sábado, 31 de agosto de 2013

Blacky

Blacky. “In Memoriam”

Cuando la veterinaria perforó la piel peluda de aquella criatura que había sido parte de mí durante casi dieciséis años, un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Dos emociones, fuertes como la vida y la muerte pugnaron en mí: la pérdida absoluta y el sentimiento de la liberación del sufrimiento que atenazaba a aquel ser que era de los más amados de cuantos hubiera sobre la faz de la tierra. Y cuando el mortífero líquido –una mezcla de pentobarbital y bromuro de pancuronio- penetró en sus arterias, el último hálito de vida fue exhalado por sus ya inanes pulmones, dejando escapar aquello que era inmarcesible, etéreo y eterno, y en su viaje hacia el encuentro con el todo, rozó mi mejilla proporcionándome su postrera caricia y su adiós definitivo. Y mi alma se rompió en mil pedazos y las lágrimas brotaron de bolsas de mar y de sal y sentí la pérdida más profunda y el dolor más hondo de cuantos nunca antes hubiera experimentado en mi vida.
Aquella bola de pelo, vieja y ya deforme, con el intestino herniado pugnando por escapar de su habitáculo natural, con las verrugas salpicando su rostro, su ano plagado de fístulas que le complicaban las funciones más perenterorias y que requerían su continuo cuidado, y su más que incipiente calva, su artrosis osteoporótica, su corazón dilatado incapaz ya de mantener la fuerza de aquella bola de alegría; sus orejas puntiagudas y su mirada tierna, infinita, donde se concentraba todo el amor y la ternura que en el universo puedan existir. Aquel ser ya casi deforme, impedido y dependiente, era mi perro y es por quién ahora lloro.
Esta mañana cuando el sol de primavera, tímidamente por fin se ha atrevido a iluminar las tierras anegadas por la lluvia de la llanura manchega, he mirado al astro rey y a los campos verdes, y a los arroyos, y a los árboles, y a los pájaros, y a todas cuantas criaturas puso Dios esta mañana en mi camino. Pero allí ya no estaba Blacky, y nunca volvería a estar. Aquella bola de pelo que corría cuando era joven, ingenuamente a capturar el palo que le habías arrojado, aquella que corría delante del gato que consiguió hacerlo su amigo, -y corría delante porque huía del gato, y no al revés como sería natural-. Aquella que cuando acababas de abrir la puerta de la casa y volvías tras una jornada de trabajo, la más de las veces decepcionante, ella te recibía como si hubiese visto a su dios; aquella que celebraba la entrada de la compra del supermercado, como la mayor y mejor de las capturas que ningún cazador hubiese podido hacer jamás: y ese eras tú. Esa criatura ha desaparecido. Ya no está, su alma voló y me rozó la mejilla, y me besó antes de despedirse para siempre, y su cuerpo transmutado en ceniza reposa en una pequeña cajita –de diseño italiano, dijeron- en espera de unirse al resto de las cenizas de todas las criaturas, que un día salieron de su estrella y que esperan su retorno a ella.
Y sus besos en formas de lengüetadas, su adicción al chocolate –que mata a los perros, decían los veterinarios, y murió con casi dieciséis años-, que también tenía derecho a probar los pecados de la transgresión de la vida. Aquellas carreras por el fandango en las faldas de Sierra Morena, persiguiendo a los bichejos que para ella eran todos alienígenas, hasta el día que se topó con un sapo enorme y algo de su piel debía de ser tóxico, porque la pobre Blacky a punto estuvo de no contar aquella aventura. O cuando fue sorprendida por una trampa para cazar ratas y le atrapó el hocico y desde entonces siempre tuvo buen cuidado de no accionar resortes ni cachivaches que ella no entendiese. Otro día conoció a las abejas, que en tropel salieron persiguiendo a toda la familia, niños chicos incluidos, y la pobre Blacky ahí fue quién más corría.
Y una tarde de primavera, allí en el fandango, a las mismas faldas de sierra Morena, donde mi tio Cándido “El Calvo”, tenía su santuario, su huerto y su vida, íbamos paseando Blacky y yo, y con su natural curiosidad, genéticamente marcada por las generaciones de lobos y zorros que marcaron el devenir de su especie, fue a toparse con un nido muy poblado de huevos de perdiz, sobre los que estaba la hembra muy clueca ella, y fue tal la sorpresa y el susto recibido por la una y la otra, que ambas corrieron emitiendo sus característicos guturales sonidos, pero en sentido distinto, la perdiz dándose ya por cazada y el perro preso de pánico por haber topado con semejante monstruo volador.
Y aquel día, en el que se celebraba la feria, y ruidos de cascos penetraron a través de la ventana del domicilio de Blacky, en la calle del campillo, en Ciudad Real, en la capital de la Mancha. Y debía ser por agosto, en la segunda quincena, que es cuando se celebran las fiestas. Yo abrí la puerta por curiosidad y Blacky detrás de mi salió a la calle, y allí en la acera, clavada como si fuese de escayola, quedó petrificada al ver a aquel imponente animal, y saliendo de su estupor la invadió una irrefrenable alegría y girando a mi alrededor, queriéndome señalar aquel fenómeno de la naturaleza, pude comprender que me decía: ¡’Míralo, míralo, es un animal! ¿Cómo puede ser tan grande? ¡Y tan magnífico! Y así excitada por el descubrimiento, quizás el más grande que hasta entonces había hecho en su vida, permaneció absorta, hasta que el caballo giró al final de la calle y desapareció de su vista.
Mil recuerdos se agolpan a mi memoria ahora que ella se ha ido. Todos ellos de felicidad plena, nunca un reproche, nunca una mala cara, siempre la alegría la generosidad y la bondad infinita. Y en nosotros el remordimiento por no haberla querido quizás un poco más, aunque poco no haya sido, pero no por haberlo hecho de más y que algún humano se sintiera ofendido. Y Dios o Annubis, que no sé quién tendrá la jurisdicción de los perros, le han proporcionado ni más ni menos que lo que se merecía: una vida plena, feliz como la de ninguno de los humanos que yo haya conocido, querida y ahora añorada y con una muerte digna y casi, casi, sin sufrimiento, en tres días se ha ido, y lo ha hecho por la puerta grande de la vida, hacia la inmensidad de lo infinito, dónde ahora es más grande que el propio universo; porque ella ya lo es y allí nos espera.
Blacky: un beso.

Juan Castell
10 de abril de 2013 –un día después de la muerte de Blacky.

El juglar

Título: Anónimo
El juglar fue arrojado a una sórdida y húmeda mazmorra de la fortaleza. Había ofendido al conde con sus chanzas y jerigonzas, cuando representó a un noble loco y viejo, que era maltratado por su oronda y poco agraciada hija. El señor murió y  del  bufón todos se olvidaron. Y cuatro siglos después, aún se representaban en Broadway, en Londres y en Madrid, aquellas tragedias que se hallaron escritas en los muros, entre las ruinas del Castillo del conde de Gloucester.


La vocal robada

Título: La Vocal Robada
Lo procuró con toda su razón. Su voz y su pluma habían sido acalladas. Faltaba la maldita vocal robada. Probó cambiando los signos. Y fracasó. Murió la palabra y las argollas mudas lo asfixiaron. Viajó al abismo y allí tampoco la halló. Ya nada había.  Tan solo una vocal había matado su alma.

sábado, 24 de agosto de 2013

Jimena


La ambulancia recorría las calles de la ciudad a una velocidad endiablada, mientras su sirena lanzaba al aire sus gritos de alarma, y las luces de emergencia destellaban en un postrer esfuerzo por retener la última brizna de esperanza.

 Dentro del vehículo, yelmo, yacía el cuerpo exangüe de Jimena, con los ojos abiertos mirando al infinito y la piel de color marfil salpicada de rastros de sangre y cuchilladas de odio, de pesadillas de mil y una noches de terror de color de azabache.

 Y mientras su vida se despeñaba por el vacio de la muerte, la mente vagaba a otros tiempos felices, preñados de la ilusionada esperanza que alimenta la inexperiencia en la maldad de la sinrazón y el odio.

 Apenas era una adolescente cuando conoció a Mario. Aquel chico alto de cuerpo atlético y mirada profunda, que la penetraba en el alma y la hacía conmoverse como si mil millones de hadas invadieran sus entrañas. Su tono de voz aterciopelada, con su ironía a veces macabra, pero dotada de la sutileza de la originalidad de un ser excepcional.
 La había enamorado hasta derretir su voluntad y convertirla en un ser único, que habitaba en soledad el mundo más bello que en el universo existiera.
 Nunca dudó que sería para siempre y trascendería este y el otro y cuantos mundos hubiera en la espiral de los universos de la materia y de lo etéreo.
 Lo dejó todo, nada necesitaba ya, pues todo lo había hallado en él, en aquel ser maravilloso, que una y otra vez le prometía que juntos serían los dos únicos entes que existirían en la faz de la tierra.
 Once meses y diez días fue justo el tiempo que transcurrió hasta que llegó la primera bofetada. Fue directa a su alma y no le rozó ni la piel: “Estúpida e inútil “–le dijo. “Perdió el control y eso le pasa a cualquiera” -dijo ella. Tenía que reconocer que había estado muy torpe al mancharle el pantalón con aquel café –lo disculpó.
 -“Zorra”, “gorda”, “enana”, “imbécil” -le siguieron.

Pero ella tenía que reconocer que él era demasiado inteligente. Y guapo, y muy alto. Ella en cambio, con tacones incluso, debía estirar el cuello para besarlo. Y es que él tenía razón y ella no lo merecía.
 Se lo avisó su amiga Aida, también Pedro su confidente de la infancia, incluso su madre un día se atrevió a decirle que había algo en él que no le gustaba. Nunca volvió a hablar con ninguno de ellos de Mario. Y a pesar de todo y de todos, se casó con ella, y eso le dio la razón frente al mundo.

 Cuando le dijo que estaba embarazada, no le dio opción y le ordenó que abortase, que no era este, un mundo para traer hijos. Y su protesta se saldó con un puñetazo que le rompió la nariz y le partió la esperanza. Un golpe con el coche –argumentó ella.

 Después ya todo comenzó a ser insoportable. El presente se convirtió en una pesadilla y el futuro solo era un imposible. Intentó ponerle remedio, pero era demasiado cobarde.

 Una noche marcó el 016 -lo había oído en la radio-, era una tabla de salvación y no dejaba rastro –decían-, pero aquella llamada le dejó la primera de una serie de palizas interminable. No había reparado en que él había llegado mientras hablaba y estaba escuchando a través del inalámbrico.

 Intentó huir, pero ya no pudo. Su cuerpo y su mente estaban atrapados en aquel entorno absurdo y terrible.

 Y en esta maldita noche de agosto, entre el canto de las chicharras y el calor asfixiante de las tierras de la Mancha, aquel ser de voz aterciopelada, de inteligencia sutil y mirada profunda, habló por última vez. Lo hizo con filo de acero rasgándole las entrañas y vaciando para siempre su mente y su alma. Y aunque mil sirenas cantasen en la noche más negra, y las manos mágicas de los hechiceros de bata blanca, le retuvieran el último hálito, a Jimena ya nadie le podría devolver el alma.