jueves, 21 de agosto de 2014

JORGE

Comencé a sentir hormigueos, cierto dolor y una leve pérdida de fuerza en la pierna derecha, a los cinco días experimenté las mismas sensaciones en la izquierda, y tres semanas después, en una sofocante noche de agosto, entre los cantos de las cigarras, mientras compartía las últimas chuletillas de cordero de aquella magnífica barbacoa, allí en la casa de campo que tenía mi familia en el pueblo, ocurrió que cuando fui a apurar el último trago de vino de la tierra, sentí que algo caldoso se derramaba por mis piernas, y horrorizado comprobé que me había orinado sin darme siquiera cuenta. Asustado, traté de ponerme en pié, pero mis piernas no respondieron y caí de bruces al suelo. Mi padre alarmado corrió a socorreme gritándome una y otra vez:¡"Qué te pasa!" "Qué  te pasa!"
Después de aquello todo sucedió como si estuviese en una nube, pensé que se trataba de una película en la que yo era el protagonista; pero que todo era irreal; pura fantasía.
El hospital; una, dos, tres, cien pruebas, los tac y las resonancias; y al fin el diagnóstico: "Tenernos que enviarte al Hospital Nacional de Parapléjicos para operarte urgentemente. Tienes un tumor".
No me atreví a preguntar nada más que si volvería a caminar, y cuando el neurocirujano me contestó que no, no tuve el valor o quizás no intuí, que hubiese algo peor que aquello.
Tras la intervención siguieron días y semanas de dura rehabilitación, y la quimioterapia, aquellos malditos tratamientos que literalmente me mataban y me dejaban sin fuerzas para el duro trabajo de la fisioterapia. En aquel campo de entrenamiento de los marines, realmente me torturaron, y a la  vez me convirtieron en un auténtico hombre; allí entre todos: compañeros, muchos de ellos aún más inválidos que yo, y aquel personal que con mano de hierro y corazón de almíbar me insuflaron las ganas de vivir y de luchar. Me dije que aquello lo superaría, que continuaría con mi vida aunque fuese en una silla de ruedas. Tenía que hacerlo por mi, pero sobre todo por Ana, mi esposa y por Juanito, mi pequeño de dos años. Y en todo aquel tiempo, cuando en la consulta del neurocirujano y después del oncólogo, yo manifestaba aquellas renacidas ganas de vivir, debí notar que en sus caras no se reflejaba asomo alguno de alegría, ni nada que hiciese atisbar una brizna de esperanza. Pensé, que tan acostumbrados estaban a ser hieráticos, que nada les hacía cambiar el gesto; pero no supe o quizás no quise saber nada más. Tampoco cuando me comunicaron que tendrían que darme nuevas sesiones de quimioterapia, ni cuando comencé a recibir elevadas dosis de corticoides que me hincharon el cuerpo y me deformaron el rostro. Ni una sola vez descubrí a mis padres llorando ni lamentándose, se mantuvieron firmes y fuertes apoyándome;  sí, en cambio, descubrí a Ana una mañana llorando amargamente y blasfenando. No le dije nada ni le pregunté por qué lloraba, de sobra lo sabía, o al menos eso creéia; pensé que una mujer joven con apenas treinta años, se veía condenada a vivir con un inválido, que ni  siquiera ya podría ser el hombre que ella esperaba; pero no, me equivoqué, no lloraba y blasfemaba por eso, o al menos no sólo por eso; ni tampoco los médicos eran hieráticos por costumbre,  y por ello no compartían mi ignorante alegría; no, no era por eso. Y ahora lo sé, en este momento, en el que desde aquí arriba los veo a todos reunidos alrededor de mi cuerpo sedado, aún con un débil hálito de vida a punto de extinguirse, y no sé por qué, pero ya no siento ningún dolor, ni tampoco pena, ni por ellos ni por mí; allá veo una luz, allí alguien me espera; siento ahora un inmenso bienestar, un placer infinito, los veo llorar, pero no me atribulo por ello, solo me invade una gran felicidad, un gozo infinito,  y veo una luz que brilla como mil estrellas, y con la fuerza del Universo me atrae hacia ella; y me voy, me fundo con ella, y ahora sé que no hay en el mundo ninguna palabra, ninguna idea, nada que pueda definir el gozo que siento, que no es otro que el del reencuentro con el Universo eterno.
Dedicado al hijo de un amigo que solo hace unos días nos dejó, sin duda, para ir a un lugar mejor.

JAIME


A lomos de aquel caballo de chatarra, plástico y sangre, desbocado con los bríos de la inconsciencia de un ser indestructible, superviviente de una vida ordinaria, embriagado de proyectos de futuro, de ilusiones de papel y de esperanzas vanas, todas ellas destruidas en un instante, borradas del futuro, exterminadas de la faz de la Tierra; solo bastó un suspiro, y que aquella bestia sin voluntad ni consciencia, no reparara tu error; aquellas órdenes nefastas, que tornaron la carretera en abismo; a aquel corcel en emisario fúnebre; aquella piedra en martillo de muerte, y a esa hora aciaga bajo un manto de estrellas en los campos de La Mancha, en un tiempo de luto, negro como el humo de mil hogueras de penas de las gentes que quedaron huérfanas de tu presencia. En aquel campo baldío quedó el alma de una madre, de un padre, y de una mujer viuda por causa del monstruo que devora seres, ilusiones y esperanzas; allí quedaron también las vidas ya no compartidas de dos hijos sin padre;  toda la culpa fue de ese animal sin alma, que inconsciente un día tras otro,le lleva su tributo de muerte al dios Saturno de la carretera.

sábado, 16 de agosto de 2014

Ted

Eran las seis de la tarde de un sofocante día de agosto y el tedio lo estaba matando. Tomó una cuartilla de papel y un bolígrafo, tras ello se sirvió una generosa jarra de gaseosa de zarzaparrilla sin azúcar con dos cubitos de hielo, encendió el ventilador, se desabrochó la camisa y se dispuso a matar a alguien.
Ted, aquel escritor fracasado, alcohólico, aunque en proceso de rehabilitación, y recién divorciado, se ganaba de mala manera la vida escribiendo novelas policiacas baratas, que quizás por caridad, le publicaba una editorial marginal que había accedido a tal cosa por la intercesión del padre Gregorio, que era quién estaba a cargo del centro de rehabilitación de alcohólicos de la parroquia de aquel barrio marginal de Buenos Aires.
Creía haber matado ya de todas las maneras posibles, haber descrito las situaciones más inverosímiles, había dado mil giros a sus tramas convirtiendo en asesinos a los personajes más inofensivos en apariencia; y en aquel momento ya no se le ocurría cómo innovar; así que decidió comenzar a escribir sin tener la menor idea de argumento alguno, de ningún personaje ni de ninguna trama. Dio otro trago al vaso de zarzaparrilla, movió ligeramente el ventilador hacia él y se puso a ello.
Y cómo no se le ocurría nada decidió escribir un poema:
Tedio, sentimiento del alma apagada, de la frustración de una vida gastada, de la desesperación de las ilusiones y del vacío del pensamiento...
Aunque no le pareció mal esta hilazón de palabras, sintió que conforme iba escribiéndolas una pena honda le atravesaba las entrañas, todos sus más angustiosos recuerdos pasados se  agolparon en sus pensamientos, pugnando por brotar y ser reflejados en aquella página de versos. Y sintió una pena profunda, una angustia vital que le cegó el entendimiento. Buscó desesperadamente una botella, ¡qué más daba si era de vino, de ginebra o de absenta!; pero no halló nada, ni una gota de alcohol, ni un miserable frasco de colonia. La angustia le devoró toda esperanza, frente a él una ventana, más allá el firmamento con todas las estrellas de los hombres fracasados, de los poetas muertos; no lo pensó siquiera y en aquella novela de su vida ahora él era el muerto de su argumento.
Alli en la calle yacía el cuerpo de un hombre sin rostro y en el cielo una estrella brillaba en la constelación de los poetas muertos.

viernes, 15 de agosto de 2014

Pateras

Keita, Abiba, Salif y Aiddi, componían una familia como otra cualquiera de los dos mil millones que ya existían en el mundo, era una de tantas, como podía serlo una de Kentucky, o de Renania; de Andalucía o de la Patagonia. Sólo que ellos eran africanos, de Guinea concretamente, de aquella tierra del África Occidental bendecida por sus riquezas naturales, sus ríos, su abundancia de vegetación y por la alegría de sus gentes; hasta el color de ébano de su piel era de una belleza singular, no menos que sus  perfectos dientes de marfil africano, y sus esbeltos y musculosos cuerpos, esculpidos para afrontar grandes desafíos y misiones épicas. Como esta, que desde hacía seis meses había iniciado la familia de Keita, que harta de vivir en la más completa miseria, en aquellas tierras bendecidas de África, habían decidido liar el petate, y él un orgulloso guerrero mandinga,  junto a su joven esposa Abiba, intentaría, con sus dos hijos a cuestas, alcanzar el paraíso de Europa.
Vendieron todo lo  que poseían, que no sumaba más que una miseria; pero con ello y con sus cuerpos de músculo, marfil y ébano, tomaron el camino de Conakry primero, y Bamako después, y siguieron Dakar, Nuacchott y Novadhibuv; y fue aquí donde la suerte pareció abandonarlos, pues fueron detenidos por la policía y llevados a un centro de estancia temporal de inmigrantes, que al parecer financiaba España en aquella tierra de Mauritania. Les dijeron que les darían alojamiento durante unos días y que después los devolverían a Guinea. Y cuando Keita informó a su querida Abiba de que había finalizado su odisea, esta, en un mar de lágrimas, le dijo que si realmente era un auténtico guerrero mandinga, como él se jactaba de serlo, debería hacer algo y no rendirse a la primera. Aquello le removió a Keita las entrañas; se levantó del camastro y salió al patio, miró al cielo y en aquel firmamento de estrellas buscó a sus ancestros, como le había enseñado a hacerlo su padre y a este el suyo; y así desde que el primer mandinga apareciera en la faz de la Tierra. Y aquellos astros, de sugerentes nombres mitológicos para los astrónomos o navegantes, en él componían un firmamento donde brillaban con luz propia las almas de los mandingas que en otros tiempos poblaron la Tierra. Y a ellos se dirigía implorando su ayuda, su consejo y su guía.
No tenían apenas dinero, desde luego no el suficiente como para sobornar a algún guardia del centro y que aún les restara algo para continuar viaje. Pero a Keita aún le quedaba algo; y solo pensar en perderlo era como si le arrancasen el alma; el único bien que su padre le dejó en el mundo: una raíz de baobab tallada, con la forma de la cara de un ancestro, que en un tiempo ya lejano fue el rey de su tribu; aquella reliquia engastada en marfil y oro era su única posesión material en este mundo.
Le costó el alma; pero pudieron continuar viaje y a través de la costa mauritana alcanzaron Agadir, Casablanca, y por fin Tánger, y allí ya completamente exhaustos buscaron cobijo en una inmunda habitación de una chabola del barrio más miserable de la ciudad. Y después solo quedaba la espera. Sabían que aquel viaje hacia la tierra prometida, en busca de otro mundo, el del bienestar; aquel en el que los hombres eran respetados en su dignidad, sería la epopeya de su vida y que sin duda podría conducirlos directamente a la muerte.
Aguardaron pacientemente varias semanas, viviendo de la solidaridad de gentes tan miserables como ellos, que compartían la nada como si de manjares se tratase. Y una mañana poco más tarde de que el estallido de luz del alba limpiase la negrura de la pobreza, les avisaron que estuvieran prestos para partir; todo estaba listo,  la vigilancia había dejado via libre y la patera ya esperaba.
Salieron aún de día, lo que era un hecho poco habitual; aunque a veces la vigilancia marroquí recibía la orden de retirada, como ocurrió en esta ocasión. Y Keita y Abiba se las prometieron muy felices; el día estaba claro, solo unas nubes oscuras salpicaban la línea del horizonte; pero nada hacia presagiar que no fueran a llegar sin novedad a la costa española, y una vez allí, ya se vería.
Pero a la mañana siguiente, los informativos de España entera, abrían con la noticia de que una patera procedente de Marruecos había zozobrado, mueriendo veintiséis personas, y solo hubo un superviviente: una niña de no más de tres años, que al cuello llevaba atado un pequeño trozo de madera y en él había grabado un nombre: "Aiddi".

miércoles, 13 de agosto de 2014

En un lugar de La Mancha...

En un lugar de La Mancha cuyo nombre ya anunciaba que más tarde recibirías una llamada, aquella en la que un Dios –en este caso el tuyo-, te reclamaba para servirle, en carne de tus semejantes, por eso estudiaste teología, filosofía y todas aquellas materias que requerirías para llenar tu espíritu de vida y de conocimientos; pero no te valió con eso, pensaste que deberías dar algo más a tus semejantes, a aquellos desheredados que pueblan esta tierra maldita, bendecida por mil dioses que hablan en idiomas claros para los que los estudian, pero que no entienden los seres que la pueblan, que aun no han hallado la piedra roseta que desentrañe los arcanos del mensaje de ellos que promuevan la convivencia fraternal en la Tierra.
Por ello estudiaste Medicina y elegiste la Orden de San Juan de Dios, tú tuviste tus razones, yo no quiero analizarlas, solo sé que te marchaste a dar lo que tuvieras en aras de aportar un granito de arena, quizás una roca enorme en un desierto infinito de miseria, desigualdad e injusticia. Elegiste África, el continente negro, el de la esperanza de millones de seres, que unas veces los virus, otras la guerra, las más el hambre, y siempre la desesperanza, forja hombres pletóricos de alegría, sin razón que valga, no les queda otra que cantar mientras tengan garganta, bailar si tienen piernas y correr cuando vienen mal dadas; y por ello escapan, por tierra, por mar y hasta por aire, agarrados a una rueda de un avión si hiciera falta, para escapar de la muerte y de lo que aún es peor: de la miseria.
Y allí llegaste tú, y gastaste tu vida, en mil batallas, baldías dirían algunos, pero eso…eso que se lo digan a tu alma, muchos años estuviste, y aún muchos te esperaban, pero un maldito virus, otro más de los que medran en estas tierras y entre estas gentes desheredadas de toda esperanza. Pudiste huir y no lo hiciste, sin medios era más que un suicidio permanecer en aquella frontera de incomprensión, impotencia y derrota cierta; no os querían los nativos, siempre tuvieron recelos, aún menos las autoridades, siempre fuisteis una amenaza; y en tu tierra, aquí en La Mancha, en el corazón de las Españas, solo en un pequeño pueblo, predestinado a que tú nacieras –La Iglesuela que la llaman-, todos sabían, que tú allí estabas, en África; dándolo todo, tu vida y tu alma.
Y no fue Dios quién lo quiso, ni siquiera lo permitió, fue el maldito virus del Ébola, que como ya venías anunciando y por mor de la carencia de medios -un falso negativo lo llamaron-, te alcanzó de lleno, y contigo a la hermana Chantal y a tu hermano, el religioso George Combey, como a otros cientos, a otros miles, en aquellas tierras de olvido y miseria.
Y cuando enfermaste, los tuyos reaccionaron, tu Orden es poderosa y no quiso dejar a uno de los suyos abandonado a la suerte de África, y tu Gobierno, quizás obligado por no ser menos que los americanos, también decidió traerte. Y tú enfermo, débil, asustado como hombre, como lo estuvo el mismo Jesucristo, sabiendo que te morías, con lo que te restaban de fuerzas, intestaste que contigo llevaran a tus hermanos; pero ellos no eran españoles, no podían ser evacuados, y tú ya no tenías fuerzas ni razón para seguir luchando, tu enemigo era ahora una minúscula criatura de Dios, o quizás más bien del diablo.
Te trajeron los de Hollywood, grandes héroes de las más grandes superproducciones, y todos se colgaron medallas, allí en un destartalado vehículo subido en una miserable camilla, te transfirieron a los productores de la Guerra de las Galaxias. Y aquí, en Occidente, todos los medios siguieron conteniendo la respiración retransmitiendo tu traslado, como si se tratase de la final de la Champions. Te bajaron en Barajas, y el locutor de la tele, el de la radio, y hasta el tuitero, decían que ya llegabas, en una urna de plástico. Eligieron un hospital y todos se asustaron, pronto se alzaron voces que no querían que tú y tus virus allí en aquella ciudad sanitaria entraras, los políticos argumentaron que te habían buscado un lugar mejor, lejos del ruido, preparado al efecto; pero no era más que un hospital de gran lustre de otros tiempos, que ya se hallaba semiabandonado y por cuyos pasillos solo moraban los fantasmas de aquellos que allí  murieron de sida o de tuberculosis resistente a los fármacos. Limpiaron deprisa una planta, y toda ella la vaciaron, prepararon las escobas, los cogedores, la lejía, los guantes y las batas.
Y ya en Hollywood todo estaba preparado, para retransmitir al mundo como se hacen las cosas en España. Todos los países pedían la fórmula de cómo podía organizarse todo tan presto. Y tú antes de perder lo poco que te restaba de oremus, dijiste que no querías que de lo tuyo hicieran un circo, que tu familia dispensaría lo que los de Hollywood debieran saber. Y estos solo decían que seguías estable, que todo iba por buen camino, y hasta un suero milagroso trajeron de los Estados Unidos, que allí ya estaban utilizando con sus dos enfermos, y también le dieron un poco a los de la OMS, y dijeron que algo sobraría para África. Pero ayer por la mañana a todos nos dieron con un mazo: "El salesiano ha muerto", dijeron todos los medios.
Y ahora nadie se explica cómo ha ido todo tan rápido. Tuviste viaje de primera, pero nada más que eso; sobreviviste en unas horas a aquel que quedó en un jergón de un miserable hospital de África, "el primer no africano que muere de Ébola fuera de África". Todos callan el fracaso; ahora solo interesa deshacerse de tus despojos, ya no eres el protagonista de la superproducción de Hollywood, solo un residuo biológico peligroso. Te sacan casi a escondidas, y sin más trámite te llevan a un crematorio, y allí te dan fuego, y ya virus y cuerpo se han transmutado a un simple y vulgar brasero de ceniza de carbón y calcio. Pero tus cenizas no son solo eso, son parte del Universo, y a él volverán un día para formar parte de lo que siempre perseguiste, por lo que luchaste y por lo que diste tu vida. Descansa en paz, padre Miguel Pajares.

martes, 12 de agosto de 2014

Criaturas

Nada hubiera podido aventurar que la vida pudiera tornarse tan difícil para los individuos de aquella especie. Durante más de un millón de años no les habían faltado territorios para colonizar en los cuales poder criar a sus progenies sin esfuerzo. Siempre habían tenido quienes trabajaran para ellos y les permitieran expandirse más y más; incluso solo unos años antes habían desarrollado nuevos ingenios que les permitieron medrar en la sociedad hasta convertirse en una seria amenaza para otros, y un orgullo para su estirpe; pero las nuevas armas que se habían ido desarrollando contra  ellos amenazaban con su expansión, y era más que probable que si las cosas continuaban así pudiera ser que incluso acabasen con su  propia existencia. Y no podían tomarlo en broma, pues la historia reciente había proporcionado notables ejemplos de familias enteras de otros seres próximos a ellos amenazados con la extinción o incluso completamente extinguidos. Y es que aquellos antivirales de tercera generación, junto con todas las medidas ya adoptadas para evitar su transmisión estaban poniendo a la familia de virus de la hepatitis C al borde de la  extinción. Y eso sin duda era una excelente noticia para la especie humana, pero muy mala para la biodiversidad.

El Duelo

Todos en la redacción del diario El Primero de la Mañana tuvieron por cierto que la columna con la que se despachaba aquel día, el no menos reputado que polémico redactor del periódico, el insigne Tesifonte Plata, traería graves consecuencias; posiblemente para el rotativo y sin la menor duda para el periodista.
Aquella mañana había cruzado una línea roja en su persecución al duque de Mandangarín. Y es que ocurrió que tras tres editoriales, en las que había dado cuenta a sus lectores de los sucios manejos del noble, el cual aprovechándose de su cercanía al Rey y de su privilegiada posición con los más importantes banqueros del Reino había atesorado grandes riquezas y mancillado las buenas maneras de  gentes tan importantes, y Tesifonte Plata, que así se llamaba aquel juntaletras, había escrito este último editorial que había hecho saltar las alarmas, y que motivaron que el mismo Ministro de Justicia diese orden al Fiscal General del Reino para que abriese diligencias informativas; aunque esto no fuese más que un mero paripé, y como el ínclito Tesifonte así lo entendió también, decidió que lo mejor sería intentar sacar al noble de sus casillas dándole una estocada mortal; y para ello no tuvo mejor ocurrencia que escribir un bello relato en el que un importante caballero al servicio del Rey, tras toda una vida dedicado a su familia, encontraba por fin el amor en un joven efebo, y dispuesto a vivir un apasionado romance con aquel adonis, lo dejó todo y se fue a vivir con él a un palacio de nácar, marfil y oro, que había construido para su amado con los bienes acumulados del saqueo durante años de las arcas del Rey. Y ni siquiera a un necio se le escaparía que Tesifonte en aquella historia se refería al mismo duque de Mandangarín, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla.
Y la respuesta no se hizo esperar. El duque tenía por costumbre tomar su desayuno continental acompañado de la lectura de la prensa del día, y entre esta siempre ocupaba un lugar destacado en la mesa "El Primero de la Mañana", y por si acaso siempre comenzaba su lectura por la columna de Tesifonte; así que aquella mañana, tras dar un sorbo al café, se dispuso a completar esta parte del ritual matutino.
Y cuando el duque leyó aquel libelo, le cambió la faz de color, y su delicada piel de noble tornada blanca y transparente por mor de estar protegida del sol y apartada de los rudos trabajos manuales de los pecheros, sirvientes y demás obreros manuales, se vio tornada bermeja y se le removieron las mismas bilis producto de la cólera que le invadió sus entrañas, y de su garganta salieron palabras altas y gruesas, y sin más dilación a puro grito mandó llamar a dos de sus asistentes y les transmitió instrucciones precisas; y estos sin demora alguna llamaron al cochero, dándole indicaciones para que de inmediato los llevase hasta la calle de la Nueva, donde se ubicaba la redacción del Primero.
Cuando Tesifonte vio a aquellos dos caballeros perfectamente uniformados que preguntaban por él, tuvo por cierto por cuenta de quién venían; y cualquier duda se disipó cuando uno de ellos se quitó un guante y de forma casi ceremonial le golpeó suavemente la cara, tras lo cual lo arrojó al suelo, al tiempo que le hizo entrega de un sobre lacrado, en el cual de forma ostensible podía reconocerse el sello del duque con la flor de lis y el caballo rampante en campo de gules.
Una vez que se marcharon los dos asistentes del duque, Tesifonte procedió a romper el lacre y extraer el tarjetón que contenía. Era este de un papel de excelente calidad y elevado gramaje, y en aquel tarjetón resaltaba estampado de manera ostentosa y en relieve el escudo de armas del duque, junto a un más que pomposo encabezado con los títulos nobiliarios, resaltando su condición de «Grande» –pero no haciendo mención que era de segunda clase-,  y tras el protocolario tratamiento y encabezamiento de la epístola, guardando las formas hasta en el más mínimo detalle, contenía un claro mensaje:
«Tenga a bien designar padrinos y hágame saber el lugar de reunión con mis secretarios para consensuar los detalles de la satisfacción que le exijo, en el caso de  que en el diario de mañana no rectifique el ignominioso libelo de hoy, colofón de las infamias que ya lleva vomitando en su infame columna».
Tras ello, la fecha y una barroca firma y rúbrica del I Duque de Mandangarín –pero también sin hacer mención a que lo era en condición de consorte.
Y después de concluir la lectura Tesifonte se dejó caer en su sillón.
Aquello no tenía vuelta atrás, o huía y se exiliaba en Francia, en Portugal, en Berbería, o saltaba el charco con destino a las Américas, o debería afrontar aquello como un caballero, o como un insensato suicida qué quizás fuera lo que en realidad más lo definiese; pero de cualquier forma y recordando la frase que su recio abuelo decía allá en la árida llanura manchega de «recuerda hijo, antes muerto que perder la vida», que nunca acabó de comprender si su abuelo se refería a que había que apechugar con lo que viniese, o que era preferible poner pies en polvorosa; pero se decidió por lo que era más que evidente que había que hacer.
Y sin más dilación llamó a dos de sus compañeros redactores y les pidió que actuaran de padrinos suyos en aquel duelo de honor, y aunque tanto Necrólogo como Regino –que eran las gracias de los encargados de los obituarios y de las cosas de la Casa Real, respectivamente-, en un principio se negaron rotundamente a ello; tras la insistencia de Tesifonte no tuvieron más opción que claudicar; y aún no era media mañana cuando ya se dirigían a la casa del duque para parlamentar lo que hubiera con los secretarios de la otra parte, que en este caso era la ofendida. Y a ello fueron sin más instrucción de Tesifonte que: «Haced lo que podáis»
Y lo que pudieron no le gustó mucho a Tesifonte, y esto era que en dos días, en la Pradera de Santa Remigia, lugar tranquilo donde los hubiera, a eso del alba, que por este tiempo venía siendo a las ocho menos algunos minutos, se presentarían en sus respectivos carruajes, los siguientes: el ofensor, es decir Tesifonte; el ofendido: a la sazón el duque; y cada uno llevaría dos padrinos; y a pesar de que esto se discutió largamente pues el duque quería tres, para seguir la norma francesa, los periodistas dijeron que no había que meter a más gente en este desagradable trance, y se salieron con la suya. Además cada parte llevaría un médico, y se designaría un juez de campo, que por acuerdo de ambas partes sería don Segismundo Paz del Mundo, que era académico y enemigo de las guerras; pero aún más lo era de que a uno no le dejaran mancillado el honor; por lo que estaba asegurada la neutralidad y el buen hacer de aquel duelo.
Y los padrinos, cuatro, decidieron por unanimidad que usarían de pistola como arma reparadora del  honor mancillado, en uno, y del derecho a opinar, del otro. Y aunque ninguna parte lo confesó a la otra, en un caso se elegía el arma de fuego por la impericia absoluta de Tesifonte en el manejo de la espada, y en el caso del duque la penosa enfermedad gotosa, que desde ya hacía tiempo le aquejaba, y que lo tenía más bien impedido para florituras de esgrima.
Si bien el arma tenía el derecho a elegirla el ofendido, y lo fue de fuego, por las razones aducidas, en cuanto a la distancia y el número de disparos debería ser consensuado; pues al elegir este tipo de armas ya holgaba decidir si sería el duelo a primera sangre, a primer disparo, o a muerte o imposibilidad física para continuar por parte de uno de los duelistas; pues un disparo podía hacer cualquiera de las tres cosas o ninguna. Se decidió en este sentido que se haría de la forma más clásica, pero también en su variante más peligrosa,  y se dispararía una vez y después ya se vería el resultado, y si con él el agraviado se sentía o no satisfecho; y además si ambos aún se encontraran en condiciones de continuar; y en función de todo ello el duelo se interrumpiría, o se continuaría con la siguiente tanda de disparos; y luego ya se vería.
Pero el mayor desacuerdo surgió en la distancia; pues mientras los periodistas conociendo la nula pericia de Tesifonte para el disparo de armas, preferían una distancia corta, los padrinos del duque, sabedores de que este había sido un consumado tirador; pues estuvo al mando de un batallón de fusileros, prefería una distancia más larga desde la que poder acertar al felón y mantenerse a salvo de los disparos de este, que a buen seguro irían más tuertos que sus palabras. Acordaron optar por un clásico: cuadrado de treinta pasos de ancho, y dejarían caer pañuelos, uno en cada esquina del campo, del «honor» que llamaban.
Y llegó aquel lunes 2 de noviembre de 1889, día de difuntos, y eran las siete horas y cincuenta y tres minutos, hora oficial para que el sol apareciese por el horizonte del oriente de aquella pradera de Santa Remigia, aunque no lo hiciera de forma claramente visible; pues el cielo estaba encapotado de nubes amenazantes de tormenta, que si Dios no lo remediaba, hasta era posible que alguno de aquellos dos no lo volvieran a ver más, al menos a este lado del mundo, el de los vivos; y también era onomástica macabra que el día del duelo, fuese el de difuntos; pero el azar así lo había querido, o el atino de Tesifonte al escribir su columna en vísperas, o la premura del duque en dar su respuesta; o de los padrinos por no demorar más de lo necesario lo irremediable.
Y allí en el Campo de Honor estaban todos los que debían, y eran estos los duelistas, el ofendido y el ofensor; con sus respectivos padrinos, llamados también segundos, dos por cabeza; los médicos, uno para cada posible herido; y de forma casi milagrosa consiguió un sacerdote, pues los clérigos lo tenían tajantemente prohibido; pero el poder todo lo consigue, y este sacerdote, amigo del duque, allí estaría por si acaso fuese preciso dar los santos óleos, que nunca se sabía en tales trances. Pero el «pater» permanecería oculto en un carruaje y nadie sabría de su existencia, de no ser requeridos sus servicios; y eso lo dirían los médicos; y naturalmente el duelista, aquel de los dos que estando en  trance de muerte diera su venia para la aparición de tan santo pájaro de mal agüero.
El duque iba vestido con una sencillez que realzaba su elegancia: pantalones de montar ceñidos, botines bajos con suela de caucho antideslizante, camisa de seda con chorreras y chaquetilla de terciopelo púrpura, y tocado de un sombrero de ala ancha con plumaje de faisán del Ródano. Hubiera preferido usar uniforme de comandante de fusileros, pero dado que el trámite era ilegal no quiso comprometer a tan honorable cuerpo del glorioso ejército patrio.
Tesifonte, por su parte vestía de a diario, de simple reportero, traje oscuro raído por los codos, zapatos negros con suelas gastadas de cuero, y como único aditamento una pajarita anudada al cuello.
Cierto era que lo usual era que fuesen ambos duelistas vestidos a la guisa que se usaba para estos trances, que era ir ataviado con levita oscura o negra, camisa blanca que después era ocultada por el cuello levantado del sobretodo para que el blanco no sirviera de reclamo. Pero era tal la superioridad moral y la seguridad en su victoria que tenía el duque, que en las condiciones exigió que cada uno vistiese a su gusto, y así demostrar también en eso la diferencia de calidad entre ellos.
Siguiendo con el protocolo, los segundos hicieron el paripé de decirle al uno que se disculpara y reparase el honor mancillado, para que el otro diese por buena la retractación y no llegasen a medidas tan disparatadas, como las de tratar de acertarse una bala en la mollera; pero como de esperar era, Tesifonte negó con la cabeza y afirmó de forma rotunda que en sus textos no sobraba ni una coma, y que si acaso faltaban verbos, adjetivos y hasta sustantivos; y ante la furia contenida del duque el trámite se dio por concluido; por lo que el juez de campo dio paso a la siguiente escena de tan execrable tragedia.
La caja que contenía las pistolas del duelo era una auténtica joya, que había sido adquirida con el dinero del duque y la gestión de los cuatro padrinos, en un conocido anticuario de la ciudad que con gran minuciosidad procedió a limpiar, preparar y probar las armas en presencia de los cuatro segundos, y cuando estos estuvieron completamente satisfechos, y los dos que actuaban por parte de Tesifonte dieron por bueno que aquellas armas no habían pertenecido a don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla, dieron el visto bueno para su adquisición.
Se trataba de dos magníficas pistolas de avancarga firmadas y rotuladas en la caja y en una de los cañones con la inscripción: «F.Ulrich in Stuttgart 1828». La caja contenía cuatro cañones intercambiables, dos de ellos con ánima rayada de 12 mm de calibre –se eligió esta por ser más mortífera- iba provista para funcionar con llave de sílex o de pistón, la empuñadura era de forma curvada y plana y cuadrillada para facilitar su sujeción; además había un cebador periforme metálico, una baqueta para cargar las armas de antecarga, un mazo de madera y un pincel para limpiar las armas, y además las balas de plomo y los fulminantes.
Pero lo más terrible y que a Tesifonte se lo habían ocultado para que no se le aflojase el ánima, era que el duque había exigido de entre el menú de los posibles, el método más arriesgado, y este consistía en usar cuatro balas a quince pasos de distancia, y disponiendo nada menos que de un minuto para apuntar. Y esto era un suicidio, o un homicidio, dependiendo desde el punto de vista de cuál de los dos contendientes se mirase.
Una vez que todo estuvo listo, los segundos examinaron las ropas del uno y del otro, para comprobar que no portaban impedimentas para los proyectiles, tras lo cual el juez de campo dirigiéndose a los duelistas dijo:
«Señores: ustedes conocen perfectamente las medidas pactadas a las que han dado su aprobación -y Tesifonte no creyó conveniente contradecirlo-, y respeto que no han de faltar a ellas. Les entregaré las pistolas y, en cuanto yo lo  ordene, se colocarán en la guardia convenida. Preguntaré por la  palabra ¿Listos? Si están ustedes dispuestos y, una vez que ambos se hayan contestado afirmativamente diciéndome ¡Ya!, esperaremos justo un minuto menos tres segundos,  una vez cumplidos daré tres palmadas acompañadas de las palabras, Una,  Dos, ¡Fuego! No varíen ustedes las pistolas de su posición hasta que dé la primera palmada, y disparen simultáneamente cuando pan la voz de fuego. Una vez que hallan disparado ambos, veremos los resultados y según  lo pactado daremos por concluida la satisfacción o continuaremos».
Los segundos prepararon las pistolas, y tras ello el juez se la entregó primero al duque y luego al periodista, tras haberlas examinado él detenidamente.
El duque de mostraba impertérrito, tal y como le obligaban las buenas maneras a un noble con la categoría de Grande -aunque fuese de segunda clase-, y duque -a pesar de serlo en condición de consorte-, y no dejaba traslucir ansiedad alguna;  su rostro con la mirada alta simulaba que aquello no iba con él, y que carecía de la menor importancia, en una impostura encomiable para alguien que como él había adquirido la sangre azul por la bragueta.
Por su parte, Tesifonte era un evidente manojo de nervios, con las manos temblorosas y sudando de forma profusa, a pesar del extremo frío de aquella mañana de difuntos de primeros de noviembre, y tal era su descompostura que se halló a un tris de echarse a llorar a los pies del duque implorando su perdón, retractándose de sus artículos y prometiendo retirarse del periodismo. Y a punto estaba de hacerlo cuando el juez de campo preguntó a ambos lo pactado: "¡¡¡¿Listos?!!!" ¡Listo! -dijo el duque. ¡Li...s! - dijo Tesifonte sin terminar la palabra, y con un tono de voz inaudible que obligó al juez a rogarle que repitiera la respuesta. ¡Listo! -dijo al fin el periodista.
Y el procedimiento se puso en marcha.
Los cincuenta y siete segundos comenzaron a contar. El juez miraba su reloj dotado con cronómetro; el duque continuaba impertérrito sin mover un músculo, con la mirada alta y la mano firme sosteniendo la pistola intentando fijar el blanco; mientras que Tesifonte dibujaba una estampa desaliñada y patética, sudoroso, con la cabeza baja mirando de soslayo a su oponente, y sosteniendo a duras penas la pistola en horizontal por el tremendo temblor de manos que le atenazaba. Y viendo tan patética escena nadie podría apostar que el periodista fuese capaz ni  de hacer disparar el arna.
Todos los presentes mantuvieron la respiración cuando el juez pronunció las palabras: Una,  Dos, ¡Fuego!
Se oyó un solo disparo y el cañón del arma del duque humeó,  su descarga pareció que había alcanzado de lleno a su oponente; pues Tesifonte había caído al suelo,  pero tras la comprobación del cuerpo del periodista se comprobó que no estaba herido, y tras ser ayudado a ponerse en pié todos repararon en que nadie sabía adónde había ido la bala del duque.
El juez preguntó: ¿Señor duque ha quedado usted satisfecho? Y como no cabía pensar otra cosa contestó con un rotundo «No». «Pues continuemos» -sentenció el juez.
Y comenzó de nuevo la escena.
Tesifonte empleó unos minutos en tomar conciencia, primero de que aún estaba vivo, y luego de que la bala no había impactado en ninguna parte de su anatomía; a pesar de lo cual y tras su torpeza provocada por el pánico que paralizó sus músculos, al punto de no poder disparar el arma, tuvo por cierto que su esperanza de vida o al menos de integridad física, podía contarse en sesenta segundos; y no había concluido esta reflexión cuando oyó de nuevo las fatídicas palabras del juez: Una,  Dos, ¡Fuego!
Y esta vez se oyeron dos disparos y la atmósfera del lugar parecía hacerse espesado al punto de que hubiera podido cortarse con un cuchillo la tensión que reinó por unos instantes; justo hasta que juez, segundos, médicos, duelistas y hasta el cura desde su escondrijo, tuvieron por cierto que aquellos dos habían vuelto a errar el tiro.
Y vuelta a empezar.
La misma escena y de nuevo el juez: Una,  Dos, ¡Fuego!
Uno cae al suelo, esta vez ha sido el duque, carreras en pos de él, todos se esperan lo peor, seguro que está mal herido; lo examina su médico y da su dictamen: «ligera quemadura en la cara y moratón por el retroceso».
Se repite la jugada y se obtiene un resultado parecido.
Y ya las risas aparecen, todos miran al duque de soslayo «comandante de fusileros», «pero lo será de un batallón de ciegos», «¡qué vergüenza de duelo!» «Nunca vióse cosa igual», «jamás tanto desatino» Y no se ríen de Tesifonte; sino todos del Grande duque y comandante ¡de fusileros!
Y por la mente del duque ya pasan las primeras páginas de los diarios, ya ve las chanzas y las jerigonzas, y el ridículo más absoluto; ya todo fa igual; que le acierte a  aquel juntaletras; que aquel se retracte, se humille o se arroje a sus pies; su honor podría quedar restablecido pero su honra de militar y de Grande mancillada para  siempre y el ridículo seria recordado en los anales del Reino.  Le sacarían coplillas,  le harían parodias en los cabarés y hasta en los circos;  los ciegos por la calles de su puntería se mofarían; y ya por cierto tenía, que ya jamás de su palacio nunca saldría.
Y entonces de nuevo se oyó: Una,  Dos, ¡Fuego!
Un solo disparo se oyó, y un cuerpo cayó al suelo, el del duque; corrió el cura; voló el médico; saltaron los segundos; y todos rodeando aquel cuerpo comprobaron horrorizados que él mismo de un certero disparo se había volado la cabeza.
Pero aún le restó un hálito de vida y no fue para pedirle al cura el perdón de Dios Nuestro Señor,  ni siquiera a Tesifonte que se retractara, solo dijo: "Decid que me  ha matado él de un certero disparo".
Y tras decir aquello, don Elsípides Ladrón de Guevara y de Castilla. I Duque de Mandangarín –consorte-. Grande del reino –de segunda clase- expiró.
Juan Castell 18 de junio de 2014. En homenaje a un rey que se va y a otro que viene. ¡Viva el Rey!


Mi capitán

Millones de sonrisas arrancadas a seres anónimos pobladores de una tierra de lágrimas, creador de pausas de emociones, de destellos de felices momentos, de emotivas secuencias de farsas cinceladas en rollos de celuloide y en discos de arcoiris de magia; de cine de sonrisas y lágrimas; años de pantomimas, de fingir felicidad impostada, de tragedia íntima, de desasosiego del alma; pero nadie lo supo, todos rieron, lloraron, y se conmovieron  viéndote fingir en la pantalla; ninguno lo intuyó, tampoco le importó a nadie que detrás de las bambalinas solo te quedara la negrura del alma.

viernes, 8 de agosto de 2014

Africanos

Desde la ventana de aquel miserable hospital de Monrobia miraba con ojos febriles de miedo, tristeza y fiebre, las maniobras de aquellos enfermeros que enfundados en batas blancas y protegidos con gafas, mascarillas y guantes; vestidos para la ocasión que las autoridades habían preparado, para que todo el mundo viese que allí se guardaban las formas; y mientras aquellos actores representaban un papel, que no era más que una mera actuación, en aquel maldito hospital, en el país entero, y en los vecinos, la gente se infectaba, enfermaba y moría, sin ningún guión que condujera a albergar un ápice de esperanza . En aquella camilla protegido por plástico iba un médico europeo, infectado y enfermo por el virus Ébola; era uno de tantos, de los cientos, de los miles de enfermos ya existentes en aquellas tierras malditas de África. Pero él era de piel clara, de genes de otras tierras; y aunque en su sangre compartía el virus, y en su mente el amor por África; los suyos, los del norte, no podían permitir que uno de ellos también fuera un igual con los nativos en su destino de muerte. Se resistió cuanto pudo, rogó, suplicó y pidió que llevasen también a sus hermanos, a aquellos que con él habían expuesto sus vidas en una ofrenda de amor por aquellos semejantes de piel oscura, como el presente de sus vidas, y su futuro inexistente. Pero sus súplicas fueron vanas, pues una cosa era ser europeo y un pecado serlo de África. Y como Adán y Eva comieron el fruto prohibido y por ello recibieron su castigo, ahora se repetía la historia. Dicen que les advirtieron  que no comieran monos ni tampoco murciélagos; eran estos frutos prohibidos, pues en sus espíritus moran demonios que encarnados en virus matan a las gentes, derritiéndoles las entrañas y tornándolas en jugos derramados de venenos y sangre, permitiendo así que los espíritus malignos infecten y destruyan a otros hermanos de todas las edades, razas y credos; pero aunque así fuera, unos serán siempre  africanos, y otros europeos; o incluso americanos.

jueves, 7 de agosto de 2014

Reloj de estación

Viejo reloj de estación forjado en hierro de mil fundiciones, piedra de mina primero, espada de godo después, cañón sarraceno y luego cristiano, más tarde caldera que calentó vidas ya extintas, y ahora convertido en carcasa de máquina del recuerdo del paso del tiempo; de los minutos y las horas de vidas ya  gastadas; de llegadas y salidas de esas gentes ya por este mundo olvidadas, que un día fueron transportadas en carros con ruedas de acero, tirados por dragones de negros humos; con destinos a ninguna parte las más de las veces, de ida y vuelta, de pasar la vida arrastrando en viejas maletas las ilusiones rotas y  las esperanzas vanas. Reloj que ha visto llorar a una madre despidiendo a su hijo que marchaba a la guerra, y también recibiendo a sus restos en una maldita caja; reloj que has contado el tiempo en el que dos amantes se daban el último beso de un hasta luego o de un adiós eterno.Y también has visto las risas, los gritos, y la alegría de niños, de jóvenes, hombres mujeres y viejos, que han subido y bajado de mil trenes fantasma, que han jugado con ellos fingiendo que los transportaban a  destinos de vida, cuando en realidad solo los entretenía mientras esperaban la muerte. Reloj que ya estás viejo, que pugnas con tu último aliento, tratando de que tus manos ya agarrotadas sigan marcando la hora que al Sol y a la Luna les ordena el Universo. A ti, viejo reloj de estación, te dedico yo este lamento.

miércoles, 6 de agosto de 2014

El plan

Cuando me llamaron por teléfono y me comunicaron que mi madre estaba en urgencias con una fractura de cadera, aún no sabía que se me presentaba una ocasión única para ejecutar a aquel malnacido.
Había sido un matrimonio feliz durante un tiempo, y él era lo que cualquier mujer, y ella también, siempre hubiera querido; pero tras aquel disfraz se escondía un miserable. Primero la engañó una vez con una de sus amigas, después con dos, y más tarde, o mientras tanto -que eso tampoco lo recordaba con precisión-, la convenció para que participara en una especie de orgía -que aquel miserable ayudado con tres cámaras ocultas-, grabó en HD, 3D, y Dolby Surround Prologic todas las escenas sin perder detalle, y fue tanta la calidad obtenida, que aquel hijo de puta consiguió vender la película al canal temático de sexo de mayor éxito en internet: el Fuckingallways Channel. Las ventas fueron multimillonarias, y el muy cabrón no solamente se forró; sino que además fue contratado por la multinacional del sexo para que coordinase un proyecto en España.
Durante dos años permanecí ignorante de todo aquel asunto, hasta que un día alguien introdujo el maldito video en la intranet del centro de salud en el que yo trabajaba como pediatra, y a partir de ese momento mi vida se convirtió en un infierno. Después vino todo lo demás y supe que me había estado grabando en las situaciones más comprometidas, y que algunas de ellas habían sido trending topic en las redes sociales privadas, de mi entorno primero, y de todo el país después; y me derrumbé, dejé el trabajo y tuve dos intentos serios de suicidio, y cuando todo lo vi perdido apareció Vincenza, aquella psiquiatra napolitana que por varios avatares amorosos en su vida de residente de psiquiatría, había recalado primero en España, y luego en mi ciudad. Ella me dio una razón para seguir viviendo; y aunque es cierto que me proporcionó alguna medicación de apoyo, fue su psicoterapia la que me sacó del abismo. Esto sucedió un día, en la planta de agudos de psiquiatría del hospital, cuando ya habiamos intimado y conocido -aunque aún no en el sentido bíblico-, y mirándome fijamente a los ojos simplemente me dijo: «Tienes que matarlo».
Aquellas palabras fueron para mí una revolución, una quimioterapia para mi cáncer, la insulina de mi diabetes, el renacer de una ilusión; el motivo para vivir, en suma.
Ella debió notar el brillo de felicidad de mis ojos y mi expresión de alegría; acerqué mis labios a su mejilla y la besé, al tiempo, que susurrando a su oído, dije: «Te agradecería que me ayudases en esto».
Quedamos en que cuando llegase el momento me lo diría y que me revelaría el plan. Y desde entonces viví con una única ilusión: ¡matar a aquel hijo de puta!
Y cuando hoy llamé a Vincenza para decirle lo de la fractura de mi madre, y para que se interesara por ella en urgencias, ella lacónicamente me contestó: «Ha llegado el momento». Y aunque le insistí en que no era ocasión propicia para bromas, y que seguramente no me había entendido, me contestó: «En el sitio que tú sabes encontrarás el plan, memorízalo y destruye el papel. No te pongas en contacto conmigo hasta que llegue el momento».
Tras aquellas palabras colgó y apagó su teléfono. Corrí al hospital y busqué aquel maldito papel, entré en un lavabo y me dispuse a leerlo.¡El plan era sencillamente perfecto!
A la mañana siguiente, los periodicos locales traían en portada la noticia de que un conocido empresario del mundo mediático con proyección internacional, había aparecido muerto en su automóvil en circunstancias extrañas. Ninguna pista fiable parecía manejar la policía; aunque el redactor apuntaba que eran conocidas sus actividades en el mundo de la pornografía, y había quién lo relacionaba incluso con redes de pornografía infantil y pederastia, por lo que no faltarían quienes desearían verlo muerto -concluía el periodista.
Tres meses más tarde, en la sede de Bangkok del Fuckingalways Channel, se recibía un guión junto a unas imágenes en las que podía verse a dos mujeres con la cara tapada, que protagonizaban las escenas que estaban escritas en el guión. Y en él se describía una ingeniosa trama en la que dos mujeres, médicos de profesión para más señas, llevaban a cabo el asesinato de un conocido actor porno.
La historia contaba cómo una esposa enterada de la profesión de su marido, y de que la había utilizado para grabaciones clandestinas, tramaba un plan con otra colega médico para consumar su venganza. Una de ellas cita al actor y lo convence para tener sexo con él en su automóvil, mientras, la otra permanece en un quirófano presenciando la intervención que un colega está practicándole a su madre; la primera distrae a la víctima; la segunda abandona un momento el quirófano y se enfunda un chándal, corre hasta un aparcamiento privado, abre la puerta del coche, allí está el actor y su amiga médico, cuando la ve empuja al hombre, la otra le clava una jeringa y le inyecta el contenido completo, ambas lo sujetan hasta que queda sin fuerza, entonces se desnudan e intercambian sus ropas, la que inyecta se queda en el coche, la psiquiatra corre  al quirófano y comprueba que nadie ha notado su ausencia. Media hora más tarde vuelve a salir del quirófano y se cruza con la otra, una huye, la otra queda; todo ha ido perfecto -le dice el cirujano-, a su madre se  refiere. Y fuera en un aparcamiento privado, un cadáver  fresco, rebosante de insulina que no la había producido su cuerpo, y esperando se halla a que alguien por fin lo encuentre. Dos fantasmas lo han matado, y él, que tan bien se había ganado la vida grabando con cámaras escondidas, ahora ninguna había podido captar su muerte; ni tampoco a ninguna de sus asesinas.
El Fuckingalways Channel no perdió la ocasión, solo añadió algunas escenas más de sexo fuerte, y nuevamente, como en otras ocasiones, esta grabación también fue trending topic.




lunes, 4 de agosto de 2014

Higlands

El cóctel de psicofármacos perdería su bouquet si no fuera ingerido con pausa y acompañado de sorbos de aquel fantástico whisky de malta escocés, que había sido guardado con celo de bibliotecario de viejo, en espera de la ocasión propicia, ¿y la habría quizás más adecuada que aquella? Sin duda que si todo salía como estaba planeado, no; y era paradójico que estuviera apurando sus últimos momentos en este mundo, acompañados de aquella agua de la vida, que a fin de cuentas era la traducción literal de la palabra gaélica "uisge beatha" de la que deriva el término whisky.
Siempre le habían dicho que la mezcla de alcohol con psicofármacos podía ser letal, pero ahora era una ocasión única que no podía dejar escapar; aunque solo le permitirían la cantidad contenida en un dedal, solo lo justo para que sus papilas gustativas se impregnaran de aquella esencia de vida de las Higlands de su Escocia natal, aquellas tierras altas de onduladas montañas cubiertas de brezo, rasgadas por míticos y profundos lagos de oscuras aguas, entre aquellos páramos multicolores donde pastan incansablemente las ovejas orondas, mientras los albatros dibujan lis cielos con sus vuelos de acróbatas.
Y solo un pequeño sorbo le trajo los más dulces recuerdos de una infancia feliz; con noches de monstruos imposibles surgidos de fosas abisales de los lagos sagrados de Escocia, de criaturas mitológicas que construyen sus calzadas para encontrar a su  amada en la vecina Irlanda. Y de gentes indomables de rostros pintados de amor y de guerra.
Ya solo restaba un instante para que en sus venas penetrase aquel cóctel de fármacos que le sumirán en un sueño de estrellas, mientras en su boca aún permanecería el recuerdo dulzón de la sangre de Escocia, y en su mente el orgullo de saberse un pionero y un héroe.
Y cuando a las doce en punto de aquel cinco de agosto del año tres mil catorce, aquella nave cuántica partió desde El Centro Espacial Internacional Max Planck de Sudán del Sur, su único tripulante, John Walker, sabía que en aquel viaje, cuyo destino era alcanzar los confines del Universo, él era ahora la nueva perrita Laika.

Dedicado a los pioneros del futuro que por razones obvias no podré conocer.