Confiada la ardilla buscaba en el suelo alguna baya.
Un perro sorprendido la mira y calcula la distancia.
Tanta era su seguridad que no repara en la presencia del can.
El chucho su estrategia tantea.
La ardilla sigue buscando y cada vez más se aleja de sus ramas.
El perro decidido hacia ella se abalanza.
La ardilla aún no se percata.
Corre, acelera, se entusiasma y hacia la ardilla va como una lanza.
La peluda cola de la ardilla, situada hacia arriba, indica que el peligro aún no la alarma.
Ya tiene a tiro de piedra a aquella extraña criatura de puntiagudas orejas y cola de escoba al final de su espalda.
La nariz del chucho ya se satura del aroma de aquella especie de rata.
Es entonces cuando la ardilla del peligro se percata.
Se arranca en carrera y mira lo lejos que están las ramas.
Un tramo largo de suelo, y el tronco del árbol, hasta alcanzar la seguridad y la calma.
El perro ya se relame, se ilusiona ante tan emocionante caza, aunque aún no sabe si solo jugará o se comerá a aquella cosa peluda y extraña.
El corazón se le acelera, corre cuanto puede, su único objetivo alcanzar una rama.
Y, ahora al perro no se le ocurre nada tan deseable como atrapar a aquel bicho, ni disgusto más grande que si no la alcanzara.
Solo un instante resolverá tan interesante trama.
La ardilla toca el tronco del árbol.
El perro muerde a la ardilla su cola.
El roedor se revuelve.
El perro se asusta al ver tan fiera cara.
La ardilla le muerde el hocico.
El perro se enfada.
Pero, ahora, la ardilla ha saltado sobre su lomo.
Se retuerce el perro para destrozar a aquella alimaña.
Ella salta, y salta y salta, y ya está en la rama.
El perro la mira, allá arriba, y comprende lo que es un perro y, también, lo que es una ardilla.
Ella, victoriosa, contempla a aquella fiera que allá abajo queda burlada. Y, se confunde, y no aprende que aquel es un perro y ella solo una ardilla.