domingo, 29 de junio de 2014

Luisão

Nació en una mísera favela de Rio de Janeiro, en El infierno de Pavão-Pavãozinho, era el quinto de siete hermanos y su padre murió tiroteado por la policía cuando él no era más que un menino, y desde siempre hubo de buscarse la vida como todos los que  con él allí vivían, pero él a diferencia de otros tenía un don, y supo que si quería salir de aquel estercolero debía cultivarlo. Era capaz de golpear las latas de refrescos, de tomate o de sardinas, como si de un auténtico balón de reglamento se tratara, y cuando por vez primera le dejaron probar una pelota de verdad, dejó maravillados a todos los miserables niños de la calle y de las favelas, que con él compartieron aquel cochambroso e irregular terreno de juego. Driblaba como no se había visto desde los tiempos de Pelé, de Ronaldo o del mismo Nazario da lima; y llego un momento en el que todos lo buscaban cuando de ganar a los de las favelas vecinas o a las del otro lado de Río se trataba.
Pero Luisao Soares Gamboa, que así se llamaba el mozuelo, tenía un defecto, y grave, padecía lo que si algún psicólogo o médico lo hubiera visto -cosa que no ocurrió-, lo que se denominaba eufemísticamente trastorno límite de la personalidad; era incapaz de controlar sus impulsos cuando alguien lo provocaba o incluso cuando no; y todos los que con él convivían o tenían el placer o a veces la desgracia de jugar en la calle con él al futbol, lo definían sencillamente como loco; eso sí un loco que jugaba al futbol como ningún otro de su edad.
Y así a la temprana edad de ocho años fue avistado por un ojeador del Flamengo y le hizo una propuesta, y tras esta vino otra y otra, y a la edad de dieciséis años era ya un consumado delantero presto para debutar en la liga de fútbol carioca. Y entonces fue cuando conoció a María, aquella mulata de ojos verdes imposibles, que le eclipsó el entendimiento y le robó el alma. Y desde entonces jugó aún mejor que antes, pues ahora tenía una razón que le ilusionaba en la vida. Hasta que un día María le dio la terrible noticia de que su familia se  trasladaba a vivir a Europa, concretamente a Barcelona, y Luisao sintió que todo su mundo se derrumbaba con la marcha de ella.Y tras meditarlo detenidamente, resolvió que tenía que jugar aún más y mejor; que debía deslumbrar a  algún cazatalentos de Europa para poder viajar hasta allí, fichar por un equipo europeo y asi poder estar cerca de María de la que estaba seguro que era la mujer de su vida y con la que formaría su familia.  Y además no podía vivir sin ella, a pesar que desde que jugaba al fútbol le habían proporcionado terapias para ayudar a controlar sus impulsos, había sido María la que le calmó su personalidad y le sosegó el alma; y sintió que si la perdía, también lo abandonaría la razón y el control sobre sí mismo.
Y recién cumplidos los diecisiete un intermediario europeo, para más fortuna de la propia ciudad de Barcelona, llegó a un acuerdo con el club que tenía sus derechos e hicieron un traspaso por varios millones de dólares, más los del presidente del club de partida, los del de recalada, los estipendios del agente que hacía la operación, los del agente del chico; y en este caso no hubo para el padre de Luisao, pues este estaba muerto y bien muerto.
Su llegada a la ciudad condal fue apoteósica, el recibimiento de masas lo asustó, pero saber que ahora estaría cerca de María, y que de paso podría sacar a su madre y a los hermanos que aún sobrevivían en la favela de Pãvao-Pavãozinho, le hicieron superar todas estas adversidades y sentirse por vez primera en su vida completamente feliz.
Y aquella temporada fue apoteósica en triunfos deportivos, con el equipo azulgrana ganó la liga, la copa y quedó finalista de la Champions, al año siguiente no ganaron la liga, pero sí la copa de Europa y con sólo diecinueve años pidió permiso a los padres de María y contrajo matrimonio con ella, y tres años después, consagrado como gran figura del futbol europeo y brasileño, ya formaba una familia con tres niñas y su adorada María, y era completamente feliz sabiendo además que ahora su madre y sus hermanos regentaban un floreciente negocio de mecánica en una zona de Río para gente acomodada.
Y para celebrar tanta dicha decidió hacerse un tatuaje en el cuello, en el que junto a un escudo del Fútbol Club Barcelona, estampó el nombre de María.
Era tal la estabilidad emocional que había alcanzado que en estos años no había tenido graves episodios de su enfermedad, que estaba aparentemente curada; excepto en una ocasión en la que en un partido mordió justo en el cuello a un adversario, y por ello fue sancionado con una multa y tres partidos de suspensión,  y en otra, en la que tuvo una ocurrencia similar; y fue entonces cuando el equipo técnico de su club tomó cartas en el asunto y lo envió a terapia; pero los psicólogos que lo trataron no le concedieron demasiada importancia y lo achacaron a su espíritu competitivo y al acaloramiento que se crea en el fragor de la batalla; que es lo que en suma se convierte un partido de fútbol.
Y llegó la fecha en la que se iba a celebrar el Campeonato del Mundo de Fútbol, que además este año se celebraría en su país y además, como no podía ser de otra manera, siendo como lo era un jugador de una enorme talla, fue seleccionado para formar parte del equipo que reprentaría a la pentacampeona del mundo: Brasil.
Y María se sintió la mujer más orgullosa del mundo futbolístico; y en Río, en el taller mecánico de los Soares Gamboa, se instalaron grandes carteles en sus paredes y en la fachada con la fotografía del hermano y dueño de hecho del negocio, aunque él solo hubiese entregado el dinero para abrirlo, sin reclamar título de propiedad alguno.
Y en el primer partido, que fue también el de inauguración del campeonato, en el que su selección jugaba como país anfitrión, Luisao tuvo una actuación tan destacada que se convirtió desde el inicio en la estrella del Mundial; pues en aquel encuentro marcó tres goles -lo que los entendidos llanaban un "hat-trick"-, y todo hacia presagiar que de aquel campeonato, Luisao,  saldría coronado como el nuevo "Rei do Brasil".
Pero en el segundo partido todo se complicó, el equipo se atascó en su juego y Luisao se  desesperó, luchó como un titán contra los defensas contrarios, tratando de perforar la meta; pero los aguerridos defensores le hacían una falta tras otra, y en una jugada prodigiosa en la que Luisao corría con la pelota en una posición muy aventajada para encarar al portero, lo trabaron de malos modos, y Luisao perdió el control y en un arrebato fatídico se abalanzó sobre el jugador que lo había derribado, y sin meditar palabra, con gran disimulo le mordió en el cuello al desdichado, tal que hubiera sido un lobo o un tiburón en el océano. Y el árbitro apercibido de que algo extraño había ocurrido y tras constatar con estupor las horribles marcas               que presentaba el jugador agredido, esgrimiendo la tarjeta roja expulsó a Luisao del terreno de juego; y tras ello sacando una pequeña libreta anotó: "Luisao el 9 de Brasil, es el Hombre Lobo".
Y al día siguiente en convocatoria urgente se reunieron los más notables de la FIFA, todos ellos completamente contrariados, pues varios de ellos hubieron de interrumpir una magna fiesta, mientras que otros fueron instados a regresar a toda prisa de Sao Paulo, adonde habían ido en una escapada rápida para ingresar en sus cuentas, de la  única sucursal del banco suizo que allí había, las suculentas comisiones cobradas de  las mordidas ya recibidas. Y tal era su estado de enojo, que resolvieron dictar una sanción tan ejemplar, que retirase de los terrenos de juego a Luisao por una temporada tal, que hiciese que ningún club ni selección quisiera tenerlo en plantilla.
Y después de aquello, Luisao que tras toda una vida de  esfuerzos había conseguido el éxito y la estabilidad, tanto en su vida personal como en el fútbol, y la admiración y el cariño de todos, vio como todo se vino abajo y su trastorno límite de la personalidad dejó de ser limite, para convertirse en una clara psicosis; y culpó a María de todo, repudió a sus hijos, y cuando su selección, y después su club, le comunicaron que prescindian de sus servicios, y que allí no volvería a jugar al fútbol, desapareció; y a pesar de que María removió cielo y tierra para buscarlo, la policía no encontró rastro alguno; aunque hubo quien dijo que lo habían visto en la terminal internacional del aeropuerto. Y en los siguientes meses, unos dijeron haberlo visto en Brasil, otros en Sudáfrica; incluso alguien dijo que se encontraba en Catar asesorando a la federación de fútbol de aquel país,que organizaría el Mundial de fútbol del año 2022; perodespués de aquello nadie volvió a hablar más de Luisão. Y todos se olvidaron.
Diez años más tarde, mientras María echaba un vistazo a las noticias de Brasil, en la edición digital de "O Globo" su vista se quedó clavada a una imagen de un cuerpo que habían hallado varado en la playa de Copacabana, y el estado tan  avanzado de descomposición impedía identificarlo; pero a Maríase le compungió el alma cuando comprobó que en el cuerpo de aquel desdichado, justo en el cuello junto al tatuaje del escudo de un club de fútbol, había también un nombre: "María".

miércoles, 25 de junio de 2014

El Yihadista

Conocía de memoria todas las suras contenidas en el Corán y los principales hadices del Profeta; había estudiado durante años en la madrasa adquiriendo los conocimientos que requería un buen musulmán, e incluso alguno más; y esto lo había conseguido por la voluntad de su padre Ahmed, nada menos que viviendo en Ceuta, esta ciudad enclavada en el norte de África, pero española desde antes de que existiera el mismo Reino de Marruecos.
La familia de Mohamed al Ahmed vivía en Ceuta desde que su padre, Jamil Ahmed y su madre, Adila, tuviesen recuerdos de sus ancestros, y la familia de Ahmed había pertenecido a una generación de comerciantes de telas, regentando uno de los establecimientos más acreditados de la ciudad, sobreviviendo incluso a la llegada de las nuevas franquicias de ropa prêt-à-porter, con los diseños más vanguardistas a precios asequibles, que habían copado prácticamente todo el mercado; aunque siempre quedó un espacio para Tejidos El Ceutí, que así era como se llamaba el negocio familiar; y tanto musulmanes como cristianos, judíos o indios, cuando se trataba de adquirir telas de calidad para confeccionar vestidos que los unos o los otros, de unas u otras culturas, usaban para festejar de manera adecuada los más importantes eventos de sus vidas , y en estas ocasiones todos siempre acudían a Ahmed, pues no había otro de calidad similar; ni siquiera en el mismo zoco de Marrakech .
Mohamed al Ahmed a punto estaba ya de cumplir los dieciocho años, y su padre le tenía reservado su lugar en el establecimiento familiar, y primero lo haría como aprendiz aventajado, pues desde pequeño ya había pasado largos y buenos ratos en el negocio; aunque cierto era, que había dedicado la mayor parte de su tiempo a los estudios, tanto los meramente curriculares del Estado Español, como los coránicos en la madrasa Al-Yadida, denominada así por el imán en recuerdo a la antigua escuela coránica medieval que hubo en la ciudad. Pero Mohammed tenía como destino trabajar en el almacén y tienda de tejidos, hasta que un día cuando él ya faltase -y le rogaba a Alá y a Mahoma su profeta que lo demorasen cuanto pudieran-, su hijo regentaría el negocio, e incluso esperaba, que al menos lo mantuviese como el establecimiento de más prestigio para las gentes de calidad de la ciudad, o para el común cuando este estuviera dispuesto a tirar la casa por la ventana, para celebrar aquellos eventos que eran primordiales en la vida, como los bautizos, las ceremonias principales de los credos de cada cual, y sobre todo los casorios. Y además, confiaba que siguiera siendo como hasta ahora, que a él fuesen gentes sin distinción de etnias y religiones; pues muchas veces se lo dijo: "Hijo, nosotros somos creyentes de la fe de Alá y de Mahoma su profeta, pero hemos de respetar a cristianos, a judíos o a budistas; pues todos somos hijos de Dios, y además ellos son nuestros clientes". Y procuró durante toda su vida inculcarle la tolerancia, respetar las leyes de un país,  que como aquel en el que vivían pertenecía a Europa, y aunque era de cultura y tradición cristiana, disponía de un régimen democrático y de libertad; por lo que todos sus habitantes podían manifestar sus opiniones, y además se les respetaba el poder estudiar y practicar su credo, y ello había permitido que ahora su hijo pudiera ser un español más, y además, un buen musulmán.
Pero muy equivocado estaba Ahmed con el germen que en la madrasa le habían inoculado a su hijo; pues en aquella escuela coránica, al abrigo de las santas suras contenidas en el Corán, y de las sabias recomendaciones de los hadices del Profeta, la semilla del integrismo islámico más recalcitrante había sido introducida en su mente y en su alma; y las enseñanzas inculcadas de que Alá quería que todos los hombres y mujeres del mundo conocieran su palabra y lo siguieran, o en caso contrario debieran ser exterminados; y en suma, la necesidad de la yihad para conseguirlo, habían trastornado a razón a Ahmed, al punto, de que ahora era un cordero con alma de lobo, y en su cabeza rondaba una idea fija: sería un muyahidín y lucharía en la yihad, con el deseo supremo de alcanzar el paraíso de Alá.
En el barrio ceutí de El Príncipe comenzó a frecuentar a un grupo de gentes, que como él abrazaban las mismas creencias respecto a la yihad, y que bajo el adoctrinamiento del líder del grupo y el apoyo espiritual de un mulá –o ulema como solían llamarlo ellos que eran de creencia suní- y con la inestimable ayuda del imán, que se había encargado del lavado de cerebro y del adoctrinamiento en aquella madrasa, y había demostrado poseer un don para moldear el espíritu, transformando a jóvenes musulmanes pacíficos en auténticas alimañas yihadistas, y esto precisamente era lo que habían conseguido unos y otros con aquella célula, que ya estaba cocinada y prácticamente lista para poder usarse, allá dónde desde sus creencias, Alá y el más grande de sus profetas, Mahoma, lo requiriesen.
Justo el día que cumplió los dieciocho años, su padre Ahmed le preparó una fiesta que resonaría en toda la ciudad, pues quería que todo el mundo supiese que una nueva generación de los Ahmed, estaba ya presta para continuar con la tradición de Tejidos El Ceutí, y permitir que aquella ciudad pudiese seguir enorgulleciéndose de disponer de un comercio textil de tanto tronío.
Invitaron a la gente de más calidad que en la ciudad hubiera, la mayoría cristianos, pero también los más destacados de las comunidades musulmana, hindú, e incluso algunos de los pocos judíos que habitaban en la villa; y para el evento contrataron un catering al establecimiento más caro de la ciudad, y prepararon orquesta para el baile, y algunas bellas chicas que deleitarían a la concurrencia con sensuales danzas árabes y otras perlas de la antigua cultura andalusí; incluso habría fuegos artificiales, y Ahmed diría a todos que no solo aquello lo hacía por su hijo; sino también por todos ellos, que como sus mejores clientes que eran, les habían proporcionado a aquellos humildes comerciantes felicidad y la satisfacción de saberse apreciados y queridos. Y ahora esta nueva generación seguiría sirviéndolos a ellos y a la ciudad por los años venideros.
Y la fiesta se programó para el primer sábado del mes de junio, pues Ahmed pensó que siendo el viernes día festivo para los musulmanes, y el domingo para los cristianos, y que los judíos que celebraban el sábado eran muy escasos; y puesto que los hindúes en esto no hacían remilgos, le pareció la fecha más apropiada, y para ello en la papelería de más enjundia de la ciudad, encargó tarjetones que en esmerada reprografía cursarían la invitación para todos aquellos a los que el negocio se debía.
Y llegó la fecha y la tragedia a la familia. En el día señalado para la puesta de largo de Mohamed Ahmed nadie sabía de su paradero. Su padre, Jamil Ahmed, movió cielo y tierra, preguntó a tirios y a troyanos, recurrió a todos sus contactos: musulmanes, judíos, hindúes o cristianos, y nadie supo darle razón de Ahmed, hasta que su esposa Adila pidió permiso para ir hasta el barrio de El Príncipe, y su marido, aunque extrañado por la petición, se lo concedió.
Cuando al mediodía Adila estuvo de vuelta y Ahmed vio el rictus que se había reflejado en su cara, supo que algo muy grave, quizás definitivo, le había ocurrido a su hijo Mohamed Ahmed.
«Se ha ido a la Yihad»–dijo Adila en un grito desgarrado por el dolor y la furia. «¿A qué yihad?» –atinó a preguntar Ahmed. «A la guerra santa. A Irak, o a Siria, no sé, no han sabido precisarlo». «¿Pero… cuándo?» «¿Por… qué?» «¿Con… quién?» –era lo único que atinaba a balbucir Ahmed.
Y esto fue lo que sus padres pudieron saber del destino de su hijo Mohammed Ahmed.
Cuando Ahmed llegó por fin a su destino en Siria, tras un largo y complicado viaje, en lo primero que reparó fue en que su árabe era muy deficiente. Prácticamente no entendía lo que hablaban aquellos hombres, ni tampoco ellos lo comprendían a él. Al principio se le ocurrió cometer un error que casi le cuesta la vida, y es que en el fondo él era español y occidental, y trató hablarle en inglés a uno de aquellos barbudos perteneciente a una rama escindida de al-Qaeda, o incluso pudiera ser que repudiada por la misma organización que ahora dirigía Al Zawahiri, desde la muerte de Bin Laden. Y aquel auténtico muyahidín le colocó el cañón de su Kalashnikov en la cara a Ahmed y profiriendo gritos ininteligibles para él, tuvo por cierto que le iba a volar la cabeza, pero la oportuna intervención de otro individuo de aspecto algo menos feroz que el primero, puso fin a aquel asunto. Este le explicó en un árabe clásico pronunciado de forma exquisita, y con ritmo muy pausado, que no debería utilizar el inglés nunca más, ni ninguna de las otras lenguas occidentales, y que a partir de ahora, procurase mantener la boca cerrada y atenerse a cumplir solo lo que se le ordenase, y que para mayor seguridad suya se mantuviese junto a él, que ya se ocuparía de explicarle lo que hubiera, mientras se iba haciendo con la lengua de los verdaderos creyentes, si es que le daba tiempo –le dijo textualmente con una sonrisa de hiena dibujada en su rostro.
Le explicaron que estaban allí para ayudar a derrocar al tirano Bashar al Asad, que estaba asesinando al pueblo sirio desde hacía ya demasiado tiempo, y que además masacraba a los sunitas; pues Asad y los suyos además de ateos se hacían pasar por  alauitas; que no eran más que unos herejes, amigos de los enemigos chiitas de Irán, y de la casta que desde el derrocamiento de Sadam Husseim en Irak, estaba tiranizando al pueblo iraquí con la ayuda de los americanos y el beneplácito de Occidente. Y estos chiitas responsables de la corrupción de las enseñanzas auténticas del profeta Mahoma, representaban un peligro para el Islam, y por ello habría que destruirlos, y de momento ellos apoyarían a los movimientos rebeldes; incluso a los laicos del Ejército Sirio Libre; o a los peshmegas kurdos; o a los de la Orden de Naqshbandi, que era  una milicia fundada por Izzat al Duri, número dos de Saddam Husein, y que agrupaba a ex militares y leales al fallecido dictador; sin olvidar tampoco al Frente para la Liberación de Irak y el Levante. Y después ya se vería.
Y cuando a Ahmed le explicaron todo este galimatías de siglas, ejércitos, movimientos islámicos, laicos, seguidores de dictadores muertos o vivos, él no reconoció a Alá por parte alguna ni a Mahoma su profeta; comprendió que allí todos estaban locos y que se estaba fraguando una matanza que iba adquiriendo dimensiones de catástrofe. Aquello no era lo que él había idealizado de las enseñanzas recibidas en la madrasa de Ceuta. No comprendía como aquellos que allí se mataban podían estar difundiendo la sagrada palabra de Dios, y supo de forma precoz, cuando apenas había tenido contacto con aquella realidad, que se había equivocado, y aterrorizado tuvo por cierto que no le iba a resultar fácil escapar de allí, y en las actuales circunstancias no tenía más opción que callar y esperar una oportunidad, si  es que alguna se le presentaba.
Y aquella noche, mientras permanecía tumbado al raso bajo un manto de estrellas brillantes y titilantes como nunca las había visto antes; allí en aquel terreno semidesértico, por vez primera desde que sus recuerdos alcanzaran, lloró amargamente, recordando a su madre Adila, a su padre Ahmed; y a Ceuta, su ciudad, y supo que él era musulmán, pero español, y ahora daría hasta su vida porque su cadáver pudiera reposar en aquella bonita ciudad del norte de Africa; aunque su anhelo aún mantenía viva la esperanza de poder hacerlo en vida.
Y al día siguiente, la columna de yihadistas en la que se hallaba integrado, alcanzó el puesto fronterizo sirio-iraquí de al Qaim, y que solo unos días antes había sido tomado por los rebeldes sirios del Ejército Sirio Libre y del Frente al Nusra -que era una rama de Al Qaeda en Siria-, pero, sin más explicaciones se retiraron de la parte iraquí durante la noche.
Y allí, justo en la ribera del río que servía de frontera a Siria y a Iraq, y que en tiempos lo fue del Paraíso que Dios reservó para que los hombres vivieran en paz y felicidad, allí entre los ríos Tigris y Eúfrates, ahora justo donde terminaba la verde ribera de este último se hallaba él varado en auténtico trance de muerte.
Pero al día siguiente la batalla que allí se produjo la entenderían los que allí vivían, o quizás los que hablasen y comprendiesen el árabe; o más probablemente ninguno; pero la sopa de letras que formaban los grupos que en aquel lugar ahora maldito se enfrentaban, a Ahmed le pareció que había llegado al mismo Yahannad, el infierno para los malos musulmanes que le enseñaron en la madrasa.
Buscó con desesperación una salida, pero no  la había, y entonces su «protector» le entregó un cinturón con explosivos y le dio un arna, explicándole lo que se esperaba que hiciera: debería avanzar hasta el puesto fronterizo y una vez allí simular que se rendía, tras ello y cuando estuviese en la proximidad de un número razonable de soldados, detonaría su mortífera carga llevándose por delante a cuantos pudiera.
Aquello le pareció completamente disparatado, ni estaba dispuesto inmolarse, ni matar a nadie; al menos no a aquellos que se hallaban al otro lado de la frontera, que ni siquiera sabía quiénes eran, ni a favor o en contra de quién luchaban.
Y supo que no tenía salida alguna, ni sabia cómo, ni quién; pero que de allí no saldría vivo parecía cosa cierta; y asumiendo esta certeza se dispuso a lo que hubiera, pero él no haría nada, solo esperar a que lo inevitable sucediera.
El individuo que se había erigido en su protector, emitía sonidos guturales en forma de espantosos gritos, que del árabe clásico correcto se tornaron en aullidos de hiena del desierto, y después sacó su alfanje y se lo puso justo en el gollete, allí donde un certero tajo dejaría escapar el alma inmortal de Ahmed, en el tiempo que emplearía un cometa en surcar aquel cielo límpido de aquel lugar que un día marcó la frontera de lo que en otros tiempos fue el Paraíso.
Y se dispuso a morir. Pero no rezó y sus últimos pensamientos fueron dirigidos a Ceuta, al comercio de Tejidos El Ceutí, y a España. Nunca antes se había sentido español, solo musulmán y había anhelado ser un verdadero creyente en la fe de Alá y de Mahoma su profeta; pero ahora estaba desengañado de dioses y hombres, y solo anhelaba su patria, la pequeña: Ceuta, y la grande: España. Y con esa imagen en la mente oyó y sintió un enorme estallido, y supo que le había llegado el instante supremo, ya estaba muerto, y después…el silencio…la muerte…la nada, ni el infierno ni el paraíso. Despertó en un puesto avanzado de Médicos sin Fronteras, donde solo le preguntaron su nombre y nacionalidad, y el dijo: Ahmed, español.
Un mes más tarde, en un vuelo procedente de Bagdad aterrizaba en Morón de la Frontera, había sido transportado por la fuerza aérea norteamericana, y allí junto a dos militares se encontraban su padre Ahmed y su madre Adila, y él juró que cuando cumpliera, si hubiera de hacerlo con la justicia, solo quería ser dependiente de Tejidos el ceutí, y un ciudadano de España, y de Ceuta.
No es yihadista todo el lo que lo parece.

lunes, 23 de junio de 2014

La Noche de San Juan


Con una barba de más de un año, el mismo tiempo que lucía la longitud de sus cabellos, aquel hombre de mediana edad, de ropas raídas y mirada ausente, caminaba perdido por bosques y valles; por páramos y montañas; cruzaba ríos, y evitaba  pueblos y ciudades temeroso de sus congéneres; aunque no sabía la razón, ni siquiera por qué vagaba. Comía hierbas y bayas, algún pez o rana; y solo escasas veces un conejo o una rata. No sabía su nombre ni su edad, ni siquiera cuál era su patria, y todo lo que recordaba era errar sin destino, sin rumbo y sin pausa.
Y entre las gentes 5con la que se cruzaba, unos lo tomaban por loco, otros por ermitaño,  algunos por monje budista; y hasta los hubo que lo creyeron santo; pero él nunca dio ni una pista que demostrase que fuera una, otra, o ninguna de aquellas cosas; pues nunca pronunció palabra alguna, y ni siquiera en la soledad de la noche; cuando dormía teniendo a las estrellas por manta, pudo escuchas su  propia voz, y ni supo cuál era su idioma, solo que entendía a todos los que le hablaban, y no sabía si es que ellos lo hacían todos en la misma lengua, o en mil y él las entendía todas; o pudiera ser incluso que quizás en ninguna; pues cuando estaba en presencia de otro semejante; incluso si solo se cruzaba con él, era capaz de leer su pensamiento; y también le sucedía, que antes de que cualquiera hablara, lo que iba a decir antes de que abriese su boca él ya lo sabía. Y este don que él desconocía desde cuándo lo acompañaba, en vez de tenerlo como una virtud, en realidad lo aterrorizaba.
Desistió de intentar averiguar quién era, pero no era capaz de recordar nada, ni poseía cosa ni señal que pudiera darle pista alguna; ni siquiera una cicatriz, que le recordase algún dolor pasado, nada, eso es lo que era. Pero allí estaba, vivo, y vagando por el mundo, con aquel don de conocer los pensamientos de las gentes, y por mucho que procurara evitar el contacto con humanos, pronto reparó en que eso no le seria posible, que en aquella tierra había mucha gente, y no le bastaría para no cruzarse con ellos y evitar las ciudades, los pueblos o la aldeas. Hiciese lo que hiciese tendría que oír las voces de sus pensamientos, y a él no le interesaban, pues le interferian con el lenguaje de la naturaleza: con el vuelo de las aves, el canto de los pájaros, el croar de las ranas, el soplo del viento o el correr de las aguas de ríos y arroyos; y sobre todo con los sonidos del silencio y la quietud de las noches del páramo, en las que él titilar de las estrellas y la suave brisa que rozando suavemente su piel y cuando todo lo demás estaba en calma; podía escuchar el sonido del Universo con el oído del alma; aquel que está allí arriba, el que mantiene a las estrellas acunadas y también, al Sol y a la Luna; y aunque nadie lo crea, a La Tierra. Y era en aquellos momentos cuando comprendía que ha sido elegido para cumplir un destino, una misión, que le sería revelada, si olvidando a los hombres lograra llegar a escuchar atentamente los sonidos de la naturaleza; y fue entonces cuando al fín comprendió por qué estaba solo, por qué nada recordaba; y también tuvo consciencia de su don para captar los pensamientos de las gentes; y ahora ya solo le restaba comprender qué significaban todas esas señales, y sería entonces cuando le fuera revelada cuál era su misión en este mundo; y por qué estaba condenado a vagar por toda la Tierra.
La barba por la cintura, justo a la misma altura que su pelo, las ropas ya casi desaparecidas, y los pies descalzos, con miles de kilómetros recorridos, visitados  todos los países del mundo, habiendo leido la mente de todas sus gentes y escuchado los sonidos de todos los ríos, de montañas valles y páramos, y una vez que hubo subido a la más alta de las montañas y bajado al más profundo de los valles, y todo ello hecho con una fuerza desconocida y con un ímpetu inagotable, tuvo por cierto que ya no había motivo para continuar su peregrinaje. Y llegado el veintitrés de junio y caída ya la tarde, se tumbó en una pradera y se dispuso a esperar pacientemente a que el cielo se llenara de estrellas, y la noche mágica del solsticio de verano, la que llamaban Noche de San Juan, se adueñara del mundo, y por qué hacía aquello en verdad no lo sabía. Y no hubo de esperar mucho hasta que sintió que su cuerpo era una pluma y del suelo se alzaba, y primero levitó y en el cielo vio una luz tan brillante como un lucero, y sintió que hacia ella volaba con la velocidad de un rayo, y después de aquello, se vio transportado  como una estrella, y recorrió todos los pueblos, ciudades y aldeas; y penetró en el interior de las mentes de cada uno de los hombres que poblaban la Tierra; y a todos les dejó un mensaje para que ellos bien lo entendieran, fuesen cristianos, budistas o mahometanos; blancos, negros o amarillos; niños, mujeres, hombres o ancianos; y esta nueva era que en aquella noche del solsticio, se les daba un ultimátum: o cada uno rectificaba su tuerto proceder con su madre Tierra, o a buen seguro tendrían, que aquella sería la última noche de solsticio que cada uno y todos juntos vieran.
Ante el misterio de la Noche de San Juan

viernes, 20 de junio de 2014

Ella


Con treinta y dos años cumplidos aún tenía casi toda la vida por delante; aunque ya poseía un divorcio en su currículo, un reciente fracaso sentimental, y un aislamiento social más que evidente, pero afortunadamente su trabajo le ocupaba la horas del día en las que podría reparar en sus desgracias, y cómo no tenía hijos ni mascotas, lo que quedaba de su vida era suyo y de nadie más.
Ni era feliz ni desgraciada, lo esperaba todo de la vida; pero tampoco le exigía nada. Muchos parecían apreciarla, otros tantos temerla; y pocos, si es que existía alguno, quererla. Pero su manera de ser y de comportarse no era la más popular, celosa de la propiedad de su vida, de su intimidad, y de que nadie le haría hacer nada que fuese contra su voluntad, le había limitado sus relaciones sociales, al punto, de que actualmente se encontraba completamente sola. Pero a pesar de todo no lo lamentaba. Veía a muchas de sus amigas de juventud e infancia con vidas ya gastadas, con matrimonios fallidos, esclavas de sus hijos, obligadas a abandonar o descuidar sus trabajos por sus familias prematuramente fracasadas; y esto no solo se refería a ellas pues los había del sexo masculino que no les había ido mejor en aquellas travesías; y esto aunque no fuese muy solidario, ciertamente que la consolaba. Aunque en los interminables fines de semana o en aquellos terribles puentes, el tedio la derrotaba; y a pesar de que aficiones no le faltaban y era gran amante del cine, de la música, o de la literatura, tenía que reconocer que hasta una persona tan autosuficiente como ella necesitaba del contacto humano; pero eso no iba a ser óbice para que claudicara de sus principios que con tanto sufrimiento y esfuerzo había forjado como referentes en su vida.
Sin hermanos, su madre muerta prematuramente de un cáncer de mama; y con las relaciones rotas con su padre desde entonces, al que nunca perdonó que abandonara a su madre justo cuando ella sufría aquel terrible trance que acabó con su vida; podría decirse en propiedad que se hallaba sola en el mundo, para lo bueno; que era que la dejasen vivir, y para lo malo que es que realmente no tenía a quién recurrir en caso de apuro.
Su trabajo consistía en invertir ocho horas diarias programando para una empresa de software, durante las cuales no intercambiaba más conversación que las del lenguaje de programación con aquellas máquinas; con la excepción de los saludos protocolarios, de llegada y salida con los escasos compañeros con los que se cruzaba, en los itinerarios compartidos de las instalaciones de la empresa.
Había intentado buscar alguna actividad que ocupase la soledad de su tiempo libre. La actitud pasiva que suponía la lectura, la audición de música o el cine, y todo ello acababa por saturarla, y necesitaba alguna actividad creativa; algo en lo que ella pudiese tener un papel activo que le proporcionase la satisfacción de dejar alguna señal de su paso por este mundo; aunque solo fuese una huella de reptación, sin la pretensión de que quedase fosilizada como las de los dinosaurios; o aquellos rastros que dejaron los trilobites en los lechos marinos centenares de millones atrás en la noche de los tiempos del origen de la vida en la Tierra, y que los paleontólogos llamaban crucianas. Ella sólo pretendía solo ser algo más trascendente que una mariposa, o que una flor de temporada; porque lo de la inmortalidad se le hacía una quimera, en este o en el otro mundo.
Y una vez que descartó la pintura, la escultura, la música y la horticultura, probó con la literatura. Escribió versos, pero en su vida no había amor, tampoco recuerdos de tiempos sentimentalmente felices, y reparó en que toda su memoria era de desamor y de pena; no halló en sus recuerdos nada más que desasosiego y desesperanza, y en su presente de libertad y aburrimiento nada inspirador halló tampoco; y respecto al futuro, ¿qué era el futuro?; para ella no existía el devenir de los sucesos, eso no eran más que meras utopías. Así las cosas ¿acerca de qué podría escribir?
Y entonces sus ruegos para que le viniese un argumento para su creación literaria le  fue dado. Y esto ocurrió una mañana mientras se daba una ducha, y justo bajo el pezón de su mama izquierda se palpó un pequeño bulto, no quiso creerlo y volvió a intentar buscarlo pero ya no lo halló y respiró aliviada; pero no estaba tranquila y continuó explorando y en su axila halló dos pequeñas tumoraciones redondas. ¡Y se asustó!
Aterrorizada, llamó a su ginecólogo, que procuró tranquilizarla. Le dijo que habitualmente -prácticamente siempre, fueron sus palabras textuales-, esos pequeños abultamientos suelen ser adenopatías, es decir ganglios inflamados sin la menor importancia clínica; pero para la completa tranquilidad de todos le dio cita para la tarde del día siguiente. Ni que decir tiene que aquellas veinticuatro horas para ella fueron terribles. El aburrimiento de su vida apacible se había visto conmocionada con la posibilidad de verse aquejada por una enfermedad espantosa, y con la consciencia de la realidad de que solo tenía treinta y dos años; y por primera vez en su vida tuvo consciencia de que ella también podría morir.
La mamografía reveló una lesión sospechosa, que confirmó la ecografía, y que aconsejó la necesidad de realizar una biopsia, cuyo resultado le darían en setenta y dos horas –le dijeron.
Y aquella noche, la primera de las tres de espera, en la soledad de su apartamento abrió su ordenador portátil, y aterrorizada, se dispuso a describir todo aquello que ahora sentía.
Escribió toda la noche, hasta que cayó rendida, y cuando despertó tras tomar una cafetera entera continuó con su escritura febril. Comenzó describiendo sus sentimientos actuales, su pavor ante la enfermedad y la posibilidad de la muerte, pero comprendió que ella era lo que ya había sido, y retomó el texto iniciándolo con su infancia, con sus recuerdos del pueblo de sus abuelos, la higuera del huerto, los vasos de vino con trozos de melocotón de su abuelo, aquellos torreznos que tostaba en el fuego de la lumbre encendida con los sarmientos de las viñas, y aquel cielo límpido cruzado por mil vencejos de los veranos de luz y fuego de aquel secarral del estío de La Mancha, con el milagroso riachuelo, que nadie sabía cómo en pleno agosto aún llevaba agua para que unos sapos croaran y las tortugas se embarraran en sus riberas de juncos y enea. Repasó su juventud, su noviazgo y su matrimonio; pero tras recorrer toda su vida, reparó en que si algo en ella había merecido la pena eran aquellos veranos de agua, fuego y brevas.
Adenocarcinoma, fue el diagnóstico, y después todo fue un torbellino. A la mastectomía le siguió un nuevo mazazo: había invasión ganglionar; radioterapia y quimioterapia; y después las interminables lesiones, las quemaduras en la piel, la pérdida del cabello, las nauseas y los vómitos incoercibles que la hacían postrarse en la cama durante días. Su médico le había dicho que todo iría bien, que no sufriría importantes efectos secundarios; pero ella se encontraba desanimada, con la autoestima perdida, mutilada en su cuerpo y arrebatada la esperanza del alma; sola, hundida y ultrajada en todas sus ilusiones; y una noche en la soledad de su cama deseó la muerte, pidió que llegara pronto, que se la llevara; no tenía valor para hacerlo ella; pero a lo que, o a quién tuviese el poder para hacerlo, le rogó que sin más demora la ejecutara.
Y todo aquello lo escribió, y lo hizo en poemas formados por letras transparentes hechas de lágrimas amargas, rimas desencajadas de miedo y desesperanza, estrofas cargadas de olor a muerte y de ilusiones vanas. No había en ellas ni un ápice de ilusión, ni siquiera un átomo de alegría que pudiera alimentar su alma; pero cuando terminó aquellos poemas y los leyó en la noche calma, todo su ser se compungió, y supo que ya todo estaba hecho, no esperaba nada; ni le importaba lo que con su cuerpo hiciera aquella alimaña; supo por una vez al menos lo que era la felicidad plena. Había compuesto una obra que justificaba sus treinta y dos años de vida y los de la no eternidad de su alma.
A aquellos que murieron habiendo hecho algo grande en soledad.

miércoles, 18 de junio de 2014

El Duelo

Todos en la redacción del diario El Primero de la Mañana tuvieron por cierto que la columna con la que se despachaba aquel día, el no menos reputado que polémico redactor del periódico, el insigne Tesifonte Plata, traería graves consecuencias; posiblemente para el rotativo y sin la menor duda para el periodista.
Aquella mañana había cruzado una línea roja en su persecución al duque de Mandangarín. Y es que ocurrió que tras tres editoriales, en las que había dado cuenta a sus lectores de los sucios manejos del noble, el cual aprovechándose de su cercanía al Rey y de su privilegiada posición con los más importantes banqueros del Reino había atesorado grandes riquezas y mancillado las buenas maneras de  gentes tan importantes, y Tesifonte Plata, que así se llamaba aquel juntaletras, había escrito este último editorial que había hecho saltar las alarmas, y que motivaron que el mismo Ministro de Justicia diese orden al Fiscal General del Reino para que abriese diligencias informativas; aunque esto no fuese más que un mero paripé, y como el ínclito Tesifonte así lo entendió también, decidió que lo mejor sería intentar sacar al noble de sus casillas dándole una estocada mortal; y para ello no tuvo mejor ocurrencia que escribir un bello relato en el que un importante caballero al servicio del Rey, tras toda una vida dedicado a su familia, encontraba por fin el amor en un joven efebo, y dispuesto a vivir un apasionado romance con aquel adonis, lo dejó todo y se fue a vivir con él a un palacio de nácar, marfil y oro, que había construido para su amado con los bienes acumulados del saqueo durante años de las arcas del Rey. Y ni siquiera a un necio se le escaparía que Tesifonte en aquella historia se refería al mismo duque de Mandangarín, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla.
Y la respuesta no se hizo esperar. El duque tenía por costumbre tomar su desayuno continental acompañado de la lectura de la prensa del día, y entre esta siempre ocupaba un lugar destacado en la mesa "El Primero de la Mañana", y por si acaso siempre comenzaba su lectura por la columna de Tesifonte; así que aquella mañana, tras dar un sorbo al café, se dispuso a completar esta parte del ritual matutino.
Y cuando el duque leyó aquel libelo, le cambió la faz de color, y su delicada piel de noble tornada blanca y transparente por mor de estar protegida del sol y apartada de los rudos trabajos manuales de los pecheros, sirvientes y demás obreros manuales, se vio tornada bermeja y se le removieron las mismas bilis producto de la cólera que le invadió sus entrañas, y de su garganta salieron palabras altas y gruesas, y sin más dilación a puro grito mandó llamar a dos de sus asistentes y les transmitió instrucciones precisas; y estos sin demora alguna llamaron al cochero, dándole indicaciones para que de inmediato los llevase hasta la calle de la Nueva, donde se ubicaba la redacción del Primero.
Cuando Tesifonte vio a aquellos dos caballeros perfectamente uniformados que preguntaban por él, tuvo por cierto por cuenta de quién venían; y cualquier duda se disipó cuando uno de ellos se quitó un guante y de forma casi ceremonial le golpeó suavemente la cara, tras lo cual lo arrojó al suelo, al tiempo que le hizo entrega de un sobre lacrado, en el cual de forma ostensible podía reconocerse el sello del duque con la flor de lis y el caballo rampante en campo de gules.
Una vez que se marcharon los dos asistentes del duque, Tesifonte procedió a romper el lacre y extraer el tarjetón que contenía. Era este de un papel de excelente calidad y elevado gramaje, y en aquel tarjetón resaltaba estampado de manera ostentosa y en relieve el escudo de armas del duque, junto a un más que pomposo encabezado con los títulos nobiliarios, resaltando su condición de «Grande» –pero no haciendo mención que era de segunda clase-,  y tras el protocolario tratamiento y encabezamiento de la epístola, guardando las formas hasta en el más mínimo detalle, contenía un claro mensaje:
«Tenga a bien designar padrinos y hágame saber el lugar de reunión con mis secretarios para consensuar los detalles de la satisfacción que le exijo, en el caso de  que en el diario de mañana no rectifique el ignominioso libelo de hoy, colofón de las infamias que ya lleva vomitando en su infame columna».
Tras ello, la fecha y una barroca firma y rúbrica del I Duque de Mandangarín –pero también sin hacer mención a que lo era en condición de consorte.
Y después de concluir la lectura Tesifonte se dejó caer en su sillón.
Aquello no tenía vuelta atrás, o huía y se exiliaba en Francia, en Portugal, en Berbería, o saltaba el charco con destino a las Américas, o debería afrontar aquello como un caballero, o como un insensato suicida qué quizás fuera lo que en realidad más lo definiese; pero de cualquier forma y recordando la frase que su recio abuelo decía allá en la árida llanura manchega de «recuerda hijo, antes muerto que perder la vida», que nunca acabó de comprender si su abuelo se refería a que había que apechugar con lo que viniese, o que era preferible poner pies en polvorosa; pero se decidió por lo que era más que evidente que había que hacer.
Y sin más dilación llamó a dos de sus compañeros redactores y les pidió que actuaran de padrinos suyos en aquel duelo de honor, y aunque tanto Necrólogo como Regino –que eran las gracias de los encargados de los obituarios y de las cosas de la Casa Real, respectivamente-, en un principio se negaron rotundamente a ello; tras la insistencia de Tesifonte no tuvieron más opción que claudicar; y aún no era media mañana cuando ya se dirigían a la casa del duque para parlamentar lo que hubiera con los secretarios de la otra parte, que en este caso era la ofendida. Y a ello fueron sin más instrucción de Tesifonte que: «Haced lo que podáis»
Y lo que pudieron no le gustó mucho a Tesifonte, y esto era que en dos días, en la Pradera de Santa Remigia, lugar tranquilo donde los hubiera, a eso del alba, que por este tiempo venía siendo a las ocho menos algunos minutos, se presentarían en sus respectivos carruajes, los siguientes: el ofensor, es decir Tesifonte; el ofendido: a la sazón el duque; y cada uno llevaría dos padrinos; y a pesar de que esto se discutió largamente pues el duque quería tres, para seguir la norma francesa, los periodistas dijeron que no había que meter a más gente en este desagradable trance, y se salieron con la suya. Además cada parte llevaría un médico, y se designaría un juez de campo, que por acuerdo de ambas partes sería don Segismundo Paz del Mundo, que era académico y enemigo de las guerras; pero aún más lo era de que a uno no le dejaran mancillado el honor; por lo que estaba asegurada la neutralidad y el buen hacer de aquel duelo.
Y los padrinos, cuatro, decidieron por unanimidad que usarían de pistola como arma reparadora del  honor mancillado, en uno, y del derecho a opinar, del otro. Y aunque ninguna parte lo confesó a la otra, en un caso se elegía el arma de fuego por la impericia absoluta de Tesifonte en el manejo de la espada, y en el caso del duque la penosa enfermedad gotosa, que desde ya hacía tiempo le aquejaba, y que lo tenía más bien impedido para florituras de esgrima.
Si bien el arma tenía el derecho a elegirla el ofendido, y lo fue de fuego, por las razones aducidas, en cuanto a la distancia y el número de disparos debería ser consensuado; pues al elegir este tipo de armas ya holgaba decidir si sería el duelo a primera sangre, a primer disparo, o a muerte o imposibilidad física para continuar por parte de uno de los duelistas; pues un disparo podía hacer cualquiera de las tres cosas o ninguna. Se decidió en este sentido que se haría de la forma más clásica, pero también en su variante más peligrosa,  y se dispararía una vez y después ya se vería el resultado, y si con él el agraviado se sentía o no satisfecho; y además si ambos aún se encontraran en condiciones de continuar; y en función de todo ello el duelo se interrumpiría, o se continuaría con la siguiente tanda de disparos; y luego ya se vería.
Pero el mayor desacuerdo surgió en la distancia; pues mientras los periodistas conociendo la nula pericia de Tesifonte para el disparo de armas, preferían una distancia corta, los padrinos del duque, sabedores de que este había sido un consumado tirador; pues estuvo al mando de un batallón de fusileros, prefería una distancia más larga desde la que poder acertar al felón y mantenerse a salvo de los disparos de este, que a buen seguro irían más tuertos que sus palabras. Acordaron optar por un clásico: cuadrado de treinta pasos de ancho, y dejarían caer pañuelos, uno en cada esquina del campo, del «honor» que llamaban.
Y llegó aquel lunes 2 de noviembre de 1889, día de difuntos, y eran las siete horas y cincuenta y tres minutos, hora oficial para que el sol apareciese por el horizonte del oriente de aquella pradera de Santa Remigia, aunque no lo hiciera de forma claramente visible; pues el cielo estaba encapotado de nubes amenazantes de tormenta, que si Dios no lo remediaba, hasta era posible que alguno de aquellos dos no lo volvieran a ver más, al menos a este lado del mundo, el de los vivos; y también era onomástica macabra que el día del duelo, fuese el de difuntos; pero el azar así lo había querido, o el atino de Tesifonte al escribir su columna en vísperas, o la premura del duque en dar su respuesta; o de los padrinos por no demorar más de lo necesario lo irremediable.
Y allí en el Campo de Honor estaban todos los que debían, y eran estos los duelistas, el ofendido y el ofensor; con sus respectivos padrinos, llamados también segundos, dos por cabeza; los médicos, uno para cada posible herido; y de forma casi milagrosa consiguió un sacerdote, pues los clérigos lo tenían tajantemente prohibido; pero el poder todo lo consigue, y este sacerdote, amigo del duque, allí estaría por si acaso fuese preciso dar los santos óleos, que nunca se sabía en tales trances. Pero el «pater» permanecería oculto en un carruaje y nadie sabría de su existencia, de no ser requeridos sus servicios; y eso lo dirían los médicos; y naturalmente el duelista, aquel de los dos que estando en  trance de muerte diera su venia para la aparición de tan santo pájaro de mal agüero.
El duque iba vestido con una sencillez que realzaba su elegancia: pantalones de montar ceñidos, botines bajos con suela de caucho antideslizante, camisa de seda con chorreras y chaquetilla de terciopelo púrpura, y tocado de un sombrero de ala ancha con plumaje de faisán del Ródano. Hubiera preferido usar uniforme de comandante de fusileros, pero dado que el trámite era ilegal no quiso comprometer a tan honorable cuerpo del glorioso ejército patrio.
Tesifonte, por su parte vestía de a diario, de simple reportero, traje oscuro raído por los codos, zapatos negros con suelas gastadas de cuero, y como único aditamento una pajarita anudada al cuello.
Cierto era que lo usual era que fuesen ambos duelistas vestidos a la guisa que se usaba para estos trances, que era ir ataviado con levita oscura o negra, camisa blanca que después era ocultada por el cuello levantado del sobretodo para que el blanco no sirviera de reclamo. Pero era tal la superioridad moral y la seguridad en su victoria que tenía el duque, que en las condiciones exigió que cada uno vistiese a su gusto, y así demostrar también en eso la diferencia de calidad entre ellos.
Siguiendo con el protocolo, los segundos hicieron el paripé de decirle al uno que se disculpara y reparase el honor mancillado, para que el otro diese por buena la retractación y no llegasen a medidas tan disparatadas, como las de tratar de acertarse una bala en la mollera; pero como de esperar era, Tesifonte negó con la cabeza y afirmó de forma rotunda que en sus textos no sobraba ni una coma, y que si acaso faltaban verbos, adjetivos y hasta sustantivos; y ante la furia contenida del duque el trámite se dio por concluido; por lo que el juez de campo dio paso a la siguiente escena de tan execrable tragedia.
La caja que contenía las pistolas del duelo era una auténtica joya, que había sido adquirida con el dinero del duque y la gestión de los cuatro padrinos, en un conocido anticuario de la ciudad que con gran minuciosidad procedió a limpiar, preparar y probar las armas en presencia de los cuatro segundos, y cuando estos estuvieron completamente satisfechos, y los dos que actuaban por parte de Tesifonte dieron por bueno que aquellas armas no habían pertenecido a don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla, dieron el visto bueno para su adquisición.
Se trataba de dos magníficas pistolas de avancarga firmadas y rotuladas en la caja y en una de los cañones con la inscripción: «F.Ulrich in Stuttgart 1828». La caja contenía cuatro cañones intercambiables, dos de ellos con ánima rayada de 12 mm de calibre –se eligió esta por ser más mortífera- iba provista para funcionar con llave de sílex o de pistón, la empuñadura era de forma curvada y plana y cuadrillada para facilitar su sujeción; además había un cebador periforme metálico, una baqueta para cargar las armas de antecarga, un mazo de madera y un pincel para limpiar las armas, y además las balas de plomo y los fulminantes.
Pero lo más terrible y que a Tesifonte se lo habían ocultado para que no se le aflojase el ánima, era que el duque había exigido de entre el menú de los posibles, el método más arriesgado, y este consistía en usar cuatro balas a quince pasos de distancia, y disponiendo nada menos que de un minuto para apuntar. Y esto era un suicidio, o un homicidio, dependiendo desde el punto de vista de cuál de los dos contendientes se mirase.
Una vez que todo estuvo listo, los segundos examinaron las ropas del uno y del otro, para comprobar que no portaban impedimentas para los proyectiles, tras lo cual el juez de campo dirigiéndose a los duelistas dijo:
«Señores: ustedes conocen perfectamente las medidas pactadas a las que han dado su aprobación -y Tesifonte no creyó conveniente contradecirlo-, y respeto que no han de faltar a ellas. Les entregaré las pistolas y, en cuanto yo lo  ordene, se colocarán en la guardia convenida. Preguntaré por la  palabra ¿Listos? Si están ustedes dispuestos y, una vez que ambos se hayan contestado afirmativamente diciéndome ¡Ya!, esperaremos justo un minuto menos tres segundos,  una vez cumplidos daré tres palmadas acompañadas de las palabras, Una,  Dos, ¡Fuego! No varíen ustedes las pistolas de su posición hasta que dé la primera palmada, y disparen simultáneamente cuando pan la voz de fuego. Una vez que hallan disparado ambos, veremos los resultados y según  lo pactado daremos por concluida la satisfacción o continuaremos».
Los segundos prepararon las pistolas, y tras ello el juez se la entregó primero al duque y luego al periodista, tras haberlas examinado él detenidamente.
El duque de mostraba impertérrito, tal y como le obligaban las buenas maneras a un noble con la categoría de Grande -aunque fuese de segunda clase-, y duque -a pesar de serlo en condición de consorte-, y no dejaba traslucir ansiedad alguna;  su rostro con la mirada alta simulaba que aquello no iba con él, y que carecía de la menor importancia, en una impostura encomiable para alguien que como él había adquirido la sangre azul por la bragueta.
Por su parte, Tesifonte era un evidente manojo de nervios, con las manos temblorosas y sudando de forma profusa, a pesar del extremo frío de aquella mañana de difuntos de primeros de noviembre, y tal era su descompostura que se halló a un tris de echarse a llorar a los pies del duque implorando su perdón, retractándose de sus artículos y prometiendo retirarse del periodismo. Y a punto estaba de hacerlo cuando el juez de campo preguntó a ambos lo pactado: "¡¡¡¿Listos?!!!" ¡Listo! -dijo el duque. ¡Li...s! - dijo Tesifonte sin terminar la palabra, y con un tono de voz inaudible que obligó al juez a rogarle que repitiera la respuesta. ¡Listo! -dijo al fin el periodista.
Y el procedimiento se puso en marcha.
Los cincuenta y siete segundos comenzaron a contar. El juez miraba su reloj dotado con cronómetro; el duque continuaba impertérrito sin mover un músculo, con la mirada alta y la mano firme sosteniendo la pistola intentando fijar el blanco; mientras que Tesifonte dibujaba una estampa desaliñada y patética, sudoroso, con la cabeza baja mirando de soslayo a su oponente, y sosteniendo a duras penas la pistola en horizontal por el tremendo temblor de manos que le atenazaba. Y viendo tan patética escena nadie podría apostar que el periodista fuese capaz ni  de hacer disparar el arna.
Todos los presentes mantuvieron la respiración cuando el juez pronunció las palabras: Una,  Dos, ¡Fuego!
Se oyó un solo disparo y el cañón del arma del duque humeó,  su descarga pareció que había alcanzado de lleno a su oponente; pues Tesifonte había caído al suelo,  pero tras la comprobación del cuerpo del periodista se comprobó que no estaba herido, y tras ser ayudado a ponerse en pié todos repararon en que nadie sabía adónde había ido la bala del duque.
El juez preguntó: ¿Señor duque ha quedado usted satisfecho? Y como no cabía pensar otra cosa contestó con un rotundo «No». «Pues continuemos» -sentenció el juez.
Y comenzó de nuevo la escena.
Tesifonte empleó unos minutos en tomar conciencia, primero de que aún estaba vivo, y luego de que la bala no había impactado en ninguna parte de su anatomía; a pesar de lo cual y tras su torpeza provocada por el pánico que paralizó sus músculos, al punto de no poder disparar el arma, tuvo por cierto que su esperanza de vida o al menos de integridad física, podía contarse en sesenta segundos; y no había concluido esta reflexión cuando oyó de nuevo las fatídicas palabras del juez: Una,  Dos, ¡Fuego!
Y esta vez se oyeron dos disparos y la atmósfera del lugar parecía hacerse espesado al punto de que hubiera podido cortarse con un cuchillo la tensión que reinó por unos instantes; justo hasta que juez, segundos, médicos, duelistas y hasta el cura desde su escondrijo, tuvieron por cierto que aquellos dos habían vuelto a errar el tiro.
Y vuelta a empezar.
La misma escena y de nuevo el juez: Una,  Dos, ¡Fuego!
Uno cae al suelo, esta vez ha sido el duque, carreras en pos de él, todos se esperan lo peor, seguro que está mal herido; lo examina su médico y da su dictamen: «ligera quemadura en la cara y moratón por el retroceso».
Se repite la jugada y se obtiene un resultado parecido.
Y ya las risas aparecen, todos miran al duque de soslayo «comandante de fusileros», «pero lo será de un batallón de ciegos», «¡qué vergüenza de duelo!» «Nunca vióse cosa igual», «jamás tanto desatino» Y no se ríen de Tesifonte; sino todos del Grande duque y comandante ¡de fusileros!
Y por la mente del duque ya pasan las primeras páginas de los diarios, ya ve las chanzas y las jerigonzas, y el ridículo más absoluto; ya todo fa igual; que le acierte a  aquel juntaletras; que aquel se retracte, se humille o se arroje a sus pies; su honor podría quedar restablecido pero su honra de militar y de Grande mancillada para  siempre y el ridículo seria recordado en los anales del Reino.  Le sacarían coplillas,  le harían parodias en los cabarés y hasta en los circos;  los ciegos por la calles de su puntería se mofarían; y ya por cierto tenía, que ya jamás de su palacio nunca saldría.
Y entonces de nuevo se oyó: Una,  Dos, ¡Fuego!
Un solo disparo se oyó, y un cuerpo cayó al suelo, el del duque; corrió el cura; voló el médico; saltaron los segundos; y todos rodeando aquel cuerpo comprobaron horrorizados que él mismo de un certero disparo se había volado la cabeza.
Pero aún le restó un hálito de vida y no fue para pedirle al cura el perdón de Dios Nuestro Señor,  ni siquiera a Tesifonte que se retractara, solo dijo: "Decid que me  ha matado él de un certero disparo".
Y tras decir aquello, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla. I Duque de Mandangarín –consorte-. Grande del reino –de segunda clase- expiró.
Juan Castell 18 de junio de 2014. En homenaje a un rey que se va y a otro que viene. ¡Viva el Rey!

sábado, 14 de junio de 2014

La humillación de los Tercios Viejos

Aquellos bravos soldados habían peleado en mil batallas, las más, por no decir todas, coronadas con la victoria, aclamados por el pueblo que siempre los recibió como héroes, y honrados por el mismo rey que los colmó de oro y prebendas; a cambio solo se les pedía defender la honra de la patria, y si para ello era preciso hasta la vida debían de dar.
Y aquella tarde de junio, cuando el verano ya asomaba sus llamas de fuego y las noches se retrasaban para dejar paso a las tardes eternas, en aquellos campos de Flandes, esperaban pacientes y confiados el momento de vencer por vez enésima, a aquellos rebeldes que empecinados persistian en no postrarse ante su  rey, al que por mor de la voluntad divina o simplemente por ser bien nacidos, se la debían.
Pero allí estaban ellos, aquellos Tercios Viejos, vencedores en mil batallas y con esta que se avecinaba en mil y una. No prepararon la  estrategia, ni siquiera afilaron los filos de sus  espadas toledanas;  pues si a aquellos los habían derrotado ya un ciento ¿para qué dudar que sería ciento y una?
En la lejanía de la llanura, entre verdes campos y abundantes regueros de agua, impulsada por los molinos, que por doquier había por aquellas rebeldes tierras, allí en lontananza, una gran tropa ya se divisaba,  venían con distintivos naranjas, ya que de esa guisa no podían ser confundidos ni con tercios ni con cristianos viejos. Y aquí en el lado de los héroes, de los que siempre habían vencido, se veían los hombres con las caras risueñas, los ojos inyectados del ansia de ver correr de nuevo la sangre,  y contemplar despanzurrados los cuerpos,  esparcidas las entrañas, cortadas las cabezas y desparramados sus sesos. Todo eso era ya rutina para ellos, que eran héroes griegos vencedores en mil batallas, coronados de honor y muchas veces laureados sus cuerpos; cantados por los trovadores y esculpidos sus nombres en mármoles recios.
Se acercaron los holandeses a lo que sin duda seria de nuevo su matadero, y ya los héroes se relamían a la vista de aquellos corderos;  ya los tenían a tiro de arcabuz y casi las picas tocaban sus cuerpos; ya  solo esperaban a que el capitán diese la oportuna orden de asalto.
Pero los corderos se tornaron lobos, las víctimas en verdugos; de debajo de sus ropas sacaron nuevas armas, y aquellos héroes de los Tercios Viejos cayeron humillados, vieron vejada su honra, y muchos, casi todos, cayeron muertos. Nadie supo cómo había sucedido, ni uno quedó vivo o cuerdo para dar fe de ello, y cuando las malas nuevas llegaron hasta el rey y las gentes del pueblo, todos lamentaron que a pesar de todo, alguno hubiese quedado vivo.

jueves, 12 de junio de 2014

Reflexiones

Estaba en el ocaso de las esperanzas vanas de su vida baldía, había caminado y navegado, incluso alguna vez volado sobre esta tierra a la que su madre lo echó al mundo cuando apenas era un adulto de embrión, sin más habilidad que enganchar un pezón y chupar de la teta, de vez en cuando miccionar y aún más espaciado el defecar; llorar y respirar fueron sus primeras destrezas; a las que les siguieron gatear, balbucir, reír y sufrir. Su primera experiencia fue el dolor, pronto a esta le acompañó el hambre, la sed; y las urgencias, la de evacuar el líquido de su vejiga, las heces de sus intestinos, poder protegerse en el abrazo de su madre; y después…, después vino todo lo demás.
Descubrió que su cuerpo se componía de unos cuantos ingenios básicos: cuatro miembros; dos de ellos para caminar; y otros dos para agarrar, sostener y elevar; una cabeza en la que destacaba la existencia de dos orificios por los que entraban las imágenes del mundo exterior, y dos pabellones a forma de extrañas hojas corvadas hacia dentro, a través de los que percibía los sonidos del mundo.Y aparte de eso había un espacio grande que se situaba en el territorio entre los miembros, en el que destacaba una zona superior que se expandía y contraía según tomaba o expulsaba aire, y en ella se situaban simétricamente dos pequeños botones, que en otros seres que él observó eran muy grandes y se situaban en las cumbres de unas montañas; más abajo había otro botón, con forma de orificio en el que cabía la uña completa del dedo, aunque vio a gentes que en vez del agujero también tenían botón, pero más feo y deforme que los de más arriba.
Un poco más abajo tenía dos pequeñas bolitas y una verga pequeña, y esta al parecer servía para evacuar la orina, y las bolas solo para hacerse daño cuando se golpeaba contra el suelo o con una rama, y pudo comprobar que otros seres no tenían esto mismo.
Cuando tuvo alguna capacidad de raciocinio, entendió que en su cuerpo podían distinguirse cuatro partes principales, que eran: los miembros, el espacio entre ellos, la cabeza y los orificios; y entre estos había que distinguir aquellos que expulsaban secreciones, y los que permitían la entrada de alimentos, luz o sonido; y había algunos que aun sospechaba que pudieran tener más de una función, y quizás de entrar y salir a la vez; pero esto debería esperar para poder averiguarlo.
Pronto comprobó que su madre ya no se preocupaba de él como antaño y todo parecía indicar que debería comenzar a buscarse la vida; afortunadamente en aquel lugar en el que su madre tuvo a bien parirlo había muchos árboles, y por ello también abundante fruta, pero también seres terribles y otros congéneres que desde pequeño ya atisbó que tenían muy mal carácter, y por ello concluyó  que allí habría que jugar fuerte.
Cuando transcurrió un tiempo que al le pareció mucho, pues su madre ya no le hacía caso alguno y él se sentía ya un jovencito muy bravo, descubrió que había otros individuos como él, que se diferenciaban en lo que ya había advertido tiempo atrás, pero que cuando se aproximaba a ellos sentía una gran turbación, y que incluso su pequeña verga que tenía entre las piernas, se convertía en una enorme porra, y algo le decía que tenía que agarrar a aquellos congéneres y luego ya se vería. Y en una ocasión lo intentó, pero si no llega a ser por su extraordinaria rapidez para saltar de rama en rama, tuvo por cierto que no habría salido vivo de los mordiscos que le lanzó aquel animal, que acudió presto a separarlo del congénere al que se había asido, justo de los botones sobre montañas.
Y tras aquello decidió que se retiraría a un lugar aislado para poder reflexionar sobre aquel mundo suyo, en el que al parecer le había correspondido vivir.
Permaneció varias jornadas en las que dio tiempo para que la luz se fuese y volviese a venir varias veces, y en las que cayó mucha agua, y grandes serpientes de luz acompañadas de gran ruido amenazaron con caer sobre él. Y cuando aquel infierno cesó y pudo recapacitar sobre todo lo que había visto, oido, olido, degustado y sentido, tuvo consciencia de que había muchas cosas que no comprendía; quizás ninguna. Sólo que él era alguien diferente a los otros y que si quería seguir vivo tendría que luchar. Y entonces se preguntó qué significaba estar vivo y quién era él. Y con aquella duda cayó dormido tras permanecer mucho mucho tiempo intentando comprender aquello.
Despertó sobresaltado cuando tuvo consciencia de que solo no sobreviviría y que tenía que ir con los otros individuos e integrarse en aquel grupo, aunque eso le costase la vida. Y decidió que lo haría inmediatamente.
Muchas jornadas después, en las que la luz vino y se fue muchas veces, y unas cuantas también, en las que pudo ver una luz redonda en el cielo, que cambiaba de forma y de tamaño durante las noches claras; y aprendió que con ella también podía contar el paso del tiempo, y aprendió que cuando el cielo rugia y las serpientes de luz surcaban el cielo, a veces mordian la vegetación y aparecían llamas; y a él en vez de miedo como a los otros, aquello le gustó y aprendió a domesticar a aquella fiera y la llevó hasta la cueva en la que pasaban las frías noches,  y a partir de entonces les dio calor;  y también averiguó que si la dura carne de las piezas de caza las sometía a la bestia de fuego sabían mejor y podían comerse con más agrado. Y también aprendió a fabricar piedras con las que cortar la carne y las pieles, y machacar los granos de algunas plantas. Y un día tuvo un impulso y con un tizón sacado de la hoguera que calentaba la cueva y servía para cocinar las carnes, se aproximó a una pared y dibujó algo con aquel carbón. Eran unos animales y una figuras de seres erguidos sobre sus miembros inferiores, como eran ellos; y cuando se sentó a mirar su obra reparó en que todos sus congéneres se agruparon alrededor de las pinturas, y con gestos que evidenciaban su gran asombro, se les vio a todos atusándose el pelo, al tiempo que emitian sonidos manifestando perplejidad y admiración; y tras permanecer un buen rato de esa guisa se aproximaron a él y comenzaron a acariciarlo, y algunos de los que tenían los botones sobre montes y carecían de verga lo besaron, y él sintió que lo elegían como líder  y macho princioal de la manada. Y tras aquella noche tuvo claro que en su grupo había individuos viejos y adultos; bebés, niños y jóvenes; y entre todos ellos los había de dis clases: machos y hembras; y él era un macho joven, y aunque los había más adultos que él y otros más viejos; incluso más fuertes, él era el más listo y así todos lo reconocieron.
Y además de todo aquello también supo que ellos no eran como los animales a los que daban caza, y aunque aún no b tenía muy claro quién era el, un individuo muy viejo algo le reveló, pues acercándose a él le entregó un bastón y a su oído pronunció unas palabras: "Para ti hijo de Luci".

miércoles, 11 de junio de 2014

Criaturas

Nada hubiera podido aventurar que la vida pudiera tornarse tan difícil para los individuos de aquella especie. Durante más de un millón de años no les habían faltado territorios para colonizar y en los cuales poder criar a sus progenies sin esfuerzo. Siempre habían tenido quienes trabajaran para ellos y les permitieran expandirse más y más; incluso solo unos años antes habían desarrollado nuevos ingenios que les permitieron medrar en la sociedad hasta convertirse en una seria amenaza para otros, y un orgullo para su estirpe; pero las nuevas armas que se habían ido desarrollando contra  ellos amenazaban su expansión, y era más que probable que si las cosas continuaban así pudiera ser que incluso acabasen con su  propia existencia. Y no podían tomarlo en broma, pues la historia reciente había proporcionado notables ejemplos de familias enteras de otros seres próximos a ellos, amenazados con la extinción o incluso completamente extinguidos. Y es que aquellos antivirales de tercera generación, junto con todas las medidas ya adoptadas para evitar su transmisión, estaban poniendo a la familia de virus de la hepatitis C al borde de la  extinción. Y eso sin duda era una excelente noticia para la especie humana, pero muy mala para la biodiversidad.

martes, 10 de junio de 2014

Por la memoria de Juan

Hallé una maleta varada entre las rocas del malecón de poniente, en ella no había nada, ni un nombre, ni un objeto; era una maleta sin alma.
La arrastré hacia la arena y me propuse hurgar en su memoria, e intentar descubrir algún indicio que probara si en ella algún día alguien trasportó las herramientas de sus esperanzas vanas.
Descosí los forros, desmonté sus tablas, forcé sus cierres y le abrí sus entrañas, y en el fondo hallé solo dos palabras: “por la memoria de Juan”. Estaban escritas con color de la sangre, con trazos de mano temblorosa quizás por el miedo o la desesperanza, eran letras de sentencia, desvaídas por la sal, el agua y el olvido del tiempo.
Era su nombre, el más común de todos ciertamente, Juan, y una intención: “por su memoria”, no por la suya sino por la de aquel Juan desconocido, el de la maleta perdida y después hallada entre bloques de piedra, allí justo en la frontera donde el mar le disputa su poder a la tierra.
Mil conjeturas se abrían ahora ante su mente: ¿sería fruto de un naufragio?, y en su caso, ¿sería reciente’, ¿habría sobrevivido su dueño?, ¿aún viviría?, ¿iría o vendría?, ¿buscaría salvar su vida en otras tierras o sería en estas donde la buscaría?.
¿Por qué no creer que fuese simplemente una basura depositada donde no deberían haberlo hecho? No, tenía un mensaje: “por la memoria de Juan”. Aquel objeto sin duda había sido muy importante para alguien. Sí, de eso no cabía duda, aunque quizá en otro tempo, ¿o pudiera ser que aún lo fuese?, ¿y si aquel mensaje estaba aún por entregar?
Hizo memoria, pero recordó que la había perdido, le dijeron que era amnesia traumática; aunque no era capaz de recordar qué clase de trauma había sido aquel que le había ocasionado no poder recordar nada. Pero al menos sabía que se llamaba Juan; pues reconoció que el nombre escrito en la maleta era el mismo que el suyo.
Colocó los restos de la maleta en la arena y sentándose al lado de ellos cerró los ojos e intentó dejar su mente en blanco, no pensar en nada, solo dejar fluir a su mente lo que pudiera llegar hasta ella. Y entonces experimentó una sensación de calor que partía de las zonas de su cuerpo que estaban en contacto con la maleta, y que le subían como si fuesen llamas que amenazasen con consumirlo; y cuando el calor penetró en el interior de su cabeza, una inmensa emoción lo invadió.
Se vio viajando en un barco en las peores condiciones que imaginarse se pudiera, vio como una tormenta zarandeaba al navío amenazando echarlo a pique, vio como el pánico se apoderaba de pasajeros y tripulación. Se vio saltando al agua sujetando fuertemente la maleta contra su cuerpo como si de un salvavidas se tratase. Después un bote lo rescató y tras ello el frío, aquel terrible frío, y sintió que se moría. Sacó su pluma e intentó escribir algo en el interior de su maleta, pero la tinta se había disuelto en el agua. Se pinchó y su sangre se hizo tinta. Y entonces…escribió aquello…para que su memoria no se perdiera…”por la memoria de Juan”.

lunes, 9 de junio de 2014

¡¡¡Quiero vivir!!!

Quizás fuese el último trago de ron, o que a ese le hubieran precedido un número que ni siquiera podía recordar, o incluso pudiera ser que la culpable fuese la última raya de coca, o quizás la primera pastilla de éxtasis que tomó cuando comenzó aquella tremenda fiesta, haría ya al menos un siglo; pero lo cierto fue que en aquella maldita curva perdió el control del vehículo, y la luz se le tornó oscuridad y el algo en nada.
Al día siguiente los periódicos dieron cuenta de un terrible accidente por salida de la vía de un vehículo, con el resultado de cuatro jóvenes muertos y un quinto en estado de coma, presumiblemente irreversible.
Al volante de aquel BMW propiedad de su padre iba Roberto, un joven de veinticuatro años, recién graduado en ingeniería industrial, y los muertos eran sus amigos y compañeros de carrera, Pedro y Luis de veintitrés y veinticinco años respectivamente; y María y Clara, ambas de veintitrés años, estudiantes de farmacia. Todos habían decidido celebrar la graduación de tres de ellos, rompiendo la noche, pero esta acabó rompiéndolos a ellos; y aquella fatídica fiesta segó cuatro vidas y rompió cinco familias; acabó con el futuro de cinco jóvenes y con sus posibles generaciones de vástagos.
Cinco meses llevaba Roberto postrado en una cama especial para personas, que como él, tenían el cuerpo clínicamente vivo y la mente ya ausente; en lo que a sus padres le definieron como coma con tres puntos en la escala de Glasgow, y con una actividad cerebral prácticamente nula; por lo que según les dijeron lo consideraban virtualmente irreversible. Y aunque ellos no estaban dispuestos a perder la esperanza, cuando la situación se prolongó sin variación alguna durante otros cuatro meses, una mañana fría como la misma muerte, fueron llamados al despacho del jefe del servicio de la unidad, en la que a Roberto lo mantenían tan vivo como se halla una planta sembrada en una maceta; y cuando entraron en aquel cubículo donde se dispensaban las sentencias, ellos tuvieron por cierto que aquella que recibirían lo sería de muerte. Pero se equivocaron, aunque solo fuese por un matiz; pues lo que les propusieron fue, que dado que su estado era irreversible, según la opinión del equipo médico, les pedían que accedieran a autorizar la donación de sus órganos. Era joven y aún estaban a tiempo de que fuesen utilizables; y les dieron una explicación que más que médica parecía de casquería; aunque previamente les habían advertido que no querían ser escabrosos, según marcaba el protocolo no tenían más remedio que detallarles todo aquello. Y esto era, que podrían salvar las siguientes vidas: dos personas con ambos riñones, una o dos con los pulmones, otra con su corazón, el páncreas podría salvar a otra, el hígado a una más; y aparte de esto las córneas podrían permitir que dos personas recuperasen la vista; y además extraerían tejido osteotendinoso que evitaría el sufrimiento de varias más…, y al llegar aquí la madre abandonó el despacho en un mar de lágrimas, al tiempo que su padre no supo si vomitar o gritarle a aquel necio salvador de vidas.
Pero en cumplimiento de la sagrada misión que tenían encomendada de intentar aprovechar aquello que a Roberto ya no le serviría, y que efectivamente podría hacer tanto bien, como de forma tan desacertada o al menos con tan poco tacto, había intentado explicar aquel médico, una enfermera mucho mejor entrenada para tratar asuntos tan delicados, no tardó en convencer a ambos padres del consuelo que podrían hallar sabiendo que aquellas partes de su hijo, que de otra manera en poco tiempo serían pura carroña, eran vitales para otras personas.
Y así lo entendieron y tras llorar ambos lo que debían, firmaron y rubricaron el documento que permitía llevar a cabo la extracción, y al paso poner punto final a la aquella existencia infame del cuerpo de Roberto, carente ya de mente; y su madre se reconfortó creyendo que ahora por fin podría liberarse el alma de su hijo, que seguramente se hallaría atrapada en aquel cuerpo ya vegetal.
Y se fijó la fecha para llevar a cabo la extracción justo al día siguiente, para no demorar por más tiempo aquella agonía; la de los restos de Roberto, y la de sus padres.
En un alarde de valor, ambos pidieron estar presentes en el momento definitivo en el que desconectaran el respirador de Roberto de la toma de oxígeno de la pared, para proceder a conectar el portátil que lo mantendría bien oxigenado, hasta que los distintos cirujanos extrajeran los órganos por el orden establecido: riñones, hígado, pulmones y corazón; después el anestesista acabaría su trabajo y otros cirujanos continuarían con córneas, huesos…
Y ahí estaban todos cuando el médico responsable pronunció las fatídicas palabras dirigidas a un ayudante: “Desconecta al cuatro que está listo para trasplante”. Y a su madre le corrieron la lágrimas por las mejillas, y su padre sin poderlo soportar huyó de la sala. Y aquella mujer dolorida en lo más profundo de su alma, aproximó sus labios a la cara de su hijo, y justo cuando sus labios tomaron contacto con su piel se abrieron los ojos de Roberto y aprovechando que le habían quitado el respirador, con un grito salido del abismo, dijo. “¡¡¡Quiero vivir!!!”

miércoles, 4 de junio de 2014

Nerela

Cuarenta años habían transcurrido desde que le diagnosticaron una diabetes cuando solo era una joven estudiante de enfermería, y recordaba como si hubiese sido ayer, cómo en aquel momento el mundo se le vino abajo. Pero la fortaleza del ser humano se conoce con la adversidad, y en ella se manifestó una decisión férrea de que aquel traspiés no arruinaría su vida; incluso podría decirse que a partir de entonces todo le fue aún mejor. Terminó la carrera y se graduó como enfermera, y pronto conoció a Román, un compañero de estudios que la ayudó en los peores momentos, y que por ello, o quizás porque realmente lo fuese, ella lo vio como el hombre más guapo del mundo. Se graduaron el mismo día, y un mes más tarde también al unísono comenzaron a trabajar en el mismo hospital; y todo fue tan rápido, que contrajeron matrimonio solo un año después; y dos más tarde ya contaban con un precioso niño y otro que venía en camino. Y durante veinte años aquellos hijos llenaron la vida de Nerela, y Román fue fiel compañero y un padre perfecto; y en aquel tiempo ella fue completamente feliz; de hecho, no creía conocer a nadie que lo fuese tanto como lo era ella; y todos los hechos que ocurrían a su alrededor los veía como una bendición de Dios, incluidos los tres pinchazos de media diarios que requería para administrarse la insulina, además de los necesarios para conocer sus glucemias, y poder ajustarse las dosis; pero todo aquello era para ella una nadería.
Ciertamente que no podía quejarse de su  enfermedad, pues aparte de algún cuadro de hipoglucemia resuelto con las chocolatinas, que siempre llevaba a mano, y de alguna pérdida de visión, aun asumible, hacía una vida normal; excepto que aunque le hubiese gustado tener más hijos, siguió los consejos médicos y se plantó en dos.
Pero para el ser humano la vida es finita, las alegrías efímeras y el sufrimiento cierto. Y a Nerela, recién cumplidos los cuarenta, todas le comenzaron a venirle dadas. Primero fue su querido esposo y fiel compañero, al que pilló en mala compostura en el ante quirófano de urologia, en compañía de una rubia anestesista venida de los Balcanes, que andaba por entonces aliviando sus saudades. Y aunque ella tuvo el arrebato de matarlo, optó por el perdón, y obtuvo por recompensa que él prefiriera hacer la maleta e irse a probar suerte con aquella maga de los efluvios anestésicos, a la que Nerela llamó simplemente pendón, y a él le deseó lo peor.
Aquello fue el detonante del derrumbe de su vida. Sus hijos dividieron posturas y puntos de vista; mientras la niña la culpó a ella por fea y aburrida, su hijo Carlos juró que nunca más le hablaría al hijo de puta de su padre, y cuando ella le reprendió por usar tan gruesas palabras, él le dejó claro que si quería que siguiese en la casa con ella, jamás debería pronunciar el nombre de aquel bastado.
Y de aquella manera tan expedita acabaron veinte años de matrimonio y de familia feliz, y ella quedó al frente de su vida, de lograr enderezar la de su hijo, que tras aquello se torció; procurar recuperar a su hija; y por si fuera poco debería mantener un mínimo control en su salud, que ya comenzaba a deteriorarse día a día.
Solo la compañía de sus poetas hacia su vida llevadera. Leía una y otra vez a Federico Garcia Lorca y a los hermanos Machado; y últimamente a un recién descubierto Fernando Pessoa, que si los primeros le conferían paz en el alma, este último se la afligía; pero en las noches de negrura infinita se sentía tan próxima a los versos de aquel poeta lusitano, que sentía que le traspasaba su sufrimiento a dónde quisiera que aquella alma del genio se hallara, y pareciera que el espíritu del poeta estuviese dispuesto a aceptar todas las desesperanzas de ella.
Pero los poetas son solo eso, espíritus etéreos de los sentimientos musicales del alma, y aquellos versos no iban a sacarla del abismo en el que se hallaba varada. Y se dejó ir, como su hijo, que también acabó abandonándola; y respecto a su hija nunca logró recuperarla, y fue tal su desinterés por la vida, que descuidó su salud, al extremo, que cuando reparó en ello su diabetes había avanzado de tal manera, que el primer signo grave de ello fue que su vista fue mermando, hasta que un día no fue capaz de desempeñar más su trabajo, y después ni su vida diaria; y a pesar de que con ella se emplearon todos los  tratamientos médicos y quirúrgicos al uso, quedó prácticamente ciega. Y después vino la oscuridad absoluta.
A pesar de haber tocado fondo y de perder cualquier interés por la vida, un instinto le hizo no pedir ayuda; y de hecho no la recibió, no tuvo noticias de sus hijos, ni de aquel que en otros tiempos felices compartiera con ella su vida. Estaba sola, con la única ayuda de los servicios sociales, y de algún compañero que de vez en cuando se acordaba de ella.
Pero para su desesperación, su pésima salud aún era lo suficientemente buena como para no prever una muerte próxima; así pues parecía que debería afrontar el resto de su vida sola y ciega.
Y fue entonces, cuando recordando los más desesperados versos de Fernando Pessoa, tomó una firme e irrevocable decisión: viviría.
Visitó a los mejores especialistas, a los que pudo acceder, en diabetes y en oftalmología; recibió entrenamiento en lectura en braille y a manejarse en las tareas de la vida diaria como lo hacen los ciegos; y además se hizo con un perro, no para que le hiciese de lazarillo; sino para que fuese su familia, aquella que la había abandonado en su adversidad. Y todas las noches practicaba la lectura, y aún con suma dificultad leía en braille a Antonio Machado, y también a Federico García Lorca; pero no halló nada de Manuel, y aún menos de Fernando Pessoa, por lo que a estos siguió recitándolos de memoria.
Casi se había acostumbrado a ser ciega, pero su gran esperanza era poder volver a ver, aunque solo fuese un poco; atisbar un amanecer, una luna llena, y el mar; o un prado repleto de amapolas, o poder leer en letras gigantes o con la más potente de las lupas, las obras de Fernando Pessoa, y las de Manuel Machado; pero de momento, lo que no veía o no podía tener, debía conformarse con tomarlo de su memoria.
Alguna vez se acordaba de sus hijos y de aquel tiempo feliz, pero su conciencia estaba tranquila, no tenía nada que reprocharse en lo que a su comportamiento en aquella desgraciada familia se refería;  y que a ella no la pudieran querer era cosa que ya tenía asumida.
Pasó un año entero y vivía una existencia resignada a la espera de lo que viniera.
Y una mañana oyó en un informativo, que en un hospital de una ciudad cercana a la que ella vivía, una innovadora intervención quirúrgica en la retina de una persona que sufría el mismo nmal que ella, había conseguido restablecerle la vista, lo suficiente como para que fuese capaz de ser independiente en su vida, e incluso leer. Y cuando eso oyó, una esperanza renació en ella, y desde entonces removió cielo y tierra hasta que consiguió entrar en la lista de espera de aquel grupo de magos, que le devolverían la capacidad de ver la luz del día, y poder leer los versos de aquellos poetas que le inspiraban los sentimientos más bellos, y también los más tristes; pero que le mantenían el ánima viva. Y con esa ilusión vivió, luchó y desesperó mientras aguardaba el día en el que por fin entrara en quirófano, y sus héroes de batas verdes intentaran crear en ella un milagro, que era el primigenio del inicio de los tiempos, cuando se hizo por primera vez la luz; y ahora ella aguardaba a que de nuevo el Big Bang se produjera en su retina, para proporcionarle de nuevo aquellas imágenes perdidas quizás para siempre.
Y el día llegó, era una mañana luminosa de primavera, para los que podían ver, y fue llevada hasta el quirófano por un celador que la condujo hasta allí en una silla de ruedas. Y mientras recorría el trayecto que la separaba a su esperanza, no se acordó de su esposo que la abandonó por una anestesista, ni de su hija que renegó de ella tras decirle fea y amargada, ni tampoco de su hijo por el que peleó hasta el final; solo veía una luminosa y esplendorosa pradera cubierta de amapolas rojas y veteadas por violetas y margaritas; y sobre su cabeza protegiéndola del sol, una pamela, y una suave brisa de poniente le acariciaba el rostro, y entonces oyó la voz melodiosa de un hombre que hablaba en portugués que le recitaba unos versos:
Lo que vemos de las cosas son las cosas
Porque ¿veríamos una cosa si hubiera otra?
Porque ¿ es que ver y oír seria engañarnos
si ver y oír son ver y oír?
Lo esencial es saber ver
Saber ver sin estar buscando,
saber ver cuando se ve
y ni pensar cuando se ve
ni ver cuando se piensa
Y lo que veo a cada instante
Es aquello que nunca había visto

Y aunque aún el cirujano ni se había acercado a sus ojos; ella ya había vuelto a recuperar la vista.

martes, 3 de junio de 2014

Y el Rey se fue

Erase un país muy cercano en el que vivía un rey ya casi anciano, aunque él todavía se creía mozuelo y gustaba de usar de aquello que mucho agradaba al común, y que tampoco era del rechazo del señor.
Pero ocurrió que sus súbditos comenzaron a estar hartos de algunas de las cosas que solía hacer su soberano, y aquel día en el que el Rey, en compañía de una bella cortesana, cayó herido cuando trataba de cazar a una bestia, todos lo criticaron sin la menor piedad, en vez de reparar en sus heridas preocupándose por la salud de su soberano como siempre había venido siendo costumbres y esto fue motivo para que en todos los mentideros del Reino se diera por cierto que entre El Rey y sus súbditos comenzaba a suceder algo serio.
Pero no fue aquello todo, pues su hija, la princesa Esmerilinda con su sangre marina tornada bermellón por mor de un mocetón rubio que por oficio tenía lanzar piedras, fue raptada por el felón y llevada presa hasta el horrible castillo en el que moraba que estaba situado en unas montañas del norte del Reino. Y aquel bribón no solo se llevó a la joya más preciada de la Corona; sino que también puso sus manos manchadas de inquina en los tesoros del Rey, dejando las arcas más que mermadas, y cuando todo aquello lo supo la Reina cayó en tan profunda melancolía que todos pensaron que moriría de pena. Y estando en el reino las cosas tan graves, los consejeros del rey al conocer tamaña felonía, sin que hubiese precedente en aquellas tierras llamaron al Soberano a capítulo, y por vez primera en todo el reinado, le pusieron al mismo Rey todos los puntos sobre las íes.
Pero como era inevitable, surgieron por todas las partes del Reino voces que pedían la abdicación del Rey; y mientras que unos decían que lo hiciese en favor del príncipe heredero, otros hablaban de prender al rey y a todos los suyos y encerrarlos en una mazmorra, al tiempo que otros, quizás una mayoría, abogaban para que, y antes de hacer cualquier otra cosa, habría que liberar a la princesa de aquel castillo de las montañas, recuperar el tesoro y cercenar el cuello de aquel infame felón, el ínclito Adalaqui Mangandarín.
El primer caballero del Reino, el muy noble y leal Meridiano Rejas de Hoy, fue a hablar con el Rey, y le dijo que lo dejase todo en sus manos, que él cuidaría bien de todas las cosas del Reino, mientras Su Majestad se restablecía de sus múltiples heridas; las más que evidentes del cuerpo y las ocultas del alma.
Y mientras el caballero Meridiano partía con sus huestes hacia el norte, en varios rincones del Reino se organizaron grupos de felones, y  prepararon una celada que pretendía revertir las cosas para escapar del vasallaje del Rey y del poder de su caballero, el muy noble Meridiano Rejas.
Pero por si no fuesen pocos los problemas que acuciaban al Reino, sucedió que apareció una nueva amenaza; pues un juglar, quizás poeta, que se hacía llamar Paolo Capilla, formó un grupo de adeptos que al grito de "Ya se va pudiendo" iniciaron marchas por todo el Reino, y fueron consiguiendo cada vez más adeptos; y a tal punto llegó el asunto, que hasta el mismo caballero Meridiano hubo de suspender su misión de rescate de la princesa, y presto acudió a sofocar la revuelta de los que se vinieron en llamar "los de las Capillas".
Pero todo fue a peor, pues al tal Paolo de las Capillas se unieron felones de los rincones más apartados del Reino, y también uno que llamaban el caudillo de las  Argamasillas, y todos ellos ya unidos en la traición y la inquina, marcharon a unirse con el malvado que tenía presa a la princesa.
Y estando así la cosas del Reino, el primer caballero, el muy noble y leal Meridiano Rejas de Hoy pidió hablar nuevamente con su señor, y una vez que ambos estuvieron a solas en el salón del Trono, el caballero Meridiano le dijo que siendo su más humilde y más fiel vasallo, le pedía que dejara la corona sobre la cabeza de su heredero, el muy valiente príncipe e invicto Philipe; más el monarca se resistió, e incluso amenazó a su leal y fiel caballero con acusarlo de traidor y condenarlo a lo que por entonces se usaba, que no era otra que darle muerte a la guisa que se da a los traidores a su Rey, que es desmembrándolos, destripándolos y tras ello despedazarlos, colgando en carteles en las puertas de entrada a la capital del reino, sus despojos con un aviso que informe de los motivos y sirva de aviso a navegantes. Más Meridiano, a pesar de tan gruesas amenazas no se arredró y le pidió al Rey que jurase que era inocente en todo lo que ocurría en el Reino, y sobre todo que nada tenía que ver con el rapto de la princesa; pues sospechaba Meridiano que el mismo Rey podría haber urdido el plan para alejarla de la Corte; pues todo parecía señalar que ella había estado detrás del vaciamiento del tesoro. Y ante este reto y siendo aún temeroso de Dios, el Rey indignado y a la vez compungido, se retiró a  sus estancias a meditar sobre todo aquello.
Y cuando al día siguiente el Rey hizo pública su abdicación de la Corona a favor de su hijo el Príncipe Phillipe, muchos de los súbditos del Reino saltaron de júbilo. Y el caballero Meridiano respiró aliviado por sus cuatro miembros y sus muchas vísceras. Y tras la coronación, el caballero Meridiano Rejas de Hoy, bajo el mando del nuevo rey Phillipe, y acompañados por una poderosa hueste partieron para pacificar el Reino; y primero liberaron a la princesa, y al felón de cortaron la cabeza; después derrotaron a los nobles de los cuatro rincones del Reino, y tras ello dieron buena cuenta del Paolo de la Capillas; y junto a él  también la dieron del caudillo de las Argamasillas.
Y después  de todo aquello, en aquel Reino, todos ya contentos, para siempre, vivieron felices y comieron perdices.