martes, 26 de noviembre de 2013

El extraño suceso acaecido en el cenobio de San Agustín en Sevilla (de mi novela "Muerte en Sevilla")

El extraño suceso acaecido en el cenobio de San Agustín I Habían cambiado mucho las cosas en la vida monástica de la orden de los agustinos ermitaños, desde los tiempos en que fue creada por su fundador, Agustín de Hipona, con la intención de llevar una vida tan áspera y pobre que les obligaba a vestir únicamente un sayal de tela negra, a dormir en el suelo y no beber vino, excepto los ancianos y débiles, ni comer carne; salvo los enfermos y alimentarse, otras veces, sólo con las hierbas del campo. Aunque no era menos cierto que en aquel tiempo se habían relajado las normas y lo que antes era olvido del mundo exterior y todo servir a Dios, encerramiento, el desprecio a las cosas de esta vida, la abstinencia, la pobreza, el respeto a los mayores y la obediencia. Y que todo ello había hecho que el pueblo los viera con admiración y los siguiese con ciega devoción, como guías que los conducirían a alcanzar el paraíso en la otra vida, ahora comenzaba a ser fuente de hablillas del común de las gentes y no parecía que el prior pudiera o incluso quisiera cambiar las cosas. De hecho, ya se había intentado en tiempos pasados, con las reformas cluniacenses y cistercienses; pero el relajo en las costumbres diarias y el gusto por el buen pasar la vida; aunque fuese al servicio del Señor, siempre volvía a tentar a la carne mortal de unos y de otros. El monasterio había pasado unos tiempos de apuros económicos, que habían obligado a que su prior tuviera que hacer las gestiones oportunas con el arzobispo y entre los dos habían conseguido que entrasen como nuevos protectores del cenobio los Ponce de León, los cuales se comprometían al sustento de la comunidad, a cambio de la construcción de su mausoleo en la capilla mayor y esto había resuelto de momento la situación. En aquellos tiempos, en el convento vivían cincuenta personas. Era su prior, el Venerable Siervo de Dios y Santo Padre, Fray Pedro Longares y a su cargo tenía a cuarenta y nueve religiosos. De ellos, treinta y cinco eran clérigos, de los cuales, veinte ya habían sido ordenados sacerdotes y quince eran aún novicios. El resto, se correspondía con ocho legos y siete donados, que junto al prior, completaban el total de la congregación. Tanto los clérigos como los legos tenían la obligación de dedicar el tiempo preciso a la oración y asistir a las distintas horas canónicas; excepto los que estuvieran exentos por razones de salud o por permiso expreso del prior. Los legos se ocupaban de los oficios, vestían la misma cogulla que los clérigos, pero no podían llevar corona y se encargaban de las labores manuales. No les estaba permitido leer ni que les enseñaran a ello, pues podrían entonces querer optar a dejar su condición y descuidarían sus oficios, por lo que pretenderían abandonar el estado para el que habían sido llamados y las cosas de humildad para las que habían sido llevados, dejando de servir a Dios para lo que les había requerido. Había otro género de religiosos que vivían en el monasterio, que eran los donados. Eran estos, hombres que se ofrecían a los conventos, para servir durante toda su vida haciendo el trabajo de un mozo, como encargarse de las compras que necesitaba la comunidad o labrar los campos. No les obligaba el rigor de la orden, como a clérigos y legos, y así por ejemplo, podían salir del convento sin compañero. La cogulla que vestían era del mismo color que el del resto de religiosos, pero más tosca, en forma de sayal, con una gruesa correa de cuero y además no recibían el hábito con la misma solemnidad que los demás. Según la dignidad de cada uno, se profesaban los distintos oficios necesarios para el buen funcionamiento del cenobio, así, era preciso que existieran, entre otros: maestros en santa teología, predicadores, sacristanes, carpinteros, guarnicioneros, enfermeros, apotecarios, lectores, procuradores, chantres, amanuenses, hortelanos, granjeros, carreteros o albañiles. Aparentemente la vida dentro del monasterio transcurría con normalidad y ahora que parecían ahuyentados los acuciantes problemas económicos, todo parecía augurar que vendrían tiempos mejores y aunque como siempre ocurre, cuando un grupo de personas tiene que convivir bajo un mismo techo, como era este el caso, las rencillas no solían faltar y si no uno el otro, iban haciendo que el catálogo de transgresiones de los mandamientos, que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí, se fueran completando; aunque hasta ahora, nadie había atentado contra el quinto. Pero aquella mañana, cuando toda la comunidad acudió a la iglesia para la oración de la hora de Prima, espantados, vieron como el cuerpo, aparentemente sin vida, de uno de los frailes se encontraba a un lado del altar, próximo al mausoleo de los Carranza. Estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos y presentaba una enorme brecha en la cabeza, por la que escapaba una sustancia gris mezclada con abundante sangre. El prior, horrorizado, se aproximó, examinó el cuerpo sin tocarlo e inmediatamente comprobó que se trataba de fray Josefo, que tenía como oficio el de sacristán de la iglesia. El venerable fray Pedro, dio orden de que llevasen a su presencia a fray Rafael, que era el religioso que tenía por obediencia la enfermería. Este se acercó al cuerpo inane y constató lo que era más que evidente: estaba muerto. Lo tocó y comprobó que el cuerpo aún permanecía tibio. El prior con suma delicadeza, pasó su mano por los ojos del cadáver de fray Josefo y los cerró y hecho esto, volviéndose hacia el sagrario, se arrodilló y oró y todos los allí presentes lo imitaron y el chantre dirigió un canto, que sonó a responso y que todos con lágrimas en los ojos siguieron. Terminada la oración, el venerable fray Pedro, ordenó que todos los presentes abandonaran la iglesia; excepto fray Rafael, el maestro en teología, que era el clérigo de más edad y la persona de mayor confianza del prior y una vez que estuvieron los dos solos, discutieron el asunto durante unos instantes y ambos estuvieron de acuerdo en lo que había que hacerse. Así que el prior, mandó que dos clérigos y un lego, permaneciesen en todo momento custodiando la puerta de la entrada de la iglesia, con órdenes estrictas de que nadie accediese a ella hasta que se dijera otra cosa. Y después, redactó un documento que tras lacrarlo, le entregó a fray Lucas, que era un lego de mucha confianza, ordenándole, que sin tardanza, lo llevase y entregase en mano al arzobispo y sólo a él. Tanta fue la insistencia, que no tuvieron por más que franquearle el paso hasta el mismo arzobispo, el cual, al ver entrar con tal cara de descomposición a fray Lucas, le invitó a sentarse; pero este no accedió y con gran desasosiego le entregó el mensaje que le había dado el venerable fray Pedro. El arzobispo procedió a abrirlo con gran curiosidad y preocupación y conforme lo leía, el color de su semblante tornó del color rosado, habitual en él, al céreo y del gesto de sorpresa pasó al de horror. Se llevó ambas manos al rostro y sólo pronunció dos palabras: “Es terrible”. Inmediatamente, dio orden de que a su presencia fuesen conducidos el deán y el chantre y pidió que mientras esperaban, les sirvieran un refrigerio, para recuperarse de la impresión -dijo. El arzobispo era de buen yantar y mejor beber, bastaba con ver su oronda figura para deducirlo; disfrutaba con ello y eso le mortificaba, pues no dejaba de ser hombre temeroso de Dios Nuestro Señor; pero cierto era, que comiendo y bebiendo se le agudizaba el ingenio y parecía que su mente funcionaba con más brillantez y así fue como mientras degustaba unos pichones, regados con un más que aceptable vino joven del Aljarafe, cosechado en una de las viñas cuya propiedad era del arzobispado, decidió cómo deberían actuar en aquella fea situación que le habían planteado. Siguió comiendo y animando a que le acompañara en ello, su visitante del cenobio de San Agustín, que aunque sabía de las aficiones mundanas del prelado, no salía de su asombro, al comprobar la presencia de ánimo con que parecía estar afrontando aquella terrible noticia. Estaba el arzobispo entretenido con unos higos secos, cuando le dieron aviso de la presencia del vicario y del chantre, que acudían prestos a su llamada. Tras darles acomodo e invitarles a que se unieran a la degustación gastronómica, que naturalmente rechazaron, el arzobispo pasó a exponerles sin más demora, los detalles del asunto para el que los había hecho llamar y les anunció, que había decidido que la cuestión quedaría estrictamente delimitada a las competencias de la Iglesia y de momento, no se daría traslado ni se informaría a la justicia del concejo; pues en modo alguno convenía, que se pudieran airear asuntos que no debieran salir de allí. Encargó el negocio al chantre y le concedió la potestad, para que eligiera a los que él considerase más adecuados para que le ayudasen y él naturalmente pensó en Fausto. Ante el cadáver de fray Josefo se encontraban fray Rafael, el prior, el chantre del cabildo y Fausto. Permanecía boca arriba, junto al mausoleo de los Carranza, en la capilla mayor, con la cabeza situada en dirección al altar y los pies señalando a la puerta enrejada que daba acceso a la capilla. Fausto se arrodilló y con el permiso del prior, procedió a levantar el cadáver, que hasta entonces nadie había tocado. Lo examinó superficialmente sin desvestirlo, observando cada uno de los detalles de su vestimenta. Todo estaba en orden, aparentemente y no presentaba más señales de violencia externas que la gran herida de la cabeza. Fausto trajo a su memoria todo lo que había aprendido en la escuela de medicina de Montpellier, con el maestro de cirugía Guy de Chauliac, examinando algún cadáver, que les había sido permitido estudiar, por encargo de la justicia de aquella ciudad de la Occitania. Recordaba cómo le había explicado, la importancia de observar todo lo que hubiese alrededor del cadáver, cualquier detalle exterior, de su vestimenta, de sus manos, su pelo y después pasar al examen interno y en ese momento reparó, en que no había hablado ni con el prior ni con el chantre Alonso, sobre la posibilidad de poder examinar el interior del cadáver de fray Josefo, si fuese necesario y pensó que quizás se escandalizarían por ello; pues aunque en Montpellier cierto era, que desde hacía ya tiempo se realizaban esas pericias con cierta asiduidad, no ocurría lo mismo en Castilla, donde la práctica estaba prohibida. De cualquier manera, decidió que si llegaba el caso, se lo diría en privado a Alonso y él ya le daría instrucciones sobre lo que más conviniera. Procedió a mirar a su alrededor, recorrió visualmente toda la iglesia, se maravilló, a pesar de las circunstancias, al observar con asombro la magnífica estructura gótica, con su bóveda sostenida por los arbotantes, que como nervios que partían de los sólidos muros, iban a abrazarse en el mismo cielo de la espléndida bóveda ojival. La luz que traspasaba las vidrieras que cubrían las bellas ventanas rematadas por arcos góticos, confería un ambiente casi irreal. Siguió con la mirada hasta la capilla mayor donde ahora se encontraba, toda ella de magnífica fábrica, adornada por algunas bellas esculturas labradas en la misma piedra y al frente, el altar, y en él destacando sobre todo lo demás, la talla del Santo Crucifijo, la imagen de Cristo más venerada en Sevilla. De tamaño natural y remate algo tosco, representaba a Nuestro Señor Jesucristo, ya muerto, con la cabeza inclinada a la derecha y la lanzada en su costado derecho, dando una impresión de realismo sobrecogedor. Debajo de él y a la derecha se hallaba el magnífico mausoleo de los Carranza, labrado en alabastro y con su escudo de armas cincelado en él. A la derecha y en lugar preeminente, había abierta una oquedad, en la que podía verse abundante material de obra. Se trataba del futuro mausoleo de los Ponce de León, que había comenzado a construirse unas semanas antes, tras el acuerdo llegado con ellos, para el mantenimiento del cenobio por esa poderosa familia. Le llamaron la atención unos tablones de madera que estaban colocados al pie de la imagen del Cristo y que, sin duda, pensó que formarían parte del andamiaje necesario para la construcción del nuevo lugar de enterramiento, así que no había nada extraño; pero le llamó la atención, la forma descuidada en la que lo habían dejado. Nada más parecía evidente allí, no había ningún rastro de sangre ni de ninguna otra cosa, que él pudiera ver, aún así, volvió a repasarlo todo; pero antes, dio instrucciones para que trasladasen el cuerpo de fray Josefo a la enfermería; pues ya no era necesario que permaneciese allí, expuesto de esa forma tan poco digna; aunque les ordenó, que de momento, ni lo lavasen ni lo amortajasen. Comprobó que en el suelo había algún rastro de pisadas, con sumo cuidado se agachó e intento examinarlas, se habían marcado sobre el suelo de piedra pulida, por los rastros de polvo, procedentes de la obra del mausoleo. Creyó ver, al menos dos diferentes, diría que una más grande que la otra, bastante más grande podría afirmar. No parecían presentar más diferencias, aparte del tamaño. Le dio la impresión de que podrían corresponderse con el calzado habitual que llevaban los religiosos, era lógico y no habría diferencias importantes entre el de uno y el de otro. Sin saber porqué, quizás movido por la deformación profesional de médico, acostumbrado a oler las podredumbres del cuerpo, en especial sus secreciones, acercó su nariz al suelo y olió las huellas. Como es de comprender, la cara de incredulidad de los allí presentes fue patente, motivando una mirada furtiva entre ellos y un encogimiento de hombros involuntario y de todos a la vez. El primero que estaba sorprendido por lo que estaba haciendo era el propio Fausto, que ni él mismo sabía que es lo que esperaba hallar con aquella extravagancia; pero para su sorpresa advirtió un olor en una de las pisadas, que comprobó que se repetía en otras tres más y todas ellas correspondían a la huella más grande. ¡Olía a estiércol! ¿Qué querría eso decir? ¿Sería meramente casual o no? ¿Serían las huellas recientes o llevarían más tiempo? Tenía que averiguar cuando se había limpiado la capilla por última vez y así descartar que las huellas fuesen antiguas o sospechar que pudieran estar relacionadas con el crimen; porque de eso no le cabía ninguna duda: estaban ante un homicidio. El cadáver de fray Josefo se encontraba completamente desnudo y extendido sobre una mesa de madera en la enfermería. Fausto, desde la cabeza a los pies, recorrió visualmente palmo a palmo toda la superficie del cadáver, primero colocado boca arriba y después boca abajo; pero no encontró nada llamativo; excepto las secuelas del tremendo golpe que había recibido en la parte posterior de la cabeza, que le había fracturado el hueso parietal izquierdo, produciéndole un hundimiento del cráneo y la salida de la masa encefálica. Sin duda, la muerte habría sido instantánea y todo parecía indicar que había sido producida por el golpe con algún objeto contundente, él diría que posiblemente con algo metálico, como una barra de hierro, una maza o incluso una espada; pero ésta última la descartó, pues la forma de la herida y sus bordes, no parecían haber sido hechos con un objeto cortante; sino más bien romo y debía ser pesado; ya que no había indicios de que hubiese recibido más de un golpe. Así pues, todo apuntaba a que alguien situado a la espalda de fray Josefo, le había propinado un fuerte y certero golpe en la parte posterior e izquierda de su cráneo. Esto le hizo reflexionar en que quizás el asesino fuese zurdo; pues lo lógico sería para un diestro dar el golpe o en el centro o más a la derecha; pero tampoco estaba muy seguro de ello. Creyó que no sería necesario pedir ningún permiso especial para abrir el cuerpo de fray Josefo, pensó que no aportaría mucha más información y además podría crearse problemas, así que dijo que ya podían proceder a lavarlo y amortajarlo dejándolo listo para las exequias. Una vez que salió de la enfermería, se dirigió hacia el refectorio donde le esperaba el prior. Entró en la magnífica estancia de bella factura al estilo gótico, que era el orgullo del convento, si es que realmente en él podía destacarse algo sobre el resto, pues tal era su magnificencia y su grandiosidad. Estaba presidida por un púlpito desde el que un religioso procedía a leer las sagradas escrituras, mientras el resto de la comunidad comía. A veces, la estancia se utilizaba para llevar a cabo reuniones para tratar de asuntos espirituales o del gobierno del monasterio, como era aquel el caso. El venerable fray Pedro Longares, Le esperaba solo. Se encontraba sentado en una de las mesas que servían para comer y cuando lo vio entrar le indicó que se acercara y sin más preámbulos le espetó: -¿Qué habéis averiguado? -Lo que ya parecía evidente. Murió de un único y certero golpe que le propinaron en la cabeza con un objeto contundente, probablemente de hierro. -¿Y qué más? -He descubierto en el lugar del crimen varias pisadas, ninguna de ellas se corresponde con el pie de fray Josefo y por la forma y tamaño, corresponden a dos personas diferentes, uno con un pie mucho más grande que el otro y este mismo, tiene alguna relación con los establos. -¿Con los establos? -Sí, verá venerable padre prior, quizás fuese la intuición; pero olí las pisadas y creo que uno de los hombres había pisado estiércol. -Que olierais las pisadas me deja estupefacto; pero en cualquier caso no creo que eso sea pista alguna de nada. -Puede que no o quizás sí, teniendo en cuenta el tamaño del pie. -Bien proseguid ¿qué más habéis averiguado o…intuido? -Creo que alguien sorprendió al sacristán por atrás y le propinó un golpe… -Sí eso ya lo habéis dicho antes. -Creo que el asesino era zurdo. -¿Zurdo? -Sí por la zona del cráneo en la que le produjo la lesión. Creo que es más probable que fuera un zurdo quién lo hiciera. -Así que pensáis que hubo dos personas, una de ellas con los pies grandes, que había pisado una boñiga y que además es zurdo ¿Es correcto? -Sí, más o menos. -¿Me permitís una pregunta prior? -Sí, hacedla. -¿Sospecháis de alguien que tuviese odio o inquina a fray Josefo? -Nadie podía odiar a fray Josefo, era el más querido de entre los miembros de esta comunidad. -¿Podría ser que el sacristán sorprendiera a alguien haciendo algo que no quisiera que se supiese? -¿Por qué me preguntáis eso? -No lo sé, se me ha ocurrido en este momento. Si decís que todos querían a fray Josefo, pudiera ser que no tuvieran intención de matarlo a él; sino que se viesen obligados a ello, porque apareciese cuando no lo esperaban. Además me hace pensar esto, que había dos personas y una de ellas le atacó por atrás. Quizás viese a uno de ellos haciendo algo que no debía y el otro le atacó por la espalda. -Esto que decís tiene sentido. ¿Pero qué podrían estar haciendo? -He comprobado que hay una obra allí. Según me han dicho, se está construyendo un mausoleo y aparte de eso, sólo está el enterramiento de los Carranza y… -¿Por qué ponéis esa cara, en qué estáis pensando? -Allí, en el altar, muy próximo al sitio donde apareció el cadáver se encuentra el Santo Crucifijo y cuando examiné la escena del crimen, reparé en que apoyado en el altar había un tablón, que seguramente había sido utilizado en el andamiaje de la obra y ciertamente que me extrañó verlo allí colocado como con prisas y se me ocurre pensar, si acaso tendría algo que ver con el motivo por el que los dos hombres estaban allí. -¡Querían robar el Santo Crucifijo! -Sí, eso es y fray Josefo los sorprendió. -Pero ¿para que querrían llevárselo?, no tiene más valor que el espiritual, no podrían vendérselo a nadie, se sabría en cuanto lo expusieran en alguna iglesia, convento o casa importante. -Sí, ciertamente es un misterio. El prior se llevó una mano a la cabeza y se ajustó la corona de paño, que formaba parte de la indumentaria propia de los clérigos agustinos, se pasó la mano varias veces por su pelo ralo y se le perdió la mirada en el infinito. Fausto guardó respetuoso silencio, pues pensó que sin duda estaría orando, quizás esperaba recibir alguna instrucción de Dios, que lo iluminara en aquel difícil trance. Al cabo de un rato el prior volvió en sí y dijo: -Haré que vengan a verme a este refectorio, todos los religiosos que forman parte de este monasterio y de uno en uno y mientras, vos permaneceréis aquí junto a mí, estaréis callado y sólo me diréis algo, cuando haya abandonado el lugar el que haya acudido a mi presencia, ¿habéis entendido? -Sí, venerable padre, haré lo que me pedís, ¿pero me permitiréis que examine la indumentaria de los que vayan entrando? -¿Para qué queréis hacer eso? -Me gustaría examinar su calzado y…si me permitís…olerlo también. -Comprendo, es muy irregular lo que solicitáis; pero entiendo que puede ser importante, os doy permiso para ello; pero os ruego que lo hagáis con disimulo y con el mayor respeto. -Así lo haré, prior. En aquel momento, un religioso entró con sigilo en el refectorio y dirigiéndose al prior le dijo: -Deo gratias Venerable Santo Padre, se encuentra aquí el marmolista y alarife, que está haciendo la obra de los Ponce y que habéis hecho llamar. -Deo gratias. ¡Hacedlo pasar! Fausto quedó atónito cuando vio entrar a una persona vestida al estilo musulmán y que todo en él, parecía indicar que se trataba de un mudéjar. Miró de reojo al prior y este le devolvió la mirada dibujando una leve sonrisa en el rostro. -Sed bienvenido Abdel Alim. Sentaos. Os he hecho llamar para que me digáis, si habéis notado algo extraño estos últimos días, mientras habéis estado trabajando en el mausoleo de la capilla y además quiero que nos digáis, cuando limpiasteis el suelo por última vez. -Señor prior, os responderé primero a la última pregunta y he de deciros, que antes de salir ayer por la tarde, limpiamos; aunque es posible que no barriésemos el suelo a conciencia, pues una vez que terminamos el trabajo, tuvimos que sacar algunos escombros y es posible que dejáramos algún rastro de polvo, si es a lo que os referís; pero os aseguro, que por lo demás, quedó todo limpio y recogido para la oración de la comunidad. -¿Sabéis lo que ha ocurrido en la capilla? -No sé a qué os referís, señor prior. -Ya me parecía que no os habían informado de nada. Pues sabed, que ayer se produjo un crimen en el sitio en el que trabajáis. Por cierto, enseñadle vuestro calzado a la persona que me acompaña. Fausto, podéis proceder. Fausto examinó el calzado del musulmán y comprobó sin dificultad, que no se correspondía con las huellas que había encontrado en el suelo de la capilla y dirigiéndose al prior le preguntó: -¿Me permitís que le haga una pregunta, fray Pedro? -Sí, podéis hacerla. -Decidme Abdel: ¿lleváis siempre este calzado? y en concreto ¿ayer lo llevabais también? y otra cosa ¿trabajáis con alguien más? -Sí señor, no tengo otro, excepto unas babuchas que utilizo cuando asisto a la mezquita, pues me da vergüenza dejar a la entrada del templo este calzado tan sucio y respecto a mi ayudante; pues sí me acompaña mi hijo Ibrahim, que me ayuda en algunas tareas. Es un buen chico y aprende rápido, además es muy fuerte para su edad y a veces me es muy necesario, pues algunas losas pesan mucho ¿sabéis? -Sí entiendo ¿está aquí con vos, en este momento? -Sí, está fuera esperándome. -¿Podéis decirle que pase? –le dijo tras pedir permiso con la mirada al prior. Nada más entrar el chico, Fausto se acercó a él y comprobó el calzado que llevaba, era similar al de su padre y diferente al que había dejado las huellas aparecidas junto al cadáver de fray Josefo. El prior, tras captar el gesto de Fausto negando con un movimiento de cabeza, después de la comprobación del calzado, despidió a los dos musulmanes, indicándoles, que ese día podían volver a su casa, pues no trabajarían en la capilla. Después dirigiéndose a Fausto, le dijo: ¿Estáis de acuerdo conmigo, en que podemos descartar, que los marmolistas hayan tenido algo que ver en la muerte de fray Josefo y que las huellas, seguramente, corresponden al asesino o asesinos? -Eso parece, venerable prior. -¿Continuamos? Durante más de dos horas, fueron pasando uno tras otro, cada uno de los religiosos. Primero los clérigos ordenados, después los novicios, más tarde los legos y por último los donados. En cada uno de ellos repitieron la misma rutina: el prior les hacía unas preguntas, en especial, si se habían levantado esa noche entre las oraciones de laudes y prima y luego, Fausto comprobaba el calzado y el tamaño de los pies y además…los olfateaba e indefectiblemente esto los confundía a todos. El prior fue anotando todo aquello que consideró que podría tener algún interés; aunque ciertamente, que todas las declaraciones hechas por los miembros de la comunidad, no parecían aportar pista alguna, que pudiera tener aparentemente utilidad, para llegar al esclarecimiento del misterio de la muerte de fray Josefo; excepto un testimonio que los desconcertó. Se trataba de Fray Basilio Cordero, religioso lego, que profesaba el oficio de hortelano y que entre otras de sus obligaciones, estaba el cuidado de la viña del convento y del manejo de la uva, desde la cepa hasta la copa, bien fuera transmutada en sangre de Nuestro Señor Jesucristo o para ser usada como simple alivio de los coletos de los cenobitas y era notorio, que por el día trabajaba sin denuedo mortificando su cuerpo; y las noches, las más, las pasaba aliviando el alma, orando en su celda y dando castigo a su anatomía, pues de todos era sabido, que traía cilicio de hierro en sus carnes. No pocas noches salía de su celda y acudía a la iglesia a deshoras a orar y muchos decían, que era gustoso de probar el fruto de la vid, más de lo que la prudencia aconsejaba y cómo no pocas veces refirió haber tenido visiones, unas veces del cielo y otras, las más, de los infiernos, refiriendo persecuciones por demonios de minúsculo tamaño, que le seguían hasta su celda. Y esto hacía que muchos comentasen que no eran demonios, sino más bien los posos del vino que no los habría digerido y hasta su mente llegaban produciendo más delirio que mística. Por ello, el prior no sabía que credibilidad concederle, a lo que les había referido el citado fray Basilio, que era, que la noche de autos, se había levantado y había ido hasta la iglesia con intención de orar, entre hora de laudes y prima y que dispuesto estaba a entrar, cuando oyó un grito entrecortado, que siguió a un golpe fuerte y seco y asustado se escondió tras una columna y así permaneció conteniendo la respiración. Continuó relatando, que después de eso, oyó que alguien salía corriendo de allí; pero él, aterrado, no se atrevió a moverse y ocurrió, que volvió a oír pasos rápidos que se dirigían también hacia el exterior de la iglesia y entonces miró y vio la espalda de un religioso, que sin duda era un donado, porque vestía sayal por cogulla, ceñida por una gorda correa de cuero. Y estando cierto en que los que allí estaban, eran otra vez los demonios y con la seguridad de que si reparaban en su presencia irían a por él, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a su celda y no supo nada de la muerte de fray Josefo, hasta que todos acudieron a la iglesia para rezar prima. Fausto había mirado los pies de fray Basilio y le pareció que no correspondían al tamaño de ninguna de las huellas encontradas en la escena del crimen y el olor, sin dejar de ser nauseabundo, ciertamente que no tenía aroma a estiércol o al menos no sólo a eso. Por el tamaño de los pies, no podrían descartar a la mitad de los religiosos, porque no diferían de alguna de las huellas halladas y respecto al olor, ciertamente, que después de haber sufrido la terrible experiencia, de haber puesto a prueba su nariz y su estómago con cuarenta y nueve pares de pies, menos uno; pues a fray Lucas le faltaba una pierna, concluyó reconociendo que no había sido una buena idea. Estaba pensando en ello, cuando el prior le sorprendió con su pregunta: -¿Habéis reparado en que falta alguien aún? -No, creo que están todos, venerable padre. -No, os equivocáis, falto yo y quiero que comprobéis mis pies como habéis hecho con el resto y que me preguntéis lo que yo mismo les he demandado a cada uno de los miembros de la comunidad y además os pido que lo anotéis junto a los apuntes que he ido tomando. -Haré lo que me pedís, fray Pedro. Terminaron justo para la hora en que debían rezar Sexta y eso indicaba que el sol ya estaría en todo lo alto; aunque cuando el prior salió del rezo de Tercia, las nubes cubrían el cielo de Sevilla, anunciando que el día no iba a ser fácil ni para él ni para su comunidad. El prior invitó a Fausto a que le acompañara en las oraciones, que aquel día harían allí, en el mismo refectorio en el que se encontraban; pues habían decidido mantener un día más cerrada la iglesia, por si hubiera lugar a más comprobaciones. Mientras los frailes oraban, Fausto no dejaba de darle vueltas a la escena del crimen. Se preguntaba quién o quienes, porqué y cómo se habrían producido los hechos y en aquel momento su mirada se detuvo en el Santo Crucifijo y sintió que algo había penetrado en él y se estremeció. Le había parecido ver que la imagen se movía y se frotó los ojos, comprobando que la talla de madera no estaba frente a él y no podía estar, pues se hallaban en el refectorio y no en la iglesia, en cuya capilla mayor se encontraba la sagrada imagen. Pensó que sin duda habría sido una ilusión de su mente ¿o quizás no? De forma inconsciente, palpó el cilindro que siempre llevaba consigo bien amarrado a su cintura, en el que guardaba con gran celo el documento que su padre le había entregado en el lecho de muerte. Lo había examinado muchas veces, pero hasta el momento no lograba desentrañar su secreto. El mensaje que escondía, era un completo misterio; pero sabía que ocultaba algo muy importante, que quizás pudiera cambiar el rumbo de algunas cosas, probablemente relacionadas con el pueblo judío; pero que él no estaba por el momento en condiciones de entender. Un arrebato se adueñó de él, de forma incomprensible, abandonó el refectorio precipitadamente y se dirigió a la iglesia y sin pensar siquiera si alguien le había visto, entró atropelladamente en ella, se acercó al Santo Crucifijo y se arrodilló ante él y entonces con gran parsimonia, extrajo el documento secreto de su canutillo y lo extendió ante su vista. A un lado observaba la imagen de Cristo crucificado, en el otro, el enigmático dibujo y ¡entonces comprendió!, ¡la luz se hizo en su mente! y por un momento ¡comprendió el Universo y vio a Dios! Fue fugaz, pronto desapareció todo de su mente, no podía volver a comprender, sólo sabía que había visto algo; pero tan grande, que no podía reproducir en su diminuta mente mortal. Permaneció arrodillado con las manos sujetándose la cabeza y las lágrimas derramándose de sus ojos. Estaba confuso, aturdido, perdido y hallado, solo y lleno de la presencia de Dios, ¿pero qué Dios? ¿Era Adonai o Jesús? ¿O quizás no había diferencia entre ellos? Volvió en sí y aún algo confuso y obnubilado intentó recomponer sus pensamientos, recorrió con su vista la capilla y sin saber porqué se fijó en un pequeño detalle, aparentemente sin importancia. Se acercó hasta el mausoleo de los Carranza y en el suelo, al pie del mismo, recogió un pedacito de alabastro, era diminuto como un grano de trigo. Buscó minuciosamente y descubrió su procedencia, había un pequeño desperfecto en la losa que protegía la tumba, tan insignificante, que nadie hubiera reparado en él. Lo examinó con más detenimiento y pudo apreciar unos pequeños arañazos, que acababan en una minúscula fractura, en el bloque de alabastro que protegía el túmulo. Era evidente que aquel desperfecto se había producido recientemente. Podría haber ocurrido, que los marmolistas por descuido, hubiesen dejado caer algún instrumento sobre el alabastro produciendo el pequeño daño; pero los arañazos no concordaban con esa hipótesis, más bien podrían ser indicios de que alguien hubiese intentado hacer palanca. ¡Sí eso podía ser! Alguien intentó abrir la tumba con una palanca metálica, ¿pero para qué? ¿Podría ser que aquel utensilio hubiera sido el arma con la que se cometió el crimen? Intentó recomponer la escena: fray Josefo llega a la iglesia a deshoras para orar, entonces sorprende en la capilla a un religioso, al que seguro que identifica, que está intentando forzar el sepulcro de los Carranza y entonces….Si le habían golpeado desde atrás y la escena fue así, debía haber un segundo hombre que le agrediera mientras fray Josefo estaba pendiente del que abría el túmulo. Entonces –pensó- que si el otro le golpeó con un objeto metálico, es porque ambos iban provistos de la misma herramienta. Sin duda, se requerirían dos hombres utilizando palancas, para poder mover la pesada losa que protegía la tumba. Además, este último debía ser zurdo y posiblemente dirigía la operación. Pero había aún una parte que no comprendía y era saber para qué querrían abrir la tumba de los Carranza. ¿Sería para robar joyas u oro que hubiese en su interior? Ciertamente que era posible, pero pudiera ser que no fuera algo tan evidente. Volvió a aproximarse a la capilla y se situó bajo el Santo Crucifijo. Fue con cuidado para no pisar los rastros de huellas, ni dejar ninguna suya y una vez que estuvo al pie de la talla la observó con detenimiento. Algo había en ella que a primera vista no sabía captar. Cerró y abrió los ojos varias veces, como si quisiera sorprender a su mente con alguna impresión de la imagen y así estuvo un largo rato, hasta que por fin reparó en que lo que le llamaba la atención era que estaba torcida, no mucho; pero sí lo suficiente como para que resultara evidente. Miró con detalle todo el altar sobre el que estaba la imagen y descubrió que había algo de polvo blanco, que se había desprendido de la pared, en la que podía adivinarse un pequeño desconchón. Todo parecía indicar que la imagen había sido bajada desde su ubicación y luego había sido devuelta a su posición inicial; pero seguramente de forma apresurada. Mientras caminaba, atravesando el claustro dirigiéndose al encuentro del prior, en la mente de Fausto el enigma parecía que comenzaba a desvelarse y todo empezaba a cuadrar en su mente. Faltaba identificar a los autores y desenmascararlos. Pidió permiso y entró a la estancia, en la que el prior se encontraba repasando las notas, que había estado tomando durante todo el día. Fausto sin más trámite le dijo: -Prior, creo que tengo una idea de lo que ocurrió y quiero compartirla con vuestra venerable santidad. -Os escucho. -La noche del crimen –comenzó a relatar Fausto-, fray Josefo abandonó su celda y se dirigió a la iglesia para orar, como en él era costumbre antaño y aunque según me han referido, hacía tiempo que ya no lo hacía, aquella noche estaría inquieto o atormentado por alguna de sus turbaciones espirituales y volvió a sus costumbres, apareciendo en el lugar menos adecuado, cuando dos religiosos de este convento, que no habían previsto que a aquella hora intempestiva, entre las oraciones de laudes y prima alguien pudiera perturbar su faena, se ocupaban en descender el Santo Crucifijo de su ubicación, forzar con unas palancas la losa que protege la tumba de la familia Carranza y tras desmontar los dos maderos en los que está tallada la imagen de Nuestro Señor, intentar ocultarla introduciéndola en el túmulo. Supongo que habrían bajado ya la imagen y quizás mientras uno de los asesinos había ido a buscar algo a la parte de atrás de la iglesia, el otro estaba intentando hacer palanca con la losa de alabastro del mausoleo. En ese momento es cuando aparece fray Josefo y lo sorprende y seguramente se dirigiría hacia él para preguntar que hacía o para impedirle que continuara y fue entonces cuando el otro apareció por atrás y le propinó el certero golpe en la cabeza que acabó con su vida. Supongo que este último sería zurdo y el que dirigía la operación y el otro, debería estar a las órdenes de éste. Por tanto no creo que tuvieran intención de matarlo; sino que se vieron obligados a hacerlo al verse sorprendidos en su faena, además creo que la intención de esconder el crucifijo, no era por ningún motivo de enriquecimiento personal, pues difícilmente lo podrían haber vendido; sino que pienso que las razones serían otras y eso me ha hecho pensar mucho y por eso quiero haceros una pregunta, si me lo permitís. -Hacedla. -¿Habéis tenido últimamente noticias o sospechas de la existencia de alguna conspiración contra vuestra venerable santidad o contra vuestro cargo de prior? -¿Acaso pensáis que detrás de esto exista un complot contra mí? ¿Si fuera así porqué no han intentado matarme? Exactamente eso es lo que sospecho y si no han ido directamente contra vuestra venerable santidad, es porque detrás de esto hay alguien taimado, sutil diría yo; pero que es capaz de emplear la violencia llegado el momento, como ha demostrado; pero no habéis contestado a mí pregunta. -He de confesaros que hemos pasado tiempos muy difíciles en el convento, hasta el punto de que su propia existencia se ha visto seriamente comprometida y es cierto que ha habido algunos movimientos sediciosos contra mi persona y la dignidad que represento; pero eso ya es agua pasada, con el compromiso de los Ponce de León, de momento, el futuro de esta comunidad está garantizado. -¿Y sabéis quien o quienes estaban detrás de ese movimiento al que os referís? -Sí, conozco a algunos; pero el principal instigador fue el padre maestro de novicios, fray Tomás de Herrera, que siempre había gozado de mi más absoluta confianza; pero al parecer, estaba urdiendo un plan para desacreditarme e intentar que el reverendo padre provincial le nombrase a él prior. Aunque cierto es, que confesó su falta y juró no volver a romper el voto de obediencia y de hecho, él mismo renunció a su oficio y se ofreció para hacer tareas propias de un donado, además decidió usar cilicio y aplicarse hierro de carne y seguir de forma estricta la regla primitiva de nuestro fundador San Agustín y que yo sepa, hasta el momento, no ha quebrantado su compromiso y yo, como no podía ser de otra forma, lo he perdonado y no tengo duda de que Dios Nuestro Señor, así quiere que sea. -¿Había alguien más en esa trama? -Puede que sí, pero todos guardaban obediencia al padre fray Tomás. No creo que nadie más tuviera iniciativa en ese sentido. -¿Recordáis con quién tiene ahora una relación más estrecha? -Creo, que con fray José, que es un lego con oficio de carpintero y también parece que hace buenas migas con el donado fray Jaime de Roca, que hará ya dos años que vino a nuestra casa, procedente de la villa de la Bisbal, en el obispado de Gerona, de donde es natural y allí, según nos refirió, había tenido muy mala vida, incluso algunos decían que había tenido oficio de bandolero y que decidió entregar su vida a la orden de San Agustín para dedicarla a Dios, de la forma más humilde y por eso había resuelto, que tomaría el más pobre de los hábitos y serviría a Dios como donado, para encargarse de aquellas tareas que nadie quisiera para sí y de este modo, anhelaba que algún día, podría conseguir la expiación de sus muchos pecados. -Venerable santidad ¿Me podríais decir, si según las notas que habéis tomado, el tamaño de los pies de uno y de otro, podrían corresponderse con el de las huellas halladas en la escena del crimen? -Dejadme ver…un momento…Sí, podrían ser de ellos. -Pues venerable padre prior, creo que si estáis de acuerdo ha llegado el momento de que los hagamos llamar. -Me temo que sí, de inmediato daré orden, para que los conduzcan a un lugar adecuado para iniciar su interrogatorio, además haré llamar a fray Bernardo, que sin duda es el mejor para ese oficio. Pero antes de eso, decidme: ¿Qué creéis que pretenderían ocultando el Santo Crucifijo en el mausoleo de los Carranza? Para mí ya resulta bastante obvio. Como vuestra venerable santidad sabe mucho mejor que yo, el Santo Crucifijo es una de las imágenes más veneradas de Sevilla; sino la que más y sin duda es la seña de identidad del convento. Sabéis que la importancia de él y quizás la razón de su existencia, está ligada con la veneración de las gentes por el crucificado y si este desapareciera, con él también se iría una gran parte del interés por esta casa, que vuestra venerable santidad representa y seguramente se vería seriamente comprometido el futuro de esta comunidad. Incluso podría ocurrir que los Ponce de león pudieran desistir en su idea de ubicar aquí su panteón familiar y eso significaría el fin de su protección sobre el cenobio y de esta manera los conspiradores volverían a revertir la situación que se les volvió esquiva, cuando los Ponce eligieron la capilla mayor de la iglesia del convento, como su lugar de enterramiento y no me extrañaría que entonces arreciaran las críticas contra vuestra santidad y pudiera haber ocurrido, que cuando hubieran logrado que el arzobispo y el provincial de vuestra orden, os hubieran destituido de vuestra dignidad de prior, incluso que volviese a aparecer la talla del Santo Crucifijo. Y esto es lo que yo creo. -Ciertamente, que todo parece muy lógico y pudiera ser que fuera como decís. Pero ahora he de proceder. Habían transcurrido ya tres días, desde que Fausto había llegado al convento de San Agustín y el arzobispo estaba comenzando a impacientarse, al no tener ninguna noticia de las averiguaciones, que pudieran haberse hecho en el cenobio, para aclarar aquel desagradable asunto, que podría tener funestas consecuencias para el cabildo catedralicio, si es que llegase a trascender. Por eso, llamó con urgencia a su chantre y le conminó, a que partiera hasta el convento en busca de alguna nueva. Pero no hubo tiempo siquiera para que le ensillaran el caballo. Aún no había abandonado la estancia en la que se encontraba con el arzobispo, cuando su criado Domingo Pérez, que le servía desde mucho antes de que asumiera la silla arzobispal, entró en el aposento de forma precipitada y sin más preámbulo espetó: -Reverendísimo padre, tengo muy malas noticias que darle. -¡Vamos, habla de una vez! -Parece que el prior del convento de San Agustín, con la ayuda del médico Fausto, al que su reverencia envió, para ayudar en la investigación sobre el execrable suceso, que dentro de los muros de esa casa dedicada al servicio de Nuestro Señor ocurrió, hará… -¿Podéis terminar de una endiablada vez? –le interrumpió. -Pues…que parece que han identificado a los autores del crimen; pero han escapado. -¿Cómo? Quiero que hagáis venir o que traigáis a la fuerza y de forma inmediata a mi presencia al prior y también a mi enviado y cuando digo inmediata, quiero decir que ya deberían estar aquí. Sin demora, les prepararon dos caballos, a lomos de los cuales, el prior y Fausto abandonaron el convento para dirigirse hacia las casas del arzobispo, que estaban situadas junto a la iglesia Mayor de Santa María. Naturalmente a ninguno de los dos, les cupo la más mínima duda de porqué eran requeridos. En el trayecto que siguieron desde el convento hasta la colación de Santa María, debían atravesar la ciudad desde su extremo oeste, próximo a la puerta de Carmona, hasta el centro de la misma. Y cuando estaban afrontando la última parte del trayecto, bordearon la judería y esto desconcertó de tal manera a Fausto, que agradeció que el prior que iba delante no pudiese verle la cara; pues en ese caso, estaba seguro que hubiera sido capaz de leerle la mente. Los recuerdos de su estancia en Sevilla años atrás y la remembranza de todo su pasado, de sus raíces y podría ser que de todo su ser, se agolparon en su mente y le acongojaron hasta el punto de turbarle el entendimiento; pero fue sólo un instante, se recompuso en la montura y reparó que el prior se le había adelantado bastante y que volvía la cabeza, pidiéndole que se apresurara en el paso; pues aunque no podían ir al trote por las calles de Sevilla, su prisa era mucha y la inquietud del venerable padre era más que evidente, casi transmutada en pavor, ante la esperada ira del arzobispo, de la cual ya tenía conocimiento de situaciones, que aunque no de tanta gravedad como la que ahora les entretenía, le habían alterado su carácter, hasta el punto que en ciertas ocasiones era proclive a la desmesura. Y aunque no tuviera fama de ello, sus más allegados colaboradores podrían dar fe, de que una cosa era la fachada externa y otra la compostura de puertas para adentro y ciertamente, que el prior esperaba y a la vez temía ver como la ira transmutaría el cuerpo mortal del arzobispo. En las casas del arzobispo los esperaba el chantre Alonso González, que los recibió de forma cordial, pero adusta, especialmente al prior, al que le hizo una indicación para que pasase a la estancia donde lo esperaba el prelado y a Fausto le dijo que permaneciera allí con él; pues el arzobispo quería hablar a solas con fray Pedro Longares. No eran cosas, las que tendría que decirle al prior, que pudieran oír extraños a aquellos que tenían a su cargo el gobierno de la Iglesia. El recibimiento que tuvo el prior fue el esperado. El arzobispo, puso a prueba hasta el límite, la fortaleza del venerable padre fray Pedro Longares en el acatamiento de la regla, tentándolo más allá de lo que podrían haberlo hecho, ofreciéndole todo el oro del mundo o las más bellas de la huríes del paraíso de Alá; pero se mantuvo firme como una roca en su voto de obediencia, permaneciendo en silencio, con la vista mirando al suelo y las manos cruzadas sobre su pecho en actitud de total sumisión, hasta que prelado hubo terminado su sermón y le fue demandado que se explicase. Y entonces él, de forma pausada, minuciosa y razonada procedió a relatar todo lo sucedido y proporcionó las conclusiones a las que había llegado, con la inestimable ayuda de Fausto, que con tan buen juicio había encargado el asunto su reverendísima –le dijo, de forma textual. El arzobispo algo más calmado y entendiendo que el prior no era más que una víctima del complot, se sinceró con él y le dijo que en ningún caso, podían dar conocimiento de lo sucedido a las autoridades del concejo y que todo debería quedar dentro de la Iglesia y después de darle las instrucciones precisas sobre lo que se esperaba de él, la entrevista terminó con una frase que al prior le sonó a lapidaria: “Dejad el asunto en mis manos, marchad a vuestro convento y haced lo que os he ordenado y quedo a la espera de vuestras noticias”. Nada más regresar al convento, el prior convocó a todos los religiosos en el refectorio, ordenando que dejasen inmediatamente todas las faenas que pudieran estar haciendo, quedando interrumpida cualquier actividad hasta que él lo dijese y no habría transcurrido ni media hora, cuando los cuarenta y siete miembros de la congregación, junto al prior, se encontraban en el refectorio y desde entonces y hasta que hubiese concluido de decirles lo que tenía que transmitir, todo el cenobio permanecería desierto hasta el punto que ni siquiera quedaría nadie al cargo de la puerta. Pero ciertamente, que las palabras que tenía que pronunciar el Venerable Siervo de Dios y Santo Padre Fray Pedro Longares, eran de la máxima gravedad e importancia para el futuro de aquella comunidad. Una vez que todos estuvieron sentados en sus bancos, el prior ocupó el lugar del lector y se dirigió a todos: ¡Clérigos!, ¡hermanos!, ¡hijos todos de Nuestro Padre San Agustín!, me dirijo a vosotros, con el corazón compungido, con el alma atormentada y el ánimo desesperado; pero con fuerte resolución y reconfortado por los sólidos principios de la misión que nos está encomendada de servir a Dios según nuestra regla y los principios de nuestro fundador y recordándoos nuestros votos de pobreza, de pureza y de obediencia, apelo a todos vosotros, para que cualquiera que conozca, sospeche o tenga indicios del paradero de los dos antiguos miembros de nuestra comunidad, que todos conocéis y que han defraudado mi confianza, han traicionado el espíritu de nuestra orden y sobre todo, han renegado de Dios Nuestro señor; pues digo que quién sepa algo de su paradero, me lo haga saber aquí ahora o si no se sintiera capaz de hacerlo en público, acuda a mi casa y me dé conocimiento de lo que haya lugar y sabed, que si alguno de vosotros incumpliera esta orden, faltando al voto de la obediencia que me debéis, desde ese momento, estará repudiado de la pertenencia a esta orden, y sabed también, que aunque yo no tuviera conocimiento de ello, si lo tiene Dios Nuestro señor, que todo lo ve, que todo lo sabe y que todo lo puede y no os quepa duda de que quedaréis condenados al fuego eterno, sin remisión de vuestro pecado. Y además os aviso, que si alguno de vosotros revelase lo que aquí ha ocurrido o si diera lugar, a que por callar lo que supiera, los dos asesinos que un día fueron nuestros hermanos, como hijos de la casa que fundó nuestro Santo Padre San Agustín, pudieran hacer que fuera de estos muros, se supiese lo que aquí ha pasado, incurrirá igualmente en el mismo pecado y su alma estará condenada también al fuego eterno. Así que marchad a vuestras celdas y prohíbo que nadie salga de ellas, hasta que alguno de vosotros me haya dado información sobre lo que os he pedido; porque no tengo duda de que alguien sabe algo y mientras no haya respuesta no se comerá ni se beberá ni se rezará en comunidad y todos y cada uno de vosotros permaneceréis recluidos hasta que yo os lo ordene. Y ahora, si alguien tiene que decir algo que lo haga y si no marchad y recordad que nadie saldrá de sus aposentos hasta que yo lo diga, a no ser que sea para ir a verme para aliviar su conciencia. Como si todas las almas del cenobio hubieran sido llamadas a capítulo por Dios Nuestro Señor, toda la casa quedó desierta, nadie osó incumplir las órdenes del prior y todos y cada uno de los religiosos permanecieron en sus celdas. Los más orando, alguno aplicando castigo a su cuerpo, dando el oportuno ajuste a los hierros y cilicios que aplicaban a su castigada piel mortal. Pero hubo uno, que mientras torturaba su conciencia, debatiéndose entre el cumplimiento del voto de obediencia y el abismo de la condenación eterna. Él si sabía lo que necesitaba conocer el prior, de hecho, había estado al tanto de todo lo que había ocurrido en el cenobio, desde el momento en el que el maestro de novicios, fray Tomás de Herrera, había decidido poner en conocimiento de su trama a fray Jaime de Roca. Los había sorprendido, mientras él hacía tareas de limpieza, del pozo negro al que iban las inmundicias de las letrinas del convento y naturalmente, aquel no era sitio para que nadie hubiera pensado, que pudiera haber humano alguno; aunque fray Jaime podría haber reparado en ello; pues él mismo, a veces, había hecho esas tareas. Pero ahora era él, fray Juan de Troya, quien había conseguido que el prior le permitiese hacer aquella faena y dejar por un tiempo, su labor de maestro de teología. Había decidido purgar su pecado de soberbia; pues él llegó a creerse, el más, entre los doctos seguidores de San Agustín y aunque el prior le había hecho entender, que él realmente era un sabio en la ciencia de la teología y que no debía castigarse por ello, pues si así era, sin duda que sería por designio de Dios Nuestro Señor. Pero esto no lo convenció y al final, su tozudez pudo más que los sólidos argumentos del venerable santo padre y allí estaba, limpiando los detritus generados por la miseria humana, de aquellos humiles servidores de Dios y lo que para cualquier humano sería un trabajo humillante, para él era una liberación de sus pecados y un desahogo para su alma. Y siendo así, ¿por qué tenía dudas, entre hablar y decir lo que sabía al prior o callar? Ciertamente que no parecerían razonables a primera vista estas cavilaciones; pero es que él era una persona muy sabia, conocía todos los entresijos de la política de la Iglesia y estaba convencido de que el arzobispo, con el beneplácito del prior, no permitirían que esto saliese nunca del ámbito eclesiástico y de hecho, ya se lo había confirmado el prior cuando les habló a todos en el refectorio y eso significaba, que ordenarían la captura y muerte de los dos fugados y él pensaba que aunque pudieran ser merecedores del castigo, era Dios y sólo Él, quién tendría que juzgarlos y sin duda que lo haría. Pero si callaba, quedaría condenado por el incumplimiento del voto de obediencia y sabía como teólogo, que eso también era cierto. Así pues, tendría que decidir, entre la vida de dos hombres; aunque fueran unos asesinos, o su propia condena eterna y además, comprendía también, el riesgo que podría tener el futuro de la comunidad, si llegaba a trascender fuera de sus muros todo lo que allí había ocurrido. Él lo sabía todo, la noche anterior a que desaparecieran, los volvió a espiar. Esta vez estuvo esperándolos durante parte de la tarde, hasta que los dos llegaron a las letrinas y allí los oyó decir que pensaban huir y a dónde se dirigirían. Sobre esto estuvieron discutiendo largo rato; pues mientras fray Jaime era de la opinión de ir lo más lejos posible y cuanto antes; fray Tomás, más reflexivo, pensaba que tendrían más oportunidades de salir vivos, si se ocultaban en algún sitio no demasiado lejano y esperar allí la ocasión más propicia para dejar definitivamente Sevilla. Naturalmente, al final impuso su decisión: saldrían esa misma noche, a pie, vestidos con los hábitos de la orden, hasta abandonar la ciudad y una vez fuera, cambiarían sus ropajes por otros que los hicieran pasar por campesinos y se dirigirían hasta el Aljarafe, a unas tierras que le habían sido concedidas al convento recientemente y que de momento, permanecían en barbecho, hasta que les fueran adjudicadas a algún aparcero que pudiera ponerlas en rendimiento, así que no era muy probable que allí los encontrasen. El atormentado fray Juan de Troya había tomado una decisión. No podía condenar a su comunidad y a los suyos a correr un riesgo que podría llevarlos a la ruina; pero por otra parte, no deseaba en modo alguno que por su causa, dos personas, que además habían sido sus hermanos pudieran morir asesinados, así que optó por salir de su celda e ir a ver al venerable fray Pedro de Longares. Entró en la casa del prior y buscó hasta dar con él. Se encontraba arrodillado rezando frente a una imagen de Jesús crucificado, tan absorto que se sobresaltó cuando Juan se dirigió a él: -Venerable y santo padre, tengo algo que confesaros. -Os escucho, fray Juan. -Le hizo una extensa y minuciosa descripción de todo lo que había oído en las letrinas, de las conversaciones entre los dos religiosos que estaba implicados en aquel desagradable y feo asunto que había convulsionado a la comunidad y en todo momento intentó ser fiel a todo lo que conoció, hasta llegar al momento en el que hablaron de su intención de abandonar el cenobio y aquí cambió algo la versión. -Santo padre, la noche antes a que se descubriera que habían desaparecido, los oí decir que abandonarían la casa esa misma madrugada y que se dirigirían hacia el Aljarafe. -¿A qué parte en concreto del Aljarafe? -Eso no lo dijeron, venerable santo padre. -¿Estáis seguro de que no dieron ninguna pista más concreta sobre su paradero? -No, no la dieron. -¿Y por qué no me lo hicisteis saber de inmediato? ¿Sois consciente de la grave falta en la que habéis incurrido? -Lo soy, venerable, fue por cobardía y estoy a los que su santidad ordene para mi persona. Pero os pido que castiguéis mi cuerpo; pero que liberéis mi alma de este tormento. Haré todo lo que me pidáis para conseguir que intercedáis ante Dios Nuestro Señor para que me conceda su perdón. -Marchad a vuestra celda, ya hablaremos más tarde. Fray Juan abandonó la casa del prior ciertamente aliviado, sabía que no había dicho toda la verdad; pero al menos, así daría una oportunidad a las dos presas, para que tuvieran alguna opción de escapar de sus cazadores y por otra parte había cumplido, al menos formalmente con su voto de obediencia y con ironía posiblemente venida a destiempo, pensó que el rey Salomón, habría estado orgulloso de él. Los freires, Antonio de Salvatierra y Alfonso de Haro, obedientes a la Orden de Calatrava, estaban al servicio del arzobispo de Sevilla, don Juan Fuentes, por orden del maestre, don Juan Núñez del Prado, que los había puesto a su servicio “para lo que hubiere lugar” y ciertamente, que ellos no se debatían en tormentos del alma ni convulsiones de conciencia, respecto a si debería prevalecer el acatamiento al quinto mandamiento de la Ley de Dios o el voto de obediencia; pues tanto uno como otro pensaban, que mejor juicio tendrían el Maestre y el Arzobispo, para juzgar esas cuestiones teológicas que ellos y por consecuencia, sólo les quedaba acatar lo que se les ordenase y así lo iban a hacer una vez más. Los dos prófugos habían llegado al lugar de Heliche, donde se encontraba el olivar que había sido donado por los Ponce de León al convento y allí había una destartalada cabaña, hecha con adobe y cañas, que de momento podría servirles de cobijo. Muy próximo se encontraba el lugar de Sanlúcar de Albaida del Aljarafe, que era propiedad del arzobispado y que lo habitaban veintiocho pobladores y sus familias y aunque ellos no sabían que fuese una alquería del cabildo, sí tenían claro que deberían mantenerse alejados de la vista de persona alguna; pues de lo que no tenían duda, es que los buscarían. En el camino desde Sevilla, habían procurado obtener algunos productos de huertas que encontraron en su camino y varias gallinas, que pudieron atrapar en un cercado de Triana y que a punto estuvo la faena de que les costara un disgusto; pero al menos podrían resistir unos días. Fray Tomás y fray Jaime eran expertos en el arte del ayuno, por algo eran seguidores de San Agustín, el más acérrimo defensor de esa práctica como herramienta purificadora del alma y el más experto entre los Padres de la Iglesia. Y si ambos habían podido observarlo durante largos periodos, por mortificación del cuerpo y alivio del alma, cuanto más, podrían hacerlo ahora, por imposibilidad material de evitarlo y por procurarse la pervivencia del alma en su unión con el cuerpo mortal, en stricto sensu. II Tello Díaz, volvía a su casa a anunciar a su esposa Blanca, las magníficas nuevas que traía de su visita a Sevilla. Había sido llamado por el maestro de obras del cabildo, el cual le había sido sometido a una prueba para constatar las extraordinarias dotes, que al parecer había demostrado, al tallar de una cepa, la imagen de la mismísima Virgen de los Reyes y que había causado la admiración del propio arzobispo. Era muy posible que le contratasen para trabajar en la talla de imágenes y quizás, si los recursos económicos lo permitían, participar en las obras de construcción del nuevo templo catedralicio, que sustituiría al actual, que como es sabido y excepto la capilla real, seguía siendo la antigua mezquita aljama de la Sevilla mora. Iba a lomos de su asno blanco canoso, muy próximo ya a la alquería que el cabildo tenía en Albaida y en la que él vivía y trabajaba. Cuando al pasar cerca de un paraje próximo al lugar de Heliche, vio algo que le cortó el resuello. Inmediatamente escondió al solípedo y se agazapó detrás de una peña y desde allí con nitidez, pudo ver como dos caballeros que vestían capa con la cruz de Calatrava estampada en ella, ensartaban en con sus espadas una y otra vez a dos pobres infelices que desarmados corrían como conejos. No tardó mucho en consumarse la caza, transcurridos unos minutos, ambos yacían sin vida. Después, aterrado, vio como los introducían en la choza y apilaban paja y leña a la que después prendieron fuego, haciendo que el chozo se convirtiera en una pira funeraria. Tello permaneció conteniendo la respiración, evitando que cualquier sonido, por pequeño que fuese, pudiera alertar a los freires, si es que realmente eso eran y rogó a Dios, para que su pollino siguiese comiendo pasto y no se le ocurriera rebuznar; pues en ese caso, no le cabía duda alguna de que podría darse por muerto. Transcurrió un tiempo que se le hizo eterno y durante el cual, no confiando que el apetito de su pequeña bestia, fuera tan voraz como para mantenerlo con el hocico callado, con gran disimulo, le dio un azote con una vara en los mismos testículos, que le hizo partir al trote, alejándose de allí como si tras una lozana pollina fuese. Afortunadamente los dos sicarios tan afanados estaban en lo suyo, que no repararon en la estampida del rucio y tras un largo rato que llegó a desesperarlo, al fin, vio como los dos supuestos caballeros calatravos, subían en sus caballos y se alejaban al galope, dejando atrás un montón de humeantes cenizas. Tello con gran arrojo y desprecio hacia su vida, se acercó con sigilo, oteando en todo momento el horizonte, en la dirección por la que se habían alejado los dos jinetes, mientras se aproximaba hasta los restos del fuego. Y una vez allí rebuscó entre ellos y halló sin dificultad, los esqueletos medio quemados de los dos infelices. Aparentemente, no quedaba rastro alguno que los pudiera identificar; pero siguió buscando y halló algo que parecían ser los restos de una bolsa de cuero. La abrió y dentro de ella halló un sello de plomo, parcialmente fundido, en el que solamente eran legibles unas palabras: “Deo gratias. Augustinianum”. Quemándose las manos, lo cogió, y tras echarle algo de agua del contenido de su calabaza, lo envolvió en un paño, y lo guardó, montó en el asno y partió al trote, como si de corcel se tratase. III El prior del convento de San Agustín, desdobló con cuidado el mensaje, tras romper el lacre con el sello personal del arzobispo de Sevilla, don Juan Fuentes y su lectura le produjo una mezcla de alivio y duda espiritual: “Se ha cumplido la voluntad de Dios” ¿Realmente Dios había querido que dos de sus hijos y servidores, por muy pecadores que fueran, acabasen asesinados de aquella manera, a traición, sin darles siquiera la oportunidad de confesar sus faltas, condenándolos al fuego eterno? Él no podía creer eso; pero por otra parte, no era menos cierto, que el futuro de la comunidad podría haberse visto comprometido, en el caso, de que se hubiera sabido todo lo que dentro de los muros del convento había ocurrido y que se había ocultado a la justicia del rey y a la de los hombres y ¿qué habría sucedido si los Ponce de León hubieran tenido noticia de que a los pies de lo que iba a ser su mausoleo, se había producido aquel execrable crimen? Seguramente, que habrían desechado el lugar por impuro y con ello habrían condenado el futuro del convento a la penuria y quizás a su desaparición. En cualquier caso, todo aquello que le perturbaba, ya estaba hecho y no tenía vuelta atrás y él, como padre espiritual de aquella comunidad, debería llevar ese peso en su conciencia; aunque siempre podría excusarse, alegando su obligación de acatar el voto de obediencia. Fausto no volvió a preguntar por el asunto del convento, de alguna manera, intuía que el desenlace habría tenido tintes sangrientos y no quería pensar qué grado de responsabilidad tendría él en todo aquello. Aunque ciertamente, no tenía por qué tener reparos de conciencia, él sólo había aportado sus conocimientos y su sagacidad, para resolver el enigma de la muerte del sacristán y eso nadie se lo podría reprochar; pero aún así, sospechaba que el fin habría sido terrible para los dos implicados y le bastaba como prueba de ello, que nadie le había vuelto a hablar del asunto. IV Estaba ya bien entrado el otoño y en las calles de Sevilla podían verse ya las hojas, que procedentes de los escasos árboles de plazas y calles y de los muy abundantes de los jardines de las grandes casas y palacios, comenzaban a caer de las ramas y tapizaban los patios y parterres y que con frecuencia tenían que ser barridas y arrojadas al exterior de las viviendas, yendo a parar, junto a otras inmundicias menos bucólicas a las calles, que ante la ausencia de lluvias, a veces se convertían en auténticos estercoleros, donde se acumulaban, basuras, aguas sucias, excrementos de humanos y animales e incluso cadáveres de estos últimos, creando en ocasiones, un panorama nauseabundo, que generaba malos olores y un ambiente de suciedad, que muchos pensaban que era fuente de corrupciones del aire y generador de enfermedad y muerte. Especialmente grave era la frecuente presencia de muladares y la acumulación de basuras extramuros de la ciudad, junto a la puerta de Goles y la de Carmona, así como las aguas estancadas que existían por doquier, tanto dentro como en derredor de Sevilla, provocadas por las crecidas del Guadalquivir y del arroyo Tagarete, el cual, las más de las veces, arrastraba inmundicias procedentes del matadero o de las curtidurías y lavaderos de lana, que aumentaban hasta la nausea la suciedad del entorno. En aquellas charcas de aguas remansadas, sucias y tranquilas, se daban las condiciones idóneas para que proliferaran criaderos de mosquitos, que tan molestos llegaban a ser para las criaturas que habitaban Sevilla, y que tanto abundaban en los meses de estío. Todo esto lo había visto y ciertamente que le preocupaba a Fausto y no es que en Montpellier o en Aviñón no ocurriesen cosas parecidas; pero constató que el acúmulo de suciedad y basuras era más evidente en Sevilla. En el pasado él, junto a sus maestros y con su amigo y colega Juan de Aviñón, habían estudiado con gran interés a los clásicos y en especial al gran Hipócrates de Cos, que en su libro, sobre las aguas, los aires y los lugares, hacía hincapie en la importancia de la calidad de estos elementos y las condiciones de humedad o sequedad y calor o frío, que generaban la situación geográfica de las viviendas y su orientación; la dirección de los vientos y los acúmulos de inmundicias. Y el gran Avicena, que se ocupó en gran manera de estas cuestiones, siguiendo a Hipócrates, estudió con detenimiento las condiciones de igualdad o desigualdad en las características de calor y humedad en el cuerpo y en el ánima. El acúmulo de basuras ocasionaba la corrupción del aire, tornándolo caliente y húmedo y en Sevilla, que de por sí ya era sitio con esas cualidades, era especialmente nefasto el efecto aditivo y sólo faltaría que hubiese una conjunción desfavorable de los astros, para que la corrupción del aire se diera por hecha. El mismo efecto perverso podrían producir los movimientos telúricos, actuando desde el interior de la tierra. Fausto había leído con gran interés, aunque con cierto escepticismo, las últimas corrientes salidas de las universidades más prestigiosas de occidente, incluida la suya propia de Montpellier o la de París, sobre las teorías acerca de los orígenes de los males pestilenciales, que con frecuencia azotaban a las poblaciones y no podría decir que llegaran a convencerle. ¿Pero quién era él para contradecir a los sabios y doctos que responsabilizaban del origen de la enfermedad a los designios de Dios o como mucho a la inhibición del Sumo Hacedor para evitarlos? Cierto era, que Hipócrates de Cos había interpretado el origen de la enfermedad a causas naturales y Galeno y Avicena, sin negar la influencia que en ello pudieran tener los seres superiores, habían intentado profundizar en el conocimiento para encontrar explicaciones algo más racionales a la etiología de los males del cuerpo y del ánima que afligían a los hombres. No podría decirse que él tuviera aún formada una idea sólida y homogénea de los procesos que conducían a la enfermedad o que restablecían la salud. No dudaba de que en el equilibrio de los cuatro humores, radicaba una buena parte de la explicación de esos mecanismos, ni de la corrupción del hígado o del corazón. Él mismo había comprobado los efectos de ciertas enfermedades en los cadáveres de animales e incluso de humanos. Sabía los efectos que ponzoñas y venenos producían por la acción de su propia naturaleza tóxica, sin más intervención divina o de los astros. Pero aún no comprendía como una conjunción de Saturno y Júpiter con la casa de Marte, podría hacer que una persona muriera, como decía algún docto médico de la universidad de París. No podía estar de acuerdo con los estudiosos de la astrología, que en las escuelas de Medicina preconizaban que era esta, ciencia fundamental para el ejercicio de ese arte y que no podía comprenderse el fenómeno de la salud y de la enfermedad, sin entender el comportamiento de los astros. Pero tampoco tenía argumentos sólidos para rebatir ese discurso. Se daba cuenta que cuanto más estudiaba, más ignoraba y era tal su sed por conocer, por comprender y saber, que a veces se ahogaba en la desesperación de la oscuridad en la que estaba sumida su mente.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La muerte de Buenaventura Durruti (de la novela Sombras de Luna Roja)

El asalto final de las tropas de Franco estaba en todo su apogeo y la caída de Madrid en manos del bando sublevado era cuestión de días. Madrid entero se había convertido en una barricada y los defensores de la capital, estaban haciendo un esfuerzo ímprobo, para evitar la toma de la ciudad por los nacionales. En ello estaban, dando el máximo, tanto el ejército regular de la República, a las órdenes de Miaja, Rojo, Líster o Galán; como los milicianos de las columnas anarquistas de los Durruti o Mera. Y siempre asesorados, apoyados y abastecidos, por los militares rusos y por los miembros de la poderosa NKVD, al mando de los que estaba en aquel tiempo, el consejero militar jefe del Ejército Rojo Yan Berzin, conocido también por “Grishin” y “Donizetti”. Mientras unos peleaban en las líneas de frente, otros, se dedicaban a masacrar literalmente a los supuestos miembros de la quinta columna, que eran todos aquellos que a juicio de prácticamente cualquiera de los defensores de Madrid, pudieran desprender algún aroma a los que llamaban de forma genérica fascistas, en los que se incluían todas las gentes de derechas, el clero, y las personas temerosas de Dios. Pero también cualquiera que no estuviese señalado por su amor incondicional a la izquierda, o, que al menos lo fingiera. Y con todos ellos estaban haciendo riza, como si de no dejar simiente se tratase. Tras darle muchas vueltas, pensó que podría cruzar la línea del frente de dos formas: con la ayuda de la inmunidad diplomática de Schlayer, o bien, suplantando la identidad de Walter Pérez. En el primer caso, necesitaba que el cónsul en funciones le diera el visto bueno y que además estuviese dispuesto a correr ese riesgo por él. En el segundo, esperar que se lo tragasen unos y otros; y que aún así, no decidieran quitarlo de en medio. Optó por hablar con el diplomático, y dejarle caer, que pensaba abandonar la casa y cruzar el frente. Y esperar la ocasión de que pudiera hacer algún comentario que le permitiese plantear una cuestión tan delicada como aquella. Se dirigió hacia el despacho del cónsul, llamó a la puerta y como nadie le contestó, abrió, comprobando que allí no había nadie. Sobre la mesa había un ejemplar de ABC de ese mismo día 19 de noviembre de 1936. Le extrañó, que en su portada apareciese una fotografía del museo de la guerra de Sebastopol, y enmarcado, un titular que rezaba: “Estampas de la Rusia actual”. Y no le pareció que fuese esa la noticia que preocupase a los madrileños aquel día. Hojeó el diario y vio las fotografías de las operaciones en el frente y en titulares de la primera página el “Parte Oficial de Guerra”; y en él se destacaba que el avance de las tropas facciosas había sido frenado y se continuaba resistiendo. Incluso que se estaba recuperando terreno. Dejó el periódico y sobre la mesa del diplomático vio una cámara fotográfica Leica y tuvo una idea. No se lo pensó más, buscó un lápiz y un papel, y le dejó un mensaje a Schlayer: “Lo siento, he tomado su cámara de fotos, prestada. Espero poder devolvérsela. Le quedo eternamente agradecido. Walter Pérez”. Con la cámara al cuello, portándola de una manera ostentosa, abandonó la casa. Tomó la calle Abascal en dirección a la Ciudad Universitaria. Le separaban unos dos kilómetros escasos y se dispuso a hacerlos a pie, pero llevando el máximo cuidado, para evitar a los numerosos elementos que estaban en plena faena en la defensa de Madrid, y que iban o venían de los distintos frentes. Y que todos y cada uno de ellos eran enemigos potenciales para su integridad física; por lo que mientras no fuese inevitable, debería intentar permanecer invisible para ellos. Mientras cubría el tramo que aún le restaba hasta llegar a la Ciudad Universitaria, barajaba las opciones que había, para cruzar la línea del frente. Podría intentarlo cuando hubiese caído la noche, pero en ese caso, el riesgo sería extremo; ya que lo más fácil era que alguien le acertara con un disparo antes de dejarle explicarse. Y esto podría ocurrir, tanto a la salida de un lado del frente, como a la llegada al otro. En cambio, si lo hacía a plena luz, debería procurar que su apariencia no dejase dudas de que era un reportero, y si alguien le disparaba, al menos que creyera hacerlo contra un periodista y no contra un desertor o un infiltrado. En ningún caso iba a ser fácil. Cierto era que contaba con su acreditación como periodista del Daily Mail y la Leica, pero no parecían suficientes reclamos como para que pudieran ser vistos a distancia. Y entonces pensó, que podría improvisar un peto para llevarlo bien visible y en el pudiese escribir algo que lo identificase. Buscó a alguien que no pareciese sospechoso de ser algo más que un ciudadano de a pie, y le costó cierto trabajo, pues todos le parecían milicianos, bien fuesen del partido comunista, de la CNT, o de cualquiera de las otras facciones afines; pues tal era la paranoia que comenzaba a invadirle. Pero se cruzó con una señora de mediana edad, que llevaba en brazos a un pequeño con la cara sucia y llena de mocos, y que prácticamente tuvo que retenerla para poder preguntarle; pues se la veía completamente aterrorizada. Sin que consiguiese calmar su miedo, logró que le señalara la ubicación de un establecimiento que podría servir a sus propósitos, y cuando quiso darle las gracias, la mujer ya se había alejado lo suficiente de él en su precipitada carrera, como para que ya no mereciese la pena. Se trataba de un pequeño establecimiento que lucía en su puerta un rótulo que decía: “Mercería La Moderna. Encajes de Almagro” y no le pudo parecer más providencial. Entró y le atendió una joven muy guapa, aunque como todos en aquel tiempo, algo descuidada en su peinado y con el gesto serio, que era el que correspondía a las circunstancias. Le preguntó que en qué podía ayudarle, y él le explicó intentando ser convincente, qué es lo que necesitaba y la importancia que para él tenía. La chica no dijo que no, pero quedó pensativa unos momentos, hasta que de nuevo habló: -No creo que tenga nada que le pueda servir. -Por favor –le dijo con cara de súplica. -Lo siento -respondió ella. -Soy manchego, del Campo de Montiel. –fue su último recurso. -Vuelva dentro de una hora -contestó entonces la chica. -¿No podría esperar aquí? La joven quedó algo desconcertada. Pensó un momento, y al final le invitó a pasar a la trastienda, diciéndole: -Tendrá que esperar aquí con mi abuelo, y si es de Ciudad Real, tendrán cosas de qué hablar. Él es de Almagro. Durante casi una hora tuvo que mantener una tediosa conversación con aquel anciano, simpático, pero pesado en extremo, y es que él en aquel momento, ni tenía ánimo, ni humor alguno para aguantarlo, por lo que cuando la joven apareció en la trastienda, en la que él y el anciano paisano se encontraban, un profundo alivio le invadió. -Aquí tiene lo que me ha pedido. -Era perfecto. Justamente un peto, en el que podía leerse tanto en la parte destinada al pecho, como en la que iría en la espalda, con claridad: “Periodista Inglés”. Había pensado bien qué gentilicio debía añadir tras la palabra “periodista”. Barajó distintas posibilidades: “extranjero”, “británico”, “europeo”; o simplemente “prensa”. Pero creyó que el menos peligroso en este momento podría ser el de inglés. Y Aunque era cierto que enfadaba a unos y a otros, por sí mismo, y de momento, que él supiera, no hasta el punto de que lo mataran por ello. Lo que sí podrían hacer, con mucha probabilidad, si sospechaban que era español, italiano, alemán o ruso. Y tenía que quedar claro que de ninguno de esos países era. La chica rechazó el dinero que le ofrecía y le dijo que era un regalo de su abuelo: “De un manchego a otro”. Y besándole la mano con delicadeza se marchó. Llegó hasta la calle de Isaac Peral. Sería la una de la tarde y un gran revuelo de gentes le llamó la atención. Se topó con un grupo de periodistas que portaban cámaras y que por lo que pareció interpretar en sus rótulos, eran del noticiario filmado del PCUS. Y entonces tuvo una idea. Se acercó a ellos y se identificó como periodista del Daily Mail. Todos lo miraron con desprecio, excepto uno, que le sonrió y le habló en inglés; aunque solo para saludarle. Ramón aprovechó el detalle para intentar sonsacarle; y averiguar si tenían intención de acercarse al frente, que distaba algo más de un kilómetro de allí. Le contestó que no lo sabía, que iban a entrevistar a un líder anarquista: Buenaventura Durruti -le dijo que se llamaba. Ciertamente que Ramón había leído cosas sobre aquel miliciano. Era uno de los más destacados líderes anarquistas de Barcelona, y al parecer, una vez que allí parecía estabilizada la situación a favor de la República, formó la famosa columna que llevaba su apellido, al frente de la cual había partido de la ciudad condal con destino a Madrid, para ayudar en la defensa de la capital. Vio cómo el resto del equipo de periodistas rusos estaban ya abordando a un individuo que vestía cazadora de cuero y una gorra del mismo material, y que en una de sus manos portaba un “naranjero”, que era en realidad un subfusil modelo MP 28 de fabricación alemana. Él lo sabía bien, porque Harold Cardozo tenía en su habitación del hotel Florida, un catálogo con una descripción de armamento, con el fin de familiarizarse con las herramientas de guerra que se estaban utilizando en la contienda española. Y en las tardes que permaneció a la espera del inglés, le tomo afición al estudio de las armas, y hasta es posible que ahora le sirviera para algo. -Es un subfusil MP 28 –le dijo al ruso con el que tenía trato. -¿Qué? -El arma que porta en su mano derecha el anarquista que van a entrevistar. Es alemana, aquí se conoce como “naranjero”, creo que es del calibre 9x19 Parabellum. -¡Ah! Interesante. Y ahora si me disculpa, voy a hacer mi trabajo. Ramón se mantuvo a cierta distancia, aunque no a demasiada, mientras entrevistaban al líder de la CNT. Optó por colocarse el peto y su identificación de periodista en la solapa, y después, decidió acercarse. Un individuo que portaba otro “naranjero” y vestía de similar guisa que Durruti le cortó el paso: -¿Dónde cree que va? –le espetó el miliciano. -Querría hacerle alguna pregunta al señor Durruti. -¿Es usted inglés? -Sí. Periodista del Daily Mail. -Pues parece español. -Me llamo Walter Pérez. Mi padre es español. -¡Ah! Pero no puede entrevistar al camarada Durruti. -¿Por qué no? -Porque lo digo yo. -¿No les interesa que en Inglaterra sepan quienes son los héroes que están dando su vida para que el fascismo no tome Madrid? -Ustedes los ingleses son también fascistas. -No lo crea. Allí hay muchos comunistas, también socialistas y anarquistas como ustedes. Porque ustedes son anarquistas, ¿no es así? -Yo soy comunista libertario. -Como usted quiera, pero está dispuesto a dar su vida por luchar contra el fascismo, y eso es lo que le interesa saber a los lectores de mi periódico. Me gustaría poder hacerles una foto a usted y a su camarada Durruti. -Veré lo que puedo hacer cuando terminen los rusos. El individuo se acercó a su jefe y se mantuvo junto a él mientras hablaba con los reporteros soviéticos. Y cuando transcurridos unos diez minutos, el equipo del camarada Stalin dejó de grabar a Durruti, conversó con él unos instantes y luego miró a Ramón indicándole que se acercara. -Tiene cinco minutos –le dijo. Tenía que improvisar algo para preguntar, y además refrenar las ganas que tenía de matar a aquel individuo, junto a todos aquellos que formaban parte del bando de los responsables de las muertes de los suyos. -Pregunte lo que quiera. Pero que sea rápido. Estamos en guerra y los fascistas no creo que pierdan el tiempo respondiendo a periodistas –le dijo Durruti. -No lo crea. Disponen de un aparato de propaganda potente. De hecho en mi país están desplegando una gran actividad. Pretenden ganarse a la opinión pública, y ahora usted tiene una oportunidad de hacer lo mismo, diciéndole al pueblo británico lo que estime oportuno. Sepa que va a hablar para uno de los periódicos más influyentes de Gran Bretaña: el Daily Mail –le pareció que había estado convincente. -Pregunte lo que quiera –contestó el líder anarquista. -No, mejor diga usted lo que quiera, no pondré ni quitaré una coma de su discurso. Y Buenaventura Durruti se arrancó con una soflama: -Quiero decir a todos los británicos de bien, que deben presionar a su gobierno, para que apoye sin más demora a la República española en su lucha contra el fascismo. Y quiero que sepan, que si no lo hacen y dejan que venza el fascio en España, en Italia, en Alemania y en otros países de Europa, llegará hasta esas islas, y entonces será demasiado tarde, y todos lo pagarán caro. Aunque nosotros daremos hasta la última gota de nuestra sangre en la defensa del pueblo, de los trabajadores, de los desheredados de la tierra, en su lucha contra la oligarquía, los terratenientes y la Iglesia. Todos ellos forman un combinado que durante siglos ha ahogado al pueblo y España sangra por todos los poros de su piel de toro. Yo hago un llamamiento a nuestros camaradas de Gran Bretaña, a nuestros hermanos obreros, para que ayuden a la República española. Les pido que nos envíen armas para poder luchar en igualdad de condiciones con los fascistas. Y hago un llamamiento a todos aquellos que estén dispuestos a venir a ayudarnos. Y yo les digo que están a tiempo y que los fascistas por Madrid “¡No Pasarán!” y para que todos lo entiendan, escriba: “They shall not pass” Todos los que con él estaban prorrumpieron en vítores y cantaron como un solo hombre “La Internacional”. Después una voz potente y límpida como la de un tenor, comenzó a interpretar “A las barricadas: Negras tormentas agitan los aires nubes oscuras nos impiden ver Aunque nos espere el dolor y la muerte contra el enemigo nos llama el deber… Y a Ramón le hirvió la sangre, al tiempo que el sonido de un disparo se oyó muy próximo a él. Tras ello, un gran revuelo se formó alrededor del camarada Durruti y sus acompañantes. Él, que acababa de separarse del líder anarquista, pero que aún se hallaba bastante cerca, fue desplazado a empellones, yendo a chocar contra el individuo que le había franqueado el acceso a Durruti, y golpeándose contra el “naranjero” de este. Cuando al fin pudo salir de aquel barullo, fue cuando reparó en lo que allí acababa de suceder: alguien había disparado al líder anarquista, y por lo que parecía deducirse, ya que no tenía visión directa del herido, las lesiones debían ser de gravedad. Todos miraron alrededor buscando algún francotirador o alguien que portase armas. A él lo cachearon y naturalmente no encontraron nada más que la Leica que le había tomado prestada a Schlayer. Pero cuando se miró la mano, tras recibir un apretón del que lo cacheaba, y que le escoció intensamente, comprobó que tenía una quemadura. Su mente comenzó a procesar la información a una velocidad de vértigo: Había oído un disparo. Este se había producido cerca, muy cerca. Allí solo estaban armados los hombres de Durruti y él mismo. El frente estaba a más de un kilómetro. Por allí no se veía ningún francotirador, ni ningún otro elemento del bando contrario, y además estaba aquella quemadura en su mano que… ¡Claro, había sido al golpearse con el cañón del “naranjero”! Y entonces, para él estuvo claro, que el disparo había salido del arma de aquel individuo que se definió como comunista libertario. ¿Habría sido un disparo por accidente? O ¿quizás formaba parte de un complot, para eliminar a aquel individuo, que resultaba tan molesto para los del PCUS, como para los fascistas? No era el asunto que más podría preocuparle en estos momentos a Ramón, pero aún así, tuvo la convicción de que había sido herido por los suyos. Y cuando dirigió su vista al presunto homicida y comprobó que él también le miraba, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tuvo la impresión de que había leído sus pensamientos, o quizás que al verlo mirarse la quemadura de la mano, hubiera podido atar cabos. Sin darle tiempo a que pensase, corrió hasta el grupo de los periodistas del PCUS y se unió a ellos, encaramándose en la furgoneta; en la que una vez cargada toda la impedimenta cinematográfica se alejaba de allí a todo gas. De forma disimulada, vio cómo el sujeto anarquista que portaba el naranjero, se lo echaba a la vista y apuntaba en dirección al camión en el que iban ellos. Ramón solo tuvo tiempo de lanzarse al suelo, dándose con toda la parrilla costal contra una cámara de filmación, al tiempo que su cabeza golpeaba algo duro, aunque no tanto, ya que por suerte eran latas que guardaban películas. Una ráfaga de disparos siguió a otra, y el conductor del equipo ruso, no se anduvo en andanas preguntando por qué les disparaban. Cruzó la calle de Cea Bermúdez y enfiló hacia el hospital Clínico de San Carlos, que era pleno frente de guerra, y que debido al estallido de la contienda, aún no había podido ser inaugurado para ser usado para el fin que había sido diseñado, y que de momento, era utilizado como atalaya para ubicar a los combatientes, que a veces eran los de un bando, y otras los del contrario. Cuanto más se adentraban en la zona en la que se ubicaba la nueva Ciudad Universitaria, sintió en toda su magnitud que allí estaba la guerra. Los cañonazos de uno y otro lado, las explosiones de los proyectiles, de las granadas y los impactos de los disparos de fusil y de las ráfagas de ametralladora, se sucedían siguiendo una partitura ya escrita hacía años, e interpretada una y otra vez de forma ininterrumpida, por todos los rincones de la tierra; aunque siempre en el mismo idioma: el de la sinrazón humana. Llegados a la altura del edificio que iba a ser destinado a Facultad de Medicina, la furgoneta se detuvo y él pensó que ya era hora de alejarse de aquellos bolcheviques, ya que creyó que a partir de ahora, más le podrían servir de problema que de solución.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El Crepúsculo de la Luna Roja




El Crepúsculo de la Luna Roja
Juan Castell











“Devorado por los piojos, hambriento como un lobo en invierno o simplemente ametrallado junto a las alambradas de los campos, lanzado a ellas para acabar de una vez, pues también se consideraba un honor verter la sangre hasta la última gota…”
Ramón P.C. Artillero de la DEV. Julio de 1941-mayo de 1943














Madrid 13 de julio de 1941. Estación del Norte
I
La euforia reinaba en el ambiente. Iban impregnados del aroma de la gloria en toda la superficie de sus jóvenes e ilusionados cuerpos.  Y en sus almas, una mezcla de odio y de amor, a partes iguales en la mayoría de ellos, eran el caldo de cultivo que les daría la fuerza para afrontar el duro trance que se presentaba en el horizonte de su devenir y que cambiaría para siempre las vidas de aquellos afortunados, o quizás no tanto, que consiguieran sobrevivir a la aventura que aquel 13 de julio de 1941 iniciaban a bordo de un miserable tren de transporte de ganado, especialmente acondicionado con poco más que unos montones de paja, y que iba a trasladar a uno de los primeros contingentes de tropas, con destino a la tierra culpable de todos los males que habían arrasado la piel de toro de la sagrada patria española, y esa no era otra que Rusia.
En sus retinas aún estaban impresionadas las imágenes de las miles de personas, que se habían congregado en la madrileña estación del Norte, para darles la despedida. Los discursos, los vítores y el repertorio de canciones que por aquel entonces estaban al uso, a cuya cabeza estaba el “cara al sol” o el “himno de infantería”, y culminadas por la marcha de granaderos, de vuelta a casa como himno nacional, tras la aventura de los tiempos del de Riego, cruelmente versionado por algunos grupos de indeseables, que no solo mancharon el himno trastocando su letra, si no que impregnaron sus manos con la sangre de miles de españoles, en un río que fue debidamente equilibrado en el otro bando por su parte alícuota.
Pero todos eran españoles y tenían derecho a matarse, a humillarse y a despedazarse, que esto ya lo venían haciendo desde antiguo y que magistralmente lo había reflejado Goya en uno de sus grabados, poco más de un siglo antes; pero lo que ninguno estaba dispuesto a perdonar es que otros venidos de fuera hubieran colaborado, instigado o dirigido aquellas matanzas y en este bando, en el de los vencedores, el elemento extraño, el foráneo, que había envenenado la sangre de una buena parte de los españoles era la Rusia comunista y bolchevique. Y hacia allá iban, a matar a cuantos fuese preciso, para arrancar y exterminar ese mal de la faz de la tierra.
Y si tenía que ser junto a los alemanes y con este gran líder que estaba a la cabeza de aquel gran país, como era Adolfo Hitler, pues bienvenido fuese, que a muchos de ellos no les hubiera importado ir a esta empresa con los mismísimos gabachos o con los hijos de la pérfida Albión, si es que estos hubiesen tenido arrestos para emprender aquella empresa. Pero en el mundo las cosas ahora estaban así y el judeo-bolchevismo parecía que no quería ser atacado nada más que por la gran Alemania, y por ellos, claro está, sin olvidar a Ia Italia de Mussolini. Pero a pesar del cariño que podrían sentir por ellos, no era en los compatriotas de Garibaldi, en quienes confiaban para aquella empresa. Aún recordaban la aventura de Guadalajara y aunque se habían batido como jabatos, no podría decirse que si de ellos hubiese dependido, pudieran haber derrotado de forma tan contundente a los rojos. Pero los alemanes eran otra cosa. Aquella máquina de guerra era poderosa, indestructible y arrasaría a la URSS en cuestión de semanas, al igual que lo había hecho con Polonia, Checoslovaquia, los Países Bajos y sobre todo con Francia. Lo de Francia había sido un paseo militar. Se creían el segundo ejército del mundo. Inexpugnables e invencibles, los justos herederos de la Grande Armée del petit corso y fueron derrotados en un santiamén. Y ahora ellos lucharían codo con codo junto al ejército más poderoso que hubiera habido nunca sobre la faz de la tierra y legítimos herederos de la gloria de Roma a través del Sacro Imperio Romano Germánico.
II
La cabeza de Ramón era un torbellino de pensamientos y la adrenalina recorría su cuerpo impregnando todas sus células. Nunca había tenido mayor lucidez que la que poseía en estos momentos, que sin duda suponían la culminación de su corta pero intensa vida. Sabía que debía relajarse, les quedaba un largo camino en tren hasta Alemania y tanto él como el resto, deberían tomárselo con calma. Tiempo tendrían para dar rienda suelta a todas sus emociones.
El tren había abandonado los últimos arrabales de la capital y algunos hombres se tumbaron en los montones de paja con los que habían acondicionado los vagones, para hacer más llevadero el viaje, dado que la media noche ya había caído. Ramón pudo comprobar que alguno ya estaba completamente dormido, incluso emitiendo sonoros ronquidos, y es que la noche anterior había sido toledana para muchos de ellos y el día les había dado la puntilla.
La despedida de Madrid fue entusiasta, y si no fuera porque en la capital había más bares, tascas y tugurios que estrellas en el firmamento, las hubiesen visitado todas y a pesar de los veinte y pocos  años de media de aquella tropa, sus cuerpos estaban ya sufriendo los estragos de la sonora despedida, que para algunos lo sería de verdad.
El primer tren había partido a las cuatro de la tarde de la Estación del Norte de Madrid, de forma apoteósica y con la asistencia de los más notables del Régimen, con excepción del Generalísimo, Francisco Franco, y aunque con menos autoridades, se vivió la misma efusiva despedida y similar emoción, en la partida de este segundo convoy en el que viajaba Ramón y sus conmilitones y que lo hacía a  las 23.15 horas de aquella noche del trece de julio, ya camino del catorce, que curiosamente y de forma no menos socarronamente paradójica, era la fiesta grande de una Francia, ahora ocupada por Alemania, que poco tendrían que celebrar, cuando si todo iba bien, atravesaran el vecino país.
Se repitieron los himnos y cánticos de despedida, acompañados del sonido de la banda militar que acudió a la estación para hacer más solemne la marcha. Las imágenes de la mañana volvieron a repetirse idénticas por la noche y Serrano Súñer se vio obligado a acudir a los micrófonos de Radio Nacional para dirigirse a los presentes, a los que arengó con un discurso lleno de soflamas patrióticas y contra el comunismo y los rusos, fiel al lema de “¡Rusia es culpable!” Escapularios, medallas y viandas se repartieron entre los expedicionarios. Además la cúpula de Falange había preparado un donativo reconfortante de despedida: una entrega de tabaco consistente en más de dos mil quinientas cajetillas de cigarrillos Platers y quinientas de de Philips Morris, junto a unos novecientos frascos de coñac Romate.
Ramón era de los mayores de aquel grupo. Tenía veintiséis años y era médico desde hacía ya cinco. Ya arrastraba tras de sí una larga historia humana y bélica. Había sido el más joven de su promoción en terminar la carrera y ahora era uno de los más experimentados en los asuntos de la vida y también de la guerra de cuantos integraban aquel contingente. Cierto es que podría haber conseguido, si se lo hubiera propuesto, ir como oficial médico y formar parte del Cuerpo de Sanidad Militar; también sin dificultad alguna habría podido lograr otro empleo dado su currículo durante la pasada Guerra Civil; pero estaba donde quería estar y del modo que él quería, que era como soldado raso.
Se tumbó sobre la mullida paja, se abstrajo del escenario en el que se encontraba, y su mente vagó y se depositó su espíritu en los tiempos felices de su época de estudiante de medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid.

Madrid. Septiembre de 1928
I
Ramón había terminado el bachillerato solo con catorce años y después se había trasladado a Madrid con solo quince años recién cumplidos, marchando a vivir a casa de una tía, prima hermana de su padre. Era una acaudalada viuda, que vivía en un lujoso piso, en el número cinco del Paseo de Recoletos, y se había avenido de muy buena gana a acoger al chico mientras cursaba sus estudios de medicina. Y para su padre, un rico agricultor de un pequeño pueblo del Campo de Montiel en tierras de la Mancha, aquello era un orgullo.
Él procedía de una familia de rancio abolengo de la Mancha. Su padre se preciaba de poseer ejecutoría de hidalguía, obtenida por unos antepasados suyos en 1613 en la Real Chancillería de Granada, tras un largo pleito entablado en aquel tribunal para demostrar que ellos no eran pecheros y por tanto estaban exentos de pagar los humillantes tributos, que el alcalde de aquella villa estaba empeñado en que pagaran, como cualquier hijo de vecino.
La familia había tenido sus más y sus menos en cuanto a los avatares de la fortuna, y aunque ciertamente que hubo tiempos mejores, su padre aún se podía permitir mantener de forma más que digna a su familia, que a la sazón estaba compuesta por su madre y sus dos hermanas, que por aquellos felices tiempos de su ingreso en la Facultad de Medicina contaban con diez, y siete años, y su abuelo, que con una orquesta alojada en sus pulmones vivía con ellos.
Y aún podía permitirse el lujo de que su hijo mayor fuese a estudiar medicina a Madrid, aunque también es justo reconocerlo, con la ayuda de la tía Lola, la rica viuda de Albaladejo.
El examen de ingreso lo hizo con una magnífica calificación,  que no fue de sobresaliente; pero para un jovencito venido de la Mancha estaba más que bien su notable.
Recordaba su primer día de clase. Aquel miércoles veintiséis de septiembre de 1928. Se levantó muy temprano y se acicaló como si fuese a ir a un gran evento social, como de hecho iba a serlo. La tía Lola a pesar de que era muy madrugadora permanecía en su cuarto, aunque seguramente que rezando su primer rosario del día, quizá acompañada por su fiel criada, la inseparable Pepa, la cual estaba obligada le gustase o no, a echarse entre pecho y espalda cuantas preces y jaculatorias estimase conveniente consumir su alma.
Salió tras tomar un café fuerte y sin leche, acompañado por una galleta traída del pueblo, de las que solía hacer su madre y que tanto le gustaban a él y a toda la familia. Y sin más trámite, bajó los tres  tramos de escalera que le separaban del Paseo de Recoletos, y tomó en dirección a la calle Atocha, donde se hallaba ubicada la Facultad.
Justo en Cibeles, en un quiosco situado en el paseo central, tuvo el impulso de comprar un periódico. Cualquiera hubiera podido pensar que lo había hecho, quizá por darse un aire de persona preocupada por la actualidad, quizás por parecer más intelectual, que no le tomasen por paleto, cuando alguien reparase en alguno de sus ademanes o simplemente porque le había llamado  la atención la portada de aquel ejemplar del diario ABC, en la que aparecía una fotografía del rey Alfonso XIII pasando revista a una compañía de la guardia de Highlanders, acompañado por el duque de Sutherland, en su visita a Escocia.
Pero realmente lo que a él le interesaba, como a toda la ciudad y a España entera, era la gran tragedia acaecida unos días antes en el teatro Novedades de la capital.
Abrió el diario y comenzó a leer la emotiva crónica del impresionante entierro de las víctimas de la gran catástrofe, originada por el incendio que devastó el teatro en menos de una hora, el pasado domingo veintitrés, a las nueve menos cinco de noche exactamente. Al parecer, mientras se representaba el sainete “la mejor del puerto”, ocurrió que llegado el entrecuadro del segundo y último acto, un farolillo del decorado del escenario en el que se representaba una goleta anclada en el puerto de Sevilla, comenzó a arder debido a un cortocircuito y en un santiamén todo el decorado se incendió y una parte de él salió  proyectado hacia el patio de butacas, convirtiendo en unos minutos todo el teatro en una ratonera infernal, en la que las escenas de pánico se sucedieron hasta alcanzar un cénit que provocó una catástrofe de llamas, atropellos y aplastamiento de personas, que buscaban con desesperación la salida.
El balance provisional era de sesenta y siete muertos y doscientos heridos y quemados. Una auténtica catástrofe que hizo que el día anterior se paralizase Madrid y que un cortejo fúnebre como no se recordaba, acompañase a las víctimas desde la calle Santa Isabel, donde se hallaba el depósito judicial, y a través de la vecina glorieta de Atocha y continuando por Moyano y Alfonso XII, la comitiva llegase a la plaza de la Independencia, donde una aglomeración mayor si cabe, se despidió el duelo que siguió camino hacia el cementerio de la Almudena.
Según seguía refiriendo el diario: “Poco antes de que el cortejo iniciase su solemne marcha, el general Primo de Rivera al que acompañaba el general Martínez Anido y el embajador de Portugal entre otras personalidades, acudieron hasta el depósito a rendir homenaje a las víctimas y a sus deudos. Una vez que la comitiva se puso en marcha iba encabezada por los batidores de la guardia municipal, seguida por representaciones del clero de San Salvador y de San Nicolás y de todas las parroquias de la la ciudad a cruz alzada y a continuación cuatro coches blancos, que contenían cuerpos inanes de tiernos infantes, seguidos de cuatro furgones, que llevaban otros tantos féretros, eran seguidos por el resto de la comitiva de coches fúnebres y cortejo de acompañantes.”
Ramón tuvo que pedir disculpas pues en su abstracción lectora del impresionante duelo, magistralmente relatado por el redactor de ABC, no había reparado que delante de él iban dos señoras de avanzada edad que se dirigían, sin duda, a misa de ocho. Probablemente irían a los Jerónimos, pues se encontraba frente a la puerta de Velázquez del museo del Prado. Dado que casi las atropella, tuvo que pedir disculpas, tras sujetar a la mayor de las damas a la que casi derriba. A pesar de sus excusas, tuvo que soportar una retahíla de reproches, aduciendo la poca educación con la que se conducían los jóvenes de estos tiempos, que parece que en todas la épocas entre mayores y jóvenes, se han abierto las mismas brechas en las creencias de los cambios bruscos de época en el corto tiempo que transcurre una vida entre la juventud y la senectud, que a fin de cuentas no es nada en el transcurrir de los tiempos. Aunque cierto era que ni Ramón ni quizá nadie; excepto los mas agoreros, sospechaban cómo en aquellos tiempos sí iban a poder experimentar en sus vidas un auténtico cambio de época. 











Camino de Rusia apenas iniciado el viaje
I
Los cánticos aún podían oírse en muchos de sus compañeros voluntarios de la denominada: División española de Voluntarios. Ahora estaban entonando “el Carrascal”, dedicándoselo al último pueblo por el que acababa de pasar aquel tren lleno de jóvenes en la plenitud de la vida, que caminaban de una forma lenta, pero inexorable al encuentro con los cuatro jinetes del apocalipsis, o al menos con algunos de ellos.
Sintió sed y bebió de la cantimplora que formaba  parte del equipo que les habían proporcionado. Aunque les dijeron que en Alemania les darían la equipación definitiva, que les confería el aspecto de lo que en realidad iban a ser: soldados del Heer, que junto con  la  Kriegsmarine (marina de guerra) y la Luftwaffe (fuerza aérea) componían la Werhmacht, las hasta ahora invencibles fuerzas armadas de la nueva Alemania, a las que habría que unir las temibles Waffen-SS, el brazo armado de las SS, que era la organización paramilitar del partido nazi.
En aquel momento, quizás exceptuando a Ramón, la mayoría de sus compañeros voluntarios de aquella loca e ilusionada aventura poco sabía, acerca de la endiablada tela de araña que controlaba todo el poder y las mentes de Alemania; pero muchos de ellos bien que lo iban a aprender, incluso a costa de sus propias vidas. 
Miró al exterior y comprobó que acababan de pasar la estación de las Rozas. Apenas habían recorrido veinte kilómetros desde que partieran de la estación de Delicias, y le pareció que llevaban demasiado tiempo, pues tal era la inquietud que invadía su ánima, como la de todos, supuso.
Volvió a tumbarse sobre la paja y al momento su mente comenzó a vagar por el etéreo plano de los tiempos pasados grabados en su memoria, posiblemente mediante compuestos químicos, según le había explicado su profesor de fisiología, que siguiendo las corrientes más avanzadas de la escuela alemana, comenzaban a dilucidar los entresijos de los confines del alma. Y él de tradición católica y apostólica romana, hijo de madre requeté y tradicionalista, beata recalcitrante de misa diaria de a ocho, y si la ocasión lo terciaba de hasta dos, y de rosarios a discreción, tantos como oportunidades y compañeros de oración hubiese. Y su padre permisivamente religioso, aunque con trasfondo de agnóstico no militante, conformaban una familia, en la que sus dos hermanos más pequeños eran miembros de Acción Católica, a lo que él había escapado por intervención de su padre, que exigió un reparto equitativo entre los hijos. Pues bien, quizás fue cuando Juan Negrín, a la sazón profesor titular de Patología y Clínica Médica, les explicaba de forma prolija las bases bioquímicas de los más diversos procesos fisiológicos del cuerpo humano, y aunque en su opinión era un pésimo docente en cuanto a sus dotes como orador y a su notoria incapacidad para sintetizar sus amplios conocimientos, adquiridos en sus diez años de estudios en Alemania y darlos mascados a sus alumnos, también tuvo que reconocer que cuando un día hizo una disertación, sobre las en su opinión, indudables bases bioquímicas de la memoria, y por ende de los sentimientos humanos, algo en su mente se convulsionó y aquello que estaba oyendo chocó con sus más sólidas convicciones transmitidas a través de las generaciones familiares, en su caso por vía materna. Pero reflexionó durante días y concluyó que seguramente su profesor tenía razón, y por decepcionante que fuese todo podría descansar en unas bases de compuestos orgánicos, en los que las proteínas, los hidratos de carbono o las grasas, fuesen la argamasa y los ladrillos de la estructura del alma humana. Se sintió caer en un laberinto, en una espiral que lo conducía  a la nada y a la desesperanza; pero él había decidido estudiar medicina y eso es lo que a partir de ahora iba a encontrar. Se preguntaba por qué otros muchos de sus compañeros oían aquellas disertaciones sobre la insustancialidad espiritual del alma y de la mente humana y no se interrogaban por ello, ¿cómo podían asumir que la esencia del ser humano fuese la misma en el espíritu que en el hígado o en los pulmones? Estuvo varios meses atormentado con aquellos pensamientos, incluso pensó en abandonar los estudios de medicina y entrar en un seminario o incluso en un monasterio; pero al cabo de un tiempo, todas esas dudas le desaparecieron y continuó sus estudios con normalidad. Había reflexionado a veces sobre aquello, como lo hacía ahora y aunque comprendía por qué le llegó el tormento a su ánima, nunca comprendió por qué se marchó ni cómo, simplemente aplicó lo de: “a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Y es que él quería ser médico y curar cuerpos, y si como consecuencia de ello aliviaba el espíritu pues mejor; pero para tratar el alma ya había quién dedicaba su vida a ese menester. A partir de entonces él concluyó que se había convertido en agnóstico, al menos según interpretaba el término, que era ni más ni menos, que no se atormentaría ni por las cuestiones de Dios ni por el otro mundo, se iba a conformar con este e intentaría ayudar a sus semejantes, y si eso le ayudaba para el otro, si es que lo había, pues mejor. Y de esta forma tan drástica que no hubiera mejorado ni el mismo Sancho Panza, dio por zanjado un asunto que a otros les había atormentado durante  toda su vida.
Y mientras esto pensaba, el tren acababa de pasar sin detenerse por la estación de Galapagar y comprendió como nunca lo había hecho antes a su padre.
Comprobó que algunos, cada vez menos, pero no por eso con menor entusiasmo continuaban con sus cánticos. Ahora estaban con: “que si Adelita se fuera con otro”, continuaron con el “Raskayú”, “soy un voluntario alegre” y con otra que hablaba de una tal Ramona. Pero a él no era la música popular lo que más le interesaba, dado que su mente continuaba bullendo en recuerdos y pensó si sería verdad eso de que antes de morir pasaba ante uno toda su vida como en una película y se dijo que si este era el caso, o estaba pasando muy despacio, o la película de su vida a pesar de su corta edad era muy larga.
Recordaba ahora a su maestro, allá en el pueblo, en el Campo de Montiel, en la Mancha. Se llamaba Bernardino y se preocupó de él como si se tratara de su mayor tesoro, había empeñado en su futuro su ilusión y su prestigio y él personalmente se había encargado de su preparación para el bachillerato que cursó como alumno libre en el instituto de enseñanza media de Valdepeñas, que era la localidad más próxima a la suya en la que se podían cursar esos estudios. Y así año tras año, fue aprobando un curso tras otro hasta llegar al examen de ingreso en la Facultad de Medicina, que superó con un notable. Toda una proeza para un chico de un pueblo perdido de la Mancha, que había sido preparado por un humilde pero heroico maestro de escuela. Cuanto le debía a aquel hombre, siempre lo tendría presente en su recuerdo y el día en el que le comunicaron que había muerto de repente, de un ataque al corazón, lo sintió como si de su propio padre se hubiera tratado, pero se prometió que le dedicaría a él éxito si conseguía obtener la licenciatura en medicina; pues a fin de cuentas en buena parte a aquel hombre se lo debería.
Cada verano cuando volvía al pueblo y hasta el día de su prematura muerte, no dejaba de priorizar la visita a don Bernardino antes que cualquier otra cosa, y no olvidaría jamás la expresión de alegría y de orgullo franco que mostraba, cuando él le entregaba una tras otra todas las papeletas con las calificaciones de cada una de las asignaturas que iba superando, como tampoco la cara de asombro que mostró cuando vio aquel suspenso en histología, aunque le rio la gracia cuando él le recordó que don Santiago Ramón y Cajal, a la sazón Premio Nobel de Medicina, en su día también suspendió esta asignatura, o al menos eso comentaban en la Facultad, lo que sin duda le auguraba un futuro halagüeño. Y don Bernardino rio de buena gana con la chanza.
El Escorial. ¡Cuánta gloria de España atesoraba aquel lugar! Tiempos de grandeza y de miseria; de imperio y de injusticia. Para todos los que allí viajaban la vista del monasterio desde el tren les hizo reaccionar al unísono y de sus jóvenes y eufóricas gargantas comenzaron a salir las estrofas de los himnos más emotivos y cantaron de nuevo el cara al sol, el himno de infantería, tararearon la marcha de granaderos y hasta uno de los escasos carlistas, que entre la mayoría de falangistas viajaba, se atrevió con el Oriamendi, que aunque se lo habían apropiado los de Falange, tras su unión con los Tradicionalistas, no corría de la misma manera por las venas de los unos y de los otros. Y cuando el tren ya dejaba atrás San Lorenzo, todos entonaron el himno de la división española de voluntarios, a la que ya muchos llamaban simplemente como división azul.
En este arranque patriótico sí participó Ramón. Se dejo llevar y sintió como las lágrimas resbalaban por sus mejillas y empapaban el borde del cuello de su camisa azul mahón, que era la divisa de la sangre azul de la Falange, a la que la mayoría de ellos pertenecían. Los más con orgullo y los menos con resignación o como pasaporte a una vida mejor. Y cuando con cierta vergüenza miró a sus compañeros, comprendió que aquel sentimiento era compartido por todos, y que aquellos hombres jóvenes en la plenitud de su vida, a pesar de los sentimientos de amor y de odio que pugnaban por romper el equilibrio de sus oremus, eran capaces de experimentar una emoción tan profunda como aquella, al oír y entonar unos himnos que les unían ahora en la esperanza, y quizá más adelante en la desgracia, la desesperación y la muerte.
II
En los siete años que permaneció en la Facultad de Medicina, había acumulado los conocimientos necesarios para iniciar su andadura en la profesión de médico y de cirujano, pero también había atesorado una cantidad ingente de experiencias vitales y de recuerdos imborrables de compañeros y de profesores. Ahora recordaba al Dr. León Cardenal, catedrático de Patología y Clínica Quirúrgica; o al Dr. José Domingo Hernández Guerra, profesor de Fisiología en los laboratorios de la Junta para Ampliación de Estudios y en el Instituto de Farmacobiología, discípulo privilegiado de Juan Negrín, primer maestro de Severo Ochoa y desgraciadamente prematuramente fallecido en 1931, a la edad de treinta y cuatro años; al Dr. Jorge Francisco Tello Muñoz, catedrático de Histología y Anatomía Patológica, discípulo privilegiado y continuador de don Santiago Ramón y Cajal; o al catedrático de Anatomía, Dr. Pedro Ara, auténtica eminencia, que años más tarde alcanzaría la gloria con sus técnicas de embalsamamiento, con sus trabajos sobre el cadáver de Eva Perón o el de Lenin, aunque en este último discrepaban algunos, pero decían que habían tenido que llamarlo para que lograse revertir el proceso de descomposición que sufría la momia.
De todos ellos había aprendido, de algunos más que de otros y de unos pocos casi todo lo que sabía. No podría olvidar las clases magistrales del profesor Ara, cuando en el aula de anatomía y sobre la gran pizarra provisto de un manojo de tizas de todos los colores del arco iris, con la minuciosidad del artista, como si del mismo Miguel Ángel Buonarroti se tratase, tumbado boca arriba encarando el techo de la capilla Sixtina, empuñaba una tras otras las tizas e iba dando forma al hueso, sobre él, a los músculos en tonos rojos y rosados, insertados cada uno en el lugar que la naturaleza le había proporcionado por medio de sus ligamentos, dibujados con esmero en tonos blanquecinos. Y entre unos y otros los vasos sanguíneos, los trayectos venosos en azul, los arteriales en rojo intenso. Y si se trataba de órganos, la destreza de la sabia y experta mano de don Pedro, cincelaba el contorno de la víscera con todas y cada una de sus formas, dándole el toque sutil de las tres dimensiones. Y mostraba su estructura capa a capa y para permitir la observación de toda su anatomía, simulaba un corte, bien longitudinal o transversal, que pusiera en evidencia todos los detalles que debieran ser conocidos por nosotros, los alumnos.
Y mientras tanto, todos ellos, o al menos él sí, con la caja de lápices de colores de fabricación alemana A.W. Faber y su paquete de hojas de papel Galgo, como si de un ritual se tratase, seguía mimetizado cada línea que el profesor dibujaba en la pizarra, trasladándola a su folio. Y a un lado con su pluma Parker -regalo que le hizo su profesor Bernardino cuando aprobó el ingreso en medicina y que a buen seguro debió costarle un sueldo o más- anotaba el nombre del “accidente anatómico” del que se tratase, bien fuese trocánter, apófisis, ligamento, hueso, arteria, nervio o trayecto de intestino. Y cuando terminaba la clase, muchas de las veces completamente abstraído, transportado al mundo de la creación y transmutado en auténtico artista, firmaba la creación con su nombre: Ramón. Y al lado la fecha.
De pronto, notó que la cadencia del triquitraque producido por el paso del convoy por las juntas de cada tramo de vía, se espació más y un chirriar de frenos anunció que iban a detenerse. Y de hecho lo hicieron. Miró al exterior y vio un nombre: apartadero de Santa María Alameda. Supuso que deberían dejar paso a otro tren y esto le extrañó, pues no había sopesado la posibilidad de que ellos no tuviesen la máxima preferencia y fue entonces cuando comprendió, que a pesar de la gloria que los embargaba y que les habían demostrado en su partida de la estación del Norte, tampoco eran tan importantes. Y tuvo un mal pálpito cuando comprobó que se habían detenido para permitir el paso a un tren que transportaba: ¡¡¡ganado!!!
Iniciaron la marcha unos treinta minutos más tarde, tiempo que aprovecharon la mayoría para aliviar sus vejigas, repletas del destilado de los productos de la vid y de sus holandas, ingeridos en demasía en sus últimas horas de vida en libertad, y Ramón tras echarse para el coleto un trago de agua de su cantimplora, volvió a recostarse sobre la paja y esta vez se quedó dormido.
Despertó de forma repentina alertado por un fuerte sonido, pero se trataba de una falsa alarma, simplemente un grupo de divisionarios estaban interpretando una ruidosa canción con acompañamiento excesivo de instrumentos de percusión, improvisados con todo aquello que fuese capaz de producir ruido, y de entre los instrumentos más útiles para ello, era un cencerro que uno de ellos había encontrado en un cajón que seguramente había sido olvidado en el vagón y que sin margen de duda habría pertenecido a algún “pasajero” que les había precedido en utilizar tan delicado transporte.
Y como ni era momento ni sería prudente interrumpir a aquellos artistas, Ramón se acomodó lo mejor que pudo, apoyando la espalda en un lateral del vagón y se dispuso a dejar pasar el tiempo manteniendo la calma, pues ciertamente que quedaba mucho viaje por delante.


Madrid. Marzo de 1931
I
A Ramón le vino a la mente el recuerdo de los sucesos que acaecieron en la Facultad de Medicina de San Carlos el día 24 de marzo de 1931, justo la semana anterior al inicio de la Semana Santa, cuando los estudiantes de medicina quisieron manifestarse para presionar al gobierno en pro de que concediese una amnistía general a los implicados en el pronunciamiento militar de Jaca, producido en diciembre del año anterior y capitaneado por los capitanes Fermín Galán y Ángel García contra el gobierno del general Berenguer, consecuencia del llamado pacto de San Sebastián, con el que se pretendía sentar las bases para el advenimiento de una Segunda República, en el que participaron entre otros Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura. La aventura jacetana se inició con la proclamación de la república desde los balcones del ayuntamiento de Jaca y concluyó con el fusilamiento de los dos capitanes Galán y García, tras juicio sumarísimo; pero sus consecuencias últimas estaban lejos de haber sido erradicadas. Y de hecho este martes de finales de marzo de 1931 iba a haber en Madrid una gran revuelta protagonizada por una élite de estudiantes, que eran los alumnos de San Carlos, entre los que se encontraba Ramón que despertó a la realidad de la convulsa situación política que se vivía en España, y que a pesar de lo que él pensó no había hecho nada más que comenzar.
Al principio él dudaba respecto cuáles eran sus propias convicciones respecto a la corriente pro republicana que invadía la Facultad. Pero los sucesos se iban a desarrollar con una violencia que Ramón no previó en un principio.
Tras haber asistido a clase, a las doce, los estudiantes de San Carlos, portando pancartas alusivas a las peticiones de amnistía se dirigieron a la calle Atocha, tomándola e interrumpiendo la circulación, colocando bancos ante los tranvías e intentando incendiar algún vehículo que pasaba en esos momentos. Lanzaban trozos de ladrillos contra las fuerzas de seguridad que se habían situado en las proximidades de la Facultad. Y ante la contumaz insistencia de los manifestantes se emplearon a fondo realizando cargas con porras, empleando incluso caballería, lo que provocó una retirada de los estudiantes hasta la Facultad.
En uno de aquellos rifirrafes, Ramón se vio rodeado por dos caballos, y cuando uno de los jinetes esgrimió su contundente instrumento, tuvo la seguridad de que le abriría la cabeza, aunque para su salvación en aquel momento el équido recibió tal pedrada en su testuz, que emitiendo un sonoro relincho, a la vez que levantaba sus patas delanteras por encima incluso de la cabeza del aterrorizado Ramón, lanzó a tierra al ocupante, dándole tiempo a utilizar sus largas zancas como nunca antes lo había hecho y alcanzar el refugio del patio de San Carlos. Algo más repuesto y temiendo que alguien lo tildara de cobarde, regresó a la puerta de la Facultad donde se habían hecho fuertes sus compañeros, y pudo ver cómo desde las ventanas de las salas de cirugía algunos estudiantes lanzaban piedras, hasta que el propio catedrático de Patología Quirúrgica, el profesor León Cardenal, se lo impidió alegando el carácter respetable del lugar. En un momento de vacilación de los estudiantes, las fuerzas de seguridad que estaban apostadas en la glorieta de Atocha, cargaron con pistola en mano