sábado, 29 de agosto de 2015

Mi dueño

Abandonado, sumido en la desesperación de la nada futura, del presente de negrura infinita, tirado en aquel campo de excrementos humanos y de escorias de mil derrotas en infinidad de noches de alcohol y drogas, de días de camastros inmundos en lúgubres mazmorras de antros y lupanares, de jornadas de resacas interminables desde el orto al crepúsculo del astro rey. Y, ahora allí dejado sin esperanza,  pugnando con seres del inframundo por una bazofia como alimento, por un rincón para depositar el orín y los excrementos, por un cuenco de sucio líquido que mantenga el desequilibrio de los humores de mi patético esqueleto apenas andante.
Y, en la oscuridad de toda esperanza, aquel perro blanco y canela desciende de su automóvil de brillante plata, y hacia mí se dirige, le acompaña un guardian de este campo de carroña humana, y con su pata señala adelante, justo a donde yo estoy. El funcionario me habla por vez primera, me dice que aquel can me adopta, que es mi día de infinita suerte que muchos para si ya quisieran. Que han de desparasitarme, lavarme y contra la rabia y la desventura vacunarme, pero ya nunca me faltará de nada, que viviré en una gran mansión, comeré manjares de hombre, me bañaré en grandes tazas de mármol, viajaré en asientos de terciopelo  y que dormiré en camas con sábanas de hilos de seda. Aquel can de mí se ha encaprichado, me quiere como su mascota, pero antes de que pueda ser suyo, allí en aquella perrera de hombres, le dicen, que deberán castrarme, pues no es conveniente que gentes de mi calaña se reproduzcan por doquier y puedan llenar las calles, los campos y, hasta las casas de los perros de bien, como el que ahora será mi dueño. Canes que se afligen por los hombres derrotados, desheredados de fortuna, orillados de esperanza. Y, ellos, sin reparar en nada más, solo por su corazón de bondad infinita, están dispuestos a compartir su vida, sus alegrías y ninguna de sus miserias, y sin más, nos adoptan.

sábado, 15 de agosto de 2015

El diagnóstico

Cuando tras tres días de exámenes médicos, escáneres, resonancias magnéticas y todo tipo de endoscopias; aparte analíticas, cultivos y test psicológicos, concluyeron en su diagnóstico que padecía una writebledding –anglicismo que podría traducirse como hemorragia de escritura- y que me recomendaban como tratamiento dejar de escribir, el mundo se derrumbó ante mí. Me intentaron atemorizar diciéndome que mis estructuras anatómicas cerebrales, la propia fisiología de mi cerebro e incluso mis constantes vitales, estaban a punto de verse seriamente afectadas por mi manía de escribir –como algún grafo-psicólogo definió mi afición por la escritura-; y es más, llegaron a pronosticarme que no me restaban muchos meses de vida en cordura, e incluso de vida en sí misma.

Tras aquel disparatado diagnóstico pedí el alta voluntaria una mañana en la que me habían programado una trepanación en el cráneo para practicarme una biopsia cerebral, a la vez que los psiquiatras, ayudados por sus adláteres psicólogos, me tenían reservado un electroencefalograma, un posible electroshock, y varios test, incluido naturalmente el de Rorschach. Por si aquella pléyade de bárbaros no se bastasen por sí mismos, también me visitó el cura capellán del hospital, el cual concluyó que padecía un grave mal del alma, motivado por mi agnosticismo crónico, que al parecer había detectado por mi negación a confesarme con él, a pesar de la más que probable inminencia de mi muerte definitiva o al menos de la de mi conciencia, si es que llegaba a perder el juicio.

Ya de vuelta, en la habitación del ático en el que vivía gracias a la generosidad de una tía mía que me dejó reposar allí mis huesos, más por olvido de que lo poseía que por auténtica caridad, dispuse lo necesario para hacer lo único que sabía, y aquello que sin duda me seguiría proporcionando el impulso vital para seguir navegando por este mar de fango que me había correspondido como hábitat para mi cuerpo y mi alma –si es que aún esta se hallaba presente.
Y con mi rollerball preferido, mis cuartillas galgo y un termo repleto de café recién hecho, me dispuse a poner en riesgo mi propia existencia, desafiando a la ciencia que aquel hospital de la majestuosa ciudad en la que yo vivía, había pronosticado.

Sería por algún extraño medicamento que me hubiesen administrado, quizás por mis ansias por no haberlo podido hacer en el hospital, o más probablemente por el hecho de que me lo habían prohibido bajo pena de muerte o de enajenación mental, pero el irrefrenable ímpetu grafológico me llevó a permanecer tres días con sus tres noches dedicado a la escritura, a tal punto que concluí veinte relatos, cuarenta y cinco poemas, el primer acto de una obra de teatro y hasta varios ripios para un vodevil, y tras ello me desmayé.

Cuando desperté en la UCI del hospital me dijeron que había sufrido una trombosis masiva en la arteria carótida y que tras hacerme un cateterismo habían extraído un trombo compuesto por todas las letras del abecedario con el agravante de que estaba firmemente cohesionado con puntos comas y todo tipo de signos de puntuación lo que le conferían una gravedad extrema pues estos eran fácilmente desprendibles del coágulo principal y podrían afectar a zonas importantes de mi cerebro por lo que me prescribieron un antiagregante ortográfico de reciente diseño consistente en anticuerpos extraídos de escritores que creaban textos de un tirón quiere esto decir que no empleaban signos de puntuación y que con ambos tratamientos el quirúrgico y este cuasiexperimental esperaban que pudiera recuperarme aunque ciertamente quedaría con secuelas y esta vez tuve la suerte de que me atendiese un médico más sabio y comprensivo que los anteriores y me recomendó que siguiese escribiendo tanto cuanto pudiese en cualquier momento y ocasión en la que me encontrase inspirado y si no lo estaba daba igual debía escribir para mantener mi mente despierta activa y evitar el deterioro cognitivo que produce la falta de lectura y de escritura y que podía hacerlo de igual forma con lápiz máquina de escribir u ordenador pero que no utilizase ningún signo de puntuación y solo me permitía los acentos pues estos van tan íntimamente adheridos a las palabras que no es fácil que se desprendan también la vírgula de la eñe pues esta forma parte del campo gravitatorio de la n y tampoco puede desprenderse lo mismo reza para el punto sobre las íes pero ningún otro signo que estos y las propias letras del abecedario me serían ya permitidas y cómo ven desde ese momento he seguido su consejo y es así como ahora escribo