viernes, 16 de enero de 2015

¿Muerte en el Savoy?

No podría decir cuántas noches había gastado en aquel antro de excelsa miseria humana, ni los cientos de horas empleadas en la nebulosa audición de sonidos espectrales generados por músicos gastados tras instrumentos eternos, o en la contemplación de las caleidoscópicas imágenes de coristas sin clorofila, marchitadas por la ausencia de luz y el exceso de atmósfera cargada de humo de habanos, de efluvios de ginebra y whiskies de contrabando; de sudores de palabras gruesas lanzadas sin tino confeccionando nieblas de desesperanza y olvido. Cientos, quizás miles de veladas consumiendo la vida extraída por eternas succiones de tripas de cigarros extrayéndole el ánima; de whiskies bebiéndole las entrañas; y de ginebras mezcladas con el sabor de la saliva de besos con lengua de coristas derretidas de voz y de vida. Cientos, miles de noches de lunas ocultadas por paredes de edificios de verticalidad infinita, y de sombras de callejones traseros, cementerios de ratas devoradas por perros, restos que fueron humanos allí dejados repletos de plomo de venganza y celos.
Cientos y miles de noches de jadeos expelidos por conciencias condenadas, de frases esputadas en la desesperanza, en el anhelo del próximo trago, de la eterna chupada del siguiente cigarro, de la turbia visión de la bailarina contorneando su artrosis en un postrer esfuerzo antes de exhalar el último aliento, de los músicos gritando  su alegría impostada con cuernos de metales quiméricos.
Y ahora, el portero afirmaba que no lo conocía, tampoco su amigo del alma negra Ernie, el propietario; ni el detective Fuller; tampoco Chef Antoine, el mago de los venenos culinarios; ni las coristas Lorraine Webster, Terry Shelton o Minnie Lindsay, de nada parecían haberle servido aquellas noches de amor hidraúlico; tampoco le reconocieron Tony Aiello ni Micky Nolan, que le amenazaron con su Magnum del calibre cincuenta cuando se acercó a saludarlos.
Completamente desconcertado atisbó a través de la densa niebla tóxica de humanidad podrida y descubrió a Chester Newman, y lo que le pareció imposible: con él estaba Bob Raphelson, aquel que fuera maestro de Chester y que en palabras de este «llegaba a los tiroteos diez segundos antes que las balas, y que era tan incapaz de vivir en un mundo de buenas noticias que cuando el alcalde pacificó la ciudad, Bobby se marchó de vacaciones a la II Guerra Mundial».
No lograba comprender que es lo que estaba ocurriéndole, aquel escenario espectral sin duda era el establecimiento de su vida gastada, era el Savoy, pero ni el mismo antro lo reconocía. Desesperado intentó recordar, y entretanto se le escapó una lágrima, y se emocionó al comprender que sus ojos aún eran capaces de amamantar su alma; cuando él los creía secos desde que una maldita noche, allí mismo en el Savoy, el amor de su olvido le incinerara el alma.
Y fue entonces cuando a su mente vino una imagen, se vio tumbado y a su cuerpo solo le quedaba sitio para el esqueleto de su cadáver. Comprendió que su aparato digestivo y sus pulmones no habían estado a la altura de su aparato emocional y por ello, justo por ello estaba allí en el Savoy, muerto, era por eso por lo que nadie lo reconocía, ellos también estaban muertos, pero no eran reales, sino el producto de su mente que ahora ya no era nada, solo fuego y polvo, o quizás seguía siendo, y en este caso todos aquellos, sus amigos del Savoy, algún día del resto de la eternidad acabarían reconociéndolo.
Con esa esperanza se subió a su Buick negro y se marchó, quizás para siempre.

Juan Castell, 16 de enero de 2015. Al maestro José Luis Alvite. In Memoriam

Nota: Algunas de las palabras y frases -que en el texto original de Word- están en bastardilla son propiedad del maestro Alvite.

lunes, 12 de enero de 2015

El Tamborilero

Iba por un prado alfombrado de verde esmeralda, veteado de rojas amapolas y amarillas margaritas; entre brezos pardos y diamantinas aguas tornadas violeta por el reflejo de las nubes arrieras de agua; saltando iba el tamborilero, feliz, tocando al ritmo que la música en su imaginación le marcaba.
Marchaba presto atravesando los campos, vadeando arroyos y cruzando montañas, acudía obediente a la llamada del rey, que lo había requerido para que se incorporara a su ejército; pues había declarado la guerra.
A pesar de que su madre lloró amargamente cuando le preparaba el zurrón que ahora llevaba colgado a la espalda, y que su padre le había dicho solo "pórtate como un hombre, y si para ello has de morir muere", iba contento, mucho; jamás había salido de su pequeña aldea, ¡y ahora iba nada menos que a la guerra; para servir a su rey!
Nadie le había dicho que sería tamborilero del ejército, pero supuso que si lo habían llamado, ¿para que otra cosa podría haber sido? Solo sabía tocar el tambor y ordeñar las cabras; quizás también coger castañas cuando de ello era la época, ¡ah! también podía identificar veintiséis clases de pájaros solo con oírlos piar, y distinguir un sapo de una rana por su forma de croar. Pero no creía que eso fuese útil en la guerra; en cambio tocar el tambor marcando el ritmo con el que las tropas debían avanzar hacia el combate..., eso sí que era útil. ¡Esa era la razón de que lo llamara el rey! No había nadie en la comarca, y posiblemente tampoco en el reino entero, que supiese seguir el ritmo como él con el tambor.
Mientras recorría las tierras de aquel reino imaginaba las aventuras que viviría cuando estuviese en la guerra, se emocionaba al pensar que las tropas avanzarían al son que él marcase con su tambor, y empezó a comprender que su papel en el ejército sería muy importante, casi tanto como el del general; pues cuando este hubiese dado la orden de ataque, el resto ya sería responsabilidad del tamborilero, es decir, suya.
Y con estos pensamientos y cada vez más emocionado el tamborilero  siguió caminando, a ratos andando y otros saltando; pues era ese el ímpetu que lo guiaba para servir a su rey, ¡como primer caballero!
Cuando cayó la noche los campos se hicieron de plata, mientras sonaba un tambor entre las sombras que comenzaron a moverse a su ritmo. Supo que eran sus soldados, que incansables día y noche ya marchaban con el ritmo que él les marcaba.
Y a su paso las ranas dejaron de croar saliendo de sus charcas, el búho lo observó con sus ojos de luna, los lobos que aullaban con voces de acero callaron. Un lince soltó al conejo que a punto estaba de devorar. Los árboles movieron sus ramas y ovalando sus copas se dispusieron a escuchar el son del tambor. El río se detuvo y el espejo calmo de sus aguas reflejó la imagen del tamborilero. Y la Luna se descolgó de su techo y bajó para oír y ver qué estaba ocurriendo en aquel recóndito reino. Y el Sol cuando vío a la Luna abandonar su casa y mostrar toda la belleza de su cara oculta quiso acompañarla. Y la noche se hizo día y la primavera verano; y mientras todos los seres vivos detenían sus vidas para verlo y oírlo tocar, los astros, tras miles de millones de años siendo obedientes a las leyes de la física, decidieron abandonar sus órbitas, mientras él, el pequeño tamborilero continuó feliz su marcha al son de su tambor en pos de su rey, ¡que lo había llamado para ir a la guerra!