Tras cincuenta años en América, Aidan volvía a su Irlanda natal, de donde había salido acuciado por la hambruna que asoló al país entero como consecuencia de la crisis de la patata, y tuvo por cierto, que cuando por fin aquel carguero de vapor atracara en el puerto de Galway, aquella sería la última travesía de su vida en este mundo, antes de que Dios Nuestro Señor lo llamara para la definitiva, lo cual no esperaba pudiese demorarse ya.
Medio siglo hacía que había abandonado aquellas tierras benditas de Connemara; situadas en la costa occidental de Irlanda, en su mayor parte en el condado de Galway, entre las montañas de Beanna Beola y el río Owenglin, por un extremo; y el río Invermore y las montañas Maumturks por el otro. Y cerca de allí, en la pequeña ciudad de Clifden, vieron sus ojos por vez primera la luz del universo que Dios creó hace miles de millones de años.
Su padre, Donovan, junto con Ciara, su madre, reunieron una prole de nueve chiquillos, de la que él hacía el número tres, y el primero de los varones, que en un tiempo llegaron a sumar cuatro; y cinco chicas; pero que por causa una veces de las diarreas, otras de la viruela, las más del hambre y otras porque sí a secas, la gran familia se quedó reducida a los gemelos Brannagh y Art, tres años más jóvenes que él; y a sus hermanas Ciara y Erin, que eran las pequeñas de la casa, y por mor de la parca él se convirtió en el primogénito entre los vivos.
Pero cuando su padre se quedó sin trabajo en Clifden, pasaron tanta hambre, que llegaron a comerse hasta el papel en el que en la carnicería envolvían los pedazos de despojos de carne, que el auxilio de la iglesia les daba de vez en cuando, para mantener la tortura de vida de aquellos niños durante un tiempo más; y ocurrió que también murió la pequeña Ciara y unos meses más tarde también el gemelo Brannagh; tras lo cual, su madre, rota por la pena, sufrió un mal de profunda melancolía y dejó de beber, pues lo de comer ningún mérito tenía; y cuando su padre enterró a su esposa querida, dijo que ya nada le importaba en la vida, y que se pegaría un tiro o quizás se dejara caer por los Cliffs of Moher, aquellos bellos y suicidas acantilados, que estaban situados a solo una millas al sur de la costa de Galway; y él, quizás por su corta edad, en la que en su ingenuidad todo lo creía, o fuese por todo lo contrario, y que de repente de niño de diez años se convirtiera en adulto, Aidan se erigió en cabeza de familia, y como primera acción ejerciendo de tal, agarró a su padre de las solapas de su cochambrosa americana –eso sí tras subirse a una silla-, y le propinó tal mamporro en plena nariz, a aquel hombretón de seis pies de altura, que este tras dar un traspiés y reparar en lo que había sucedido, con cara de asombrada estupidez, se limpió la sangre que le salía por uno de los orificios nasales, tras lo cual, visiblemente azorado y manifestando vergüenza, y con los ojos llenos de lágrimas abrazó a sus tres hijos, después cogió un pedazo de pan, algo de cerdo salado, y unas galletas; que era todo lo comestible que había en aquella pocilga, y tras guardarlo en un zurrón, tomó a los pequeños de la mano, y a pie, sin más equipaje que lo puesto, se dirigió con ellos hacia la región de Connemara.
En aquellas tierras de ciénagas, berzales, praderas y bosques, vivía y era propietario de una buena parte de ellas, en la zona sur, un antiguo conocido de Donovan Guinnes –que así se apellidaba el padre de Aidan, al igual que él, naturalmente-, y este hombre muy conocido por todo el condado de Galway, era Richard Martin, al que las gentes del condado usaban en llamar Dick el solitario; y es que lo era, pues no amaba mucho de la compañía de las gentes, y su amor lo dejaba para los animales, y en tiempos duros como lo eran aquellos, era visto como una auténtica excentricidad su afán por protegerlos, al punto, que tenía en mente crear una sociedad para prevenir la crueldad contra ellos.
Y cuando Donovan se presentó frente a Dick y le contó cual era su tragedia, aquel lobo solitario se tornó en madre y patrón para todos ellos, les buscó una cabaña que les serviría de acomodo mientras preparaban algo más definitivo, y a Donovan le dijo que no se preocupara por nada, que aunque fuese rudo, allí había suficiente trabajo, y le habló de las turberas, que estaba poniendo en producción y de las que le dijo que serían un negocio muy rentable. Y durante varios años, los restos que de la familia quedaban, sobrevivieron con más dignidad que holgura, y los dos chicos junto al padre, trabajaban duro extrayendo la turba, aquel combustible tan preciado, procedente de las maderas maduradas durante años, por la humedad ácida y la ausencia de oxígeno, y que ahora permitía que la familia de los Guinnes, en su desgracia, al menos dispusieran de una opción de supervivencia.
Y podría decirse que tuvieron unos años felices, allí entre ríos y lagos; praderas y montañas, con aquellos campos floridos por el brezo y las paulonias; por las nartecias y las orquídeas; y donde también abundaban los mirtos, los líquenes y el musgo. Y entre esta vegetación tan particular, trotaban aquellos équidos también únicos, mitad caballos y mitad ponis, que todos conocían como ponis de Connemara, aunque por su robustez nadie pensara que no fuesen en realidad auténticos corceles; y las leyendas sobre ellos eran variadas, aunque la más extendida era que aquellos eran descendientes de los caballos andaluces que a bordo de navíos naufragaron en las costas de Connemara, cuando allá por el final del S XVI, la Gran Armada; la Invencible que llamara el rey católico Felipe de España, fracasase en su intento de reconvertir a la fe católica a la pérfida Inglaterra, y a su reina, que por aquellos tiempos era Isabel, La Reina Virgen.
Y Aidan cumplió dieciséis años, y era ya casi un hombre forjado en el duro trabajo de las tierras de Connemara, y fue entonces cuando el mundo en Irlanda se vino abajo. En aquel año de 1845, comenzó a invadir las cosechas de patata un parásito, que unos llamaron tizón tardío y otros rancha, que destruía la hortaliza y las cosechas; y la plaga continuó al año siguiente, y al otro; y la base de alimentación del común de los irlandeses que no tenía acceso al trigo, que era propiedad en su mayoría de los terratenientes ingleses, comenzó a morir por centenares, luego por millares, y por cientos de miles, y toda la precaria economía del país se vino abajo, y la turba que era el negocio del que vivían los Guinnes, dejó de ser rentable, pues ya casi nadie podía pagar el producto; y el hambre, aunque al principio menos, también los alcanzó a ellos. Y Aidan recién cumplidos los dieciocho, una semana del mes de octubre, nada más pintar el alba, se vistió con sus mejores galas, que eran las de todos los días, pero calzado con las botas de las fiestas, y tras darle un beso a cada uno de sus hermanos y luego a su padre, que por mor del cansancio del trabajo y del hambre, como el resto aún dormía, tomó el camino de Galway y desde allí con las monedas que tenía, negoció como un maestro pagar su travesía hasta América, a cambio de su pequeña fortuna y de ofrecerse como grumete para todo lo que se le pidiera; y lo que convenció al cómitre del barco fueron sus bíceps y su conocimiento sobre turbas y carbones, por lo que dado que andaban cortos de fogoneros; pues era un trabajo infame, allí lo enrolaron; y de semejante guisa partió de Irlanda con destino a las tierras de América, en las que según sabía, o te mataban rápido o sobrevivías, y en este caso era más que posible que llegaras a ser rico; naturalmente en la medida en la que el término en Irlanda se entendía.
Y a él no le sucedió ni una cosa ni la otra; aunque estuvo muy cerca de lo primero, cuando nada más arribar a la isla de Ellis, en Nueva York, un jifero italiano a punto estuvo de vaciarle las entrañas por unas inoportunas miradas a una bella morena que fueron mal interpretadas por el de Catania, y si no fuera porque otro irlandés medió y desarmó al espagueti, quizá ni el continente hubiera pisado Aidan en vida.
Recaló, tras salvar el escollo de la purga de la isla de Ellis, en la calle Five Points, en el Bajo Manhattan, donde se hacinaban como ratas una buena parte de los mil irlandeses que llegaban cada semana a Nueva York, famélicos, llenos de piojos y sucios como las ciénagas de Connemara; y aquella comunidad de hijos de las tierras verdes de San Patricio, repudiada por todos, era considerada por los neoyorquinos como la más inmunda de las cloacas que hubiera en Nueva York; y quizás en todo el orbe cristiano.
Para sobrevivir hubo de integrarse en una gang de irlandeses, compuesta por hombres convertidos en alimañas; y en aquel tiempo conoció el catálogo completo de maldades que allí se pudiesen aprender, y se vio obligado a cometer todo tipo de crímenes, menos el homicidio en el papel de ejecutor, porque como cómplice tampoco se vio libre de ello. Pero esta etapa de su vida no quería recordarla ahora, que al fin volvía a la sagrada tierra de Irlanda, y prefería pensar que aquello fue una cuestión de vida o muerte; y en ambos casos, la suya.
De aquella cloaca lo sacó la viuda Elizabeth, una rica heredera de su marido recientemente fallecido, del que había recibido una fortuna incalculable y que poseía una mansión de ensueño en pleno centro de Manhattan.
La conoció en un atraco. Él y cuatro asesinos que le acompañaban, asaltaron a la viuda cuando viajaba en un coche de punto, acompañada por un empleado y el cochero, y tras robarle todas las joyas, que no eran poca cosa, la amenazaron con matarla si no se desnudaba y en plena quinta avenida se quedaba cuando menos en paños menores, y Aidan movido por una fuerza desconocida en él, y con un sentimiento de caballero andante, impelido a salvar a una dama en apuros, sacó su navaja y arremetió con tal furia contra aquellos dragones, que a uno le cortó una oreja, a otro le atravesó una mano, al tercero le despachó un corte profundo en la tripa; y al cuarto…,a este solo alcanzó a verle su trasero cuando se perdía por la esquina de la quinta avenida con la calle setenta y dos.
Después de aquello, la atracción que Aidan le produjo a aquella riquísima viuda, necesitada de todo menos de dinero, hizo que se embarcara en una vida de ensueño que le duró nada menos que diez años, y que se vio interrumpida, cuando murió de repente, y en la más incómoda de las situaciones que para dejar este mundo, una persona de tan alta calidad pudiera, que fue en la cama en compañía de Aidan; y tras ello, para más desgracia, sucedió que los herederos, que eran los hijos de la viuda, lo echaron a patadas del lujoso apartamento, y de sus vidas; y él que nunca pensó que ella tuviese fecha de caducidad, y que por ello no se había preocupado ni de acaparar bienes ni de herencias; ni siquiera de guardar joyas, o un cuadro, nada, absolutamente nada; pues fue eso justamente lo que le quedó. Y después se arrepintió de su candidez, de no ser cierto no se creería que un superviviente de la hambruna de la patata, y de la Five Points, no hubiera siquiera reparado en esto, ¡cuántas veces había tenido en sus manos aquellos fastuosos collares rebosantes de brillantes y esmeraldas!, ¡aquellos pendientes de lágrimas de cristales perfectos de carbono!, y ¡la perla peregrina!, aquella maravilla de perla que lució en el joyel de los reyes de la Casa de Austria de España, y que la rica viuda consiguió, cuando aún no lo era, no se sabe de qué extraña manera.
Y de nuevo se vio en la calle y sin dinero; pero con su natural don para la supervivencia, y los conocimientos adquiridos en diez años moviéndose entre la alta sociedad neoyorquina de mediados del siglo XIX. Y eran tiempos de oportunidades, y con lo aprendido con la viuda, en sus reuniones con banqueros, brókeres y financieros de toda calaña, logró introducirse en el mundo de la bolsa, situada en la misma Wall Street, donde se trabajaba la alquimia, y el humo se transformaba en oro, de los pudientes solo, porque el común había de ingeniárselas para no morir de hambre sudando por todos sus poros de su cuerpo, y no solo por los de la frente como rezaba la Biblia.
Y a Aidan le volvió a ir de perlas, y amasó una gran fortuna en solo cuatro años, y todo apuntaba a que en breve se convertiría en uno, sino el más rico de entre todos los inmigrantes irlandeses en la ciudad de Nueva York. Pero en marzo de 1861, cuando Abraham Lincoln tomó posesión de su cargo como presidente de los Estados Unidos de América, varios estados del sur se confederaron, y el 12 de abril atacaron la guarnición de Fort Sumter en Carolina del Sur, dando inicio a la Guerra de Secesión Americana, que desangró al país y arruinó nuevamente a Aidan, el cual por si fuera poco perdió una pierna y a punto estuvo también de perder la vida; a cambio, y por estar en el bando correcto, recibió una pensión vitalicia como comandante mutilado del ejército de «La Unión», ahora nuevamente rebautizado como «Ejército de los Estados Unidos de América».
Así pues, con apenas cuarenta años, estaba jubilado y tenía solucionada la vida, aunque fuese de forma modesta, además lo habían condecorado por una heroica acción de guerra, en la cual salvó de la muerte al mismísimo general Ulysses S. Grant, al interceptar la bala que iba directa a la cabeza del general, y él de forma milagrosa salió de aquello sin un rasguño siquiera, pues la bala impactó en el pesado recipiente de hierro que llevaba para servir el café al general -por deferencia no por obligación, pues él también era oficial-, y ocurrió que cuando sujetaba la pesada cafetera a la altura de la cabeza de Ulysses, la situó justo en la trayectoria del proyectil y este impactó en ella haciendo que saltase de sus manos, eso sí produciendo alguna quemadura en alguno de sus compañeros oficiales y manchando gravemente la guerrera del general, pero por ello no fue reprendido sino condecorado, y esto le proporcionó recibir un estipendio adicional.
Y, Aidan, tranquilo y sin ganas de aventuras, decidió probar con la literatura y lo haría escribiendo sus memorias. Pero el sosiego le duró poco, pues cuando el general Grant fue elegido Presidente de los Estados Unidos de América, nada más terminada la guerra, hizo llamar a Aidan a su presencia, y el oficial que le entregó el mensaje del nuevo presidente le dejó bien claro que «el general no admite excusa alguna». Y cuando lo recibió en la Casa Blanca le entregó un despacho, en el que lo nombraba responsable de los Oficina de Asuntos Indios.
Y quince días más tarde, partió en tournée con el objetivo de visitar todas y cada una de las reservas indias.
Fueron años muy duros los que siguieron, peo el se fajó muy a fondo en la lucha por los derechos de los nativos americanos, y para ello le sirvió de modelo la entereza y decisión en la defensa de sus ideas que esgrimió el viejo Dick el solitario, con su asociación en defensa de los animales, allá en las sagradas tierras de Connemara, en su terrible y añorada Irlanda.
Nunca se casó, tampoco tuvo prometidas ni relaciones sentimentales estables; nunca le cupo duda de que él si había escarmentado en cabeza ajena; en la terrible experiencia de su familia irlandesa, en aquella prole famélica de niños hambrientos; en el recuerdo de su madre muerta de pena y de su padre, aquel hombretón irlandés, derrotado por el infortunio, y en de él apenas un crío abofeteándolo para hacerle recobrar la hombría. No, nunca quiso poder volver a pasar por eso. Y pagó un alto precio; pero ciertamente que al menos aquel infierno no volvió a repetirse en su vida.
Y cuando aquel médico de Washington, el neumólogo más afamado de la ciudad, le dijo que un cáncer le estaba devorando sus pulmones, y que le restaban escasos meses de vida, no tuvo la menor duda de lo que debía hacer, y lo dispuso todo. Donó sus cuantiosas propiedades para que fueran repartidas entre varias comunidades de nativos americanos, se despidió de su fiel ama de llaves y de su ayudante-ambos indios de la nación apache de mil generaciones-, y después dio instrucciones para que le reservasen un camarote en el moderno buque de la Cunerd Line que había el trayecto Nueva York-Liverpool.
Se despidió de sus empleados y ayudantes con un simple «See you soon». Y con ello no quería decir que los volvería a ver pronto, si no que quizás pudieran verse en otro mundo, aunque él esto nunca se lo planteó en serio antes, ni quizás tampoco ahora.
Y ahora en un pequeño carguero recorría las últimas millas náuticas hasta arribar al puerto irlandés de Galway. Ascendió hasta la cubierta donde una fuerte racha de levante le sacudía el rostro haciéndole cerrar los ojos y tener que agarrarse a la baranda para evitar caer por la borda, y cuando al fin venciendo al fuerte viento atisbó en el horizonte la línea que dibujaban lo que creyó que eran las montañas de las tierras de Connemara, sin esperar siquiera a que aquel barco arribara a puerto, sintió que su alma abandonaba su cuerpo ya inane, y que volaba a encontrarse allá en las tierras de Irlanda con sus ancestros.