Matías Salem era -quizás- un ancianísimo hombre, de origen judío por parte de padre, que vino allá por los años en los que en Europa se dio por cazar a los hijos de Israel, y sin dar mucho ruido se estableció en un perdido pueblo de la llanura manchega, donde las gentes no usaban de preguntar en exceso por los orígenes de uno, siempre que no se diese que hablar y se mantuviese la compostura; y de esto no podría decirse que don Matías Salem no viniera bien sobrado; pues no lo había más fino y educado en toda la zona del Campo de Montiel, que era dónde se ubicaba la villa en la que él decidió fijar su residencia. Y tanto era su celo en que nadie reparara en su credo, que nunca hizo ostentación en público, ni de filacterias, ni de kipá; ni tampoco ninguno pudo ver jamás en su casa Torá ni menoráh alguno; y aunque hacía sus rezos y cumplía de forma sobrada con todos los preceptos de la ley mosaica, siempre se cuidó de hacerlo en la más estricta intimidad, y nadie supo de él, nada más qué aparentemente era muy ateo, y que las cosas de Dios, y sobre todo de Iglesia, no iban con él; pero como era tan buen relojero, que ese era su arte, y mejor vecino, tampoco es que a nadie; excepto a las cuatro beatas aquello le importara.
Pero en la soledad de su casa, cuando la noche caía y él abría el héjal de su escondida sinagoga y extraía la Torá, Matías se transformaba, era un judío ortodoxo y no pasaba por alto nada de la Toráh, el Talmud o el Tenaj; excepto que osaba celebrar oficios religiosos ignorando el precepto de juntar una decena de creyentes; pues ni en toda la extensión de La Mancha hallaría un número tal, por lo que sin duda pensó que Adonai por ello lo perdonaría
Aunque guardaba un secreto que nadie en aquella villa conocía, y era la edad que Matías tenía. Cuando llegó ya era hombre maduro, pero su barba, que sin ser aparatosa, sí que era poblada, acompañada por los cabellos completamente grises, que contrastaban con su tez clara y su piel tersa; las manos suaves de relojero, y aquellos ojos glaucos que prendaron a más de una dama, y todo ello conformaba un conjunto que le confería un aspecto atemporal; y cuando en alguna ocasión, sobre todo entre las féminas, se dio el tema en hablilla, ninguna de las que opinaron ni de lejos se ponían de acuerdo; pues si unas hablaban de cuarenta y tantos, las hubo que empezaron a especular por los treinta; y hasta alguna se aventuró con los setenta; aunque esta fuese doña Manuela, que del mercado de la coquetería, e incluso del pasar mundano, más de tres décadas hacía que retirada y muerta estaba.
Y es que Matías Salem tenía un secreto: el de la longevidad. Y por ello no era posible que nadie pudiera saber cuántos años cumpliría; e incluso, con precisión, tampoco él lo sabía; pues una vez que se lo preguntó a su padre, este estaba tan mayor que solo supo acertar a decirle, que los Salem tenían un don –que al parecer ahora le llamaban gen-, que les hacía vivir hasta que su memoria perdía la noción de cuándo habían nacido, y de ese modo ni él sabía los años que adornaban su viejísimo cuerpo, ni tampoco ya recordaba cuándo nació su retoño; es decir, él, Matías. Y por ello siempre especuló; intentó hacer memoria de cuál era su recuerdo más tierno; qué era lo que por entonces sucedía; si había vehículos a motor o solo caballos; cómo era la ropa que la gente vestía; pero con esos únicos datos solo podía estimar que entre los setenta y los ciento veinte años estaría.
Pero lo que sí recordaba era lo que su padre le dijo el día que partió de este mundo. Y es que hallándose ya en agonía durante varias largas jornadas, allí en su lecho de muerte, le hizo que a su boca acercase el oído, y con la voz matizada por el último hálito de vida, pronunció una sentencia : «Qué corta es la vida de los humanos, y si lo es la nuestra que somos Salem, cuánto menos lo será la de los otros que carecen del don, pero aún así, Matías, ahora que sé llegada mi hora, me he dado en verdad cuenta de lo corta que es la vida»; y tras aquel discurso se le agotó el don.
Matías sabía que lo que su padre dijo en el momento de su muerte, estaba motivado por la desesperación atemperada de querer seguir viviendo, pero por obvio que fuese el mensaje de aquel epitafio, comenzó a hacer huella en su mente, y día tras día, cuando caía la noche y se tumbaba en su cama mirando a través de la ventana de su alcoba, en las noches de cielo estrellado, y viendo la inmensidad del estrecho espacio infinito que él podía divisar, se sentía tan ínfimamente pequeño, tan instantáneamente finito, que la congoja de la inconsistencia y fugacidad de su existencia le asfixiaba el alma, y comenzó a tener la impresión de que cada segundo era un año; cada minuto una década, y cada día una existencia entera; y fue tal sus desesperación por la velocidad en la que se encaminaba a la muerte, que comenzó a torturarse el alma, al punto, que creyó que iba a volverse loco; y cuando una noche reparó en que llevaba ya más de dos meses sin rezar a Adonai, aterrorizado se le reveló una verdad que su mente había mantenido oculta, y esta era, que había perdido la fe en Él.
Y desde entonces le aterrorizó la muerte, y se dio en ir por las noches al cementerio y miraba las tumbas a la luz de una linterna, o de la luna cuando esta estaba llena y su luz permitía leer los epitafios de las lápidas: “A mi esposo querido”…”Tus hijos no te olvidan”…”Un alma marchó al cielo”…”Por una mala mujer”, infinitas eran las frases, la mayoría de ellas extraídas del catálogo que mostraba el marmolista, cuando acudía a casa de los deudos para vender sus magníficas y seriadas sepulturas, labradas con el gusto de la rutina de los industriales de la muerte; pero a él solo le interesaba saber la edad a la que cada uno de aquellos muertos habían comenzado a serlo; y siempre comprobaba que todos; excepto dos por el momento, habían traspasado el umbral de la vida en edad más joven de la que él suponía que ya tenía; y esto por una parte le reconfortaba, pero por otra le recordaba el “memento mori”, y su miedo y turbación por su muerte próxima y cierta lo aterrorizaba.
De manerta febril y enfermiza leyó todo tipo de obras esotéricas en las que se hablase de la inmortalidad, de los tratos con el demonio, las historias de zombis, de vampiros, o cualquier otra superchería donde se atisbara una esperanza de burlar a la muerte; excepto la religión, cualquiera que fuera; pues definitivamente había perdido la fe.
Desesperado, barajó la posibilidad de suicidarse y así acabar de una vez con la espera, pero le aterrorizaba de tal manera la muerte que desechó la absurda idea.
Y así trabscurrieron diez años más viviendo en una angustia permanente, contando los días en años, los meses en lustros y los años en toda una eternidad que se le negaba.
Pero llegó el momento en el que no pudo más; fue en una mañana del mes de agosto, cuando tas una noche de insoportable calor en la que sus fantasmas se convirtieron en monstruos, creyó que su ciclo en este mundo podría darlo por cerrado; por ello lo dispuso todo y se preparó para el tránsito. Y subido a una mesa y tras tensar la soga se lanzó al vacío...
Sobresaltado, despertó creyendo que aquella cuerda lo había asfixiado, y cuando tras un rato de absoluta confusión volvió a tener consciencia de sí, Carlitos comprendió que todo había sido un sueño, y se prometió no leer nunca más un pasaje de la Biblia, al menos antes de irse a dormir; pues si aquello le había ocurrido por leer la historia de Matusalém, no quería pensar en Jonás, en Juan el Bautista o en Abraham. Terribles efectos secundarios de una inoportuna lectura.