sábado, 31 de mayo de 2014

Efectos secundarios

Matías Salem era -quizás- un ancianísimo hombre, de origen judío por parte de padre, que vino allá por los años en los que en Europa se dio por cazar a los hijos de Israel, y sin dar mucho ruido se estableció en un perdido pueblo de la llanura manchega, donde las gentes no usaban de preguntar en exceso por los orígenes de uno, siempre que no se diese que hablar y se mantuviese la compostura; y de esto no podría decirse que don Matías Salem no viniera bien sobrado; pues no lo había más fino y educado en toda la zona del Campo de Montiel, que era dónde se ubicaba la villa en la que él decidió fijar su residencia. Y tanto era su celo en que nadie reparara en su credo, que nunca hizo ostentación en público, ni de filacterias, ni de kipá; ni tampoco ninguno pudo ver jamás en su casa Torá ni menoráh alguno; y aunque hacía sus rezos y cumplía de forma sobrada con todos los preceptos de la ley mosaica, siempre se cuidó de hacerlo en la más estricta intimidad, y nadie supo de él, nada más qué  aparentemente era muy ateo, y que las cosas de Dios, y sobre todo de Iglesia, no iban con él; pero como era tan buen relojero, que ese era su arte, y mejor vecino, tampoco es que a nadie; excepto a las cuatro beatas aquello le importara.

Pero en la soledad de su casa, cuando la noche caía y él abría el héjal de su escondida sinagoga y extraía la Torá, Matías se transformaba, era un judío ortodoxo y no pasaba por alto nada de la Toráh, el Talmud o el Tenaj; excepto que osaba celebrar oficios religiosos ignorando el precepto de juntar una decena de creyentes; pues ni en toda la extensión de La Mancha hallaría un número tal, por lo que sin duda pensó que Adonai por ello lo perdonaría

Aunque guardaba un secreto que nadie en aquella villa conocía, y era la edad que Matías tenía. Cuando llegó ya era hombre maduro, pero su barba, que sin ser aparatosa, sí que era poblada, acompañada por los cabellos completamente grises, que contrastaban con su tez clara y su piel tersa; las manos suaves de relojero, y aquellos ojos glaucos que prendaron a más de una dama, y todo ello conformaba un conjunto que le confería un aspecto atemporal; y cuando en alguna ocasión, sobre todo entre las féminas, se dio el tema en hablilla, ninguna de las que opinaron ni de lejos se ponían de acuerdo; pues si unas hablaban de cuarenta y tantos, las hubo que empezaron a especular por los treinta; y hasta alguna se aventuró con los setenta; aunque esta fuese doña Manuela, que del mercado de la coquetería, e incluso del pasar mundano, más de tres décadas hacía que retirada y muerta estaba.

Y es que Matías Salem tenía un secreto: el de la longevidad. Y por ello no era posible que nadie pudiera saber cuántos años cumpliría; e incluso, con precisión, tampoco él lo sabía; pues una vez que se lo preguntó a su padre, este estaba tan mayor que solo supo acertar a decirle, que los Salem tenían un don –que al parecer ahora le llamaban gen-, que les hacía vivir hasta que su memoria perdía la noción de cuándo habían nacido, y de ese modo ni él sabía los años que adornaban su viejísimo cuerpo, ni tampoco ya recordaba cuándo nació su retoño; es decir, él, Matías. Y por ello siempre especuló; intentó hacer memoria de cuál era su recuerdo más tierno; qué era lo que por entonces sucedía; si había vehículos a motor o solo caballos; cómo era la ropa que la gente vestía; pero con esos únicos datos solo podía estimar que entre los setenta y los ciento veinte años estaría.

Pero lo que sí recordaba era lo que su padre le dijo el día que partió de este mundo. Y es que hallándose ya en agonía durante varias largas jornadas, allí en su lecho de muerte, le hizo que a su boca acercase el oído, y con la voz matizada por el último hálito de vida, pronunció una sentencia : «Qué corta es la vida de los humanos, y si lo es la nuestra que somos Salem, cuánto menos lo será la de los otros que carecen del don, pero aún así, Matías, ahora que sé llegada mi hora, me he dado en verdad cuenta de lo corta que es la vida»; y tras aquel discurso se le agotó el don.

Matías sabía que lo que su padre dijo en el momento de su muerte, estaba motivado por la desesperación atemperada de querer seguir viviendo, pero por obvio que fuese el mensaje de aquel epitafio, comenzó a hacer huella en su mente, y día tras día, cuando caía la noche y se tumbaba en su cama mirando a través de la ventana de su alcoba, en las noches de cielo estrellado, y viendo la inmensidad del estrecho espacio infinito que él podía divisar, se sentía tan ínfimamente pequeño, tan instantáneamente finito, que la congoja de la inconsistencia y fugacidad de su existencia le asfixiaba el alma, y comenzó a tener la impresión de que cada segundo era un año; cada minuto una década, y cada día una existencia entera; y fue tal sus desesperación por la velocidad en la que se encaminaba a la muerte, que comenzó a torturarse el alma, al punto, que creyó que iba  a volverse loco; y cuando una noche reparó en que llevaba ya más de dos meses sin rezar a Adonai, aterrorizado se le reveló una verdad que su mente había mantenido oculta, y esta era, que había perdido la fe en Él.

Y desde entonces le aterrorizó la muerte, y se dio en ir por las noches al cementerio y miraba las tumbas a la luz de una linterna, o de la luna cuando esta estaba llena y su luz permitía leer los epitafios de las lápidas: “A mi esposo querido”…”Tus hijos no te olvidan”…”Un alma marchó al cielo”…”Por una mala mujer”, infinitas eran las frases, la mayoría de ellas extraídas del catálogo que mostraba el marmolista, cuando acudía a casa de los deudos para vender sus magníficas y seriadas sepulturas, labradas con el gusto de la rutina de los industriales de la muerte; pero a él solo le interesaba saber la edad a la que cada uno de aquellos muertos habían comenzado a serlo; y siempre comprobaba que todos; excepto dos por el momento, habían traspasado el umbral de la vida en edad más joven de la que él suponía que ya tenía; y esto por una parte le reconfortaba, pero por otra le recordaba el “memento mori”, y su miedo y turbación por su muerte próxima y cierta lo aterrorizaba.

De manerta febril y enfermiza leyó todo tipo de obras esotéricas en las que se hablase de la inmortalidad, de los tratos con el demonio, las historias de zombis, de vampiros, o cualquier otra superchería donde se atisbara una esperanza de burlar a la muerte; excepto la religión, cualquiera que fuera; pues definitivamente había perdido la fe.   

Desesperado, barajó la posibilidad de suicidarse y así acabar de una vez con la espera, pero le aterrorizaba de tal manera la muerte que desechó la absurda idea.
Y así trabscurrieron diez años más viviendo en una angustia permanente, contando los  días en años, los meses en lustros y los años en toda una eternidad que se le negaba.

Pero llegó el momento en el que no pudo más; fue en una mañana del mes de agosto, cuando tas una noche de insoportable calor en la que sus fantasmas se convirtieron en monstruos, creyó que su ciclo en este mundo podría darlo por cerrado; por ello lo dispuso todo y se preparó para el tránsito. Y subido a una mesa y tras tensar la soga se lanzó al vacío...

Sobresaltado, despertó creyendo que aquella cuerda lo había asfixiado, y cuando tras un rato de absoluta confusión volvió a tener consciencia de sí, Carlitos comprendió que todo había sido un sueño, y se prometió no leer nunca más un pasaje de la Biblia, al menos antes de irse a dormir; pues si aquello le había ocurrido por leer la historia de Matusalém, no quería pensar en Jonás, en Juan el Bautista o en Abraham. Terribles efectos secundarios de una inoportuna lectura.

jueves, 29 de mayo de 2014

El ingeniero español

Tras varios años de arduo esfuerzo estudiando aquellas ciencias, que para el común resultaban completamente inaccesibles a la comprensión humana, por fin había llegado el esperado día de la graduación de Edison Marconi Perales, y como no podía ser de otra forma, lo hacía de ingeniero, industrial para más señas, culminando así la ilusión coincidente de su abuelo paterno, don José Marconi, y la del materno, don Angel Perales, los cuales no cesaron en su empeño hasta que lograron unir en santo matrimonio a sus vástagos, Pepe y Manuela, para engendrar a una estirpe de ingenieros que pudieran reunir los apellidos de tan insignes pergeñadores de ingenios. Y así, doña Manuela Perales parió a un niño, al que su esposo don Pepe Marconi tuvo a bien regalar el nombre de Edison, y de esta manera tener ya Los cimientos de un futuro genio de la ingeniería; ¿pues quién podría poner en duda, que alguien que tuviese por gracia la de Edison Marconi Perales, no tuviese el éxito en el diseño de ingenios industriales más que garantizado?
Y por fin, veinticinco años después, un día radiante del mes de mayo, toda la familia Marconi,  y cómo no la Perales, vestidos con las más elegantes galas y acompañados incluso de la abuela, que para la ocasión estrenó incluso silla de ruedas, se dispusieron a disfrutar del día más feliz de sus vidas, aquel en el que Edison recibiría su birrete, se le impondría la beca, y el decano le haría entrega de un adelanto apergaminado de lo que sería su titulo de ingeniero industrial, tras haber empleado más de un lustro de duros estudios de aquellas ciencias esotéricas, como el álgebra, el cálculo diferencial, la termodinámica, o la esforzada vida de los electrones, en su trabajo para generar energía eléctrica. Y además había concluido su proyecto de fin de carrera, del que sus abuelos, cuando en reunión familiar se lo expuso a la concurrencia,  todos dieron por cierto que aquel chico algún día recibiría el Nobel, y sin duda el Príncipe de Asturias; aunque el catedrático lo calificó de notable, pero Edison no tuvo duda, de que si hubiera tenido el cuerpo escultural de su compañera Jennifer Gladys, ya hubiera sido la calificación otra.
Y celebraron aquello como se merecía, pagando con su vida varios corderos, innumerables aves, partes nobles de cerdos, y toda clase de animalejos marinos, de esos que cocidos, marinados o incluso crudos, tanto gustan a las gentes; y todo fue regado con los mejores caldos, y pasteles, bizcochos y tartas;  licores, puros; y para terminar las sales de frutas, los bicarbonatos y los omeprazoles; sin olvidar las simvastatinas y doble dosis de hipotensores. Pero a Dios hubo que dar gracias de que no tuvieron que lamentarse bajas; ni siquiera la de la abuela, a pesar de que hubo de terminar la fiesta con gotero de insulina.
Y transcurridos tres días, los justos para recobrar la compostura de los cuerpos y la serenidad del ánima, toda la familia, vestida como correspondía, ni de tiros largos pero tampoco de trapos,  y a la hora en la que abría sus puertas la gran empresa de moda, una de las más grandes del mundo que en su sector hubiera, tomaron su turno, y Edisón tras enseñar sus credenciales de ingeniero,  firmó con gran ilusión, y plenos de regocijo todos celebraron el bonito número que en suerte le correspondió: El 6.000.000; y junto a su foto el nombre de la empresa: OFICINA DE DESEMPLEO.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Una sencilla pregunta

En aquel anfiteatro de la Facultad de Filosofía de la más prestigiosa de las universidades del país, se encontraba reunida la flor y nata del pensamiento filosófico del continente. Usaban de reunirse al menos una vez al año en las más notables de las ciudades de la vieja Europa, y la decisión venía siendo tomada por un comité de sabios, que tras deliberar las distintas propuestas, acababan decantándose por aquella que les ofrecía unas condiciones lúdicas más ventajosas; pues a fin de cuentas el método lúdico no dejaba de ser «un conjunto de estrategias diseñadas para crear un ambiente de armonía en los estudiantes que están inmersos en el proceso de aprendizaje», y de eso se trataba; ¿pues qué es un sabio, sino un alumno en continuo amaestramiento?. Lo demás ya venía de adorno, el rodear aquellas reuniones de sabios del aura de ciencia pura y de sabiduría, no venía nada más que a darle el envoltorio de papel de celofán a lo que eran juergas de sesudos amigotes.

En esta ocasión habían decidido adornar aquellas jornadas de culto a Baco, a Qdes, a Afrodita y a la diosa Voluptas, con el pomposo lema de: «Jornadas de exégesis y eiségesis, ¿está aquí el origen de nuestra crisis de valores?»
Cierto fue, que en la redacción del tema escogido para titular las jornadas, un grupo de doce expertos emplearon siete días de estancia en Niza para su elección, y las disputas entre ellos fueron tan enconadas, que sólo in extremis, a las siete de la mañana del séptimo día, pudieron acordar el rebuscado título que ahora rezaba en el congreso; y a pesar de que el único abstemio del grupo, dijo que semejante lema era una pura y neta estulticia, el resto argumentó de forma unánime, que cuanto más absurdo, más caché le confería a un congreso de Filosofía.

Y allí estaban, en el paraninfo de aquella escuela del saber, dispuesto ya el presidente de la Sociedad Filosófica Europea (SOFIE), don Tesifonte Imknownothing, a abrir la sesión plenaria con una conferencia magistral, sumamente novedosa, que  bajo el título: «¿Hacia dónde va el saber en la vieja Europa?», pretendía cubrir el expediente, que nadie de los no iniciados entendiese una palabra, y justificase sus gastos en pro de la investigación de los recovecos del savoir vivre.

Pero en los corrillos, que se formaban inevitablemente antes de iniciarse estos eventos, en los pasillos aledaños al anfiteatro, se comentaba de forma casi unánime, que ni aquel presidente podía llegar a más ni la SOFIE a menos; y si no fuera porque las videocámaras de vigilancia, y los cinco miembros de la junta directiva, empleaban los sesenta minutos que venía usando el presidente en su discurso, en tomar buena nota de las ausencias, allí probablemente no hubiese quedado nadie; pero claro, el castigo era no volver al siguiente congreso, y ser sustituido por algún otro aprendiz de sabio que estuviese más motivado por el conocimiento de la cosa –lo que entre ellos denominaban el thinkabout.

Terminó don Tesifonte su disertación sobre él sabría qué, porque nadie le prestó la menor atención, y llegó el turno de preguntas; naturalmente pactadas y que no era más que un mero artificio por si se dejaba caer por allí algún periodista, y dar la sensación de que aquello era lo que no era.
Tras las tres preguntas pactadas, el presidente se dispuso a dar por finalizada la conferencia inaugural, y comenzar con los arduos trabajos que darían paso a las comidas, visitas turísticas a la ciudad, para finalizar con una fastuosa cena de gala y una tournée por los más afamados clubes y cabarés de la villa, y después, que fuese lo que hubiera de ser.

Pero en el momento supremo de cambiar de tercio, un espontáneo, que no debería contar con más de diez años, poniéndose en pié, con voz atiplada, pero fuerte y clara, dijo: ¿Podría hacer una pregunta?
El presidente y sus adláteres estuvieron tentados de ordenar que evacuasen de la sala a aquel mequetrefe, pero en última instancia, les hizo gracia y le permitieron formular la pregunta.

Y el chico comenzó a hablar: «He escuchado atentamente su conferencia, y he de decirle, que no he entendido nada de lo que usted ha dicho, como tampoco comprendo de qué piensan tratar ustedes en esta reunión, ni qué es eso de “Jornadas de exégesis y eiségesis”, y por qué se hacen esa pregunta de 'si está aquí el origen de nuestra crisis de valores'. ¿Sería usted capaz de explicarme todo eso para que un niño de diez años lo pueda entender?»

Y naturalmente, que ni el presidente ni ninguno de sus adláteres, pudo hacer una cosa tan aparentemente sencilla.

martes, 27 de mayo de 2014

El niño

¿Quién eres tú? -preguntó un niño que jugaba con unas canicas, al ver pasar a un anciano de barba blanca.
No lo sé. Ya me gustaría. ¿Y tú? -respondió el viejo.
Soy Pedrito, un niño, ¿es que eres ciego? -repreguntó el niño.
Soy capaz de ver con mis ojos, pero ellos pueden engañarme, tú podrías ser un diablillo con forma de niño, o quizás un ángel caído, o un elfo.
No entiendo lo que me dices, con todas esas palabras, yo soy solo un niño, y tú eres muy mayor para no ver que eso y nada más que eso es lo que soy -le  respondió al anciano, verdaderamente enfadado por las necias palabras que le decía.
Sí, llevas razón, yo antes era capaz de ver las cosas como realmente parecía que eran, pero ahora ya dudo y veo lo que  es y lo que no parece que sea, aunque puede que esto sea lo que en verdad es.
¿Y desde cuándo te ocurre eso?
Desde que sé más de lo que nunca creí que podría ignorar.
Ya te voy comprendiendo -dijo el niño al tiempo que le crecían unos cuernos de cabra y el cuerpo se le cubría de pelo negro.
Ahora sé que he alcanzado la sabiduría plena para la tarea que se me  encomendó -dijo el anciano al tiempo que aquel diablo le arrancaba el corazón.

lunes, 26 de mayo de 2014

El redactor del Kansas Daily Inquirer


A Menno Simmonds en los últimos tiempos la obligación de tener que escribir una columna en el diario de aquella perdida ciudad del Estado de Kansas, le resultaba completamente insufrible. Ni tenía historias que contar, pues en aquel condado nunca sucedía nada reseñable, ni sus gentes mostraban para él un mínimo interés que justificase gastar palabras con sus vidas inanes; e incluso podría decir que si un meteorito cayese en aquel maldito condado de Salina, le hubiese dado una higa, aunque en la cuenta de víctimas se sumase él como una de ellas. Si en vez de cincuenta y seis, hubiera contado en sus tegumentos y vísceras, incluido su maltrecho cerebro, con veinte años menos, y medio kilo de hígado sano más, habría cogido su ordenador portátil, su viejo Chevrolet, y un par de cajas de aquel maldito Whisky que el viejo Ckinkenpox destilaba en su granero, y que a él le tenía embargada la voluntad, y con aquel bagaje se hubiese marchado a buscar fortuna a California o incluso a Méjico, a probar sus conocimientos de español, aprendidos en las horas de tedio en aquel maldito periódico, escuchando emisoras de España; y es que era aquella una costumbre adquirida que nadie entendió, y harto estaba ya también de que le dijesen que si tanto le gustaba España, por qué no se iba a vivir a Nuevo Méjico; y tampoco comprendió por qué en aquellas tierras de Kansas situaban a España en aquel exótico estado sureño.
Y aquella tarde calurosa del mes de agosto, entre moscas y alguna langosta, se hallaba apurando su tercer vaso de whisky, y enésimo Chesterfield sin filtro, y continuaba con la mente en blanco; exactamente del color de la pantalla de aquel maldito ordenador, en la que aparte de la fecha, no había más imagen que la parpadeante línea del cursor a la espera de la primera frase.
Se le pasó por la cabeza ejecutar su idea de huir de una vez de aquel maldito condado de Salina; y quizás aquella hubiese sido la definitiva; pero entonces se apoderó de él una fuerza irrefrenable y experimentó una sensación triunfal que hizo que de un tirón, sin más pausas que las justas, para apurar uno tras otro los vasos de whisky del viejo Ckinkenpox, y consumir una cajetilla y media de Chesterfield sin filtro, hasta que tuvo terminada aquella crónica. Y una vez que la consideró concluida y su frenesí taquigráfico cesó, se sentó ,se sirvió un nuevo vaso de whisky, y se dispuso a leerla de la forma más pausada de la que fuese capaz; y cuando la terminó tuvo por cierto que el mismo Truman Capote hubiera tenido envidia por no haber tenido el honor de haberla podido firmar él mismo.
Era sencillamente perfecta; aunque tenía dos objeciones que podrían hacerse, una que era una crónica de mucha altura para aquella hoja parroquial que era el Daily Salina Inquirer, y la otra, que todo lo que allí había escrito no era cierto; solo un relato; una terrible narración de un horrendo crimen en el que se daban todos los detalles, incluida la identificación de las víctimas, y se señalaban los posibles sospechosos; pero ni en el condado había habido ningún asesinato en los últimos tiempos –que él supiera-, ni ninguno de aquellos vecinos había muerto; sino que si el destino no les había jugado una mala pasada, en aquel momento cada uno estaría desempeñando su papel en la vida.
La crónica era la de un crimen de una familia perfecta; la más modélica de aquel maldito condado de Salina, del para él odiado estado de Kansas en la América más profunda, dónde lo único de lustre que había a cien millas a la redonda eran las fábricas de aviones de Wichita, y los cowboys de la muy westerizada Dodge City; aquella tierra azotada por la langosta y los tornados, no era sitio en la que Menno Simmonds hubiese elegido para que se les diesen tierra a sus huesos, por más que por varias generaciones los Simmonds se establecieran procedentes de Rusia, concretamente en el año de nuestro señor de 1790, cuando un grupo menonita de la antigua Prusia, cuyas tierras pertenecían en aquel tiempo al inmenso imperio de Catalina la Grande, a invitación de tan gran reina, optasen por abandonar la vieja Europa y recalar en la tierra de las gentes pobladas por los antiguos indios kansa, entre otros. Pero él nunca se sintió a gusto allí, y ahora estaba seguro de que tras hacer este servicio de difundir la existencia de Kansas por el mundo, podría marcharse tranquilo.
Pero no podía pasar por alto el problema de que aquello que había escrito no era más que una ficción, y si lo intentaba vender como un relato literario podía tener por cierto que sus días en el periódico habrían acabado, por otra parte, desde que Orson Welles aterrorizara a toda la nación con su emisión radionovelada de la guerra de los mundos, un remake no colaría; así pues y una vez que todo estaba decidido, y que ya las rotativas estaban en marcha con la noticia a toda plana en portada, solo quedaba una cosa por hacer.
Y la hizo.
Cuando tres años más tarde, el verdugo palpó su arteria femoral derecha, preparándola para inyectarle el primero de los tres fármacos que componían el cóctel mortal, que daría cumplimiento a la sentencia de muerte a la que fue condenado, Simmonds tuvo por cierto que su sublime acto por la memoria de Kansas había sido malinterpretado.

sábado, 24 de mayo de 2014

El último acto

Tenía ante sí un papel en blanco y una pluma cargada de tinta negra, el color de la esperanza que aquel escritor de gran éxito tenia depositada en el futuro. Y es que tras una más que brillante carrera como autor de las más representadas obras de teatro que en aquel tiempo hubiera, la fortuna le resultó esquiva y un mal lance de sangre, en un tiempo en el que ya la reparación del honor mancillado no era de uso en la época, no solo lo había conducido a la ruina; sino hasta el punto sin retorno en el que ahora se hallaba, sentado frente a la ventana de su habitación alquilada, con una decisión tomada, que era la de  quitarse la vida.
Y allí en París, en la Rive Gauche, en pleno distrito VI, en el Boulevard de Saint Germain, justo frente a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés; en aquel barrio mítico parisino donde las vanguardias del arte y de la cultura se habían reunido para pergeñar las obras que encandilaran a toda una generación, en estos momentos supremos de su vida, recordaba aquellas noches de bourbon y jazz con los inmortales hermanos Vian, en el carismático Tabou del 33 de la rue Dauphine, y las ocasiones en las que el pequeño de los Vian lo llamaba para unir la noches con el día, unas veces con Charlie Parker y otras con Miles Davis. De Charlie no podía olvidar su capacidad para impregnar cuerpo y mente en alcohol y heroína hasta perder la razón, sus desvaríos, sus desconexiones con el mundo real; pero también la magia del músico divino. Jamás conoció a nadie más loco que Charlie Parker, ni a ninguno que le emocionase como cuando él tomaba su saxofón alto -casi siempre de estreno pues usaba de  destrozados en sus desvaríos- e interpretaba Now's the Time, o Anthropology; otras veces Ornithology o Scrapple From the Apple, o su increíble Ko Ko.Y él siempre pensó que aquel maldito Birdyard era un hijo de puta venido de algún lejano planeta, en el que una raza de dioses, tras destrozar su mundo, habían viajado a la Tierra y aquí se habían convertido en locos drogadictos al contacto con la atmósfera; y quizás Charlie fuera el último de ellos.
La muerte de Parker había sido el principio de la suya propia. Podría decirse que se habían salvado la vida mutuamente, Charlie a él, haciendo que creyera en su talento, y él impidiendo que una de las varias ocasiones en que intentó Parker suicidarse pudiera consumarlo. Pero Charlie consumido por su vida de extraterrestre no había superado su existencia en la Tierra, y había muerto gastado en plena juventud, como una estrella fugaz; la más brillante que para Julio jamás hubiese cruzado el firmamento de su vida.
Pero Charlie le había dejado una herencia. Cuando partió de París le hizo jurar que se ocuparía de Emelie, la joven perla negra que Charlie rescató de las tinieblas de Harlem, y que derrotada por la fuerza autodestructiva del músico, había optado por quedarse en París tras una de las visitas de ambos. De Emelie, cualquiera que no estuviese casado con la heroína, hubiera perdido la cabeza por ella; como le ocurrió a Julio, que hubo de mantenerlo en secreto por respeto a Charlie, aunque el genio no lo mereciese; pero cuando él le dio el encargo y se la sirvió en bandeja, una ilusión, como nunca antes había sentido por mujer alguna,  se apoderó de él, y a partir de entonces no vivió nada más que para ella; escribió las más bellas obras inspiradas por aquella mujer, y tuvo unos años triunfales, y Emelie fue la mejor de las actrices que interpretaran sus obras; no en los escenarios, sino en su vida. Durante diez años, Emilie fingió ante él que lo amaba, que era la única razón de  su vida; incluso cuando supo de la muerte de Charlie no pareció que le afectara. Pero cuando aquel maldito veinticinco de mayo la encontró besándose con un hombre bajo los portales de la rue de Rivoli, el mundo se deshizo ante él. Enloquecido por la furia los siguió hasta verlos entrar abrazados en una bonita casa de la exclusiva rue Faubourg Saint-Honoré. Completamente fuera de sí, caminó sin rumbo varias horas hasta que entró en un garito y bebió esencia de Tennessee hasta perder la consciencia, y permaneció toda la noche gracias a la hospitalidad del tabernero que lo reconoció y se apiadó de su magna borrachera. Y cuando amaneció, allí estaba él, el gran autor que había sido y aún era, un icono de la Nouvelle Vague, completamente roto, desencantado, desesperado y con la sangre hirviéndole en las venas clamando venganza. Y sin reparar en las consecuencias, se dirigió a la casa maldita; caminaba por las calles de París sobrevolándolas pensando que ahora él también era un extraterrestre del planeta de Charlie Parker. Y cuando estuvo ante la puerta del 22 de la rue de Faubourg Saint Honoree, sabía que algo irreparable ocurriría de forma irremediable. Se palpó el bolsillo y comprobó que allí estaba la navaja que heredara de su padre, un emigrante español, que a primeros del siglo veinte abandonó su Albacete natal y se estableció en París como bouquiniste en la Rive Gauche del Sena, y que hasta el día de su muerte, siempre le dijo a Julio lo satisfecho que estaba con haber conseguido que un manchego de Albacete se hubiese instalado como librero de viejo en el eterno París.
Se abrió la puerta y apareció un hombre elegantemente vestido, que le preguntó cuál era su gracia y qué se le  ofrecía, y cuando cubierta con una toalla recién salida de la ducha, apareció Emelie en el rellano de la escalera, Julio cegado por la visión, por los celos y la ira, cerró la puerta y esgrimiendo su navaja manchega la aproximó al cuerpo del hombre y tocándole el cuerpo con el pitón de la de Albacete, obligó al elegante individuo a que ascendiera las escalinatas al encuentro con su amada; al tiempo que ella gritaba implorando su perdón y el del hombre al que él amenazaba. Completamente desesperada le decía que amaba a aquel hombre, que la matara a ella, pero que lo dejase vivir a él, y que ofrecía su vida a cambio, o cualquier cosa que le pidiese, incluso abandonar a su amado y volver con él. Aunque él, que bien la conocía, sabía que todo aquello no era más que impostura; pues ni amaba a  aquel gentleman, como no lo había amado a él, ni tampoco lo había hecho con el mismísimo Charlie Parker; su único amor cayó muerto en una calle de Harlem cuando apenas contaba dieciséis años, y allí en el asfalto de la calle 129 del viejo Manhattan, murió su propia alma. Y desde entonces no podía evitar huir de cualquiera que mostrase interés por ella; y desde aquel fatídico día supo que ya nunca podría querer a nadie, ni dejar que la quisieran.
Pero ahora, Julio, recordando el baño de sangre con el que acabó aquello, supo que no tenía más opcion que quitarse la vida; así que rompió la página; pues nada tenia que escribir, ni a nadie a quien le interesara leer lo que en ella escribiera,  empuñó el arma y se descerrajó un tiro en la sien.
Y tras aquella escena cayó el telón.
Y cuando a la mañana siguiente Julio leyó la crítica literaria del influyente crítico teatral del diario Le Monde, supo que aquella sería la obra cumbre de su carrera.
Juan Castell. 24 de mayo de 2014.
Dedicado a dos grandes artistas: Charlie Parker y Julio Cortázar.

jueves, 22 de mayo de 2014

El entierro de la mosca de Virgilio

Tras diez años de frustraciones, miles de páginas escritas tragadas por los sumideros de las redes sociales, de las oficinas de los editores, y de las plataformas de edición digital, Tesifonte Arial Doce, decidió probar suerte con un anuncio hallado en una página de una revista especializada en literatura basura, y este decía “Se necesita subsahariano para corregir escritos baldíos”, y él avezado en todas las suertes del oficio de escritor, captó el mensaje que allí se encontraba cifrado “Se necesita negro para escribir aquello que se le pida”. Y sin más demora marcó el número y concertó la cita.
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, hora taurina en la España de antes, y del té en la Inglaterra de ahora, Tesifonte Arial Doce, tras tomar metro y tranvía buscó la calle, luego el número, y por fin halló la casa en cuya entrada en una placa rezaba: “Ser o no Ser Editorial”. Y con sentencia tan contundente tuvo más que cristalino hacia dónde se aventuraba. Golpeó con la aldaba que con forma de un negro con una pluma hacía de llamador, y pensó que aunque macabro, en aquella factoría no se carecía de sentido del humor.
Se abrió la puerta accionada por el portero automático y penetró en un vestíbulo, que se continuaba hasta un patio con forma de circunferencia, en cuyo centro una palmera de piedra se alzaba orgullosa para encontrarse con una cúpula de acero y vidrio esmerilado de colores variados; en la circunferencia, arcos de estilo modernista se abrían a diversas estancias, en las que algunas gentes salían y entraban, y alrededor de la fuente, varios veladores con sus sillas a juego circundaban a un enorme piano.
De pie como una estatua permaneció a la espera de que alguien saliese a su encuentro, pero allí pareciese que cada cual iba a lo suyo, y si alguien lo veía, bien que lo disimulaba, hasta que transcurrido un tiempo, que por la incomodidad de la situación en la que se hallaba se le hizo eterno, se oyó una voz que decía: “En el despacho cinco se espera al subsahariano”. Miró a un lado y a otro, después arriba y abajo, y al fin a su alrededor; y como no viera a nadie de la raza primigenia en que Luci nos parió, entendió que hablaban en metáfora y se dio por aludido; así que echando un nuevo vistazo ahora con más intención, halló el despacho cinco detrás de un arco, al lado de un espejo, y justo frente a un cuadro de Matisse firmado por un tal Mateo; y si aún le cupiese alguna duda -que realmente, no- aquello también se la despejó.
Lo despacharon, justo en dos minutos, y solo le dieron una carpeta en la que le entregaban el primer encargo, y le extendieron un cheque por doscientos euros, como señal, para que en el caso de que su trabajo les satisficiera, se firmase el oportuno contrato, cuyas clausulas se le adjuntaban junto al encargo. Y sin más palabras ni explicaciones lo acompañaron hasta la puerta, la que daba al patio, que de allí ya sabría salir –le dijeron.
Cuando llegó al humilde cuarto de la pensión de saldo que tenía como alojamiento, en la que por lujos había una cama, más bien camastro; un orinal, palangana y jarro; y espejo, mesa, y armario, todos ellos de medio cuerpo, se dispuso a abrir el sobre y leer con detenimiento el trabajo encomendado; que ya dejaría para más tarde las condiciones del contrato de negro. Leyó:
     "Escriba una historia en una línea".
Y nada más se le pedía.
Se sentó y pensó, no se sintió suficientemente cómodo para afrontar tan retador desafío literario,  por lo que se tumbó en el camastro y mirando fijamente hacia arriba se abstrajo, intentando transmutar el desconchado techo poblado de telarañas en el estrellado firmamento, e intentó construir una historia y crear a partir del Universo infinito, la concreción, en una línea.
Pensó y repensó, probó una y otra creación, pero o no llegaba, o se pasaba. Barajó todas las combinaciones de las palabras Dios, todo, nada, Universo, Sol , hombre y Luna; y hasta cien más. Pero lo más genial que se le ocurría ya había sido escrito: "Ser o no ser, esta es la cuestión"; "Yo soy yo y mi circunstancia" ...¡Qué rabia no haber nacido antes!, le pareció que ya todo estaba escrito. Dieron en el carillón del vecino del quinto las doce, la una, las dos y las tres.. las cuatro... las cinco, y ya el alba amenazaba con romper la noche y terminar el plazo del que disponía para crear la frase que le permitiera convertirse en un subsahariano de la palabra.
El miedo comenzó a apoderarse de él, pues se preguntó que si ni siquiera era capaz de pasar una prueba tan sencilla como aquella para trabajar en el escalón más bajo de la profesión de escritor, realmente le merecía la pena seguir viviendo. Y por vez primera en su vida se planteó, justo en el momento en el que las primeras luces de la mañana se colaban por su ventana, la idea del suicidio y pensando en ello imaginó un magno entierro, justo el que un ser tan insignificante como era él nunca tendría.
Y fue entonces cuando se le encendió la luz creadora, aquella que ilumina la desesperación del papel en blanco. Y escribió la maldita línea.
Cuando al día siguiente acudió a la cita a la casa del redondo patio alrededor de una palmera, y aquel absurdo hombrecillo le pidió su línea. Tesifonte Arial Doce permaneció expectante para no perder ripio de lo que, cuando leyese la maldita línea, el hombre dijera.
Y Cuando el tipejo leyó:
"Quisiera tener el entierro de la mosca de Virgilio".
No supo articular otra frase, con el rostro demudado de asombro, que: "¿Y esto qué significa?"
En ese momento Tesifonte le alargó el contrato y prometió revelarle el significado, si quedaba contratado. Naturalmente nadie podría quedar con esa duda.
Y firmó. Naturalmente Tesifonte cumplió y vivió una larga y feliz vida de negro en aquella casa del patio redondo, que tenía un piano rodeado de veladores con sillas a juego.

Nota del autor: Si no sabe a que se  refería Tesifonte en la frase que le dio la vida, puede consultar este link:
http://historiasdelahistoria.com/2010/09/28/una-mosca-le-salvo-de-ser-expropiado

miércoles, 21 de mayo de 2014

Contra todo pronóstico en aquella tarde ventosa ganaron los toros


Las cinco de la tarde marcaba el astro rey y las siete el reloj de la plaza. Veinte mil almas se aclaran las gargantas con las botas de vino, las cervezas y las botellas de agua; hoy los de Sol no sufren, pues las nubes cubren el cielo, aunque solo de vez en cuando; y a ratos los rayos solares entre ellas se cuelan, y entonces como debe ser, Sol es sol, y Sombra, sombra. Corre un viento racheado, agradable brisa para aliviar el calor del respetable, filo de espada para los gladiadores, que en la arena dispuestos están ya para enfrentarse a los morlacos.
Hacen el paseíllo, suenan los clarines de la banda; el presidente otorga y la gente calla; se anuncia el primer toro y el diestro se prepara. Sale a la arena, camina gallardo y, justo frente a la puerta de toriles se para, planta sus rodillas y coloca la capa; ya todos en la plaza saben que se dispone a recibir al toro de esa suerte macabra, justo esa que tanto el público reclama. Sopla la brisa, que se transforma en fuerte racha; se mueve el capote y el diestro lo agacha; se abre la puerta y el monstruo aparece, y en cada segundo su figura se agranda; resiste el torero y espera a la bestia de cara, ¡ya está frente a él, pero todavía aguanta!; lo ha hecho muchas veces, y siempre consiguió sortear a la alimaña; pero esta vez en el último instante el viento le azota la cara, ciego queda un instante, justo cuando el toro lo atrapa; lo voltea, lo engancha, y con uno de sus pitones en sus carnes lo ensarta; otra vuelta y otra, y mil cabriolas en una noria de muerte; por mucho que los de su cuadrilla lo intentan la bestia aguanta; el siente que se desangra, y además no pierde el oremus para su desgracia. Al fin consiguen alejar al animal de su presa y entre cuatro hombres lo alzan, corren hacia la enfermería donde ya lo esperan los magos de verdes batas. Dos cornadas muy feas lleva en sus entrañas. Se hará lo que se pueda, dice el médico a un mozo de espadas.
El clamor de la muerte recorre los tendidos, mientras el segundo diestro se prepara para vengar al compañero que posiblemente de muerte está herido. Le tiemblan las piernas, la mano le suda y agarra el capote con decidida resignación de una mala suerte cierta. Se aproxima al morlaco y lo cita; la bestia escarba en la arena, rebufa y lo mira; el diestro repite el reto y el toro arranca, y al torero lo atrapa sin que él ni nadie den credo a la escena. El hombre sangra por feas heridas, y el toro rebufa con el sabor dulce de la venganza, de tantos congéneres que dieron sus vidas, para que un día un toro de especie genéticamente mejorada, y al que no le han segado sus armas, por ellos da cumplida venganza. Ya son dos los diestros que se retiran, a este también lo arrastran; y de mala manera lo llevan hasta otra sala, y allí le espera otro mago vestido de verde mata que ya tiene preparadas sus agujas, hilos de seda y los cuchillos de plata. Y mientras en los tendidos todos se persignan, incluso aquellos que solo con imaginar el agua bendita les arde el alma. Ya nadie duda de que esta no es  tarde de toros; sino de meigas, o de los mismos ángeles caídos salidos de los infiernos. Ya solo queda un maestro, pero como si no quedase nadie; pues este valiente guerrero ahora, ni siquiera es tamborilero.
Ni una hora ha transcurrido desde las cinco de la tarde, el cielo está nublado, y pareciera que los espiritus de todos los toros que también sacrificaron sus vidas, soplaban con el viento dispuestos a rematar la faena. Más que anda tiembla, el tercer torero camina como si al patíbulo lo hiciera; al frente ve al toro, que se le hace negro verdugo; las astas son dos cañones que ya le apuntan justo a sus entrañas, está entregado y sabe que aquella es su última faena; y queda inmóvil inane como un Tancredo, y el morlaco se arranca, y de una certera cornada, al diestro le arranca las entrañas.

Juan Castell. 21 de mayo de 2014.
Lamentando profundamente las tres graves cogidas de ayer en Las Ventas; pero también los miles de toros que dan su vida para el disfrute de tanto respetado respetable. Y contra todo pronóstico aquella ventosa tarde ganaron los toros.

martes, 20 de mayo de 2014

La venganza de los zombis de la clase de anatomía

Cortados y amputados; cercenadas sus entrañas y profanadas sus vergüenzas; convertidos en frutas en formol; dejados en un sótano y allí olvidados; mancillada su memoria de cadáveres humanos; impedidos de reposo; privados de honores de difuntos; y por fin desbordada su infinita paciencia de deshechos de clase de anatomía, aquellos cadáveres olvidados en una catacumba, una noche de luna llena, cuando aún no era tiempo de graduaciones académicas, todos al unísono se levantaron de sus charcos de carroña formolada, y ya transmutados en zombis escaparon de sus abiertas tumbas. Fueron primero a por el catedrático de anatomía, y de él dieron buena cuenta; después se cenaron a cuatro profesores; y como aun les restaban ganas devoraron a siete alumnos, que eran a los que más ganas les tenían. Y ya llegando la hora del cierre, despacharon al decano, y tan rico les supo que hasta se chuparon los periostios de los huesos que cada cual tuvo más a mano. 

Despojos de la clase de anatomía

Cadáveres amontonados, carcasas vacías de vídas ya olvidadas,
cuerpos cercenados por aprendices de brujo de bata blanca.
En un lúgubre sótano de un templo de la enseñanza, modernas catacumbas se hallan atestadas de muertos sin añoranzas.
Nadie les lleva flores, nadie al pie de la tumba les reza una plegaria.
En un sótano de la Ciudad Universitaria, se amontonan como escoria los cuerpos de aquellos, que una vez también tuvieron alma.

lunes, 19 de mayo de 2014

"Maricomio"

En el patio de lo que otrora fuera un manicomio, entre hierros oxidados, bancos derrengados por la ausencia, y senderos de pasos olvidados, entre los árboles crecían las plantas semisalvajes regadas por el viento y abonadas por las desesperanzas, por los delirios y las manías de tantos orates que por allí pasearon sus penas, su dolor y sus encierros. Y ahora, por este mar de fondos repletos de pecios olvidados y de cadáveres de náufragos ahogados por tormentas de locas vidas baldías, por doquier podían verse entre enredaderas, cañas y ramas, algunas preciosas plantas florecidas por la primavera del olvido: margaritas y amapolas; alguna rosa semisalvaje, entre plantas de cannabis; y más allá las hortensias veteadas entre geranios y verbenas; por acá los claveles, los tulipanes o las calas; y en un extremo del patio donde los desdichados en su tiempo fumaban, reinaban las violetas y también la lavanda; y más acá podían distinguirse las azucenas y las magnolias; y casi ocultas entre hiedras, las pasionarias.
Tiempos de zozobra en los que aquel patio se transformaba en un océano sin orillas, por el que navegaban sin rumbo los navíos vestidos con pijamas azules a rayas, gobernados por capitanes salidos de farmacias suizas, unas veces en travesías nocturnas sin más luces que las justas; otras con tormentas que a veces se tornaban galernas; y entonces a socorrer al navío acudían remolcadores que los llevaban a puerto, y desde allí conducidos a los  luminosos astilleros de verdes paños les proporcionaban grandes descargas eléctricas a sus cascos desvariados. Otras, los tranquilos veleros se tornaban corsarios y a veces hasta filibusteros, y si este era el caso, el rey Neptuno vestido con uniforme blanco y armado de tridente de plata, de un certero golpe por la proa atacaba y aquellos fieros navíos se tornaban barcas de recreo, que aquel paseo marítimo adornaban.
En ciertas ocasiones pudieron verse a grandes trasatlánticos surcar este mar de los orates, y se oían  las músicas de orquesta, las risas, y las voces procedentes de las cubiertas por las grandes chanzas y jerigonzas que en aquellos grandes navíos se celebraban, y unas veces aguantaban hasta las felices arribadas a puerto, pero otras en el intento zozobraban.
Y ahora Félix paseaba por aquel océano de recuerdos, él fue capitán de navío, jefe de astilleros y rey Neptuno; pero todo aquello lo veía como en un sueño ajeno, olvido de neurolépticos, quizás de zozobra de su vida, y pudiera ser que también de su propia alma. Y sentado en el banco derrengado entre los tulipanes y las calas, justo ahora se preguntaba si fue marinero, capitán o dios de los mares, y si acaso lo fue o todo era un sueño; y aunque todos le decían que ya estaba curado, siempre supo que nunca estuvo enfermo, y con esa alegría de ver su océano recuperado, sintió que en su rostro le azotaban los vientos de mil mares, y surcándolos con su velero cruzó estrechos, ensenadas, golfos y cabos, hasta que en una mala faena, cuando arreciaba una jarcia, quedó atrapado por una maldita maroma que por él no fue bien faenada.
Y tres semanas más tarde unos niños que en el patio se colaron corriendo en pos de una pelota perdida, pudieron ver el cadáver de Felix, que aún colgaba amarrado por el cuello del palo de mesana.

Juan Castell. 19 de mayo de 2024. En un día como otro cualquiera.

domingo, 18 de mayo de 2014

Milana bonita

En un lugar ignoto donde ni el recuerdo ya moraba y en el que la ausencia absoluta era la luz de la nada, aún respiraba un hombre que en otros tiempos había brillado como ningún otro en ese arte al que se le había dado en numerar como el séptimo. Y fue  tanto su lustre, que sus películas habían marcado a una generación entera, en un tiempo en el que en el país no hubo persona, fuese ciega o vidente; loca o cuerda; pobre o rica; soltera o casada, que no se hubiese conmovido hasta los epiplones que separaban sus entrañas, cuando vieron en la gran pantalla cómo un viejo campesino con el oremus perdido, acariciaba a una rata  de alcantarilla, al tiempo que con amor le susurraba "mi rata bonita", y que después de que su señorito por pura maldad la matara, aquel orate no hallase más solución a su desdicha que cercenarle la vida tal y como este había hecho con su querida alimaña.
Y tras aquello, durante meses, aquel director que había conmovido a todos, no cesó de recibir premios adulaciones y alharacas, y todas las revistas, las radios y las televisiones se disputaron su presencia para manifestarle admiración y agradecimiento por haber emocionado a todos sin distinción de colores ni credos.
Pero en aquel país habían pasado los años y también había llegado la tecnología; y ya no había niño joven o viejo que recordase que hubo un tiempo, en el que las gentes usaban reunirse en grandes salas que llamaban cines, y que allí reían y lloraban; y donde también acudían los novios que subrepticiamente se arrullaban; y los padres con sus hijos juntos unas horas compartían la ilusión de ver en unas inmensas pantallas cómo tras mil canalladas al final los buenos siempre ganaban, y que a la vista de ello la chiquillería se alborotaba.
Aunque llegó un día en que todo aquello ya nadie recordaba. Y aquel hombre, que un día creara al  viejo cazurro y desdentado, y a su maldita rata, quedó escondido, guardado, en un lugar ignoto, y por todos olvidado. Pero la muerte y la vida, de él en nada se apiadaron, la una por no acudir a la cita, y la otra por tenerlo apresado,  y en las noches eternas de su vida encerrada, le preguntaba a la una por qué no lo liberaba y de paso a la otra le pedía que ya era hora de que se lo llevara.
Y una noche amarga, una más de las mil que lo atormentaban, en el momento supremo en el que la vigilia deja paso al sueño, y la muerte entrena para el sueño sin sueños, surgió una espectral imagen, y se oyó una voz atinajada: "Mientras todos ignoren al cine tú permanecerás aquí maldito, y también por mí olvidado".
Y un sudor frío le empapó el cuerpo y con la carne trémula y el entendimiento nublado, se incorporó de la cama y comprendió que a quien había visto y quién le había hablado era la muerte. Y tuvo claro que tal y como estaban las cosas en el arte que numeraron el séptimo,  para él, la muerte le estaba vedada.

jueves, 15 de mayo de 2014

La fotografía

Hallé tu foto ¿olvidada? en un libro de poemas de Fernando Pessoa, dejada en una estantería de una biblioteca pública, sin duda para que yo la hallara. Quizás fuese un simple olvido, una foto de carnet para otro fin destinada, y que las odas marítimas de Álvaro de Campos en sus barcos fantasmas hasta mi llegaran. Decidí resolver esa duda e idee volver a  dejarla donde una vez la hallara. Busqué entre los versos, y justo quedó donde el  poeta decía:
Otra vez vuelvo a verte,
¡más ay, a mi no vuelvo a verme!
Se rompió el espejo mágico en que volvía a verme idéntico,
y en cada fragmento fatídico solo veo un pedazo de mí -un pedazo de ti y de mí...

Y esperé pacientemente. Tarde tras tarde decidí visitar aquella biblioteca y buscar con anhelo en el estante en el que se guardaba el libro de Fernando Pessoa titulado "Antología de Álvaro Campos", y durante muchos días desilusionado justo en su sitio lo hallaba, allí permanecía y aquella ilusión resultaba vana. Absurda quimera impropia de mí a la que sin demora tendría que poner fin antes de que se tornase en locura.
Me prometí no regresar más tras aquella última tarde, en la que el plazo se cumplía; pero ¡oh cruel destino! alli ya no se hallaba aquel libro maldito que turbaba mis noches y mis días, aquella imagen divina de erinia para mi mente enloquecida.
Transcurrió el plazo de préstamo y con puntualidad de plazo fatídico apareció de nuevo en su estantería, en la P de Pessoa, en el país de la poesía, en aquella catedral de las letras que muchos visitaban y hasta algunos osaban fingir que leían.
Con el pulso acelerado tomé aquel libro, y contra mi pecho lo acuné, justo el tiempo preciso para hacer acopio del valor que requería, para que un sueño muriese o que una ilusión permaneciera, justo en aquel lugar de mi mente que yo ya creía zona baldía.
Abrí, hojeé y hallé. Allí estaban las fotos, miré y leí, busqué y en mi mente recité lo que el poeta allí escribía:
Hay quien sin duda ama lo infinito,
hay sin duda quien desea lo imposible,
Hay sin duda quien no quiere nada
Con la emoción contenida volví la fotografía y hallé unas palabras escritas:
"Almas unidas en el desasosiego"
Y entonces supe que estaba atrapado por aquella fotografía.

Graznidos de muerte sobre el río Bernesga

GRAZNIDOS DE MUERTE SOBRE EL RÍO BERNESGA

En una tarde de mayo graznidos de muerte se oyen, en León, justo sobre un puente que airoso cruza el río Bernesga.

Tres disparos certeros y, por si acaso, un cuarto, como telón a una vida de odio alimentada por mil días de bilis regurgitada en las entrañas de aquella mujer cincuentona, y en la sangre envenenada de una hija salida de sus entrañas.

Una tarde de mayo, un puente sobre un riachuelo, una espera estudiada, un encuentro infalible; uno, dos, tres disparos; y un cuarto por si acaso; y una vida sesgada, una boca callada y una cuenta saldada; sin duda que de muchos intereses acumulados, tantos, que ni siquiera la usura usara. Carreras apresuradas; una pistola, quizás dos que caen al río; una mirada intempestiva de una persona de vida retirada, que inicia una decidida carrera en pos de desbaratar que aquella tarde de mayo tan terrible crimen impune quedara. Un cadáver sobre la pasarela, dos mujeres con manos ensangrentadas corren hacia su destino de libertad para disfrutar de su venganza, con la vana esperanza de haber conseguido la perfección de su sangrienta hazaña; pero un hombre las sigue y les da caza. Ignorante ignominia aducen las encausadas y su inocencia pregonan a quién se lo demanda.

Mil y una razones se esconden tras esta infamia, miles de días de odio acumulados y como bilis regurgitados. Planes de muerte dibujados con pluma cargada de tinta emponzoñada. Nadie se lo explica, nadie sospechaba, ¿cómo dos mujeres, de grande y buena fama pudieron llegar a cometer tan tremenda infamia?, tenían sus razones, pero lo eran de almas por el odio maceradas. En la cárcel se pudran, y que en diez mil días tiempo tengan para rumiar su infamia.

Los hay que dicen que quién  siembra vientos recoge tempestades. Y también yo digo que quien mata no tendrá descanso de su alma.

miércoles, 14 de mayo de 2014

La noche amarga

Cuando ya cae la noche y el cansancio me rinde el ánima, me tiendo en mi cama, que siempre he creído que debe ser como cualquier otra cama, quizás más dura que otras; porque es la de mis miedos, la de mis lamentos del alma, el juez que dicta mis sentencias,  el contable  de los días baldíos, la de las noches de espasmos de sueños; la que cuenta las noches que aún faltan.
Y alli, justo sobre mi cama, se halla el techo de las estrellas de la noche del alma, el del miedo a la nada; el del fin que más se aproxima con cada día que acaba.
Recuerdo cuando ese cielo, que es el figurado dosel de mi cama, lo era de ilusiones que ya se han tornado vanas, cuando aún el tiempo era eterno, y por ello ni noches ni días pasaban; ahora a la velocidad de la muerte se suceden las noches y llegan los días, y tras estos más noches; aunque todavía no llegue la nada.
A veces pienso que una noche ya no será noche,  y no dará paso al día,  porque una noche moriré en mi cama,  o quizás en otra cama impostada, y si ocurre de otra manera, tengo por seguro que siempre habré de pasar una última noche en mi cama.
Nunca pude dormir de otro modo que recostado de lado, porque el cielo que hay sobre mi cama me aterroriza el alma, con ese inmenso vacío de la noche vana, por eso la noche que yo me muera miraré al cielo donde no se ve nada, me daré la vuelta, y a la vida le volveré la espalda.

lunes, 12 de mayo de 2014

¿Olvidada?

¿Quién eres? Te hallé entre unos versos, no unos cualquiera, estabas entre palabras de Álvaro de Campos. ¿Qué quién es? Es el barco que te trae hasta mi orilla. ¿Quien soy yo? Ahora lo sé, soy el  puerto al que arribas.
Alli olvidaste tu imagen.Quedó perdida entre versos que hablaban de mar. O quizás no te perdiste, fueron los versos marítimos de Campos, el trasatlántico que  arriba a Lisboa entre odas el que trajo tu rostro hacia mi.
Esa sonrisa, ¿para quién era?, ¿no es cierto que no fue un olvido? Tú y yo, tu sonrisa enviada a través del tiempo y el barco de los versos del poeta.
¿Quién eres? ¿Todavía eres? ¿Estás? ¿Te fuiste? ¿Dónde podría encontrarte?
¿Esas fotos olvidadas en un libro de poemas de Fernando Pessoa, aún contenían tu alma?
Quizás si yo te hallara, tú ya no serias. Tu imagen bañada en los versos de Álvaro de Campos, ¿acaso es ahora mía?, ¿no es cierto que allí la  dejaste para que yo la encontrara? No, yo no quiero hallarte porque esa tú, no serías mía, ¿pero quién me impide creer que tu imagen estampada en unas fotografías olvidadas en un poemario de Fernando Pessoa, son mías y solo mías?. Yo puedo crearte con el alma de los versos de Fernando Pessoa y con la imagen olvidada entre ellos, con un pedazo de tu alma, que a través del tiempo comparte esos poemas con la mía.
Que nadie me diga que solo fue un olvido, lo negaré mientras viva.

Bring back our girls

Yusuf acababa de ejecutar su primera misión y se sentía inmensamente orgulloso tras haber sido mencionado como luchador por la verdadera causa del islam, nada menos que por el líder de la organización Boko Haram, el maestro Abubakar Shekau. Y para él, un joven nacido en la pequeña localidad de Gularu en el estado Nigeriano de Yube, era a lo máximo que podía aspirar, y no era otra cosa que luchar porque la maldición de la cultura occidental, traída por los infieles cristianos, fuese erradicada de las tierras de África y del mundo entero, y que en un mundo nuevo toda la humanidad solo amase  a Alá como único Dios y a Mahoma como su profeta; y que su ley, la sharia, fuese observada con el rigor que merece la palabra de Dios.Y si para ello hubiese que exterminar a media humanidad merecería la pena, como se extirpa la podredumbre en la fruta sagrada de los árboles del paraíso de Alá.
Y esta vez el golpe había tenido resonancia mundial y todos los medios de comunicación de los infieles, y también los de los malos creyentes, que tanto abundaban  y que osaban llamarse musulmanes de forma indigna y ofensiva para Dios, habían difundido la noticia de que unos terroristas del grupo integrista islámico Boko Haram habían irrumpido en un colegio nigeriano, en Jibik, en el estado norteño de Borno, secuestrando a más de doscientas niñas como parte de su estrategia de erradicar la enseñanza cristiana y occidental. Y en este golpe, Yusuf, se había comportado como un valeroso yihadista, que sin temblarle la mano había degollado a dos niñas que se  resistieron a renunciar a la fe de Cristo y convertirse al islam. Como  premio le habían permitido estrenarse en la práctica de violar a la irredentas y miserables traidoras, y pudo forzar a cinco, con lo que por ambas acciones heroicas había merecido la mención del líder, y por ello se sentía orgulloso y feliz por haberse ganado el privilegio del paraíso, donde las bellas huríes y los ríos de leche y miel le estarían ya esperando. Aunque él para llegar allí no tenía prisa alguna, pues aun le  restaban muchas jornadas de lucha y de gloria para extender la fe verdadera por toda la Tierra. Pero para ello habría que conquistar aquellas tierras malditas, no solo corrompidas por los cristianos y los imperialistas occidentales; sino también por los malos musulmanes; incluidos los mulás y ulemas que los tachaban a ellos de ser un cáncer del islam, y de asesinos; y con ellos también tendrían que acabar.
Y alli ante él se encontraba la pequeña Myriam, que con solo catorce años ya sabía lo que era haber visto morir a varias de sus compañeras y amigas de una forma salvaje; haber sido golpeada sin piedad, y ahora era amenazada con ser violada si no abrazaba la fe del Islam;  aunque eso le habían dicho también a su amiga Chichamanda, y a pesar de que ella, entre llantos incontrolables, había repetido que sí, que aceptaba, había acabado siendo violada y degollada sin piedad alguna, incumpliendo sus ejecutores aquello que le habían prometido.
La pequeña Myriam era la mejor alumna de su clase y destacaba especialmente en idiomas, el francés lo entendía a la perfección, y por ello cuando en un descuido uno de los muyahidines conectó a través de un teléfono móvil con una emisora del vecino Chad, Myriam oyó que por todo el mundo se difundía un mensaje exigiendo la liberación de las niñas secuestradas en Nigeria bajo el grito de "bring back our girls". Y aquello le dio una tenue luz de esperanza, y a hurtadillas hizo correr la voz de que el mundo no las había olvidado, que estaban preparando un rescate, que debían resistir a toda costa, y por ello les transmitió a las demás que deberían hacer creer a aquellos miserables, que todas querían ser buenas musulmanas y que si era preciso de casarian con aquellos bravos muyahidines; pues a fin de cuentas de lo que se trataba era de ganar tiempo. Y aquellos miserables dudaron de sus palabras, por lo que Myriam supo que si continuaba insistiendo podría convencerlos. Les argumentó que Dios no quería la muerte de ellas, sino su sincera conversión y para ello se ofreció a Yusuf como esposa. Este, confundido por la oferta y a la vez hipnotizado por sus palabras, aceptó la propuesta, y a su vez convenció a varios de los hombres del grupo para que hiciesen otro tanto. Myriam había introducido el germen de la duda entre los feroces hombres de Boko Haram, y todo parecía que iba a salir bien, pero fue entonces cuando apareció el líder, el maestro Abu bakar Shekau.
Yusuf radiante de felicidad y henchido de orgullo por su triunfo, acudió raudo a informarle de su éxito, a poner en su conocimiento que había doblegado la voluntad de aquellas infieles, y que ahora ya se hallaban bajo el cobijo de la fe de Alá. Y cuando el sanguinario Shekau escuchó las palabras de aquel imbécil, sacó su alfanje y de un certero tajo le seccionó su infame garganta, y tras ello se dirigió a la parva de asesinos que habían sido convencidos por el  incauto Yusuf, y les gritó: ¡Allahuh akbah! -Alá es grande-, a lo que todos respondieron "¡Allahuh akbah!", al tiempo que dos fuertes explosiones pudieron oírse y en un instante aparecieron hombres vestidos como máquinas escupiendo fuego que abatió a todos y cada uno de los miembros del grupo de alimañas de Shekau, pero sin herir ni a una de las niñas.
Y cuando los miembros del comando de SEALS examinaron los cadáveres contabilizaron quince muertos, pero ninguno de los cuerpos se correspondía con el de Abu bakar Shekau.
Tres meses después, la agencias de noticias de todo el mundo anunciaban una nueva matanza en un colegio de una pequeña población del norte de Nigeria, y una cámara de un teléfono móvil había enviado una foto, y esta sin duda correspondía a Abu bakar Shekau. Y el mundo civilizado contuvo la respiración.
Juan Castell. 11 de mayo. En solidaridad con las niñas secuestradas en Nigeria.

domingo, 11 de mayo de 2014

En mi pueblo también hay rascacielos

Tras cuarenta años de ausencia, Ramiro regresaba a su pueblo, allí donde su madre lo pariera y el lugar donde había disfrutado sus primeros años de existencia, hasta que su padre convencido por su maestro don Adelaido de que tenía cualidades sobradas para estudiar lo envió a la capital de la provincia a cursar el bachillerato, y de allí a la  universidad donde completó los estudios superiores, y tras unos años balbuceantes en la profesión que iniciaba, un día inspirado por la naturaleza recordando los bosques de su infancia, reprodujo la estructura de la árboles para diseñar sus edificios que llegaron a convertirse en escaleras hacia el cielo, o en desafíos a Dios, que los llamaron los que siempre estuvieron al quite, para arrojar la piedra de la religión a cuantos avances el hombre hubiera hecho en su camino hacia la consecución de una vida más digna. Pero el arrojo y confianza que le dio un empresario chino de Taiwan, primero, los cataries después, y una vez que se hubo dado el pistoletazo de salida a una carrera sin fin para ver quien construia más alto, Ramiro se convirtió en una estrella en el mundo de la arquitectura, y levantó sus rascacielos en todas las ciudades que querían ascender en el escalafón  por la vía rápida, sin esperar a ganar el prestigio tras siglos de historia.
Y ahora tras cuatro décadas alejado de la tierra en la que sus ojos se abrieron al mundo, regresaba a aquel pequeño pueblo de La Mancha, en el que sus ancestros habían gastado sus vidas, sus ilusiones y sus desdichas, y habían procreado a las siguientes generaciones hasta que por el azar de la especie, o por mandato divino, su madre permitiera que él viniera a este mundo.
Cuando avistó las primeras casas de este, para el resto del mundo,  insignificante pueblo, a su mente acudieron los  recuerdos de  aquellas tardes de verano jugando a la pídola, a los aros, y al fútbol, o intentando dar caza a los pájaros con sus tirachinas fabricados con tecnología de mil generaciones de niños -a todos menos a las golondrinas porque estas le habían quitado las espinas de la corona a Cristo, que decía el cura don Gregorio. Recordaba también aquellas tardes de biblioteca leyendo los cómics de Tintin -porque no tenían los de Axterix-, y los enfados del bibliotecario amenazando con que iba a esconder toda la obra de Hergé, dado que  según su opinión estaba acabando con la cultura de las nuevas generaciones. Y las noches en el cine de verano, con aquellas películas de vaqueros, a veces interrumpidas por la lluvia que hacia que la chavalería se protegiese con las sillas vacías colocadas sobre sus cabezas. Y aquellos helados de cucurucho de vainilla de chocolate o fresa, los más ricos del mundo. Y las excursiones en bicicleta a pescar renacuajos en las charcas que había cerca del cementerio, o las carreras por los caminos de la sierra bajando a tumba abierta por el llamado puente de la muerte, donde en una ocasión Rufino dio con sus huesos en el asfalto y todos pensaron que aquel maldito puente añadiria una muesca más a su macabra cuenta de víctimas. Recuerdos de ilusiones intactas de ingenua ignorancia vital, y de creencias en que más allá de allí nada más había que pudiera igualarse a aquello. Feliz ignorancia de niño de pueblo desconocedor de un mundo terrible y gigante, y que a pesar de todo él había puesto a sus pies, con su don para fabricar casas que apuntaban desafiantes al cielo y cuales torres de babel hacían que los hombres se sintiesen gigantes, aunque solo lo fuesen de cristal, de hormigón y acero.
Y ahora regresaba convertido en la mayor gloria que aquel ignoto pueblo hubiera tenido en su historia, allí lo esperaban para homenajearlo como se merecía, lo harían hijo predilecto, le dedicarían la plaza del pueblo y los notables dirían bonitas palabras, tocaría la banda de música y bailarían jotas de la tierra, y después los fuegos artificiales iluminarían la noche de su gloria. En su dilatada vida profesional plagada de éxitos había cosechado premios en todo el orbe y había sido recibido por presidentes de los más importantes países del mundo, había pronunciado discursos en los foros en los que se planificaba la arquitectura de un nuevo mundo, y su mano había esculpido algunos de los más espectaculares skylines del planeta. Pero en aquella noche de estío, rodeado por los viejos algarrobos de la plaza de su pueblo, bajo un manto de estrellas y una luna de plata presidiendo el firmamento de los cielos de La Mancha, un nudo de  emoción se agarró a su garganta enmudeciendo su verbo de mil discursos, cuando aquella mujer anciana que lo había tenido en sus entrañas,  ayudada por dos bastones y con la cabeza bien alta, subió hasta el estrado y henchida de orgullo le impuso la medalla que rubricaba la razón de su estirpe, y entonces fue cuando verdaderamente sintió que había alcanzado la gloria, y que de todas sus inmortales obras, aquella lágrima de emoción y de orgullo que había derramado su madre, sin duda superaba con creces a cualquiera de las anteriores y a todas juntas.
Juan Castell. 11 de marzo de 2014. Dedicado a  Miguel Delibes, el genio que adoraba los pueblos de Castilla.

viernes, 9 de mayo de 2014

Palabras del alma negra


Tumbado en la cama de la infame buhardilla de aquella bucólica calle de la orilla izquierda del Sena, en aquel París del primer cuarto del siglo, que hacía el vigésimo primero desde que se fijara el nacimiento de Cristo como kilómetro cero de los tiempos, allí mirando absorto el techo a dos aguas de aquella jaula de plata ennegrecida por el paso del tiempo, allí mismo, Hans se planteaba si acaso la vida era algo más que la multiplicación de sus células en un camino suicida hasta la muerte, en un trabajo que al contrario que cualquier otro en la naturaleza o incluso del salido de la mano del hombre, cuanto más se repetía peor era el resultado; y así aquella mitosis celular programada daba como resultado copias de peor calidad, produciendo la aberración de convertir a una joven bella en una vieja decrépita, a un efebo en un anciano desvalido sin capacidad siquiera para controlar sus esfínteres. Y lo veía así, tal como era, desprovisto de adornos poéticos, de arabescos literarios, de circunloquios salidos de mentes de psicólogos que buscadores de muletas para que las gentes transiten por la vida procuran disfrazar la realidad vistiéndola con papel celofán de colores, o los psiquiatras, que alteran los niveles de neurotransmisores con sus pócimas, hechas por apotecarios suizos para procurar lo que los poetas en la flor de su arte también proponen, y que al final unos, otros y los de más allá, acaban claudicando ante la única verdad que se esconde tras el ciclo reproductor celular, que es la muerte; aunque a veces el trabajo de copia se malogra por esos engendros que controlan el proceso y que llaman genes, y en ese caso todo termina ahí, o produce efectos tan abominables en las copias que condenan la existencia de los seres a agonías imposibles.
Todo aquel malvado proceso ideado por algún dios que no tuvo mejor ocurrencia que diseñar la existencia como un castigo, que la suerte de venir a este mundo fuese una condena a cadena perpetua, solo condicionada a que el propio ser miserable pudiese poner fin a esa maldición de estar vivo. Y Hans ya liberado de la creencia en los castigos más allá del proceso de mitosis celular, de la certeza que más allá solo existía la nada, menos que la nada; ni siquiera la estela que deja un pez sobre las aguas, ni un pájaro que surca los cielos, nada y nada más que nada, y aquello le reconfortaba; pues sabía que aquel tormento que ya se cifraba en más de medio siglo de condena, podría acabar en cuanto tuviese el ánimo para que su ser dejara de serlo.
No había más razón para su estado que el de estar vivo, era consciente de que su existencia no era la de peor calidad de entre los seres que poblaban la Tierra; ni tampoco la mejor, solo una de tantas; tan inútil como la de otros, como la de todos. No llegaría a alcanzar el éxito en nada en su vida, ni siquiera el fracaso; nadie podría decir de él que hubiese sido un malvado, ni tampoco un santo; que hubiese disfrutado de una mala vida, ni tampoco buena; que hubiese sido una persona gris, pero tampoco un faro que iluminase el camino de otros. Solo le consolaba haber conocido la existencia de otros seres más grandes que él, que habían tenido incluso vidas más inanes que la suya; y no creía que la eternidad que habían ganado tras ya no ser, realmente mereciese la pena; solo eso le consolaba, y poseer el don de transcribir todo aquello que sentía sin necesidad de una cuerda, ni de un veneno; ni siquiera de un colt 45; simplemente con una pluma y un papel en blanco.

Juan Castell Monsalve 9 de mayo de 2014. En un día de zozobra.

jueves, 8 de mayo de 2014

Una novela barata


El inspector Carranza dio la orden de que sin miramiento alguno se desalojase la habitación de aquel infame motel, situado en una fantasmagórica área de servicio de la margen izquierda de la interestatal 95 en las proximidades de Baltimore.
Y una vez que el cuartucho se hubo despejado, y el inspector expulsó su indignación por la incompetencia mostrada por los agentes que le habían precedido, escupiendo por su boca todo tipo de improperios y de cagüenes en todos los astros del firmamento, retahíla de santos y dioses de los que era tan aficionado, se puso a la faena para la que había sido requerido
Seguro era, que aquella forma de expresarse ante los contratiempos le venían por herencia paterna, llegada desde la misma Andalucía, en España, de donde era originario su padre, que vino a los Estados Unidos, con una mano delante y otra detrás, y también huyendo de un feo asunto de brillos de plata batidos a la luz de una luna, en un barrio de calles estrechas vírgenes de sol en la judería de Sevilla; y fue aquella una pendencia por causas tan poco poéticas como un ajuste de cuentas, de dineros, y no de amores, que hubiera sido argumento para otra ópera como la del tal Bizet, y que como resultado de aquella reyerta un gitano, de nombre Manuel, quedó con una ofensa de sangre en sus carnes, y que cuando él lo dejó ya se hallaba con el resuello perdido, y tiempo justo tuvo para tomar el correo con destino a Cádiz, y allí sin más trámite que el de salvar la distancia que había entre la estación del ferrocarril y el puerto, embarcó en el primer carguero que tuvo bien acogerlo, por unos pingues estipendios, fruto de lo que le había birlado al más que posible difunto, y a la promesa de servir como grumete en lo que el capitán de aquel yate de lujo –que para las ratas quizá lo fuese-, tuviese a bien ordenarle.
Y quiso el destino que arribase al puerto de Baltimore, y él pensó al saber que aquellas tierras allí se llamaban de Maryland o “Tierras de María”, tuvo por cierto que no podía ser casual que saliese de las tierras de María Santísima para arribar a las de María, justo al otro lado de aquel océano del fin del mundo y luego de las Españas. Y de allí de aquella Tierra de María Santísima de las Américas, como él las bautizó, ya nunca se movería; aunque no permaneciese en ellas por mucho tiempo, pues su natural pendencia le llevó a aprender lo justo del idioma de Shakespeare o el de Cochisse -que quizás fuese lo más que él llegase a hablar del inglés -, y lo usó para trabar mortífera amistad con el lumpen del mísero barrio de Cherry Hill. Y solo tuvo el tiempo justo para encoñarse de una chicana de nombre tan castizo como Lupita, dejarla embarazada, y despedirse de este mundo por un colt 45 manejado con mejorable destreza por un jayán siciliano con máster en las pizzerías de Brooklin. Fueron tres los balazos salidos de aquel revólver, los dos primeros bien aguantados, pero el tercero lo mandó directo a los infiernos, o quizás algo más arriba, si es que allí existe la redención por mor de los eximentes de haber nacido desgraciado y marcado por el destino.
La infancia del retoño del tal Carranza, y de nombre Antonio, y de la Lupita; es decir la suya, fue más que penosa, en aquel barrio de Cherry Hill rodeado de miseria, con los únicos estipendios que obtenía su madre trabajando en el puerto; de puta, con los marineros que a él llegaban –según supo cuando ya era demasiado tarde para que hubiera podido remediarlo-, y la oportuna intervención de un viejo policía que se hizo cargo de él cuando la pobre Lupe en un mal encuentro, halló un golpe mal dado que la condujo al cementerio. Y este viejo madero se empeñó en que el retoño de aquella desgraciada chicana, tuviese un futuro que no fuese el de un ataúd temprano, y si lo tenía, que al menos lo fuese en el bando correcto. Y fue tanto lo que Callagher –que así se llamaba el viejo sabueso- sacó de él, que Antoñito, que era como lo llamaba su madre-, se convirtió en un referente en el cuerpo de homicidios del BPD –el bipidí que decían-. No había sido aquella la primera opción, pues hizo sus pinitos en el deporte que eclipsaba las mentes de aquella ciudad, que era el beisbol; de hecho, probó con los Baltimore Orioles en las Grandes Ligas, incluso llegó a debutar en un partido contra los Yankees de Nueva York, como cátcher, que era su puesto. Y; de hecho, una tarde de primavera en la que el sol de la tierra de la María Santísima de las Américas, brillaba con regocijo y con el ímpetu de iluminar el Memorial Stadium de los Orioles, tuvo una actuación tan destacada que no se habló de otra cosa en la ciudad durante toda la semana, y en los mentideros de los barrios beisboleros de Baltimore se comentó que aquel chico se convertiría en breve en titular indiscutible del equipo. Pero un accidente de automóvil, que a punto estuvo de costarle la vida, le dejó como secuelas una limitación en la movilidad en el codo y en la muñeca del brazo derecho, lo que le impidió continuar en un deporte tan exigente como aquel, y mutiló su esperanza de haber alcanzado la gloria del Parnaso de las Grandes Ligas. Más tarde, fue tal la destreza que adquirió en su miembro izquierdo, que aquella desgraciada lesión que le retiró de la posible gloria en el beisbol, no fue óbice para que entrase en la policía, por sus méritos, pero sobre todo porque fue el último favor que le concedió a su protector el alcalde de la ciudad, al cual le había salvado la vida, y no solo eso, también la honra. Y a partir de ahí y tras la muerte de Callagher, todo lo que consiguió en el cuerpo del BPD fue por sus propios méritos, sin más ayuda externa.
Este cadáver ante el que ahora se hallaba, no era más que el enésimo de los que encontraba en su ya larga vida de policía, y nada parecía que le fuese a producir más emoción que la que siente un jardinero cuando cada mañana recoge los cadáveres de las flores muertas o agonizantes por mor de su exigua vida, o por haber sido arrancadas de su tierra madre por algún despiadado bárbaro, o por el simple retozo de los jóvenes llevados por la irrefrenable fuerza hormonal de sus cuerpos.
De forma automática como se monta en bicicleta o se conduce por una autopista tras un millón de kilómetros de experiencia, examinó el escenario, primero en su conjunto, después por partes, y por último, se aproximó al cadáver.
Era aquel un muerto como cualquier otro, diría que de edad avanzada, quizás veinte años mayor que él, incluso pudiera ser que menos; pues el estilo de vida marcaba más la edad de los cadáveres frescos que la propia biología.
Al mirar la cara de aquel desdichado nada le llamó la atención, solo que en su facies eran más que evidentes los signos ciertos de muerte, y que los balazos, que según le habían comentado los agentes habían aparentemente acabado con su vida, ninguno le había interesado el rostro. Cuando le examinó la ropa comprobó que vestía un chándal, de esos que venden en los Mall por veinte dólares, y unas deportivas de quince; pero prendida en su camiseta de los Baltimore Orioles, había una insignia que le llamó la atención, y acercando la vista, tras limpiar sus lentes, identificó sin duda alguna aquella condecoración, que era la conmemorativa de campeón mundial de la liga de 1970. Un sobresalto le invadió cuando vio aquel pin prendido de la mítica camiseta, que distinguía a los ganadores por cuarta vez de la Liga Americana y de la segunda la Serie Mundial, ¡el mismo año en el que él despuntó en aquella mítica tarde!, ¡el mismo en el que el fatal accidente frustró su carrera! Aquel 1970, sus compañeros lo ganaron todo y pasaron a la historia del beisbol como héroes, y él los recordaba como personajes salidos del más maravilloso de los sueños que nunca hubiese tenido.
Y entonces reconoció al cadáver: era el pitcher Mike Cuéllar, aquel chicano hijo de una amiga de la infancia de su madre, aquel jugador ya maduro que tenía una zurda prodigiosa, y que junto a Dave McNally, zurdo como él, y los diestros Jim Palmer y Pat Dobson, hicieron unos números que desde el año de 1900 hasta incluso hoy mismo, solamente otro equipo, los Medias Blancas de Chicago de 1920, tuvieron una rotación de pitcheo como la que presentaron ellos.
¡Cómo podría olvidar a Mike! Los días que permaneció junto a su cama en el hospital mientras él se debatía entre la vida y la muerte, y cuando despertó la primera cara que vio fue la de Mike, mirándolo con aquella tez tostada y esa sonrisa amplia como el amanecer de la vida que tuvo, y en la cabecera de su cama de hospital, siempre estuvo la estampa de la Virgen de Guadalupe y una escueta frase escrita en ella: «Para Antonio, el hijo del gachupín que vino de la tierra de María Santísima; y de Lupe, la flor más bonita de Méjico, y la más devota de la Virgen de Guadalupe».
Con los guantes de nitrilo enfundados buscó en los bolsillos del chándal y halló una cartera, en ella apenas diez dólares, su tarjeta de la seguridad social, dos fotografías, y una novela policíaca de dos centavos de una edición de 1940. Cuando miró con detenimiento las fotografías, completamente sorprendido comprobó que una de ellas era la de Lupe, ¡su propia madre!; otra la de un niño de solo unos meses de edad; y en el reverso de la foto de ella rezaba: «para Mike mi gran amor». En la otra: «nuestro hijo Antonio», y firmaba Lupe, con la letra inconfundible de su madre, que él tan bien conocía. Abrió la novela y leyó de un tirón aquella historia barata de un pendenciero sevillano que en una reyerta en un barrio de Sevilla mata a un gitano y huye a Cádiz, y después a América, y que allí entra en contacto con la mafia de Chicago y acaba muriendo de tres disparos en un ajuste de cuentas.
Y comprendió que aquel cadáver era el de su propia vida, todo era cierto; excepto que la ciudad no era Boston; sino Baltimore.

martes, 6 de mayo de 2014

Samedico Angelopulos

Corrían años difíciles para el arte y aún más para Samedico Angelopulos, extranjero y cristiano ortodoxo en un país católico hasta los tuétanos, con el bagaje de poseer un pésimo español hablado y nulo en la escritura y con todas las reticencias de los poderosos hacia él: la Iglesia porque cómo podría fiarse de alguien que ni era católico ni apostólico romano, los otros porque pintaba raro, tanto, que el propio rey lo había despachado con cajas destempladas horrorizado de la manera con la que aquel artista reflejaba en sus obras las cosas de Dios. Pero muchos reconocían en la intimidad, que el rey Filipo no era fino en su gusto artístico, y los que sí lo eran no podían dejar de estar de acuerdo en que aquel griego era el pintor más original que habían visto jamás por estas sobrias tierras. Pero lo malo era que el maldito artista lo sabía, no sólo que se creyese el mejor; sino que estaba convencido de que todos en el mundo del arte así lo reconocían. Y por ello se cotizaba caro, tanto que no eran muchos los que podían permitirse el lujo de encargarle una obra, y eran tan pocos, que el genial y orgulloso pintor llegó a tener tan exiguos encargos que pensó que de continuar así las cosas acabaría muriendo de hambre por mor de su éxito. Y caviló durante días y sus  respectivas noches, sabía que no podía rebajar su cotización sin más; pues entonces su prestigio se hundiría y acabaría confundiéndosele con la pléyade de artistas mediocres que pululaban por los círculos de nobles, clérigos y ricos comerciantes, porque los del  rey estaban vedados a casi todos.
Pero Samedico no sólo era el mejor artista, también el más listo; y lo iba a demostrar. Dedicó tres meses a buscar pintores, escultores, y artesanos en general, que estuviesen en situación de extrema pobreza, y cuando dispuso de un amplio muestrario de ellos, fue examinando uno a uno hasta que formó un grupo selecto de diez hambrientos artistas, que a juicio de Samedico tenían talento natural. Después buscó un destartalado establo por un puñado de ducados, y lo adecentó lo justo para que pudiese servir como taller de pintura. Dos meses más dedicó en enseñarles a reproducir aquello que él les proporcionara. A veces ejecutaba una obra a tamaño real y luego pedía que lo copiasen una, dos y hasta más veces, y él las finalizaba añadiendo algún detalle que les confiriese la categoría de obras únicas; otras veces, en cambio, les daba tablillas hechas a pequeña escala y sus aprendices las reproducían a grandes formatos.
El problema era, que a pesar de que había ingeniado un sistema para la producción de obras en serie del que no había parangón en estas tierras, y quizás en ninguna otra, continuaba sin tener clientes, y además estaba el asunto del precio, pues era consciente de que debería mantener un estipendio suficientemente alto para que fuese prohibitivo para el común, pero no tanto como el que usaba cobrar, que disuadía a una buena parte de las gentes de calidad; y ahora con este sistema podría permitirse ajustar los precios. Aunque aún faltaba algo. Y lo sabía.
Lo estudió días y noches enteras, como solía hacerlo cuando algo lo obsesionaba, hasta que al fin tuvo una idea: pintaría tablillas que servirían de muestrarios en los que representarían cuantos personajes y escenas de la vida de Cristo fuese capaz, y con dos de ellas llevándolas consigo recorrería las casas, iglesias y cenobios de los potenciales clientes y allí los clientes seleccionarían la escena que quisieran que él representase, su tamaño, y los personajes.
Cuando le explicó eso a un amigo conde que además era Grande de España, lo tomó por loco; pero cuando le dio la misma explicación a Pedro Tavera, que pasaba por ser el mayor comerciante en lana de la ciudad de Toledo, en la que él vivía, simplemente le dijo que era un genio y que no entendía cómo perdía el tiempo con la pintura y no se  asociaba con él en el asunto lanar.
Con ese bagaje decidió echarse a la calle. Y aquella mañana, la primera en la que ponía en marcha la nueva estrategia, decidió que visitaría a una rica marquesa viuda, que en el cabo de año de su augusto esposo quería dedicarle una obra magna, en la que se le representase en su entierro, y a la vez ascendiendo a los cielos despedido por sus más fieles y queridos amigos.
Cuando transcurrió un mes de trabajo con aquel encargo supo que se había metido en un callejón sin salida. Las exigencias de aquella excéntrica mujer añosa lo estaban sacando de sus casillas. Todo lo discutía y parecía que no iba a dar posibilidad alguna a la creatividad del artista. Así, le exigía una forma determinada del marco y del mismo lienzo, para que se adecuasen a la ventana que situada en lo más alto de la sala en la que iría instalado el cuadro, permitiría que el primer sol de la mañana iluminase el rostro de su difunto esposo, ya ascendido a los cielos y a la vera del Padre. Por si fuera poco le exigía que a ambos lados de la capilla, en la que  transformaría la sala del cuadro, debería pintar dos retratos de la misma altura que el central; en uno de ellos se representaría a Santa Inés mártir con el rostro de la noble dama, y en el otro a San Pedro, con el de su esposo, pero con la barba canosa del apóstol y los ojos llorosos en recuerdo a la traición a su maestro, y ella quería verlo así una vez muerto, ya que en vida jamás le pidió perdón por sus dos concubinas y los cinco hijos naturales habidos con ellas.
Sabedor de que no tenía otra que acometer y terminar aquella enrevesada, a la vez que apasionante obra, si quería continuar teniendo clientes en aquella ciudad y posiblemente en el país, puso a trabajar sin descanso a todo su taller, y él mismo se enfrascó en la obra.
Transcurrido un tiempo que nadie creería, el trabajo estaba finalizado y duplicado; pues cada parte de la obra había sido ejecutada, por él una copia, y por sus famélicos aprendices otra. Vistas las dos juntas nadie, excepto un necio, hubiese dudado de cuál era la salida de la mano del maestro.
Y el día señalado sus obreros trasladaron toda la obra a la casa de la marquesa, y sin que ella pudiera verla la instalaron, y una vez concluida la faena fue llamada para ser desvelada a sus ojos. Y fue apoteósico cuando la marquesa viuda vio aquel enorme y magnífico cuadro, que ocupaba todo el frontal de la capilla con las dos escenas: la terrenal en la que se representaba el entierro del marqués, y en la parte superior su ascenso a los cielos a su encuentro con Dios Padre; y a un lado su capricho, con su  esposo transmutado en apóstol Pedro arrepentido por sus horribles pecados; y ella en el lateral opuesto convertida en Santa Inés mártir, aquella joven apenas niña que prefirió el martirio a ver mancillada su virtud. Y las lágrimas inundaron el ajado rostro de la marquesa que se arrojó sin reparar en remilgos a besar los pies del maestro. Y este conmovido ayudó a que se levantase y le preguntó por qué lloraba, y ante la  estupefacción e indignación contenida del artista, ella contestó: «Porque por fin cada uno está en su sitio, él retratado como un  traidor, y muerto y en el infierno,  por muy  en el cielo que se le retrate; y en cambio yo observando su  entierro como una mártir, que  es lo  que he sido mientras he permanecido como esposa suya».
Y Samedico, que incluso hacia dudado si su ética le permitiría ejecutar el final del plan, creyendo en un principio que la marquesa se había emocionado por su obra, decidió continuar con él. Le pidió que dejase trabajar a sus obreros para fijar la obra y dejarla definitivamente ultimada, y fue entonces cuando aprovechó para cambiar los tres cuadros pintados por él, cambiándolas por las copias de sus aprendices. Y una vez concluida la faena volvió a llamar a la marquesa, y ante su presencia le preguntó: «Hemos hecho algún cambio, ¿no le parece que ahora incluso cobra más protagonismo las escenas que vuestra merced quería resaltar?»
Y ella emocionada volvió a romper en un incontenible y emocionado llanto.
Y cuando veinte años más tarde murió Samedico, sus deudos hallaron en un sótano protegido por un grueso muro de argamasa y forrado de mármol, más de trescientos magnificas obras, tres de ellas eran el «Entierro del Marqués de Sonseca» que  estaba embalado junto a un «San Pedro lloroso» y una «Santa Inés», y todos iban firmados por «Samedico Angelopoulos», como el resto de los hallados, y con ellos abastecieron a los príncipes y reyes de los más ricos países de Occidente que en vida del artista nunca pudieron acceder a la posesión de un auténtico «Angelopulos», y no eran los únicos pues ciertamente que nadie había poseído jamás uno salido de su propia mano.
Juan Castell 5 de mayo de 2014. Tras la visita a la magna exposición sobre el Greco en Toledo.
Nota del autor.: Cualquier coincidencia en nombres, lugares o hechos que en este relato se mencionan, son fruto achacable exclusivamente al azar, y nada tienen que ver con personajes reales presentes o pasados.