Allí, sentada en su sillón tapizado con su misma piel por mor del tiempo, con su libro eterno entre el regazo, Gretel supo que había llegado la hora de cenar, su estómago la avisó de que los astros ya tenían la configuración idónea para ello. Con el ritual de siempre extendió un pequeño mantel en aquella mesa, que una vez fue madera fresca y ahora era fósil de nostalgia. Sobre ella colocó la cena de siempre: un pedazo de queso fresco, un trozo de pastel de membrillo, un pizca de bizcocho y un vasito con no más de tres dedos de leche, era lo que venía cenando desde que tenía memoria de su existencia.
Si alguien le hubiese preguntado cómo podía disponer de aquellos alimentos frescos cada noche no habría sabido responder; pues su memoria no alcanzaba más allá de media página de aquel libro que leía una y otra vez desde no sabía cuando, quizás toda una vida. Era “Carta de una desconocida” de su autor preferido, pudiera ser que el único que ella recordara que existiera: Stefan Zweig. Y por qué lo hacía era una incógnita como que cada noche hubiera queso fresco en su mesa.
Se dispuso a cortar el queso con un cuchillo... cuando un gran estruendo de ruido seguido de fuertes explosiones alteraron en gran manera la quietud de aquel santuario de soledad.
Gretel tuvo por cierto que de nuevo había estallado la guerra ¡los alemanes volvían a invadir Polonia! ¡El ghetto!,… y después ¡Treblinka! ¡Ella…su madre…su padre y su pequeña hermana Eva! ¡El horror!...
Trató de calmarse...
Entonces... recordó que había escapado de Polonia... la estatua de la Libertad… América..., después conoció a Hans... nació Ethel…Ethel, su hija…¿dónde estaba?, ¿por qué no venía a verla?
A través de una pequeña ventana, la única que tenía aquel minúsculo apartamento, vio luces que ascendían raudas hacia el cielo, y explosiones, ¡muchas explosiones!
¡Comprendió que no era la guerra!, ¡que algo celebraban! No sabía ni recordaba que podría ser.
Se acercó arrastrando sus pies hasta la desvencijada cama y se tendió. Cerró los ojos y...Varsovia…o, quizás fuese Viena,…en un gran y precioso salón... frente a ella una fantástica orquesta interpretaba un vals...¡ el Danubio azul!, y ella bailaba al ritmo de aquella música maravillosa…y su pareja... de la mano la llevaba…¡no podía creerlo! ¡Era Stefan Zweig!
Y, sintió que la felicidad la invadía y, supo que aquella noche, que era la última del año, también sería la más feliz y definitiva de su vida.
A todos los que pasarán esta noche, última del año, en soledad, con o sin gente.
Feliz año 2017
Juan Castell