sábado, 31 de diciembre de 2016

Gretel y el baile de fin de año

Allí, sentada en su sillón tapizado con su misma piel por mor del tiempo, con su libro eterno entre el regazo, Gretel supo que había llegado la hora de cenar, su estómago la avisó de que los astros ya tenían la configuración idónea para ello. Con el ritual de siempre extendió un pequeño mantel en aquella mesa, que una vez fue madera fresca y ahora era fósil de nostalgia. Sobre ella colocó la cena de siempre: un pedazo de queso fresco, un trozo de pastel de membrillo, un pizca de bizcocho y un vasito con no más de tres dedos de leche, era lo que venía cenando desde que tenía memoria de su existencia.

Si alguien le hubiese preguntado cómo podía disponer de aquellos alimentos frescos cada noche no habría sabido responder; pues su memoria no alcanzaba más allá de media página de aquel libro que leía una y otra vez desde no sabía cuando, quizás toda una vida. Era “Carta de una desconocida” de su autor preferido, pudiera ser que el único que ella recordara que existiera: Stefan Zweig. Y por qué lo hacía  era una incógnita como que cada noche hubiera queso fresco en su mesa.

Se dispuso a cortar el queso con un cuchillo... cuando un gran estruendo de ruido seguido de fuertes explosiones alteraron en gran manera la quietud de aquel santuario de soledad.

Gretel tuvo por cierto que de nuevo había estallado la guerra ¡los alemanes volvían a invadir Polonia! ¡El ghetto!,… y después ¡Treblinka! ¡Ella…su madre…su padre y su pequeña hermana Eva! ¡El horror!...

Trató de calmarse...

Entonces... recordó que había escapado de Polonia... la estatua de la Libertad… América..., después conoció a Hans... nació Ethel…Ethel, su hija…¿dónde estaba?, ¿por qué no venía a verla?

A través de una pequeña ventana, la única que tenía aquel minúsculo apartamento, vio luces que ascendían raudas hacia el cielo, y explosiones, ¡muchas explosiones!

¡Comprendió que no era la guerra!, ¡que algo celebraban! No sabía ni recordaba que podría ser.

Se acercó arrastrando sus pies hasta la desvencijada cama y se tendió. Cerró los ojos y...Varsovia…o, quizás fuese Viena,…en un gran y precioso salón... frente a ella una fantástica orquesta interpretaba un vals...¡ el Danubio azul!, y ella bailaba al ritmo de aquella música maravillosa…y su pareja... de la mano la llevaba…¡no podía creerlo! ¡Era Stefan Zweig!

Y, sintió  que la felicidad la invadía y, supo que aquella noche, que era la última del año, también sería la más feliz y definitiva de su vida.

A todos los que  pasarán esta noche, última del año, en soledad, con o sin gente.

Feliz año 2017 
Juan Castell

sábado, 24 de diciembre de 2016

UN CUENTO DE NAVIDAD

Érase una vez… en un país muy lejano...,
en un lugar del norte donde siempre hacía mucho frío y, que cuando llegaba el invierno sus habitantes permanecían encerrados en sus casas, y más aún en este tiempo de zozobra, de desgracia tras la hecatombe que había sucedido. Y, allí en una paupérrima casita vivían dos personas, una de ellas era un anciano de larga barba blanca llamado Hans, la otra, una rubia y escuálida niñita enferma que no podía ni levantarse de la cama, su nombre: Lucinda. Además, apenas tenían nada, ni comida para alimentarse, ni leña para calentar la cabaña. Solos estaban los dos, en medio de un inmenso bosque, entre hielo, nieve y sin ni siquiera el aullido de un lobo ni el canto de un pájaro.
Y, en esta noche, que era la del veinticuatro de diciembre, una llamada insistente en la puerta vino a alterarles la calma.
El anciano Hans abrió la puerta, y frente a él se halló a otro que aun parecía más viejo y más pobre que él.
―Por favor...¿podría dejarme entrar, darme algo de comer y un poco de calor...?―dijo con voz temblorosa el visitante.
―Mire, nosotros somos muy pobres,… apenas tenemos nada.
―Ya…pero están ahí adentro… y, yo aquí fuera... en el bosque…
El abuelo Hans se conmovió y lo dejó entrar.
―Solo puedo darle un poco de sopa, no tenemos nada más ―dijo Hans.
―Está bien…, será suficiente...,yo apenas como...
Y, el viejo de la gran barba blanca al ver a la niña postrada en la cama, con curiosidad le preguntó al anciano Hans:
―¿Qué le ocurre a la niña?
―¡Ah!, ¿es que no lo sabe?, usted debería saberlo, o ¿es que acaso no es de por aquí?
―¿Saber qué? ¿Cómo voy a saber lo que le ha sucedido a la niña?
―Pues, que aquí en este país, hubo un tiempo,  en el que tanto odio y egoísmo había entre las gentes que la vida se hizo muy difícil y debió ocurrir que se debieron hartar los que hay allá arriba, porque una mañana nos levantamos así: todos los niños enfermos, sin apenas poder moverse, y los adultos nos habíamos convertido en ancianos y pobres y, desde entonces, así vivimos. Y todo fue por falta de amor.
―No sabía nada, Es que yo solo suelo venir por aquí una vez al año y cuando me llaman, eso sí lo hago por estas fechas; me envían para que cumpla con los deseos de la gente. Y, si lo que les falta es amor, de eso, de eso yo tengo a raudales ―dijo el forastero riendo con ganas.
―¿Los deseos de la gente? ¿Qué quiere decir?
―Pues… que si usted me pide algo yo hago que se haga realidad, pero no quiera que le dé muchas cosas materiales, eso me lo tiene prohibido quien me manda.
―¿Está de broma?..., no le creo.
―Bueno, pues si no me cree se lo diré a su nieta.
―Hija ―le rectificó el anciano Hans.
―¿Cómo te llamas pequeña?
―Me llamo Lucinda. Y yo sí le creo. ¿Puedo pedir yo un deseo?
―¡Claro!, ¡sí puedes!, ¡pídelo!
―¿En secreto?
―No, puedes decirlo en alto, si así lo prefieres.
―Quiero que las cosas sean como antes, que haya amor, paz y, que mi papa sea joven, y que yo pueda corretear por los prados en primavera o patinar por el lago helado en invierno.
―¡Hecho!

Y, a la mañana siguiente, cuando Hans se levantó de la cama le sorprendió que lo hizo dando un salto, se miró sus brazos y después sus piernas, y comprobó que eran fuertes y musculosas; se intentó mesar la barba pero ¡no tenía barba!; se miró en un espejo y ¡era joven! Y, al lado del espejo había una ventana, miró a través de ella y vio el lago. Y sobre sus heladas aguas patinaba una niña...era preciosa de dorados y largos cabellos… ¡Era su hija Lucinda!

Y, entonces tuvo por cierto, que aquella noche había tenido un sueño, ¡era un sueño de Navidad!



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Calle Cabeza del Rey don Pedro

En Sevilla, en una hornacina colocada en una casa de la calle que lleva por nombre el de "Cabeza del rey don Pedro", justo al lado de la plaza de la Alfalfa, se halla este busto que representa al rey don Pedro I de Castilla, el último de los borgoñones españoles.

Y, cuenta la leyenda, o la misma historia -pues quién sabe lo que de cierto hay en lo que de aquellos tiempos se relata- que una noche, que por no ser no era ni de luna, allí ocurrió una fea pendencia entre el rey don Pedro, que gustaba mucho salir de noche a buscarlas, o quizás  simplemente a encontrarlas; y allí mismo con un hombre halló la ocasión, y este lo era de calidad y muy diestro en el manejo de la espada; pero tanto o más lo era el rey que contaba sus batallas en victorias.

Y , aquella noche de negro y sangre, en esa estrecha calle alguien cayó herido; de muerte, de una fea cuchillada. Y no fue el rey el caído, que este fue el autor de la estocada.

Y, tras la pendencia y ejecutada la suerte de espada, el autor escapó de la escena del crimen, aprisa, veloz como las almas que en las noches sin luna pasean por Sevilla a las horas en las que dueñas o mozuelas no se atreven a salir de sus moradas. 

Pero, sucedió que aquella noche sí lo hizo una: una anciana, que al oír la pendencia, con un candil en la mano se asomó a un ventanuco de la que era su casa. Y desde allí vio a un hombre que huía y, aunque no pudo dar fe de su gracia con el sentido de la vista dada la negrura de la noche, sí pudo hacerlo con el oído: por el chasquido de sus junturas, pues notorio era el sonido que producían las articulaciones del rey cuando corría, y aun cuando andaba.

Y, sucedió, que al día siguiente hallábase el rey, como gustaba y solía, impartiendo justicia en los Reales Alcázares, justo en el lugar que para ello se reservaba, y hasta él trajeron el asunto de la reyerta y de la muerte del caballero.

El rey dictó justicia y ordenó que se buscara al culpable,  y dio orden de que cuando lo hallaran le dieran muerte y hasta él su cabeza trajeran.

Fue entonces cuando apareció la anciana del candil y dijo que ella sabía quién había sido el autor del crimen. Y, como el rey la conminó a que hablase, aquella señora lo hizo: "Vuestra misma señoría, que yo oí bien a las claras el ruido de vuestros andares, que bien es sabido como os suenan, en Sevilla... y en toda Castilla".

El rey, que se tenía por el más justo de entre los justos, ordenó que se cumpliese la sentencia y mandó que esculpieran una cabeza de piedra. ¡Y que la colocasen allá donde se cometió el crimen!

Y, así es como desde entonces allí, en la calle que lleva su nombre, figura la cabeza del rey don Pedro, y también que un poco más adelante está la calle Candilejo.

Habrá quien diga que esta no es aquella cabeza; cierto es, que la primera se halla en el apeadero de la Casa de Pilatos, que es  justamente el Palacio de los Medinaceli, que también es cosa digna de verse en Sevilla.