jueves, 31 de diciembre de 2015

Hay palabras que te abrazan el alma

Un deseo de felicidad no equivale a que alguien te la dé. Un deseo de fortuna no es lo mismo que alguien te entregue un tesoro. Un deseo de amor no equivale a que aquella persona a la que tu quisieras te ame. Un deseo de paz en el mundo no tiene el valor de un soldado en misión de paz, de un médico o un payaso sin fronteras. Una mentira que te haga feliz no vale lo que un lametón de un perro. Una luna llena no es tan hermosa como la mirada feliz de un niño al que les has regalado un globo de Bob Esponja de helio. Un “eso está hecho “ no equivale a “venga vamos a hacerlo”. Un “yo te he querido mucho” no es lo mismo que “un te quiero”. Un amigo dejado en la sombra del recuerdo no equivale a un compañero de paseo. Un brindis por tu felicidad no es equiparable a un sorbo de agua en el desierto. Una madre muerta a veces vale más que todos los habitantes de China. ¿Y una madre viva?  La Luna y las estrellas.
Un año que acaba. Solo es un segundo menos en la vida. La muerte, solo una noche sin estrellas. Doce campanadas, un año nuevo, vida, solo vida.

¡¡¡Feliz 2016!

Juan Castell

jueves, 24 de diciembre de 2015

Navidad en una calle de Alepo


Frente a ellos se hallaba un laberinto de esqueletos de lo que otrora fueran orgullosos edificios de pujante riqueza, construidos en la ignorancia de un devenir de odio, sangre y fuego. Y, ella, apenas algo más que una adolescente, enamorada de la vida, ilusionada, como él, con un futuro juntos; visionarios de un mundo feliz de paz y concordia; de respeto y prosperidad, pero ahora huyen como alimañas despavoridas entre una selva de escombros. El sabor amargo del miedo regurgitado a borbotones de sus gargantas, la piel de barro del polvo de la guerra. Ella, a punto de dar término a su embarazo, al fruto de su amor infinito por Amed. Él, asustado por ella, buscando, como lo hacen las presas, un refugio; un escondrijo donde resguardarse del terror del odio, y de la lluvia de metal y fuego lanzado sin piedad por la mano de un dios exterminador y, por las de sus sacerdotes de todos los credos.

Al frente Amed divisa una destartalada construcción que aún conserva el techo y, de la mano, con fuerza agarra a su amada. Corren y corren,tanto cuanto pueden, ella grita de dolor, al tiempo, que un líquido templado de su vientre se le derrama, mientras siente que se le desgarran las entrañas. Entran en aquella mísera estancia, en ella ya hay gente: una mula, un buey, un perro y un gato, pero ninguno de los animales al verlos se asusta. Amed deshace una alpaca de paja y en ella acuesta a su amada. Ella se muerde los labios, su vientre ya con fuerza se contrae, el perro, curioso se acerca, el gato maulla, el buey muje y la mula permanece callada; no muy lejos se oyen criminales explosiones y el homicida tableteo de las armas.

Todo sucede muy aprisa, ya en sus manos Amed sostiene a la criatura, con su navaja ha cortado el cordón, que con mimo antes ha anudado, ha cuidado de extraer la placenta, y de limpiar las secreciones del retoño, el cual, con la sensatez de la ignorancia, llora, por venir al mundo, por su dios y por la guerra. Ella, apenas lo mira,  la tristeza le invade el alma. Amed lo alza cuanto puede y, desencantado por su gente, su dios y su tierra, jura que, si sobreviven, lo educará en una nueva fe, en una que respete a sus semejantes.

Con él sale a la calle, mira al cielo y, allí en lo alto, con sorpresa ve un edificio intacto, en él un reloj digital, que marca una fecha: 24 de diciembre. Entonces recuerda que es Navidad y que una vez le contaron una historia.

Y fue en aquel momento cuando supo, que el niño que sostenía en sus brazos, ya tenía un nombre: se llamaba Jesús y, tuvo por cierto, que no solo viviría, sino que lucharía por la justicia, por la paz y el respeto entre las gentes.

Feliz Navidad

Juan Castell

domingo, 20 de diciembre de 2015

Vida efímera

                   VIDA EFÍMERA

—¿Qué haces? —le preguntó el sapo a una libélula que se mantenía suspendida  justo encima de su cabeza, sobre las cristalinas aguas de la charca en la que el batracio vivía.  «Solo vivo» —le contestó el insecto. 
—¿Solo vives? Yo también, pero algo más harás, ¿no? 
—No, solo eso. No tengo tiempo para hacer otra cosa. 
—¿Qué quieres decir con eso? 
—Que mi vida es tan efímera que si en un instante dejo de pensar que solo vivo, me perderé ese tiempo precioso de vida. 
—Y, ¿no comes? 
—No, prácticamente no, vivo tan poco, que casi no necesito comer. 
—Pero, supongo que para mover tus alas a esa velocidad, tendrás que coordinar bien tus músculos y, eso es difícil, deberás pensar en cómo hacerlo antes de ejecutar cada movimiento… 
—No, es todo automático, la naturaleza lo ha hecho así, para que las libélulas solo nos dediquemos a vivir. 

Y, dicho esto, la libélula, justo antes de salir disparada como un cohete, le dijo a la rana: «Adiós rana, no puedo seguir hablando contigo, he de conocer a más gente, de otra manera no podré alcanzar la sabiduría».

miércoles, 25 de noviembre de 2015

La muerte de un poeta

Noche. Oscura luz de negra tiniebla.

Nada. Espacio infinito pleno de ausencia.

Muerte. Fuga. Pozo insondable de poesía etérea.

Eternidad. Noche. Nada. Muerte.

Esperanza vana.

Humanidad. Estrella nocturna. Vida fugaz. Vacío perpetuo.

Resurrección. Vida eterna. Infinita nada.

Solo nada.

Dedicado a Angel Crespo. Poeta manchego. Grande como la llanura de nuestra tierra.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Cuál es el sabor de la muerte?

La muerte sabe a ausencia absoluta, su sabor, su olor y su color son los del agua, a nada...la muerte es agua...del agua venimos y a ella regresamos.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Ignorante

Ignorante existencia.

Ingenua felicidad de juventud.

Falsa seguridad de vida.

Ilusión…

Y mientras esto escribía, todo el techo de la habitación se le vino encima.

Afortunadamente una urgencia miccional le salvó la vida. Tras ello escribió:

¿Milagro? No, impostura de una vida regalada…,solo…apenas unos días.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Noche de difuntos

Noche de difuntos ¡Qué paradoja!

Noche y difunto ¿No son sino una misma cosa?

¿Acaso somos algo más que cadáveres sin conciencia de serlo?

¿Vidas prestadas por la negrura infinita y por la oscuridad eterna?

¿Entes engañados por la gran ilusión de la existencia?

Apenas estrellas fugaces, que pasamos raudos por la vida y, que tras esta efímera presencia, dormimos eternamente en la posada de la estrella.

martes, 20 de octubre de 2015

Simplemente un hijo de puta

SIMPLEMENTE UN HIJO DE PUTA (HP)

Ella dejó a su hijo en el cole

El hp abrió la puerta del coche

Se despidió con un beso y él se limpió la mejilla y guiñó un ojo

El hp contó los billetes y los restos de la droga del día

Ella le dijo adiós desde lejos a su hijo

El hp accionó la llave de arranque del coche

Ella entró en la panadería. Dos barras de pan, por favor

El hp esnifa una raya de coca

Ella ya va ufana con el pan hacia su casa

Otra rayita y el día empezará de perlas para el hp

Solo tiene que calentar la comida. Tiene tiempo de sobra

Ya siente aquel soplo de vida y hp ya está en estado de hijo de puta

El semáforo está en rojo y ella espera

Él hp acelera, acelera y acelera

Verde se torna el semáforo y ella con decisión cruza la calle

El hp atisba apenas una luz roja, pero no está para colores ahora y otra vez acelera

Solo un instante, ve un monstruo de fauces de plata, que ya hacia ella se abalanza

El hp ve irremediable el impacto. ¡Cosas de la carretera!

En todo su cuerpo el monstruo impacta

Dos volantazos da el hp, pero ya no nada evitan

Ella ya vuela y ,allá arriba solo una imagen ve, la de su hijo que aún continúa  limpiándose la mejilla y que un ojo le guiña

El hp no frena, sino que de nuevo acelera

En la calle reposa ya un cadáver, el de ella

En el colegio un niño juega y ,cuando recuerda el beso que le dio su madre, esboza una amplia sonrisa.

Dedicado a todos los hp que manejan un volante

lunes, 19 de octubre de 2015

El pueblo fantasma

Pueblo de un solo niño.

La escuela un ingenio cibernético apenas.

Una pared por compañera de juegos,

y su único amigo un perro.

Su padre, más que de él, de las  ovejas.

Su  madre, también la de todos los que allí aún respiran...

alcaldesa, maestra, tendera, y hasta sanadora de cuerpos.

Además de ellos, dos ancianos y un cementerio.

Tierras otrora de bravos campesinos.

De pastores, herreros, soldados y frailes.

Corazón de un país, cuna de una lengua universal y de un imperio.

Hoy cementerio  olvidado y casa de solo un niño.

Se acaba la vida en aquella tierra.

Ya se muere la otrora señorial villa...

El olvido se lleva hasta el recuerdo de los muertos.

Y nadie sabrá que un día allí alguien moró...

Gentes que nacieron, amaron, vivieron y  un día cualquiera allí murieron.

Solo es un mísero pueblo.

De una comarca olvidada.

De una tierra baldía.

Sin orgullo, sin bandera, sin nadie que ya por ella sienta pena.

Ya se murieron los viejos... se marchó la mujer...

...y con ella se llevó al niño.

Eso ocurrió en primavera, cuando un motor rugió tras el alba...

Y una vieja camioneta apareció por la vieja carretera...

... bajaron dos hombres...

...y subieron las ovejas

Tras ellas el único hombre del pueblo.

Ella lo vio marcharse, y cómo en la cuneta había dejado al perro.

Con el alma rota cogió  de la mano a su hijo...,

y atado de una cuerda: al perro.

...tomaron la carretera y desaparecieron en lontananza.

Allí quedaron los ancianos en su mísera casa...

...ya más que morada, era un adosado del cementerio...

Y no quedó nada, solo un pobre juglar que a  sus muertos les cantará una nana.

domingo, 18 de octubre de 2015

El anciano y su vieja casa

Solo una mísera escritura de propiedad

Es todo lo que le resta de una vida ya gastada

Incapaz de oír ni de hablar

Sus músculos agarrotados por la enfermedad  y el tiempo

El rictus pétreo de un rostro sin gesto

Todos esperan que estampe su huella

Es su casa la que está en almoneda

Son sus deudos quienes la venden

Seres ajenos se apropiarán del espíritu de  sus antepasados

Él  apenas ve, casi ni oye, ajeno a aquel zoco nada comprende

El notario llama a testigos

Darán fe de que allí todo es de ley

Que aquel anciano da su venia

Que sí,  que se desprende de su morada

Que unas pocas monedas valen una vida y, de sus ancestros, el alma

El notario le toma el dedo, y con saña en el tampón de tinta lo estampa

Ya solo resta un corto viaje

De la esponja al papel de gruesa trama

Aquel hombre comprende, lucha y se resiste

Pero ya ningún músculo, ni un solo dedo, le responde

Comprende que lo desahucian

Que le venden su casa

Que todos están de acuerdo

Ya abren las bolsas para guardar la plata

Solo resta que aquella huella deje su marca

Ahora lo comprende todo. ¡Aquellos miserables venden su casa!

Cuatro generaciones nacieron y murieron en esa morada

Estos la venden y otros la compran para derribarla

Y en esos escombros quedará toda su estirpe allí sepultada

Una fuerza sobrenatural le parte de sus entrañas

A través de sus venas se extiende y sus dedos agarrotados los transforma en garras

De un salto se incorpora

De un zarpazo al notario el corazón le arranca

Dos, tres, cuatro y cinco

Cinco cadáveres ya macabramente decoran aquella sobria estancia

El anciano ríe y con saña la escritura desgarra

Tras ello cae en la silla con peso de plomo

Y con una sonrisa despide a su alma

Negro y rosa


¿Por qué todos ríen?

¿Por qué hacen fiesta tan grande?

¿Por qué yo no?

Ellas tienen esperanza

Yo la perdí hace mucho tiempo

Aquel maldito día…

En el que me dijeron que el mal había vuelto

Mañana tendré que esconderme

Nadie querrá verme

La enfermedad es rosa

Y yo voy a contracorriente

Yo ya perdí la esperanza

Por eso debo apartarme de la gente

Mi futuro no es rosa ni verde

Es negro como la noche y la muerte

Pero mi alma es arcoíris, es negra, es blanca, es rosa y es verde

Y ya no le tengo miedo a la muerte

No tengo rosa esperanza, pero la existencia es vida, y también muerte

Y yo pregunto : ¿Hay mayor dicha que con el alma calma esperar la muerte?

Dedicado a aquellas mujeres y, también a algún hombre, que mañana  no tendrán visibilidad, pues todos negarán que existen.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Miguel Servet

Hoy he estado en la sierra

En aquella en la que hace unos días fui feliz

He visto una barbacoa

Estaba preparada con leña

Y abandonada

Me he acercado a ella

He sentido un escalofrío

Y que  que alguien me hablaba

He cerrado los ojos

Algo me ha arrastrado hacia ella

Una sensación de terror se ha apoderado de mi

He visto que me llevaban encadenado

¡ Me iban a quemar!

¿Por qué?

Por…

Yo…¡Yo era Miguel Servet!

Me ejecutaban en la hoguera por negar la Santísima Trinidad

¿Quiénes?

Los calvinistas

¡Por qué  no me preocupé  de mi gran descubrimiento!

¡Por qué me metí  con la religión!

He pasado a la historia por descubrir la circulación pulmonar…

¡Por qué  fui tan necio!

Siento terror

Miedo al dolor

¡Pánico!

¡Por qué  fui tan necio!

Por la religión

No, fue por la libertad

Me quemaron por defender la libertad de pensamiento

¡Viva el fuego!

¡Viva la Inquisición que me quema por defender la libertad!

En cambio me recordarán como médico

Pero yo fui la Revolución

La revolución del pensamiento

No sé  por qué he escrito esto

En esa sierra hay espíritus

Y me han hablado

Esta tarde

lunes, 12 de octubre de 2015

El guionista de Bollywood


Estaba hambriento, igual que toda la familia. Tenía un don según le decían, era capaz de escribir los más bellos versos que nunca se hubieran leído o escuchado en su aldea.

Por este motivo, habían reunido unas piastras y había viajado encaramado al techo de una vieja camioneta hasta Bombay, allí iba a participar en un concurso que buscaba jóvenes promesas para la escritura. Y, por ello, allí ahora se hallaba, con un bolígrafo de tinta azul que jamás antes hubiera visto uno igual, y un cuaderno de pastas verdes que disponía de un muelle de color blanco que mantenía sus hojas unidas.

Allí, sentado en un pupitre de madera, junto a más de cien jóvenes de ambos sexos, venidos de todos los rincones del subcontinente indio, con un objetivo en sus almas, que a él se le figuraba quimera.  El premio era la oportunidad de publicar un libro en la editorial de más tirada de todo el país y, quizá, viajar a Bollywood y ser probado como guionista, si es que demostrase talento para ello. Cierto  era que tenía confianza en sus posibilidades y, sabía que podría escribir poesía, un relato, o cualquier formato o estilo literario que le exigieran.

Ya todo estaba listo para iniciar la prueba. Tenían dos horas por delante para escribir sobre aquello que les pidieran. Todos estaban concentrados esperando el tema y el estilo que decidieran.

Y, al fin se oyó una voz, que dio instrucciones precisas. Indicó  que escribieran cómo y lo que quisieran. Tema, modo, género y estilo libre. Todo un reto para hacer brotar la imaginación, la espontaneidad y la valía de aquellos diamantes en bruto de la literatura.

Él miró al techo, respiró lenta y profundamente, pensó  en su aldea, en su familia y en su futuro. Y en el de ellos. Tomó  el bolígrafo de tinta azul, apuntó al comienzo de la primera página del cuaderno de pastas verdes y, se dispuso a derramar en él el curso de la creación literaria que surgiera de su mente. Cerró  un momento los ojos y buscó  la inspiración. Pero, su mano quedó  agarrotada, no escribía palabra alguna, lo intentó  una y otra vez, pero una resistencia insalvable impedía iniciar la escritura. ¿Era su mano que no respondía?, o, ¿quizás su mente no era capaz de alumbrar idea alguna? Y tomó conciencia de que estaba vacío , que en él  no había un solo pensamiento que pudiera transverberarse en palabra, no se le ocurría ninguna idea, nada; absolutamente nada. El miedo comenzó a apoderarse de él, y después se transformó en pánico. Supo que no conseguiría nada, que tendría que regresar a su aldea completamente fracasado, pobre y miserable de por vida; la única esperanza de los suyos tirada  por aquel sumidero de su inutilidad para enfrentarse a la vida; a la lucha por el triunfo. No era más que uno de aquellos  que llamaban intocables a los que nadie apreciaba. No le quedaba más opción que huir, o dar fin a su vida. No, no podía regresar con aquel fracaso. Su padre no le miraría  nunca más a la cara y su madre moriría de pena con ello; su pequeña hermana  sufriría tal decepción que no volvería  a mirarlo nunca más como el héroe  que ella creía  que era. No, no pasaría por ello. Se lanzaría  al río Ganges y se uniría a las cenizas de los muertos que reposaban en aquel río sagrado. Pero, él, tampoco era digno de morir en el Ganges; mejor en un estercolero, uno de esos que abundan por doquier en Bombay, en los que, como fantasmas, vagan miles de seres tan inútiles y desgraciados como el; no, mejor no moriría, se quedaría  allí entre los detritus del estercolero como un muerto viviente, como un resto orgánico más,  hasta que la muerte natural le llegara y, con suerte, quizás ya pasta entonces habría  hecho méritos para reencarnarse en un gusano, sí, quizás con suerte…

Y, fue entonces, cuando oyó  un silbato y una voz que decía: “Dejen de escribir”.”Bolígrafos  en la mesa”. Reparó  que había estado sumido en una ensoñación durante el tiempo que había durado la prueba.

Dejó el bolígrafo en la mesa y…¡Se frotó los ojos! ¡No podía creerlo! Repasó  las hojas del cuaderno. ¡Una!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!…¡hasta veinte hojas había escrito! ¡Era un relato fantástico! ¡Había escrito todo aquello que le había parecido un sueño!...

Y, ahora, allí degustando un exquisito té  verde, él, el más afamado guionista de Bombay, por el que pugnaban  todas las productoras cinematográficas de Bollywood, recordaba cómo aquel joven salido de una mísera aldea de ninguna parte, había dado un primer paso, un salto de gigante, al triunfo y a la fama.

sábado, 3 de octubre de 2015

Pizarra de hojaldre

Trece mil millones de años dicen que es la edad del Universo.

Trece mil quinientos casi.

Ya es noche cerrada.

Una más.

Una noche del mes de octubre.

Dos mil años, según nuestra cuenta, desde que nació Cristo.

Hoy he estado en el campo.

Mi padre sabe mucho de fósiles.

Él venía conmigo.

Hemos visto una pizarra.

Era como un hojaldre.

En ella, miles de años, cientos en cada capa.

Miles, millones de noches como esta.

Miles, millones de veces el tiempo que dura una vida humana.

Esta, es solo una noche, ni siquiera el tiempo de una pizca de una capa de hojaldre.

Toda la historia humana está escrita en un simple bocado de una pizarra de hojaldre.

jueves, 1 de octubre de 2015

Bolaños


Solo un instante.

Una fracción de  segundo.

Toda una vida.

El final de tres.

Sobra tiempo.

Bastó para crear el Universo.

Y para decidir.

Una, dos, y tres.

Tres vidas Menos.

¡Qué más da!

Una madre.

¿Madre?

Dos hijos.

Ella apenas cuarenta.

Ni siquiera veinte ellos.

¡Qué más da!

¿Odio?

Escasa palabra.

¿Sinrazón?

¿Acaso alguien sabe lo que es la razón?

¿Los psiquiatras?

No, ellos no.

¿Quién, entonces?

Quizás nadie.

Un segundo.

Bastó un segundo.

Aquel camión.

Un volantazo.

El fuego.

La nada.

¿Fue el fuego y la nada? ,o, ¿La nada y el fuego?

No.

¡Horror!

¡Muerte!

¡Juventud truncada!

¿Alguien pudo evitarlo?

No lo sé.

Yo no.

Lloros.

Lamentos.

¡Nunca más!

¡Qué más da!

¡Son solo tres cadáveres!

¡Quien mata a un semejante es como si hubiera matado a la Humanidad entera!

http://www.lanzadigital.com/news/show/actualidad/creen-que-estrello-de-forma-voluntaria-el-coche-en-el-que-murio-con-sus-dos-hijos-en-valdepenyas/87000

martes, 29 de septiembre de 2015

Miguel

En el cielo ni estrellas ni Luna.

En el suelo solo la tierra baldía.

En la mente mil pensamientos gastados.

Y una sola pena en el alma.

Frente a él siete bocas de dragón.

Tras ellas solo muñecos de trapo.

Junto a él nueve cadáveres aplazados.

Sobre ellos solo la sinrazón y la inquina.

¡Ya escupen fuego los monstruos de acero!

¡Ya el plomo les arranca las entrañas!

No sabe por qué lo matan.

Solo que ya no verá el alba.

A su hijo ya no le cantará ninguna nana.

Ni besará a Jimena sus labios. 

Nadie dirá que lo mató una bala, pues antes, la pena le segó el alma.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Luna de sangre


Dicen que anoche hubo un eclipse.

Y, que la Luna estaba muy cerca.

Que casi invadía nuestra atmósfera.

Y por eso se vio roja y radiante.

Por ello la llaman de sangre.

Pero, muchos la vieron borrosa.

Porque sus ojos estaban empañados de lágrimas, y sus cuerpos manchados de sangre.

Hasta la Luna llegó su reflejo.

Primero del color de las penas.

Y después el de la misma sangre.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Ignorante ardilla

Confiada la ardilla buscaba en el suelo alguna baya.  


Un perro sorprendido la mira y calcula la distancia.


Tanta era su seguridad que no repara en la presencia del can. 


El chucho su estrategia tantea. 


La ardilla sigue buscando y cada vez más se aleja de sus ramas.  


El perro decidido hacia ella se abalanza.
La ardilla aún no se percata.


Corre, acelera, se entusiasma y hacia la ardilla va como una lanza. 


La peluda cola de la ardilla, situada hacia arriba, indica que el peligro aún no la alarma. 


Ya tiene a tiro de piedra a aquella extraña criatura de puntiagudas orejas y cola de escoba al final de su espalda.


La nariz del chucho ya se satura del aroma de aquella especie de rata.


Es entonces cuando la ardilla del peligro se percata.


Se arranca en carrera y mira lo lejos que  están las ramas. 


Un tramo largo de suelo, y el tronco del árbol,  hasta alcanzar la seguridad y la calma.


El perro ya se relame, se ilusiona ante tan emocionante caza, aunque aún no sabe si solo jugará o se comerá a aquella cosa peluda y extraña.


El corazón se le acelera, corre cuanto puede, su único objetivo alcanzar una rama. 


Y, ahora al perro no se le ocurre nada tan deseable como atrapar a aquel bicho, ni disgusto más grande que si no la alcanzara. 


Solo un instante resolverá tan interesante trama. 


La ardilla toca el tronco del árbol. 


El perro muerde a la ardilla su cola.


El roedor se revuelve.


El perro se asusta al ver tan fiera cara.


La ardilla le muerde el hocico.


El perro se enfada.


Pero, ahora, la ardilla ha saltado sobre su lomo.


Se retuerce el perro para destrozar a aquella alimaña.  


Ella salta, y salta y salta, y ya está en la rama. 


El perro la mira, allá arriba, y comprende lo que es un perro y, también, lo que es una ardilla. 


Ella, victoriosa, contempla a aquella fiera que allá abajo queda burlada. Y, se confunde, y no aprende que aquel es un  perro y ella  solo una ardilla.

viernes, 25 de septiembre de 2015

La niña que estaba barriendo el otoño

LA NIÑA QUE ESTABA BARRIENDO EL OTOÑO

Hoy he visto barrer el otoño.
Apenas ha llegado.
Casi ni ha peinado los árboles ni ha sacudido sus ramas.
Aún solo unas solitarias hojas salpican el suelo.
Pero hoy he visto barrer el otoño.
¿Qué haces niña con esa escoba? -le he preguntado.
Barro las hojas -me ha contestado ella.
¿Por qué lo haces?
No sé --ha dicho la niña-, solo barro.
¿No ves que estás barriendo el otoño?
Y ella se ha reído.
Qué dulce risa tenía la niña que estaba barriendo el otoño.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Ya está bien

Y de pronto, sin previo aviso, de  repente, como si todo ser viviente hubiese desaparecido de aquella tierra maldita, se hizo un silencio de muerte, un vacío completo, como si Dios no hubiera aún creado el mundo.
Y, cuando los satélites americanos, los rusos y los chinos, mandaron imágenes a sus respectivos países, el mundo quedó atónito, al comprobar que una gran parte de la superficie terrestre había desaparecido, justo aquella en la que existía algún ser humano en pie de guerra.
Por fin, aquellos lejivecinos del planeta gemelo a la Tierra habían decidido actuar. Llevaban observando sin intervenir en nuestra vida desde hacía más de dos millones de años, desde que Luci corría por las praderas de África. Llegaron justo cuando su tecnología se lo permitió, gracias a que su planeta se enfrió y creó una atmósfera que hizo brotar la vida justo diez millones de años antes que la Tierra. Muy poco tiempo, pero suficiente para que descubrieran los arcanos de la física, para que pudieran viajar a la velocidad del instante, en suma para que su paciencia se agotase y tomaran las riendas de un planeta enfermo y de una especie fallida en una Tierra maravillosa. Y decidieron que vivirían aquí. Que a este planeta le cambiarían el nombre,  y que a sus habitantes les reprogramarían su código genético con la secuencia de una canción. Era de un tal John Lennon.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Dos crímenes en Cuenca, que esta vez sí ocurrieron

Era una mañana cualquiera. La llamada de teléfono le altera la calma. Una angustiada petición de ayuda requiere ser contestada. El miedo está controlado. No ocurrirá nada. Proteger a su amiga no es una opción, es una obligación sagrada. Solas marchan aún muy de mañana. No es largo el camino. Ya están en la mansión de los fantasmas. Abren una cerradura y entran en la casa. Todo ha de hacerse rápido, no cabe demora. Hay que recoger los restos de una vida pasada. Recuerdos de una patraña. Equipaje para continuar la vida. Todas sus pertenencias. No tiene pánico, solo miedo, pues su amiga la acompaña. Están en plena faena cuando se oye gran estruendo en la casa. Ruidos de cristales rotos. Una puerta se abre forzada por el monstruo de las dos caras. El miedo ahora es pánico. Ambas amigas se abrazan. Se ven brillos de plata. Sangre corre ya por la estancia. Gritos de la que aún tiene voz, pues su amiga ya para siempre calla. Palabras gruesas del jifero. Cuchilladas de muerte les abren las entrañas. Una de ellas ya está muerta. La otra mira al monstruo de las dos caras. Algo terrible le dice. Pero ella no entiende nada. Un hierro con filo de plata, de un tajo le desgaja la cara, el cuello...y por ahí se le escapa el alma. Mira a su amiga, pero ya no ve nada. Solo el rostro de un cobarde. De un monstruo que ya solo tiene una cara.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Los colores de su vida

Rojo...blanco...oro...canela...plata...verde...rojo...azul...amarillo...arcoiris...gris...negro...rojo...negro...rojo...negro...rojo...oro...verde...azul...azul...azul...azul...NEGRO.

sábado, 29 de agosto de 2015

Mi dueño

Abandonado, sumido en la desesperación de la nada futura, del presente de negrura infinita, tirado en aquel campo de excrementos humanos y de escorias de mil derrotas en infinidad de noches de alcohol y drogas, de días de camastros inmundos en lúgubres mazmorras de antros y lupanares, de jornadas de resacas interminables desde el orto al crepúsculo del astro rey. Y, ahora allí dejado sin esperanza,  pugnando con seres del inframundo por una bazofia como alimento, por un rincón para depositar el orín y los excrementos, por un cuenco de sucio líquido que mantenga el desequilibrio de los humores de mi patético esqueleto apenas andante.
Y, en la oscuridad de toda esperanza, aquel perro blanco y canela desciende de su automóvil de brillante plata, y hacia mí se dirige, le acompaña un guardian de este campo de carroña humana, y con su pata señala adelante, justo a donde yo estoy. El funcionario me habla por vez primera, me dice que aquel can me adopta, que es mi día de infinita suerte que muchos para si ya quisieran. Que han de desparasitarme, lavarme y contra la rabia y la desventura vacunarme, pero ya nunca me faltará de nada, que viviré en una gran mansión, comeré manjares de hombre, me bañaré en grandes tazas de mármol, viajaré en asientos de terciopelo  y que dormiré en camas con sábanas de hilos de seda. Aquel can de mí se ha encaprichado, me quiere como su mascota, pero antes de que pueda ser suyo, allí en aquella perrera de hombres, le dicen, que deberán castrarme, pues no es conveniente que gentes de mi calaña se reproduzcan por doquier y puedan llenar las calles, los campos y, hasta las casas de los perros de bien, como el que ahora será mi dueño. Canes que se afligen por los hombres derrotados, desheredados de fortuna, orillados de esperanza. Y, ellos, sin reparar en nada más, solo por su corazón de bondad infinita, están dispuestos a compartir su vida, sus alegrías y ninguna de sus miserias, y sin más, nos adoptan.

sábado, 15 de agosto de 2015

El diagnóstico

Cuando tras tres días de exámenes médicos, escáneres, resonancias magnéticas y todo tipo de endoscopias; aparte analíticas, cultivos y test psicológicos, concluyeron en su diagnóstico que padecía una writebledding –anglicismo que podría traducirse como hemorragia de escritura- y que me recomendaban como tratamiento dejar de escribir, el mundo se derrumbó ante mí. Me intentaron atemorizar diciéndome que mis estructuras anatómicas cerebrales, la propia fisiología de mi cerebro e incluso mis constantes vitales, estaban a punto de verse seriamente afectadas por mi manía de escribir –como algún grafo-psicólogo definió mi afición por la escritura-; y es más, llegaron a pronosticarme que no me restaban muchos meses de vida en cordura, e incluso de vida en sí misma.

Tras aquel disparatado diagnóstico pedí el alta voluntaria una mañana en la que me habían programado una trepanación en el cráneo para practicarme una biopsia cerebral, a la vez que los psiquiatras, ayudados por sus adláteres psicólogos, me tenían reservado un electroencefalograma, un posible electroshock, y varios test, incluido naturalmente el de Rorschach. Por si aquella pléyade de bárbaros no se bastasen por sí mismos, también me visitó el cura capellán del hospital, el cual concluyó que padecía un grave mal del alma, motivado por mi agnosticismo crónico, que al parecer había detectado por mi negación a confesarme con él, a pesar de la más que probable inminencia de mi muerte definitiva o al menos de la de mi conciencia, si es que llegaba a perder el juicio.

Ya de vuelta, en la habitación del ático en el que vivía gracias a la generosidad de una tía mía que me dejó reposar allí mis huesos, más por olvido de que lo poseía que por auténtica caridad, dispuse lo necesario para hacer lo único que sabía, y aquello que sin duda me seguiría proporcionando el impulso vital para seguir navegando por este mar de fango que me había correspondido como hábitat para mi cuerpo y mi alma –si es que aún esta se hallaba presente.
Y con mi rollerball preferido, mis cuartillas galgo y un termo repleto de café recién hecho, me dispuse a poner en riesgo mi propia existencia, desafiando a la ciencia que aquel hospital de la majestuosa ciudad en la que yo vivía, había pronosticado.

Sería por algún extraño medicamento que me hubiesen administrado, quizás por mis ansias por no haberlo podido hacer en el hospital, o más probablemente por el hecho de que me lo habían prohibido bajo pena de muerte o de enajenación mental, pero el irrefrenable ímpetu grafológico me llevó a permanecer tres días con sus tres noches dedicado a la escritura, a tal punto que concluí veinte relatos, cuarenta y cinco poemas, el primer acto de una obra de teatro y hasta varios ripios para un vodevil, y tras ello me desmayé.

Cuando desperté en la UCI del hospital me dijeron que había sufrido una trombosis masiva en la arteria carótida y que tras hacerme un cateterismo habían extraído un trombo compuesto por todas las letras del abecedario con el agravante de que estaba firmemente cohesionado con puntos comas y todo tipo de signos de puntuación lo que le conferían una gravedad extrema pues estos eran fácilmente desprendibles del coágulo principal y podrían afectar a zonas importantes de mi cerebro por lo que me prescribieron un antiagregante ortográfico de reciente diseño consistente en anticuerpos extraídos de escritores que creaban textos de un tirón quiere esto decir que no empleaban signos de puntuación y que con ambos tratamientos el quirúrgico y este cuasiexperimental esperaban que pudiera recuperarme aunque ciertamente quedaría con secuelas y esta vez tuve la suerte de que me atendiese un médico más sabio y comprensivo que los anteriores y me recomendó que siguiese escribiendo tanto cuanto pudiese en cualquier momento y ocasión en la que me encontrase inspirado y si no lo estaba daba igual debía escribir para mantener mi mente despierta activa y evitar el deterioro cognitivo que produce la falta de lectura y de escritura y que podía hacerlo de igual forma con lápiz máquina de escribir u ordenador pero que no utilizase ningún signo de puntuación y solo me permitía los acentos pues estos van tan íntimamente adheridos a las palabras que no es fácil que se desprendan también la vírgula de la eñe pues esta forma parte del campo gravitatorio de la n y tampoco puede desprenderse lo mismo reza para el punto sobre las íes pero ningún otro signo que estos y las propias letras del abecedario me serían ya permitidas y cómo ven desde ese momento he seguido su consejo y es así como ahora escribo 

viernes, 17 de julio de 2015

Teoría de cuerdas. Uno de los límites del Universo...O no

«¿Cómo será de grande el mundo?» —se preguntaba una hormiga al tiempo que transportaba un enorme grano de trigo sobre su cabeza.
—Tanto como un día entero volando sin parar. —le contestó un jilguerillo que, al parecer, era capaz de oír los pensamientos de la hormiga, la cual sorprendida, le inquirió:
— ¿Cómo lo sabes?
—Porque volé un día entero hasta que no había nada más, y ya todo era azul.
— ¿Y por qué sabes que tras ese azul no había nada?
—Me lo dijo una gaviota que una vez voló dos días sobre ese azul, que ellas llaman mar.
—¿Pero, la gaviota cómo lo sabe?
—Ella, una vez habló con un alcatraz, que es un pájaro que es capaz de volar días y días, pero no sirve porque estaba loco y le dijo cosas que no tenían sentido.
— ¿No tenían sentido? ¿Cómo qué?
—Que tras ese mar azul había más tierra y luego otra vez mar azul y ahí se acababa el mundo.
—Entonces, tras ese mar azul, puede haber algo más, ¿no crees?
—No lo sé, ya no tengo más información.
—Pudiera ser… que la tierra nunca se acabe, ¿no es verdad?
—Me voy… ¡que me estás mareando!
Y, justo cuando el jilguero partió volando, se interrumpió la emisión de aquel programa infantil de dibujos animados en el que se contaban fábulas escritas por adultos para niños —según decían ellos— y… de pronto en la pantalla del televisor apareció una imagen de un recóndito planeta que llamaban Plutón, y… decían que un artilugio enviado por el hombre había tomado muchas fotografías, pues había pasado muy cerca de él, poco más alto de lo que lo hacen algunos pájaros en la Tierra; aunque desgraciadamente no podía detenerse, ya que su velocidad no se lo permitía,… que ahora aquel cachivache continuaría su viaje hasta los confines del Sistema Solar y, después…,más allá…¿hasta dónde?
Y, Pedrito, mientras se echaba a la boca una nube de caramelo, recordó a la hormiga y, pensó que pudiera ser ques llevase razón, y el Universo fuese infinito…, o ¡quizás no!

miércoles, 15 de julio de 2015

Muerte en las tierras altas de Escocia


Va caminando por el empinado sendero de piedra, flanqueado por prados verdes y rojos, en el que orondas y lanudas ovejas pastan la deliciosa hierba fresca, salteada con algún bocado de brezo rojizo, aquel que le confiere el encanto a aquellas tierras altas de Escocia.

Con el sol del norte, su brillo matizado de melancolía, y su anémica luz envidiosa de la fuerza del sur, y de las secas tierras de oriente, allí donde su esplendor es tal que ni el agua osa hacerle sombra.

Caminaba aquel anciano despacio, casi parado, por aquella empinada cuesta. A sus espaldas miles de leguas de días gastados en duros trabajos, en ilusiones perdidas y alguna alegría liviana; todos los dientes perdidos, menos dos que le restan; igual que los hijos, excepto uno que marchó a América.

En sus recuerdos de densa niebla y negrura infinita, la imagen de una mujer, que cree que fue un día esposa suya, y una humilde casa de paredes de piedra en la ribera de un mar bravío, donde los hombres se hacen peces y estos se transforman en hombres tras ser comidos.

Y, aquella cuesta de dura piedra, tornada blanda por la duermevela de sus sentidos, el aire frío y denso, como barro de humo tornado liviano, por mor del acecho del abismo del fin de la vida.

Aquel, que más que viejo es ya decrépito anciano, está al final del trayecto, justo sobre una cima, el paisaje verde, rojo y amarillo, veteado de manchas de algodón de las ovejas que pastan entre lagos de negras aguas donde dicen que aún los monstruos existen. Pero, él ya está en su morada eterna, ya llegó al fin de su vida.
Y, allí junto al camino de piedra de empinada pendiente, justo en el lugar donde se cree que habitan los dioses de las gentes de las tierras altas de Escocia, un ser anónimo a quién ya nadie recuerda, ha ido a dar con sus gastados huesos forrados solo de seca piel, justo contra la tierra.

Allí queda varado, como tantos otros  seres vivos, con conciencia o sin ella, con filosofía o simplemente con vida vegetativa y, puede que todos se conviertan en turba y, quizás un día, sean quemados para calentar a otros, que ni siquiera  tengan conciencia, pero, sin duda, todos quedaran en espera a que en el fin de los días juntos regresen a su estrella.

martes, 14 de julio de 2015

Vida -casi- Eterna

— ¿Qué haces? —le preguntó la tortuga a una abeja que se había posado en una bella flor, justo en la ribera del arroyo en el que ella pacía, con la displicencia del ser que se creía casi eterno.
—Trabajo. Chupo néctar de esta flor para llevarlo a mi colmena.
— ¿Para qué trabajas con tanto afán?
—Para que la colmena pueda sobrevivir. Y, porque es mi obligación.
— ¿Quién te obliga?
—Nadie…no sé…no lo he pensado…
— ¿Tú, es que no piensas?
—No,…yo trabajo, para pensar ya están los zánganos, allá en la colmena.
— ¡Ah!, ¡claro!: los zánganos. Ellos piensan y tú trabajas…mmm…
—A mí no me molesta. Pensar debe de ser muy aburrido. Pero, ¡calla!, que no me dejas chupar.

Y, la tortuga, muy lentamente, con el privilegio que le otorga su vida casi eterna, se fue alejando de la flor y de la abeja, mientras en su mente rumiaba una conclusión, de aquella intensa, pero brevísima —dada su longevidad— charla con la abeja: zánganos que piensan…abejas que trabajan y chupan…, mmm…, muy interesante, pero lo dejaré para más adelante…tengo tanta vida, que una reflexión tan jugosa he de dejarla reposar.

Es lo que tienen los seres que se creen inmortales, que los pensamientos siempre los dejan para…otro día.

lunes, 13 de julio de 2015

Vida efímera

                   VIDA EFÍMERA

—¿Qué haces? —le preguntó el sapo a una libélula que se mantenía suspendida  justo encima de su cabeza, sobre las cristalinas aguas de la charca en la que el batracio vivía.  «Solo vivo» —le contestó el insecto. 
—¿Solo vives? Yo también, pero algo más harás, ¿no? 
—No, solo eso. No tengo tiempo para hacer otra cosa. 
—¿Qué quieres decir con eso? 
—Que mi vida es tan efímera que si en un instante dejo de pensar que solo vivo, me perderé ese tiempo precioso de vida. 
—Y, ¿no comes? 
—No, prácticamente no, vivo tan poco, que casi no necesito comer. 
—Pero, supongo que para mover tus alas a esa velocidad, tendrás que coordinar bien tus músculos y, eso es difícil, deberás pensar en cómo hacerlo antes de ejecutar cada movimiento… 
—No, es todo automático, la naturaleza lo ha hecho así, para que las libélulas solo nos dediquemos a vivir. 

Y, dicho esto, la libélula, justo antes de salir disparada como un cohete, le dijo a la rana: «Adiós rana, no puedo seguir hablando contigo, he de conocer a más gente, de otra manera no podré alcanzar la sabiduría».

martes, 17 de marzo de 2015

Mi perro es blanco y canela


Mi perro blanco. Blanco con pizcas de canela. Can exuberante de brío de juventud. De felicidad plena. Alegría verdadera, inocencia absoluta de origen ni destino. Interrogante vivo de mi propia ignorancia. Paseante de mi soledad. Mi perro me lleva por sendas empinadas de desesperanza humana. Él me presta una brizna de feliz luz de tiniebla con un soplo de juventud canina.Y es blanco y canela. Sé que me quiere con su inexistente alma carente de elaborada maldad humana. Es blanco como la luz completa de todos los colores de la vida. Canela como el sabor de unas natillas. Mi perro es blanco y canela.

viernes, 20 de febrero de 2015

El barón de Munch

Estaba tan sobrado de riqueza como falto de talento. El barón de Munch había perseguido desde su adolescencia la quimera de convertirse en poeta de mérito; aunque a buen seguro se hubiera conformado con ser novelista; incluso cuentista le habría bastado.
Para procurar su sueño no había reparado en gastos ni en esfuerzos. De hecho, había cursado estudios de literatura, filosofía, teología y lenguas clásicas en las mejores universidades alemanas; incluso había extendido su formación con cursos, seminarios y tesis en otras de Austria y Suiza. Además de ello contrató a los mejores poetas y los llevó a vivir a su casa  durante largas temporadas, recompensándolos con generosos estipendios. Y por si fuera poco siempre contó con la ayuda de Manfred, su fiel mayordomo y amigo, que le animaba cada día a no cejar en el empeño y le proporcionaba todo aquello que se les ocurriera a uno o a otro para conseguirlo.
Precisamente por mediación de él, que le hizo de agente, y con la inestimable ayuda de su inmensa fortuna, no le faltaron editores que publicaran sus libros de poemas, ni tampoco lectores a los que se les regalaban los miles de ejemplares que con el dinero del barón eran lanzados por las editoriales.
Pero él nunca se engañó y siempre supo que carecía de talento.
Hubo un tiempo en el que pensaba que aún le faltaba leer mucho más para poder escribir con soltura, pero comprobó que llegó un momento en el que cuanto más leía peor escribía. Y descubrió que todos y cada uno de los autores a los que estudiaba tenían mucho más lustre literario que él. Hasta que llegó el día en el que ya cualquier cosa le parecía que tenía más calidad que lo mejor que él hubiera escrito nunca.
Pensó que si no podía ser escritor prefería no ser nada, y por tanto la solución sería abandonar este mundo. Y a ello se puso.
Lo organizó todo con la mayor precisión y pulcritud posibles, incluso visitó el panteón familiar en el cementerio de la villa para no dejar aquel detalle al albur de sus deudos –que por cierto aparte de Manfred a nadie más tenía-, y allí sentado en un banco que había en la capilla del mausoleo, pensó en voz alta cuál sería su epitafio:
«Aquí yace un no escritor». «... un gran fracaso», «... alguien que no pudo ser», «... un hombre que ni siquiera fue capaz de escribir su epitafio»...
En ello estaba, cuando entre la deslustrada atmósfera creada por la húmeda neblina de la tarde de aquella ciudad de Renania, una figura espectral se materializó ante sus aterrorizados ojos, y le susurró algo al oído que al barón le heló la sangre, al tiempo que le estimuló el ánima.
Con la respiración entrecortada corrió hasta el carruaje que lo esperaba a la entrada del camposanto, en él, subido al pescante aguardaba Manfred, su mayordomo, cochero, confidente y amigo, que le preguntó que le ocurría al verlo de aquella manera tan desazonada. El barón solo contestó con un escueto «a casa, rápido», tras lo cual se hizo invisible durante días enteros.
Transcurrido más de un mes, durante el cual solo permitió que se le entregasen galletas y té, volvió a dar señales de vida. Llamó a su gabinete a Manfred y le entregó un pequeño cuaderno negro con lomo dorado y un grueso fajo de billetes grandes, tan abultado que Manfred nunca antes hubiese visto fortuna tal. Le pidió que tomase el coche y marchase a la estación del ferrocarril para llevar a cabo el encargo que en la misteriosa libreta llevaba convenientemente detallado. Tenía instrucciones de no leerlo hasta que el primer tren de la mañana –con él a bordo-, hubiese iniciado su marcha con destino a Aquisgrán, primero, y a París después.
Cuando el convoy abandonaba la región alemana de Renania y se adentraba en territorio francés, Manfred abrió con gran parsimonia el cuaderno de azabache y oro, y leyó: «Balzac, Molière, Delille, La Fontaine, Musset, Nerval»…después un nombre: «Cimetière du Père Lachaìse».
Buscó en las páginas siguientes, pero todo aquello era un galimatías. No entendía qué es lo que el barón pretendía que él hiciese en París, ni que significaban aquellos nombres, de los que alguno identificó claramente como afamados escritores franceses, ya todos muertos -un par de ellos muy recientemente-, y el nombre del Cimetière du Père Lachaìse aún le confundía más. ¿Y el tremendo fajo de billetes?, ¿qué es lo que se suponía que tendría que hacer con tanto dinero?, ¿Qué habría que comprar? ¿Podría ser que quisiera que visitase las tumbas de estos personajes y anotase cómo eran, qué epitafios tenían? Entonces recordó que había acompañado al barón antes de su encierro en su gabinete durante dos meses al cementerio de la villa, y que tras aquella visita se había producido un cambio en él. ¿Quizás estaba enfermo de forma irremisible y esperando su muerte próxima se preparaba para ella?, o ¿podría ser que estuviera planificando su suicidio, desencantado por su rotundo fracaso como escritor?
Cualquiera de aquellas podían ser las razones, pero no tenía más elementos que pudieran aclararle más. Por ello, continuó examinando el diario y en la última página halló una instrucción: «Te alojarás en el Hotel Crillon, de la plaza de la Concordia»
Y así lo hizo, se alojó en una suite que estaba a su nombre en el aquel mítico y lujosísimo hotel de la plaza más famosa de cuantas hubiese en la ciudad de la Luz y en el mundo libre, pues desde el balcón de aquella habitación Manfred pudo ver el lugar exacto en el que haría casi cien años se alzó el patíbulo en el que iba instalada la guillotina, que de un certero tajo cercenó el cuello de aquel rey que permanecía en el trono bajo la legitimidad de la Historia, y de Dios según otros, y que un lunes veintiuno de enero de mil setecientos noventa y tres fue separado de él para siempre, y del privilegio de que una familia reinase en Francia sobre todos los, a partir de ahora, llamados ciudadanos libres.
Entusiasmado estaba Manfred con estas reflexiones cuando un empleado del hotel le entregó un sobre lacrado con el sello del establecimiento, tras lo cual y sin aceptar propina alguna, hizo una más que ostensible reverencia y se retiró, dejándolo solo para que leyera aquella misiva.
Con un abrecartas con mango de plata repujada de piedras preciosas simuladas, y hoja de acero con el nombre y sello del hotel troquelados, procedió a rasgar el sobre que contenía la misiva. Lo hizo con cierta ansiedad matizada con la templanza que le concedía toda una vida dedicada al servicio del barón.
Una vez tuvo ante sí la cuartilla la leyó:
«Mañana a las tres de la madrugada en la puerta de la rue de la Roquette del cementerio de Pere- Lachaise».
No cabía preguntarse nada, pues allí nadie más había para responder, por tanto solo podía esperar a que transcurriese el día siguiente y llegase la madrugada.
Y llegó y estuvo puntual en el lugar convenido, precavido de que nadie lo viese, aunque en principio nada tuviese que ocultar, ¿o sí? Cierto era que aquella misión suya no era muy normal, y por tanto era previsible que el misterio acabase en algún acto ilegal.
Transcurrió más de una hora hasta que apareció un hombre –del que no pudo percatarse de dónde había salido-, llevaba la cara cubierta por un pasamontañas y el cuello levantado de su abrigo de recio paño. Se aproximó hasta él y sin darle saludo alguno le entregó un pequeño saquito de fina tela aterciopelada y dos notas, respecto a una de ellas le hizo ademán de que no la leyera ahora, así pues desdobló la que se suponía que sí podía leer y comprobó su contenido: «mañana a la misma hora». Absurdo –pensó-, le entregaba una nota solo para decirle eso, intentó replicar al extraño, pero este con una actitud amenazante le hizo callar, tras lo cual desapareció saltando la tapia del cementerio, que era por donde supuso  Manfred que habría aparecido.
Cuando en la soledad de su lujosa residencia del Hotel Crillon abrió el sobre con la otra nota, y el saquito de tela de terciopelo, quedó mudo del asombro que aquel hallazgo le produjo. ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¡Tal era la desesperación del barón que era capaz de cualquier cosa, por absurda que pareciese! ¡Y de hecho, aquella lo era! ¡Sin duda la más de cuantas hubiera tenido la ocasión de experimentar o incluso oír referir en su larga y azarosa vida! 
A la madrugada siguiente puntual acudió a la cita…y a la siguiente…y a la siguiente de la siguiente. Y así hasta diez noches. Tras lo cual recibió un último sobre, y el individuo le hizo indicación para que lo abriese allí mismo.
«Mañana a la misma hora de siempre, traerá el dinero convenido»
¡Claro, el dinero! ¡Nadie lo creería, pero lo había olvidado por completo!, ¡quizás a cualquiera en su situación le hubiera ocurrido lo mismo!
La madrugada siguiente se reunieron por última vez a la tenue luz de una lámpara de aceite que transformaba las siluetas de sus sombras en imágenes chinescas del inframundo. Aquel último intercambio le produjo a Manfred una impresión que tuvo por cierto que aunque mil años viviese no podría olvidar. Y es que después de darle el enorme fajo de billetes, el desconocido le hizo una última entrega. Era una pequeña cajita de madera y en la tapa escrito con tinta roja, un nombre: «Voltaire» Después de eso se separaron y mientras regresaba al Hotel Crillon sintió que un escalofrío doloroso como un hierro incandescente le atravesó el alma.
En la lujosa soledad de su habitación debatió consigo mismo sin piedad si debería seguir con toda aquella locura adelante o dejarlo todo y huir, desaparecer de su mundo, quizá emigrar a otro continente, pero no ver nunca más al barón de Munch. Miró a través de los límpidos cristales de la balconada que daba a la plaza de la Concordia y su mirada se fijó en el lugar en el que la guillotina cercenara la regia cabeza del Borbón, y sintió que era la suya propia la que era separada de su cuerpo.
Como llevado en volandas por una fuerza superior, empaquetó toda su impedimenta y su valiosa carga, y sin dar aviso a ningún empleado del servicio de habitaciones ni a mozo alguno se dirigió a la escalera que conducía al lobby del hotel, y allí ordenó que le pidiesen un coche de punto, tras confirmar que la cuenta de su alojamiento estaba saldada.
En la Estación de Saint Lazare tomó el primer tren con destino a Aquisgran. Y cuando la máquina expelió su primera bocanada de negro aliento, sintió que su suerte estaba echada.
A su llegada a casa experimentó la sensación de que su zozobra moral y anímica iba pareja con la euforia del barón, el cual parecía poseído por una fuerza sobrehumana y un ánimo desconocido hasta entonces para Manfred, al punto, que barajó la posibilidad de que hubiera hecho un trato con el mismo diablo, y que eso explicara todo aquel enrevesado asunto. Definitivamente no era él creyente en la existencia de ese tipo de cambalaches del inframundo, y la explicación más simple y también más probable era que se hubiera vuelto completamente loco por su obsesión de ser escritor, y dado que económicamente podía permitírselo, bien él o algún avezado embaucador, lo habían embarcado en aquella absurda historia.
Mil trescientos cuarenta y cuatro gramos fue el resultado de la pesada que el barón realizó de todo el contenido de las bolsas de tela aterciopelada y de la cajita de madera que Manfred le llevó como resultado de su extraña encomienda parisina. Tras ello le entregó a su amigo, ayo, mayordomo y confidente un escueto breviario en el que se le daban puntuales y estrictas instrucciones de lo que se esperaba que hiciese con aquella preciada mercancía.
Y Manfred puesto que no optó por abandonar al barón ni este mundo, obedeció, y de la manera que su señor le había indicado fue dispensándole diariamente la dosis que le había marcado.
A primera hora de la mañana, en ayunas, ingería dos cucharadas soperas de un sirope elaborado a base de cincuenta bayas y plantas silvestres obtenidas de bosques en los que había sido probada la existencia de seres exotéricos, tales como hadas, gnomos o duendes, o que hubieran sido incluidos en alguna obra de algún autor consagrado de la literatura; y junto a ello una raspadura, de no más de un gramo, de materia ósea de aquellos restos de afamados escritores traídos por Manfred de París y sacados de sus tumbas del Cementerio de Pere Lachaise por aquel desconocido sujeto de voz ausente y cara embozada con pasamontañas.
Tres meses después, en una mañana que ya era de primavera y las nieves ya se habían retirado dejando desnudos los campos sinfónicos Beethovianos, aquellos en los que el sonido del viento agitaba las hileras de tilos, reproduciendo para los oídos avezados las sinfonías de aquel sordo que esta tierra pariera para el gozo y disfrute de la Humanidad, y justo fue en aquel nuevo día de luz renacida tras el invierno de Renania, cuando el barón completamente henchido de orgullo, engolado en el regocijo de la lectura de su última creación pregonó a los cuatro vientos y a Manfred, que era su único interlocutor, que por fin había logrado crear algo de mérito, ¡de mucho mérito! Y a aquel triunfo siguió otro, y otro, y otro, y transcurrieron los meses y la actividad creadora del barón de Munch se transformó en febril, y lo que antes era desolación y zozobra se había tornado en euforia y admiración de sí mismo, y de su obra, al punto que ya no había autor que resistiera comparación con él, y le pidió a Manfred que visitara a los editores para que lanzasen ediciones de lujo de sus nuevas obras, y le dio instrucciones para que todas fuesen repletas de grabados, en los que no se escatimaran las tintas más exquisitas que en el mercado pudieran hallarse. Y pan de oro. Pidió que cada letra capital al comienzo de un verso, de un párrafo, o de un título, fuesen repujadas de oro y púrpura. Y cuando Manfred dijo que por muy bien que escribieran el costo de aquellos libros muy pocos se lo podrían permitir, dijo simplemente que él lo pagaría todo, que no le importaba obtener dinero con la difusión de su obra. Era un bien para la Humanidad y con eso le bastaba.
Manfred no tenía más opción que obedecer al barón, a pesar de que calculó que en no mucho tiempo estaría completamente arruinado. Además, su obra no solo no había mejorado, sino que había creado un nuevo género, que era el de la más completa estulticia. A pesar de ello la codicia que mostraron los editores no parecía tener límite, y nada más recibir el encargo se pusieron manos a la obra para imprimir los más bellos libros que nunca hubieran salido de sus imprentas, eso sí de la obra más zafia que se recordara desde los tiempos en los que Gutenberg diseñara su ingenio.
Como Manfred había calculado, la enorme fortuna del barón de Munch se acabó cuando aún le restaban no menos de trescientos gramos de tejido óseo de varios de los más afamados poetas del presente siglo y alguno de los pasados, y una falange intacta del genial Honorato de Balzac.
Hasta que llegó un día en el que en aquella mansión del barón de Munch, como único alimento solo quedaba tejido óseo de afamado escritor francés, y algo de hierbas, aunque ya no fuesen de bosques encantados, sino de los jardines de la casa que había ido recolectando el pobre Manfred para evitar que el barón fuese consciente del estado al que había llegado las cosas. Y es que Manfred hacía mucho tiempo que tenía por cierto que el barón había perdido por completo el oremus, al punto de que ya no era capaz de distinguir una obra escrita por él de otra salida de la mano de cualquiera de los más grandes poetas franceses, italianos o alemanes. Y con ello había perdido también el apetito por las necesidades nutricionales más perentorias, y ya solo tomaba sus dosis de tejido óseo con la infusión de hierbas de jardín correspondiente, y ni más agua ni alimento alguno nutrían su cuerpo ni su ánima. El deterioro del barón era tan evidente que llegó un día en el que reparó que sus piernas ya no sostenían su famélico cuerpo, que más parecía que se hubiesen apoderado de él los huesos de aquellos poetas a los que él había canibalizado.
Manfred no supo qué es lo que tenía que hacer. Por una parte no parecía estar la mente del barón en disposición de recibir reprimenda alguna, fuese para obligarle a comer, a beber, para explicarle el estado de sus finanzas, o para hacerle revertir su delirio de poeta caníbal. Solo quedaba esperar que la naturaleza acabase su trabajo y devolviera a la tierra a aquella pantomima de poeta, junto con los restos metabolizados de aquellos que sí fueron grandes en su día.
Una mañana del mes de octubre, recién entrado el otoño, cuando los tilos comenzaban a cambiar sus ropas de temporada y los campos verdes de Renania se tornaban ocres rojos y amarillos para abrigar a la tierra, antes de que los blancos fríos cubrieran con su límpida colcha aquellas tierras de Alemania, fue entonces cuando ocurrió un hecho que aún todos recuerdan  haber oído contar a su abuela, muchos afirmando que era pura superchería, pero otros más versados aseguran haber leído la magna obra que aquella mañana de otoño en las tierras de Renania, en la mansión del barón de Munch, había aparecido entre las manos desnudas de carne, apoyada en el pecho de costillas, clavículas y esternón, de lo que se suponía que era el esqueleto del barón. Y ocurrió que cuando su fiel amigo, mayordomo y escudero Hans entró en su alcoba así lo halló, convertido en esqueleto, sujetando entre las falanges descarnadas de su mano derecha una pluma, y apoyado contra su caja torácica ausente de vísceras aquel libro. Y cuando lo abrió y leyó su primera página quedó petrificado:
«Obra póstuma de poetas y escritores del cementerio de Pere Lachaise dedicado al barón de Munch, caníbal y padre de todos nosotros»
Y dentro pudo leer las más bellas historias del inframundo que ningún humano antes hubiese leído, y entre líneas Hans tuvo consciencia de cuál era la esencia de la vida y de la muerte, tras lo cual, henchido de la felicidad que confiere la sabiduría plena, abrazó el cadáver de su amigo y se marchó con él, y con todos los poetas, a un lugar que solo ellos, y los que en el futuro sean escogidos, conocerán.

lunes, 16 de febrero de 2015

El escritor amigo del viento

¡Soy escritor!  Gritaba aquel orate mientras pateaba las hojas caidas de los tilos que adornaban el camino que bajaba de la montaña del olvido. Nadie  hizo caso  a sus gritos desgarrados por la angustia de la negación de la esencia de su ser. Para él su razón de vivir era ser escritor. Pero nunca nadie lo escuchó, solo el viento que llevaba sus desgarrados gritos reivindicativos. Y aunque cualquiera hubiera pensado que solo eso no podría bastarle, todos se habrían equivocado; pues una fría mañana de otoño, mientras Hans el orate seguía la hilera de tilos más allá de donde la montaña se transformaba en mágica, una suave brisa le acarició el rostro y justo en su oído le susurró: "No te preocupes por lo que piensen los humanos de ti, tampoco creen que  yo sea pintor y dibujo escaleras de caracol en la arena y las hago subir hasta el cielo. Tú serás escritor porque yo captaré tus ideas y las llevaré con mis soplidos susurrándolas en los oídos de las gentes, sin que siquiera reparen en ello. Y, ¿sabes?, a partir de ahora tú me sugerirás historias y yo las subiré en mis escaleras hasta el infinito. Y allí están los grandes escritores que en el mundo han sido, y ellos te apreciarán, porque todos harían eso por mí, cualquier cosa por quien tanto los ha inspirado.
Recuerda que yo soy el viento y tú mi amigo.

Dedicado al escultor Martín Chirino

lunes, 2 de febrero de 2015

El Profesor

Aquella mañana de frío temprano del mes de octubre Adele recorría la media milla que separaba su pequeño y recoleto apartamento del campus del aula magna de la Facultad de Medicina. Iba para recibir su primera clase de Anatomía Humana que impartía el catedrático; uno de los más afamados -en muchos sentidos- profesores de aquella Universidad.
Fue una de las primeras en llegar y ocupó un asiento de primera fila; no quería perder ningún detalle del dibujo que hiciese para ilustrar la clase del día; ya que según le habían dicho no había preámbulo alguno en aquella asignatura, y a buen seguro que inauguraría el curso dando una clase maestra de embriología.
Y así fue. Sin mediar más presentación que un "buenos días a todos" tomó sus tizas de colores y dio inicio a la reproducción de un embrión humano. Y lo hizo como si la misma mano de Miguel Angel hubiera tenido la ocurrencia de haber visto de esta manera el origen de la vida en su Capilla Sixtina.
Adele fue incapaz de seguir el dibujo con los lápices de colores en su bloc, completamente absorta en la contemplación del profesor Charcot en la elaboración de su obra, al tiempo, que la voz de él invadía su entendimiento como si de la música de Bach se tratara, y cada una de las palabras, cada uno de los enrevesados nombres de las tiernas estructuras anatómicas de aquel proyecto impostado de persona, se  transformaron en la mente de Adele en pura poesía. Sintió y vio cómo el profesor la tomaba del brazo y juntos caminaban por una senda flanqueada de tilos, entre campos de diminutos embriones que evolucionaban al ritmo de la música de Miles Davis, hasta convertirse en tulipanes negros, mientras otros se tornaban blancos al son de Fly Me to the Moon, en la voz de Frank Sinatra.
Y tomándola por la cintura bailaron entre las flores un vals de Johann Strauss. A ella le preocupaba tropezar en una piedra o que su vestido se enredase entre los tulipanes; pero las fuertes y delicadas manos del profesor Charcot la mantenían suspendida, sin que sus pies tocaran el suelo. Y así, levitando, haciendo mil giros y arabescos danzarines, intentaba mirar el rostro seductor de aquel ser que la había hechizado. Pero con cada movimiento el rostro de él se giraba y siempre a ella le daba la espalda. Y la felicidad plena se transformó en angustia,  la música de Bach, la de Miles Davis y la de Sinatra se tornaron en ritmos de campanas tocando a tránsito, los tulipanes en cadáveres de niños, y su vestido en una mortaja. Y al fin pudo ver el rostro del profesor Charcot, que la miraba fijamente con una sonrisa sardónica; y en ese momento un escalofrío le horadó las entrañas, al comprender que aquel era el rostro de la misma muerte.
Procuró volver en sí, regresar de su ensoñación, retornar al aula de Anatomía, escapar del hechizo de aquel brujo de la seducción; pero no solo no pudo, sino que sintió que escapaba de aquellos campos de tilos y se vio incrustada en la pizarra, se transformó en un dibujo; era la representación de un embrión. Y aquel brujo la miraba -ya estampada como dibujo- y le dedicó una sonrisa aterradora. En ese momento supo que ella era un embrión y el profesor Charcot... su padre.

viernes, 16 de enero de 2015

¿Muerte en el Savoy?

No podría decir cuántas noches había gastado en aquel antro de excelsa miseria humana, ni los cientos de horas empleadas en la nebulosa audición de sonidos espectrales generados por músicos gastados tras instrumentos eternos, o en la contemplación de las caleidoscópicas imágenes de coristas sin clorofila, marchitadas por la ausencia de luz y el exceso de atmósfera cargada de humo de habanos, de efluvios de ginebra y whiskies de contrabando; de sudores de palabras gruesas lanzadas sin tino confeccionando nieblas de desesperanza y olvido. Cientos, quizás miles de veladas consumiendo la vida extraída por eternas succiones de tripas de cigarros extrayéndole el ánima; de whiskies bebiéndole las entrañas; y de ginebras mezcladas con el sabor de la saliva de besos con lengua de coristas derretidas de voz y de vida. Cientos, miles de noches de lunas ocultadas por paredes de edificios de verticalidad infinita, y de sombras de callejones traseros, cementerios de ratas devoradas por perros, restos que fueron humanos allí dejados repletos de plomo de venganza y celos.
Cientos y miles de noches de jadeos expelidos por conciencias condenadas, de frases esputadas en la desesperanza, en el anhelo del próximo trago, de la eterna chupada del siguiente cigarro, de la turbia visión de la bailarina contorneando su artrosis en un postrer esfuerzo antes de exhalar el último aliento, de los músicos gritando  su alegría impostada con cuernos de metales quiméricos.
Y ahora, el portero afirmaba que no lo conocía, tampoco su amigo del alma negra Ernie, el propietario; ni el detective Fuller; tampoco Chef Antoine, el mago de los venenos culinarios; ni las coristas Lorraine Webster, Terry Shelton o Minnie Lindsay, de nada parecían haberle servido aquellas noches de amor hidraúlico; tampoco le reconocieron Tony Aiello ni Micky Nolan, que le amenazaron con su Magnum del calibre cincuenta cuando se acercó a saludarlos.
Completamente desconcertado atisbó a través de la densa niebla tóxica de humanidad podrida y descubrió a Chester Newman, y lo que le pareció imposible: con él estaba Bob Raphelson, aquel que fuera maestro de Chester y que en palabras de este «llegaba a los tiroteos diez segundos antes que las balas, y que era tan incapaz de vivir en un mundo de buenas noticias que cuando el alcalde pacificó la ciudad, Bobby se marchó de vacaciones a la II Guerra Mundial».
No lograba comprender que es lo que estaba ocurriéndole, aquel escenario espectral sin duda era el establecimiento de su vida gastada, era el Savoy, pero ni el mismo antro lo reconocía. Desesperado intentó recordar, y entretanto se le escapó una lágrima, y se emocionó al comprender que sus ojos aún eran capaces de amamantar su alma; cuando él los creía secos desde que una maldita noche, allí mismo en el Savoy, el amor de su olvido le incinerara el alma.
Y fue entonces cuando a su mente vino una imagen, se vio tumbado y a su cuerpo solo le quedaba sitio para el esqueleto de su cadáver. Comprendió que su aparato digestivo y sus pulmones no habían estado a la altura de su aparato emocional y por ello, justo por ello estaba allí en el Savoy, muerto, era por eso por lo que nadie lo reconocía, ellos también estaban muertos, pero no eran reales, sino el producto de su mente que ahora ya no era nada, solo fuego y polvo, o quizás seguía siendo, y en este caso todos aquellos, sus amigos del Savoy, algún día del resto de la eternidad acabarían reconociéndolo.
Con esa esperanza se subió a su Buick negro y se marchó, quizás para siempre.

Juan Castell, 16 de enero de 2015. Al maestro José Luis Alvite. In Memoriam

Nota: Algunas de las palabras y frases -que en el texto original de Word- están en bastardilla son propiedad del maestro Alvite.

lunes, 12 de enero de 2015

El Tamborilero

Iba por un prado alfombrado de verde esmeralda, veteado de rojas amapolas y amarillas margaritas; entre brezos pardos y diamantinas aguas tornadas violeta por el reflejo de las nubes arrieras de agua; saltando iba el tamborilero, feliz, tocando al ritmo que la música en su imaginación le marcaba.
Marchaba presto atravesando los campos, vadeando arroyos y cruzando montañas, acudía obediente a la llamada del rey, que lo había requerido para que se incorporara a su ejército; pues había declarado la guerra.
A pesar de que su madre lloró amargamente cuando le preparaba el zurrón que ahora llevaba colgado a la espalda, y que su padre le había dicho solo "pórtate como un hombre, y si para ello has de morir muere", iba contento, mucho; jamás había salido de su pequeña aldea, ¡y ahora iba nada menos que a la guerra; para servir a su rey!
Nadie le había dicho que sería tamborilero del ejército, pero supuso que si lo habían llamado, ¿para que otra cosa podría haber sido? Solo sabía tocar el tambor y ordeñar las cabras; quizás también coger castañas cuando de ello era la época, ¡ah! también podía identificar veintiséis clases de pájaros solo con oírlos piar, y distinguir un sapo de una rana por su forma de croar. Pero no creía que eso fuese útil en la guerra; en cambio tocar el tambor marcando el ritmo con el que las tropas debían avanzar hacia el combate..., eso sí que era útil. ¡Esa era la razón de que lo llamara el rey! No había nadie en la comarca, y posiblemente tampoco en el reino entero, que supiese seguir el ritmo como él con el tambor.
Mientras recorría las tierras de aquel reino imaginaba las aventuras que viviría cuando estuviese en la guerra, se emocionaba al pensar que las tropas avanzarían al son que él marcase con su tambor, y empezó a comprender que su papel en el ejército sería muy importante, casi tanto como el del general; pues cuando este hubiese dado la orden de ataque, el resto ya sería responsabilidad del tamborilero, es decir, suya.
Y con estos pensamientos y cada vez más emocionado el tamborilero  siguió caminando, a ratos andando y otros saltando; pues era ese el ímpetu que lo guiaba para servir a su rey, ¡como primer caballero!
Cuando cayó la noche los campos se hicieron de plata, mientras sonaba un tambor entre las sombras que comenzaron a moverse a su ritmo. Supo que eran sus soldados, que incansables día y noche ya marchaban con el ritmo que él les marcaba.
Y a su paso las ranas dejaron de croar saliendo de sus charcas, el búho lo observó con sus ojos de luna, los lobos que aullaban con voces de acero callaron. Un lince soltó al conejo que a punto estaba de devorar. Los árboles movieron sus ramas y ovalando sus copas se dispusieron a escuchar el son del tambor. El río se detuvo y el espejo calmo de sus aguas reflejó la imagen del tamborilero. Y la Luna se descolgó de su techo y bajó para oír y ver qué estaba ocurriendo en aquel recóndito reino. Y el Sol cuando vío a la Luna abandonar su casa y mostrar toda la belleza de su cara oculta quiso acompañarla. Y la noche se hizo día y la primavera verano; y mientras todos los seres vivos detenían sus vidas para verlo y oírlo tocar, los astros, tras miles de millones de años siendo obedientes a las leyes de la física, decidieron abandonar sus órbitas, mientras él, el pequeño tamborilero continuó feliz su marcha al son de su tambor en pos de su rey, ¡que lo había llamado para ir a la guerra!