigió a una de las habitaciones, aquella, que le habían asignado para ella y deshizo su mínimo equipaje. Colgó de unas perchas su uniforme de combate y el que ahora llevaba puesto, colocándose la ropa que una buena musulmana debía llevar, que no era otra que el chador. Habían descartado el uso del burka, por si de alguna manera, pudiera dificultar el paso del arma mortal de unos a otros; aunque de vez en cuando, debería descubrirse la boca y las fosas nasales, siempre que los compañeros varones que compartirían con ella la vivienda, alejasen sus aviesas miradas del cuerpo de ella. Así debía ser y así se haría.
            Habían decidido, que siempre que saliese a la calle, vestiría al modo occidental y ese sería su uniforme de combate. No deberían llamar la atención en ningún momento y sus órdenes eran permanecer en el más absoluto anonimato, confundiéndose con las gentes que a diario viven y circulan por la cosmopolita Madrid.
            El trabajo del grupo era sencillo, se trataba de mezclarse con la muchedumbre, compartir lugares cerrados, preferentemente hacinados de personas y nada más, no era difícil, quizá demasiado sencillo.
            Anisa se encontraba bien, no había manifestado aún ningún síntoma ni signo, que revelase la presencia de los efectos del arma que portaba en sus células, que se multiplicaba en ellas y que circulaba por todo su organismo, madurando lo inevitable. Ciertamente que era lo más terrible que mente humana hubiese podido pergeñar; pero ella estaba serena, se sentía en paz. Podría decirse, que comenzaba a experimentar una emoción, que precedería a un éxtasis de trascendencia y de felicidad total, que le proporcionaría la vida inmortal en el paraíso, a la diestra de Alá.
            Tendría que comprar provisiones para los próximos días; pero solo lo imprescindible. No estaban allí para celebrar fiestas ni banquetes,  lo estrictamente necesario, para mantener sus organismos activos mientras el arma iba haciendo su trabajo. Además deberían permanecer en la vivienda al menos dos semanas, según estaba programado.
            Al día siguiente llegaría el resto del grupo, en total siete personas, todos ellos varones y por tanto, la única mujer presente en la casa iba a ser ella, pero esto no le preocupaba en absoluto. La razón de por qué no había más mujeres, ella la desconocía, como el resto de los miembros de la célula operativa que actuaría en Madrid. Solo lo sabía una persona y ese era el líder, al que de entre todos los componentes de la célula solo ella sabía quién era. El resto sabían solo lo que tenían que saber y eso era que él era el enviado de Dios, quizás el mismo Mahoma y en él confiaban ciegamente, tanto, que gracias a él, sabían que en breve, todos estarían en el paraíso.
            La mañana del 17 de julio, los ocho integrantes de la célula de Madrid, denominada en clave, ALA, estaban prestos para iniciar la misión. De entre ellos, solo Anisa conocía el significado de esas siglas. No hacían referencia a Alá, como podría parecer, sino a Al-Andalus, la antigua denominación de la España musulmana, que durante casi ocho siglos pervivió en lo que ahora era un estado europeo occidental y cristiano, para ellos, una tierra de infieles, de esbirros del sionismo y un recuerdo vivo, de la más profunda de las heridas, que el Islam recibiera en sus ya más de catorce siglos de existencia. Y por ello, había sido elegida, junto a las tres naciones más odiadas: Israel, Reino Unido y los Estados Unidos de América, como objetivo para iniciar el armagedón.  
            Benzaid Abdelhadi, de origen yemení; Ali Abu, Ibrahim Asward y Mohammed Al-Malik, libios, junto con, Ibrahim-Al ir; Moatassem Al-Samouni y Zeid Abu Halima, de origen saudí, que con Anisa, formaban la célula ALA, del grupo terrorista más peligroso de cuantos hubiera habido hasta el momento sobre la faz de la tierra. Y todos ellos a las órdenes de un ser desconocido y amado para todos ellos, dieron comienzo la operación, el lunes, día 16 de julio , justo el día en el que se conmemoraba el aniversario de aquel memorable lunes, 16 de julio de 1212, cuando los ejércitos cristianos, comandados por el rey de Castilla, Alfonso VIII, derrotaron al ejército almohade, a cuya cabeza iba el comendador de los creyentes, el gran califa, Muhámmad al-Násir, en la gloriosa jornada de las Navas, que propició el principio del fin de la dominación musulmana de Al-Andalus y que la cristiandad nunca olvidaría; como tampoco lo había hecho el grupo de Anisa, que ahora se preparaba para tomarse una revancha apocalíptica.
La tarde del veinticuatro de julio, Anisa comenzó a sentirse mal, le apareció un exantema por buena parte de su tórax, los ojos comenzaron a enrojecérseles y una picazón comenzó a molestarle la garganta y la nariz. Se puso el termómetro y marcaba 38ºc. Entonces supo que todo estaba funcionando como se esperaba y la cuenta atrás había comenzado. Se sintió tremendamente feliz, con una sensación que nunca antes había experimentado en su corta pero intensa vida de muyahidín. Sabía, que ahora era una de las luchadoras por la fe de Alá más importantes, de cuantas hubieran existido.
Cuando detectó los primeros síntomas de la enfermedad estaba en su habitación orando y al comprobar que el mal ya se estaba manifestando en su primera fase, corrió hasta el salón donde se encontraba el resto del grupo y con un júbilo incontenible se lo comunicó a todos.
            La cuenta atrás había comenzado, habían transcurrido nueve días desde que llegara a Madrid y hacía diez, que albergaba el arma en su cuerpo. Estaba dentro del periodo previsto. Si todo seguía dentro de esperado, en los próximos días, comenzaría la fase aguda de la enfermedad y en menos de diez, seguramente, ella quedaría inutilizada como arma de destrucción. Además en este momento ya deberían haberse infectado los siete miembros del comando que allí se encontraban y la mayoría de ellos ya deberían ser infecciosos, por lo que sin más demora, debían prepararse de forma inmediata, para salir al exterior y comenzar a extender la infección entre los habitantes de Madrid.
            Así fue como los ocho miembros de la célula ALA, abandonaron la residencia de Sanchinarro dirigiéndose a la red del metropolitano madrileño y en menos de media hora estaban ocupando ocho de las doce líneas con las que cuenta la ciudad.  
15 de julio.Tel-Aviv
Abdul Jalil y Seif al Islam, de origen libio; Anwar al Hasam y Nidal Malik, yemeníes, que junto a los iraníes, Haddad-Adel y Mahmoud Rahmati, y los saudíes, Abi Basir y Adila Bin Zayed, formaban la célula terrorista del misterioso grupo ultraintegrista musulmán, que se disponía a asestar el golpe definitivo al actual estado de cosas del mundo conocido. Al frente del grupo se encontraba la joven saudí, Adila Bin Zayed, de veintitrés años de edad, que procedente de Doha, había llegado a Tel-Aviv haría una semana, tomando posesión del piso franco, que la organización había buscado para la célula que formaban junto a ella, un total de ocho elementos, que deberían llevar a cabo la misión que les había encomendado el líder, que para ellos no era otro, que el mismo Mahoma, reencarnado en cuerpo mortal, para dirigir a los muyahidines que harían cambiar definitivamente el mundo dominado por el sionismo y apoyado por toda clase de infieles y que renacería como el paraíso de Dios que anunciaba el Corán.
Habían elegido la ciudad de Tel-Aviv, por ser la más poblada del estado hebreo. Más de tres millones de personas vivían en su área metropolitana y de ellas, cuatro de cada cinco, eran judíos. No obstante, ellos no hubieran tenido reparo alguno en haber hecho lo que se disponían a llevar a cabo, en cualquier otra ciudad, incluida la misma Jerusalén. No tenían en cuenta el número de víctimas musulmanas que pudiera haber; pues ellos eran muyahidines y el resto de los musulmanes, a partir de ahora también y a diferencia de los cristianos y ahí radicaba su debilidad, ellos eran verdaderos creyentes y confiaban de forma ciega en Dios, en su poder omnímodo y en que solo él podía decidir lo que había que hacer en cada momento, para conducir a la humanidad a la conversión a la fe o a su aniquilación, si esa era su voluntad y ellos solo eran su herramienta para llevarla a cabo. Y por tanto, no dependía del sitio que eligieran ni el momento ni cómo ni hasta dónde se extenderían los efectos del arma que iban a liberar, eso quedaba de la mano de Dios. Ellos solo deberían cumplir estrictamente las órdenes que su líder, les había dado y que solo eran conocidas por la cabecilla del grupo, que era la bella y joven mujer saudí.
Habían alquilado un bonito apartamento en la céntrica avenida de King George, frente al Meir Garden y allí, Adila, debía esperar al resto del grupo, que llegaría un día después que ella. Y cuando todos estuvieran juntos, aguardarían el momento que indicase ella para dar comienzo de la operación y a partir de ahí, ejecutarían el plan.
Y así ocurrió, que la mañana del 25 de julio, que en el calendario hebreo se correspondía con el 6 de Av y que pronto para toda la humanidad, si es que quedaba alguien para reparar en ello, sería solamente el cuarto día del mes de Ramadán, Adila, despertó a todos y cada uno de los integrantes de la célula islamista y les ordenó que se pusieran en marcha. La operación AGD había comenzado. El nombre elegido por ella misma hacía referencia al armagedón bíblico y si el plan tenía éxito y ella estaba segura de que así sería, podría ser que se cumpliese lo anunciado en el libro de libros.
A partir de las siete de la mañana y con intervalos de quince minutos entre uno y otro fueron saliendo los integrantes del grupo y la última que lo hizo fue la propia Adila. Se dirigieron a cada una de las seis líneas que constituían la red del Tel Aviv Light Rail; un elemento en cada línea y los dos sobrantes, se dirigieron al más importante de los centros comerciales de la ciudad, el Dizzengoff, donde Adila y su compatriota saudí, Abi Basir, pasarían el día, “de compras”.
En un bonito sillón de diseño situado dentro de la coqueta tienda de Givenchy, Adila hizo un receso y se sentó visiblemente desmejorada. Sacó un pequeño espejo y se miró en él. Comprobó que los ojos estaban muy enrojecidos y unos puntos de sudor salpicaban su frente, haciendo patente la fiebre que comenzaba a hacer su presencia, cada vez de forma más ostensible; pero aparte de eso, no vio ningún estigma más, que denotara el fin del periodo de incubación de la terrible criatura que llevaba en su interior. Así que respiró hondo y continuó esparciendo aquella mortífera simiente, por el abarrotado centro comercial de la capital económica de Israel.