sábado, 31 de diciembre de 2016

Gretel y el baile de fin de año

Allí, sentada en su sillón tapizado con su misma piel por mor del tiempo, con su libro eterno entre el regazo, Gretel supo que había llegado la hora de cenar, su estómago la avisó de que los astros ya tenían la configuración idónea para ello. Con el ritual de siempre extendió un pequeño mantel en aquella mesa, que una vez fue madera fresca y ahora era fósil de nostalgia. Sobre ella colocó la cena de siempre: un pedazo de queso fresco, un trozo de pastel de membrillo, un pizca de bizcocho y un vasito con no más de tres dedos de leche, era lo que venía cenando desde que tenía memoria de su existencia.

Si alguien le hubiese preguntado cómo podía disponer de aquellos alimentos frescos cada noche no habría sabido responder; pues su memoria no alcanzaba más allá de media página de aquel libro que leía una y otra vez desde no sabía cuando, quizás toda una vida. Era “Carta de una desconocida” de su autor preferido, pudiera ser que el único que ella recordara que existiera: Stefan Zweig. Y por qué lo hacía  era una incógnita como que cada noche hubiera queso fresco en su mesa.

Se dispuso a cortar el queso con un cuchillo... cuando un gran estruendo de ruido seguido de fuertes explosiones alteraron en gran manera la quietud de aquel santuario de soledad.

Gretel tuvo por cierto que de nuevo había estallado la guerra ¡los alemanes volvían a invadir Polonia! ¡El ghetto!,… y después ¡Treblinka! ¡Ella…su madre…su padre y su pequeña hermana Eva! ¡El horror!...

Trató de calmarse...

Entonces... recordó que había escapado de Polonia... la estatua de la Libertad… América..., después conoció a Hans... nació Ethel…Ethel, su hija…¿dónde estaba?, ¿por qué no venía a verla?

A través de una pequeña ventana, la única que tenía aquel minúsculo apartamento, vio luces que ascendían raudas hacia el cielo, y explosiones, ¡muchas explosiones!

¡Comprendió que no era la guerra!, ¡que algo celebraban! No sabía ni recordaba que podría ser.

Se acercó arrastrando sus pies hasta la desvencijada cama y se tendió. Cerró los ojos y...Varsovia…o, quizás fuese Viena,…en un gran y precioso salón... frente a ella una fantástica orquesta interpretaba un vals...¡ el Danubio azul!, y ella bailaba al ritmo de aquella música maravillosa…y su pareja... de la mano la llevaba…¡no podía creerlo! ¡Era Stefan Zweig!

Y, sintió  que la felicidad la invadía y, supo que aquella noche, que era la última del año, también sería la más feliz y definitiva de su vida.

A todos los que  pasarán esta noche, última del año, en soledad, con o sin gente.

Feliz año 2017 
Juan Castell

sábado, 24 de diciembre de 2016

UN CUENTO DE NAVIDAD

Érase una vez… en un país muy lejano...,
en un lugar del norte donde siempre hacía mucho frío y, que cuando llegaba el invierno sus habitantes permanecían encerrados en sus casas, y más aún en este tiempo de zozobra, de desgracia tras la hecatombe que había sucedido. Y, allí en una paupérrima casita vivían dos personas, una de ellas era un anciano de larga barba blanca llamado Hans, la otra, una rubia y escuálida niñita enferma que no podía ni levantarse de la cama, su nombre: Lucinda. Además, apenas tenían nada, ni comida para alimentarse, ni leña para calentar la cabaña. Solos estaban los dos, en medio de un inmenso bosque, entre hielo, nieve y sin ni siquiera el aullido de un lobo ni el canto de un pájaro.
Y, en esta noche, que era la del veinticuatro de diciembre, una llamada insistente en la puerta vino a alterarles la calma.
El anciano Hans abrió la puerta, y frente a él se halló a otro que aun parecía más viejo y más pobre que él.
―Por favor...¿podría dejarme entrar, darme algo de comer y un poco de calor...?―dijo con voz temblorosa el visitante.
―Mire, nosotros somos muy pobres,… apenas tenemos nada.
―Ya…pero están ahí adentro… y, yo aquí fuera... en el bosque…
El abuelo Hans se conmovió y lo dejó entrar.
―Solo puedo darle un poco de sopa, no tenemos nada más ―dijo Hans.
―Está bien…, será suficiente...,yo apenas como...
Y, el viejo de la gran barba blanca al ver a la niña postrada en la cama, con curiosidad le preguntó al anciano Hans:
―¿Qué le ocurre a la niña?
―¡Ah!, ¿es que no lo sabe?, usted debería saberlo, o ¿es que acaso no es de por aquí?
―¿Saber qué? ¿Cómo voy a saber lo que le ha sucedido a la niña?
―Pues, que aquí en este país, hubo un tiempo,  en el que tanto odio y egoísmo había entre las gentes que la vida se hizo muy difícil y debió ocurrir que se debieron hartar los que hay allá arriba, porque una mañana nos levantamos así: todos los niños enfermos, sin apenas poder moverse, y los adultos nos habíamos convertido en ancianos y pobres y, desde entonces, así vivimos. Y todo fue por falta de amor.
―No sabía nada, Es que yo solo suelo venir por aquí una vez al año y cuando me llaman, eso sí lo hago por estas fechas; me envían para que cumpla con los deseos de la gente. Y, si lo que les falta es amor, de eso, de eso yo tengo a raudales ―dijo el forastero riendo con ganas.
―¿Los deseos de la gente? ¿Qué quiere decir?
―Pues… que si usted me pide algo yo hago que se haga realidad, pero no quiera que le dé muchas cosas materiales, eso me lo tiene prohibido quien me manda.
―¿Está de broma?..., no le creo.
―Bueno, pues si no me cree se lo diré a su nieta.
―Hija ―le rectificó el anciano Hans.
―¿Cómo te llamas pequeña?
―Me llamo Lucinda. Y yo sí le creo. ¿Puedo pedir yo un deseo?
―¡Claro!, ¡sí puedes!, ¡pídelo!
―¿En secreto?
―No, puedes decirlo en alto, si así lo prefieres.
―Quiero que las cosas sean como antes, que haya amor, paz y, que mi papa sea joven, y que yo pueda corretear por los prados en primavera o patinar por el lago helado en invierno.
―¡Hecho!

Y, a la mañana siguiente, cuando Hans se levantó de la cama le sorprendió que lo hizo dando un salto, se miró sus brazos y después sus piernas, y comprobó que eran fuertes y musculosas; se intentó mesar la barba pero ¡no tenía barba!; se miró en un espejo y ¡era joven! Y, al lado del espejo había una ventana, miró a través de ella y vio el lago. Y sobre sus heladas aguas patinaba una niña...era preciosa de dorados y largos cabellos… ¡Era su hija Lucinda!

Y, entonces tuvo por cierto, que aquella noche había tenido un sueño, ¡era un sueño de Navidad!



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Calle Cabeza del Rey don Pedro

En Sevilla, en una hornacina colocada en una casa de la calle que lleva por nombre el de "Cabeza del rey don Pedro", justo al lado de la plaza de la Alfalfa, se halla este busto que representa al rey don Pedro I de Castilla, el último de los borgoñones españoles.

Y, cuenta la leyenda, o la misma historia -pues quién sabe lo que de cierto hay en lo que de aquellos tiempos se relata- que una noche, que por no ser no era ni de luna, allí ocurrió una fea pendencia entre el rey don Pedro, que gustaba mucho salir de noche a buscarlas, o quizás  simplemente a encontrarlas; y allí mismo con un hombre halló la ocasión, y este lo era de calidad y muy diestro en el manejo de la espada; pero tanto o más lo era el rey que contaba sus batallas en victorias.

Y , aquella noche de negro y sangre, en esa estrecha calle alguien cayó herido; de muerte, de una fea cuchillada. Y no fue el rey el caído, que este fue el autor de la estocada.

Y, tras la pendencia y ejecutada la suerte de espada, el autor escapó de la escena del crimen, aprisa, veloz como las almas que en las noches sin luna pasean por Sevilla a las horas en las que dueñas o mozuelas no se atreven a salir de sus moradas. 

Pero, sucedió que aquella noche sí lo hizo una: una anciana, que al oír la pendencia, con un candil en la mano se asomó a un ventanuco de la que era su casa. Y desde allí vio a un hombre que huía y, aunque no pudo dar fe de su gracia con el sentido de la vista dada la negrura de la noche, sí pudo hacerlo con el oído: por el chasquido de sus junturas, pues notorio era el sonido que producían las articulaciones del rey cuando corría, y aun cuando andaba.

Y, sucedió, que al día siguiente hallábase el rey, como gustaba y solía, impartiendo justicia en los Reales Alcázares, justo en el lugar que para ello se reservaba, y hasta él trajeron el asunto de la reyerta y de la muerte del caballero.

El rey dictó justicia y ordenó que se buscara al culpable,  y dio orden de que cuando lo hallaran le dieran muerte y hasta él su cabeza trajeran.

Fue entonces cuando apareció la anciana del candil y dijo que ella sabía quién había sido el autor del crimen. Y, como el rey la conminó a que hablase, aquella señora lo hizo: "Vuestra misma señoría, que yo oí bien a las claras el ruido de vuestros andares, que bien es sabido como os suenan, en Sevilla... y en toda Castilla".

El rey, que se tenía por el más justo de entre los justos, ordenó que se cumpliese la sentencia y mandó que esculpieran una cabeza de piedra. ¡Y que la colocasen allá donde se cometió el crimen!

Y, así es como desde entonces allí, en la calle que lleva su nombre, figura la cabeza del rey don Pedro, y también que un poco más adelante está la calle Candilejo.

Habrá quien diga que esta no es aquella cabeza; cierto es, que la primera se halla en el apeadero de la Casa de Pilatos, que es  justamente el Palacio de los Medinaceli, que también es cosa digna de verse en Sevilla.

martes, 29 de noviembre de 2016

EL YIHADISTA

Memoria impostada de patrias de arenas de oro...

y de desiertos de luz de plata.

Infancias en tierra de infieles con piel de cordero.

Renacuajos con ínfulas de dromedarios.

Sacerdotes de un solo libro, de una verdad y una única esperanza.

Promesas de paraísos de placeres eternos...

de riveras de mil vírgenes, de leche y de miel...

Monstruos  desnudos con solo un
cinturón como vestimenta...

Serpientes de plomo de estrellas...

Agujeros negros de inocentes criaturas.

Big bang de la sinrazón.

Muerte de dios.

Y de toda esperanza.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Ausencia

Ausencia…

Sentado en su ataúd con ruedas frente a la puerta con la mirada perdida en el infinito de la nada, la mente ausente desde tiempo atrás y el rostro ajado por la ausencia, por la pena y, en suma, por la misma vida.

Apenas cinco minutos habían transcurrido desde que dos trabajadores de la muerte de la funeraria la Siempre Viva hubieran franqueado el umbral de aquella vieja, herida y recia puerta y con ellos llevaban en un arcón de madera de pino, muerta, inane, ausente; acabada, como la misma madera de la que estaba hecho el féretro que la contenía; Y allí, el cuerpo, los restos de la que cuando en la mente de él aún moraban neuronas, fue su esposa: Jimena; aquella joven morena de cabellos ensortijados imposibles, de labios de caramelo y ojos de rapaz que escudriña el cielo confundiéndose con él mismo, porque sus ojos…sus ojos eran el mismo cielo.

La conoció en la ribera del arroyo que cruza las tierras que en un tiempo fueron de su abuelo, después de su padre y ahora suyas. Era una mañana de primavera en el que la rivera venía crecida por el deshielo, mientras ella, con sus manos ensangrentadas por el gélido contacto de las frías aguas de granizada nieve sobre una piel macerada por la cotidianeidad de aquella vida, lavaba su ropa y, entre ella, sus prendas más íntimas. No podría negar que esto lo alteró, sintió que una sensación inquietante le partía del bajo vientre, de las zonas más nobles de su anatomía, allá donde el recato esconde las formas y se pierden honras y vidas; y desde allí le recorrió todo su cuerpo hasta nublarle el entendimiento. A tal punto, que se lo propuso y lo consiguió. Y un 13 de febrero del siguiente año, en un receso entre siembra y siega contrajo nupcias con ella.

Solo un hijo, después un parto fallido; una hemorragia y dos vidas al borde del abismo de lo insondable, de la grieta que separa la vida de la muerte, y por ella el niño cayó, y ella quedó agarrada con sus manos ensangrentadas al filo del acantilado de la vida, que también es el de la muerte.

Siguieron años muy duros, de trabajo, de venir mal dadas y de pésimas cosechas; pero lo que le arrebataba el alma era verla ausente, carente de luz, de vida y podría decirse que también de alma. Como si por aquella grieta abisal hubiera caído ella y no el tierno infante, que ni siquiera era aún nada. Él, a veces se preguntaba si no habrían intercambiado sus almas, y quien habitase ahora en ella fuera el niño, aún sin conciencia de ser, y ella en realidad ya estuviera muerta; allá en el fondo, en el lugar al que solo puede viajar Orfeo.

Pedro, su hijo, creció por la fuerza de la naturaleza: porque comía y bebía; pero nunca tuvo vida en aquella casa ausente, en la que sus moradores en realidad no estaban y, escasamente eran. Se resignó a crecer con amigos inventados, o no, que pensó que eran fantasmas que a sustituir a sus padres habían venido, y a habitar aquella casa muerta.

De entre ellos intimó con uno, o una; aunque nunca supo si los espíritus tenían sexo…

Pero cierto fue que cuando cumplió catorce años ya sí lo tuvieron y, con el fantasma que hablaba era una preciosa luz de colores, de todos los posibles; era el mismo arcoíris, y sus formas sin duda eran los de una bella joven; pero ¿y su rostro? Nunca conseguía la nitidez precisa para revelar sus facciones.

Su vida se convirtió en una obsesión a la espera de que cada tarde, a la hora en la que el crepúsculo inicia el espectáculo del relevo del astro rey, extendiendo el manto infinito en el cielo, y en él, hecho del tejido con el que se crean los sueños, estampa todos los astros del firmamento, era entonces, una vez que el escenario estaba listo y brillante como solo puede estarlo con la luz del universo, su bella fantasma, como la estrella más fulgurante de todos los orbes, aparecía en escena y lo eclipsaba todo, y también su entendimiento.

Nubló tanto su mente, su capacidad de ser y existir, que ni reparó siquiera que su madre enfermó y en unos días murió, ni que su padre quedaba solo sentado en una silla de ruedas, inválido, con la mente ausente por mor de un cerebro horadado por la carcoma de la demencia, allí clavado, frente a la puerta, esperando a su fantasma.

Y ya no quedó cerebro ni inteligencia alguna en aquella casa hueca para evitar que ocurriera lo que les sucede a las gentes que olvidan que aún tienen vida. Se fueron consumiendo, y él, una noche que era de sombras, que por no haber: ni luna ni estrellas, apareció ella, bella como solo lo son los seres eternos, con su pelo ensortijado imposible, mientras cantaba una nana, a la Luna:

Luna lunita luna…
Luna de aire de luz y de plata…
Que esta noche él te va a ver preciosa…
Y te va a mirar a la cara… 

Y, cuando le tendió la mano para que él la tomase, vio que esta estaba roja, y con evidentes rastros de sangre, como quemada por el frío; pero a pesar de ello sonreía. Al acercarse hasta casi rozarla vio su rostro tan nítido y brillante como la luz de la mañana, y le recordó vagamente a su madre, a las fotografías que tenía de su infancia; pero no, no podía ser ella…

La bella luz solo le dijo:

«Ven conmigo, mi nombre es: Jimena…»

domingo, 22 de mayo de 2016

La Medicina y Cervantes. «Sic transit gloria mundi»


Yo lo tuve por oído y más tarde leído en la famosa historia que escribió don Miguel sobre Los trabajos de Persiles y Segismunda, pero quien a mí me lo contó fue el mismo estudiante pardal que el autor en la dicha historia menciona, el cual, corrido el tiempo fue médico de gran provecho en la Corte y, que según también me dijo, fue aquella conversación con don Miguel la que le convenció para ello, pues aunque entonces ya trajinaba con tratados, cánones, aforismos y otros florilegios, aún no andaba muy decidido si tirar para el negocio de las leyes o el del arte de sanar o, de al menos intentarlo, que pareciera mucho decir lo primero.
Y digo, que según lo escribió don Miguel de Cervantes sucedió, aunque él que muchas cosas tenía que decir no le dio tanta importancia al encuentro, por lo que cortó por lo sano cual cirujano barbero.
Ocurrió que yendo don Miguel en su más postrero viaje, que lo fue desde la muy noble villa de Esquivias a la Corte, cabalmente en Madrid como bien imaginan, con la buena compañía de dos amigos, y ya un poco avanzado el camino, notaron que con mucha prisa uno, que a lomos de una borrica iba picando, con tanta ligereza como largas las patas tenía el jumento para darles alcance y, que cuando lo hubo hecho, se dirigió al grupo del ilustre don Miguel, el cual al ver de tal guisa vestido a aquel mozalbete justo es leer lo que de él dijo, pues cierto es que es de mucha risa. Lo detalla como: «estudiante pardal porque todo venía vestido de pardo, con antiparras, zapato redondo y espada con contera, tocado de valona bruñida, y con trenzas iguales; verdad que no tenía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta enderezarla».
Y el pardo muchacho, el cual, con apuro manifiesto, trataba de colocarse aquel cuello vuelto que caído sobre espaldas, hombros y pecho llamaban valona, les preguntó si acaso sus mercedes iban a la Corte en busca de algún oficio o prebenda y dijo esto por la prisa con la que caminaban, y como quiera que uno de los acompañantes de don Miguel le dijera al estudiante que la culpa de ello la tenía el Rocín del señor Miguel de Cervantes porque era algo más que pasilargo, el pardal prácticamente se hincó de hinojo y tomándole la mano izquierda quedó como si hubiese sido encantado por el mismo mago Frestón, y tiró del fondo de su armario de lisonjería, que si no fuese porque don Miguel estaba curado de todo espanto, de cualquier loa, requiebro o cumplido y, estando ya como se hallaba oyendo tañer campanas de tránsito, cierto es que hubiese llegado a sonrojarse, pues tal fue la adulación bien sentida de aquel joven ante el arte de la pluma, la ciencia y el excelso bien decir de don Miguel.
No tuvo por menos el padre del Ingenioso Hidalgo ―que ya por aquel tiempo se leía en la Ingalaterra del tal Merlín y en la Francia que fue la patria del caballero Lanzarote―que invitarlo a que subiera a su burra ―a la de él, que don Miguel montaba rocín como se ha dicho― y conversara con él. Y así de esta guisa fueron hablando de lo humano y lo divino hasta que llegaron a Madrid.
Y todo comenzó cuando el estudiante, que ya se hallaba picoteando con la medicina, le hizo observar a don Miguel que aquel mal del que tanto se quejaba no era otro que el «de hidropesía, y le rogó que no pidiera el cuidado de médicos, porque no había más remedio que poner tasa al beber y procurar el comer, que no le sanaría ni aunque bebiese toda el agua del mar Océano». Y tuvo a bien el genio tomar por cierto que aquel mozalbete ya apuntaba maneras en el arte de la medicina y preguntole si era a eso lo que se dedicaba estudiar:
―Pues mire vuesa merced en eso y en otros saberes, que también le hago a las leyes, a la gramática y, en estos tiempos, como no algo a la teología, pero no he de mentirle si le digo que sí es la medicina la que más me arrebata, y quizás a ello me dedique.
―Debes saber que mi padre fue cirujano sangrador ―le contestó el maestro―, que lo tengo ya perdonado por ello, porque fue a fin de cuentas no habría que demandarle que por haberlo parido su madre, que también fue mi abuela, en trance propicio para que a la primera calentura que se le cruzara quedase sordo como una tapia, y hubiera por ello de procurarse la vida, para él y su prole, de semejante manera, que tantos fuimos como días hay en la semana, y yo tuve a bien ser jueves. Y como te digo hubo de ganarse el sustento como cirujano de cuota, pues en ninguno de los lugares en los que se estudia las materias lo dejaron aplicarse, y no será porque no sobraban mozuelos y, otros que ya no lo eran tanto, en Valladolid donde en un tiempo moramos, pero ya es esa historia antigua.
―Don Miguel, ¿puedo hacerle una pregunta?
―De sabio es no perder ocasión de a un viejo pedir opinión. Pregunta muchacho todo lo que quieras, aunque te prevengo que yo de lo que voy sobrado es de fama, porque… no des pábulo a lo que va diciendo por ahí de que soy sabio, ni tampoco príncipe de ingenio alguno, lo justo zagal, lo justo,…pero hazla.
―¿Qué piensa vuesa merced de médicos y cirujanos?
―Ah, qué buena consulta me planteas. Y qué poco sabré yo satisfacer tus ansias de conocer, tan poco como unos y otros y todos sabemos de los arcanos del Universo, de cómo se organizan los astros y los planetas, de quiénes somos nosotros y cómo estamos hechos; menos aún de cómo funciona el ingenio de la fábrica del cuerpo. Y si hablamos del alma…si lo hiciéramos no tendríamos por menos que callar, pues menos que decir un ay sabemos, y en ello solo me resta rendirme…, pues eso es lo que yo pienso de ellos, de mí y de todos, que ya he dejado escrito, quizás todo lo que de decir había, aunque si Dios me dejara un poco más en este mundo por ventura pudiera ser que ocurriera que con más tino respondiera a tu pregunta, que no he de dejar ocasión para que aquel que sí lo puede encuentre razones para darme prórroga en esta vida. Porque has de saber que el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo ello, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir como ya os he dicho.
―¿Quiere decir vuestra merced que no tenéis buena opinión de ellos?
―¿Te refieres a los empíricos, a los sangradores, parteras, sacamuelas, cirujanos, apotecarios, sacadores de la piedra, batidores de la catarata o a los mismos médicos?
―¡Válgame el cielo que mucho sabéis de todo esto!
―Te dije, mi dilecto amigo, que mi padre fue cirujano, aunque lo fuese de cuota, y mi abuelo materno médico en Córdoba, como mi bisabuelo paterno, que también ejerció el arte en la misma ciudad de los califas moros; por ello y también porque muchos años ya me acompañan, aunque menos de los que quisiese estando como me hallo a las puertas de la muerte, y justo por este mérito de vida, he tenido muchas oportunidades de toparme con ellos, unas por heridas de pendencias buscadas o halladas sin ir a por ellas, otras en la misma guerra, que todos saben de mi descompostura de brazo y mano en aquella que yo dije «la más alta ocasión que vieran los tiempos ni esperen ver los venideros», que, ¡creedme que ahí las tuve feas!, y no portáronse mal los cirujanos en tal ocurrencia. Y también doy fe  que he tenido podredumbre de dientes, que mirad que apenas me restan cinco –dijo abriendo de par en par la boca-; apostemas sajados; calenturas mil, que unas fueron simples, otras tercianas y hasta cuartanas; que de las hemorroides tampoco me salvé. Y qué deciros de esto que ahora me aflige que fáltame el resuello, apenas puedo calzarme pues tengo los pies como pellejos de vino en otoño, y las ansias en la comida, que hay veces que hasta comería del campo los cardos y las mismas ranas, y otras ni capón ni cabrito pasarían de la cresta de mis despobladas encías; la sed no es tal sino el mismo infierno que alcanzar los mares pudiera; y qué os he de sentenciar del meiare que decían los romanos, que hay veces que hasta jubón, calzas y camisas quedan como si hubiera dormido en ellos un niño de teta y pico.
―Pero, decidme don Miguel, ¿creéis en verdad que sirven los remedios, que son ciertas las causas y que así son los ingenios que hacen vivir al cuerpo?
―Los sabios lo dicen, por qué no habría yo de creerlo. Que son cuatro los humores, como cuatro son los elementos, cuatro las constituciones y cuatro las estaciones.
―He oído que en Europa hay médicos que dicen…
―En Europa muchas cosas se dicen, pero los que aquí nos corrigen dicen todo es herejía, y si no lo es será para ellos a quienes les aproveche, porque no creo que nadie halle remedio para lo que desde que nacemos ya está escrito, que es el que morir habemos.
―Sí, don Miguel, pero ¿creéis que es cosa buena tanta sangría?
―Mi familia vivió de ello ya os lo he dicho, si me preguntáis si es de provecho para el que se sangra, pues en verdad he de decir que no vi el caso en el que le diera ventaja.
―¿Y qué me decís de los remedios fuertes tales como el mitridato o la triaca?
―Que son muy buenos remedios, pero para boticas y apotecarios que con ellos llenan sus arcas, pero tan cierto es como que ya vemos Madrid en lontananza, que a mí ni aunque me dieran de ellos cien celemines, harían que sanara, que ya inventé yo para ello el bálsamo de fierabrás que como sé que sois bien leído ya entenderíais la fábula.
―¿Y la astrología?
―Que es maravilla mirar el cielo con las nuevas lentes mágicas, que yo lo hago, y tened por cierto que nada he visto más grande, pero si me preguntáis cómo eso ha de sanarme, pues Dios habrá de saberlo, pero los que en tu escuela os enseñan, por cierto tengo, que de ello no saben más que este jumento.
―¿Y qué pensáis en la mesura en el comer, en la limpieza y el ejercicio?
―Comer mucho no ha de ser bueno, pero cierto es que no comer es harto menos lisonjero, tanto, que no se conoce ni hombre, ni perro ni gato, que sin hacerlo dure de Pascua a Difuntos, que llegado estos ya lo serán aquellos; en cuanto al beber siempre con mesura y si es posible que sea vino y del año, y ejercicio quien pueda librarse que le plazca en ello, que yo no tuve ocasión de folgar más allá que cuando estuve embarcado o preso.
―¿Qué le diríais a los médicos si os pidieran consejo?
―Pues que más que estudiar miren, que observen los astros y se regocijen con ello, que miren los ríos y recuerden al poeta Manrique, contemplen flores y plantas que son gran maravilla, y así de aquella manera con el alma calma y el espíritu sosegado se acerquen a los enfermos y no les hagan daño, que dejen a la naturaleza trabajar por ellos, y si algún día hallaran remedios que aliviaran males como el que a mí me aflige, entonces los apliquen y por ello reciban toda la gloria de los cielos.






viernes, 1 de enero de 2016

Los Strauss


El concierto de año nuevo de Viena, esa performance musical, turístico-bucólico- danzarina, que un ya minúsculo país centroeuropeo produce para el mundo, en  memoria de un tiempo militarista, desigual y terrible para Europa, en el que las artes sobresalieron y atraparon al corazón de las gentes que en aquel tiempo tenían posibles, y que la que no, ni siquiera vieron.
Y, para nosotros, recuerdos impostados de películas de nuestra infancia, de Sissies y emperadores, guapos como novios de tarta, de sociedades de opulencia y esplendor, de oropeles, de palacios barrocos y jardines de ensueño. Bailes de salón amenizados por una saga interminable de compositores ad hoc con nombre de calles alemanas. Los Strauss, esos artistas del merengue musical, a los que no resistiríamos más allá de año nuevo, y esos bailarines de cuerpos perfectos, marcando gónadas y músculos de polichinela.
La Ópera de Viena, caja de música de gentes decadentes y de parvenues, directores seniles e histriónicos, espectadores que se transforman en primas donnas cuando el de la vara mágica les da entrada para que, con sus palmas, colaboren en la Radeszky...en suma una caja de música envuelta en el papel cuché de la cursilería...todo el concierto de los Strauss yo lo cambiara por un movimiento de Rachmaninov, que digo, por un acorde de Bach.
Sin embargo, aquí estoy enganchado a él y, solo deseo que el próximo año pueda hacer otro tanto.
¡Que viva el concierto de año nuevo de Viena!