miércoles, 30 de julio de 2014

El más grande

EL  MÁS   GRANDE


Solo faltaban cinco días para que se inaugurase una nueva edición de la exposición anual de arte contemporáneo más importante del mundo, que con puntualidad británica se elebraba en la encantadora población de Nogomore. 

Se esperaba superar las cifras récord del año anterior en cuanto a expositores, visitantes y ventas; pero la mayor expectación del evento, como venía siendo ya habitual en los últimos años, recaía en conocer la obra que presentase el más excéntrico, vanguardista y rompedor artista del momento: el inigualable e irrepetible azerbaianoThisisajoke fuckyou. 

En la edición anterior dejó atónitos a críticos y público con su dama cuántica; el éxito fue completamente rotundo con aquella representación de una preciosa dama hecha con los principios elementales de la mecánica cuántica, de la que entre otras maravillas destacaba que no podía ser reproducida en ningún medio conocido, y que incluso vista en directo no impresionaba la retina humana, lo cuál no fue óbice para que alcanzase el éxito casi unánime; pues solo un orate que dijo no ver nada y que fue expulsado del palacio de exposiciones discrepó de la opinión general. Aparte de ese desagradable incidente todo acabó en un rotundo y completo éxtasis artístico. 

Aquellos seis empleados de la empresa de transportes especiales Delicatessenhands decidieron que era hora de hacer un receso para la comida de mediodía, para ello improvisaron unos tablones que harían de mesa, colocaron unos taburetes, y mientras tanto, dos de ellos fueron a buscar la comida que se suponía que había preparado su empresa. 

No tardaron en tenerlo todo dispuesto, y ciertamente que les sorprendió el auténtico agasajo con el que les obsequió la firma de transporte para la que trabajaban, y ellos más que agradecerlo, pensaron que sin duda su duro y delicado trabajo merecía esas atenciones; incluso más; y dieron buena cuenta de ellos, y aunque discreparon sobre la conveniencia de hacerlo, optaron por no resistirse y degustaron también aquellos exquisitos vinos, que sin duda eran néctares de dioses. 

Y tras dar por concluido el ágape tuvieron que hacer un receso para que la sangre volviese a circular por sus cerebros.

En ello estaban, cuando la comisaria de la exposición en compañía del artista de moda, apareció con la intención de supervisar la descarga e instalación de la obra maestra de la muestra, y cuando vieron el cajón vacío, a los operarios dormidos y los restos del ágape por el suelo, el autor tuvo por cierto que se habían comido su obra. 

Tras unos momentos de conmoción, la mente del genioThisisajoke fuckyou halló una solución, y la comisaría ordenó que se ejecutaran sus ordenes. Tenían al menos dos días por delante, el tiempo que tardó el último de aquellos expoliadores de arte en devolver por el otro extremo lo que habían ingerido por la boca. 

Y el día de la inauguración, cuando por fin se descubrió la obra más esperada, todos nuevamente atónitos pudieron disfrutar de una nueva genialidad del artista. Eran seis conjuntos de heces humanas y junto a ellas un título: "La digestión de una mentira conduce a la verdad"

Y nuevamente todos concluyeron que no cabía la menor duda de que el azerbaianoThisisajoke fuckyou era el más grande.

 

Gaza

Había acumulado toneladas de odio a lo largo de su existencia; de la suya y de la de su pueblo. Eran ya miles de años de persecuciones, de diasporas, de expulsiones y exterminios. Entre ellos se compartía el sentimiento de pertenencia a un pueblo elegido por Dios y maldito para los hombres, y él, Moshé, hijo de Abraham y de Adila, nacido en un barrio obrero de Tel Aviv, que tras una vida de esfuerzo y estudio había conseguido obtener una acomodada posición como economista de una floreciente empresa de fabricación de material médico, ahora, por mor de aquel grupo terrorista que tenía como objetivo destruir a su pueblo, aunque fuese a costa del suyo propio, se hallaba allí apostado encargado de aquel lanzamisiles, y frente a él aquel enemigo, uno de tantos, quizás no el más fuerte, tampoco el que menos, uno más de los que deseaban la extinción del pueblo de Israel, y como todos los que integraban aquel ejército, pensaba, que si destruían a este enemigo, sin duda quedaría uno menos de los que amenazaban con la existencia de su pueblo; y si para ello tenían que acabar con toda aquella maldita tierra y con los habitantes que en ella moraban, lo harían, y en sus conciencias quedaría la justificación de que aquello había ocurrido simplemente porque ellos así lo habían querido.
Tanto odio había en su cuerpo y en su mente, que por un desconocido mecanismo que quizás pudiera explicar algún día la genética o la mecánica cuántica, sucedió que ese sentimiento se introdujo en sus genes, y ahora ya no era solo un ser humano, sino una quimera que poseía la capacidad de transmutar su cuerpo y convertirlo en la misma arma. Y justo en el momento en el que recibió la orden de lanzar un misil, sintió que al oprimir el mecanismo que activaba el disparo, su organismo humano compuesto de células, tejidos y órganos, se convertía en proyectil, y a velocidad de vértigo salió disparado con un destino incierto. Y cuando con claridad divisó su objetivo y comprobó lo que era, con su mente transmutada en cerebro de aquel ingenio de destrucción, trató de desactivar aquello, que era justo a sí mismo, pero todo su esfuerzo resultó inane, y  tras el impacto en aquella escuela, la metralla de la maldita arma revirtió su transmutación, convirtiéndose en un millón de pedazos de su cuerpo; y sus células, sus huesos, su sangre y su muerte, se mezclaron con las de decenas de niños.

miércoles, 23 de julio de 2014

Hans

Eran las cinco de la madrugada y aquel tren nocturno continuaba inmune al desaliento, martilleando las juntas de los tramos de vía con su sonido de percusión, roto por alguna exhalacion de humo de la chimenea de la potente locomotora, que resonaba entre los bosques de las laderas de la montaña como el bramido de un dragón de acero. Y mientras, Hans procuraba conciliar el sueño a retales, para que esa  noche eterna diese paso a una mañana en la que pudiera encontrarse en forma para afrontar con brío el duro trance de volver a ver a su amada Irene, allí en aquel hotel sin esperanza, en ese hospital disfrazado de lugar de reposo, donde se robaban los últimos meses de estancia en el mundo, a aquellos seres humanos que estaban condenados a muertes prematuras por sus desafortunados encuentros con otros seres minúsculos que se alojaban primero en sus pulmones y más tarde en todo su ser, apoderándose de ellos y de sus almas destruyéndolos irremisiblemente.
Y aquella joven vienesa de apenas veinte años ya había cubierto el trayecto de una infancia feliz, rota por la muerte prematura de su querida madre por el mismo mal que ahora la aquejaba a ella; después la desesperación de su padre, el dejarse llevar hasta morir transportado al más allá en barricas de roble de ron añejo; y la ruina de una casa sin habitantes, y como único destino el de una pobre muchacha de apenas quince años condenada a morir por la tuberculosis.
Pero la providencial aparición de su primo Hans, y el inmediato eclipse de la mente y el embargo del corazón que le produjo ella, fue el revulsivo en la vida de Hans que hasta entonces transcurría en el anonimato de no ser más que el rico heredero de un comerciante de Salztburgo, pero también su condena. Ella, quizás motivada por la desesperación del desamparo, o desengañada a sus tiernos quince años por la vida, e incluso por el mismo Dios, se entregó a él, sin pensar ni sentir, sin desear ni tener más esperanza que la de una muerte cierta y pronta.
Pero el brío renacido en el alma de Hans le hizo prometer a Irene que no se rendiría, y que él lucharía por que ella viviera, por tener la oportunidad de un futuro juntos. Y a Hans sin importarle el amor que ella sintiese por él, pues comprendía los motivos por los que su corazón se hallaba sin esperanza, se juró que daría su vida y toda su fortuna por curar a Irene.
Recorrió los más importantes centros de investigación de Europa, viajó a Alemania, Francia, Inglaterra, Suiza, e incluso a Estados Unidos siguiendo una pista que al final resultó ser falsa. Desanimado y tras concluir la lectura de la Montaña Mágica de Thomas Mann, concluyó que debería intentar lo que todos los médicos a los que consultó le aconsejaron, y era que habría que internarla en uno de los múltiples sanatorios antituberculosos de entre los que se ubicaban en los Alpes, y él conmovido por la lectura de la genial obra de Mann, buscó alguno que se  situase cerca de dónde situó aquella Montaña Mágica que alojó al mítico Hans Castorp, que por azar compartía nombre con él.
Y en Davos, en los Alpes suizos, había uno, surgido por la visión nada literaria de un médico, que aprovechó el tirón de la obra de Mann. Pero a él tanto le daba un sitio que otro; no confiaba en que aquellos sanatorios pudieran currar a Irene, pero qué otra cosa podía hacer? Dejarla morir exangue o asfixiada por unos pulmones horadados por las terribles cavernas de la tisis?, al menos allí, en aquella montaña maldita, él no sería el responsable de atenderla en su agonía. Y si  ocurría un milagro?, no eso él no lo creía;  pero de cualquier modo, se prometió que no se rendiría.
Se suscriibió a las revistas científicas de mayor impacto, para ser el primero en saber cuándo pudiera hallarse un remedio,  hasta había creado una red de informantes con los mejores neumólogos de Europa, para que le avisasen de cualquier avance que hubiese, por experimental que este fuese. Pero hasta el momento, lo único que había logrado era que la fortuna de su padre, que hasta el momento no había reparado en gastos, hubiera mermado de forma considerable.
El tren llegó a la estación de Davos con una hora de retraso, la que ganó Hans para añadir a su velada el último retal de sueño. Y con un brío injustificado tomó un taxi con destino al sanatorio.
Y mientras el automóvil ascendia por la angosta carretera, rememoraba los bellos pasajes de la obra  de Mann describiendo aquellos paisajes, y concluyó que aunque la naturaleza siempre ganase, si un ser privado de la vista quisiera ver aquellas montañas, debería leer en braile La Montaña Mágica de Thomas Mann.
Al llegar, una fuerte y helada brisa procedente de la cumbre le azotó la cara, y cuando alzó la mirada contempló la montaña nevada entreverada de nubes que amenazaban tormenta, y casi sobre su cabeza, a solo unos metros, la amplia terraza con las hamacas alineadas en las que, con un arte minuciosamente aprendido, se tumbaban los entregados cuerpos de  aquellas almas atrapadas por la tuberculosis, perfectamente embutidos en unos envoltorios de mantas que les permitían recibir la terapia del frío en sus pulmones, sin que se congelasen sus cuerpos.
Irene estaba preciosa, con la belleza que solo la tisis le puede conferir a un cuerpo joven y frágil como el de ella. Con una palidez cérea matizada por un rubor ocasionado por el sol de la montaña, el cuerpo delgado sin aún llegar a la caquexia, el tórax asimétrico con respiración paradójica ocasionada por la toracotomía, y a pesar de todo ello o quizás porque aquello le recordaba la fragilidad de Irene, a Hans le parecía la criatura más bella de la creación.
Permaneció extasiado contemplándola durante el resto de la mañana, mientras ella respiraba el frío aire de aquella primavera temprana, tumbada en la terraza y recibiendo algún rayo del sol que escapaba al entretejido manto de nubes;  y alguna vez interrumpía el reposo para llevar a cabo las ceremoniosas tomas de temperatura, y él  permaneció absorto hasta que un acceso de tos le provocó una profusa hemoptisis que a él lo paralizó de miedo y a ella le hizo perder la consciencia.
Mientras el profesor de la escuela de medicina de Ginebra, François Charcot, le informaba de que la situación de Irene era desesperada, le mencionó de pasada, que casualmente había oído que en Estados Unidos había un científico que estaba probando un fármaco contra el bacilo tuberculoso; aunque nada había seguro e incluso que, al parecer la investigación la estaba llevando en secreto.
A pesar de la negativa del profesor Charcot a proporcionarle más información, fue tal la contundencia y la desesperación mostrada por Hans, que el profesor le extendió una nota en la que escribió: "Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, Albert Shatz".
Nunca nadie lo supo, ni Hans reveló cómo pudo conseguir que el profesor Albert Shatz le proporcionase todas aquellas dosis de estreptomicina, ni cómo el profesor Charcot se avino a tratar a Irene en una clínica privada de Ginebra de la que era propietario. Pero.lo cierto es que un año después Irene estaba clínicamente curada, siendo la primera persona en el mundo a la que  la estreptomicina liberó de la tuberculosis. Y aún hoy a sus ciento cuatro años visita cada año la tumba de su  esposo Hans, muerto hará ya veinte años, y desde 2005, año en el que murió Albert Shaltz en Filadelfia, no había dejado de enviar un ramo de rosas negras -sus preferidas- a la dirección del cementerio donde reposan sus restos, con un escueto texto: "Gracias, profesor Albert Shatz por haber creado la estreptomicina".

Juan Castell. 1 de mayo de 2014.

En recuerdo al genial escritor y premio Nobel Thomas Mann, y a su Montaña Mágica.

Y a Albert Shalt, verdadero descubridor de la estreptomicina -el primer tratamiento efectivo contra la tuberculosis-,  y al que no le dieron el Premio Nobel, y sí a otro en su lugar.

lunes, 21 de julio de 2014

Joep

Joep estaba realmente exhausto, había pasado los tres últimos días preparando aquella ponencia del congreso internacional de sida, que este año se celebraba en la ciudad australiana de Melbourne, y él, como uno de los más reputados expertos en la lucha contra la enfermedad, en esta ocasión, insistiría con la vehemencia de la que fuese capaz, en la necesidad de instaurar una pauta combinada de antirretrovirales, que fuese efectiva y económicamente asumible para los países más pobres del mundo; pues aunque el camino había sido largo y exitoso, aún quedaba un enorme trecho por recorrer en la lucha contra el sida en el mundo; y especialmente en África, donde el día en el que se pudiese cantar victoria, aún no se atisbaba en el futuro próximo.
Se acomodó lo mejor que pudo en el asiento que le correspondió en suerte, en aquel vuelo que hacía el trayecto entre Ámsterdam y Kuala Lumpur, y que sería la primera etapa del largo viaje que tendría que hacer hasta alcanzar su destino en Australia; y como no tenía mucho margen de maniobra, había decidido que cuando el avión despegase del aeropuerto de Schiphol, procuraría  dormir algo, y pensó que después ya tendría sobrado tiempo para ultimar los retoques definitivos a su presentación. Más de catorce horas de vuelo tenía por delante, en este primer salto; y a pesar de que había  realizado decenas de vuelos de similar duración, a aquello no se podía acostumbrar nadie; y aunque cierto era que su antiguo miedo al avión lo tenía domesticado, tomaría una buena dosis de lorazepam, y si no conciliaba el sueño, al menos durante una horas viajaría relajado.
El avión no iba al completo, pero podría decirse que su grado de ocupación era elevado; no sabría determinar desde su asiento cuánto, pero le pareció que viajaban muchas personas; y mientras se acomodaban los pasajeros, se entretuvo en intentar averiguar las nacionalidades de sus compañeros de vuelo, atendiendo a su aspecto y sobre todo a la lengua, o en su caso al acento de aquellos que hablaban en inglés. Comprobó que la mayoría del pasaje estaba compuesto por compatriotas suyos,  pues a fin de cuentas el avión había partido de Amsterdam, y lo normal era que así fuese; le pareció que había también numerosos malayos, o al menos asiáticos; algún francés; y americanos, su acento era inconfundible. Él dominaba muy bien el inglés, pero su forma de pronunciar el idioma de Shakespeare podría decirse que era neutro, de hecho, no solían acertar su nacionalidad cuando hablaba en aquel idioma; en cambio, el acento de algunos de los que viajaban en este avión era realmente endiablado, especialmente algunos americanos. A muchos de sus compañeros de viaje los conocía, y bien; eran colegas de muchos años de estudio del sida;  y a él también ellos, incluso más; pues él era ya uno de los popes del mundo cientifico en la lucha contra aquella maldita enfermedad, y había estado en ello desde el inicio de la terrible pandemia, allá al comienzo de los años ochenta;  había vivido, cuando comenzaba su trabajo, las luchas entre Luc Montagnier y Robert Gallo por la autoría en el descubrimiento del vih; el terror inicial, el rechazo a los homosexuales, a los haitianos y el terror de la hemofílicos; el comienzo del uso del azt y después de otros muchos fármacos, y el inicio de la terapia combinada a mediados de los noventa, de la que él fue uno de los pioneros. ¡Cuánta lucha! ¡Cuántas muertes! ¡Cuánto sufrimiento! ¡Y también cuántos triunfos y días de gloria! Y a pesar de que justo ahora se cumplan los treinta años, treinta y uno exactamente, desde que comenzara a trabajar –desde que se comenzara a trabajar- en la lucha contra el sida, no podría decirse que estuviese cansado; al contrario, nunca había estado más motivado que ahora; a pesar de que tras unos años triunfales de avances científicos, en los últimos años, y debido a la crisis económica que había azotado a una buena parte de Occidente, los recursos habían menguado al punto de paralizar o al menos de ralentizar la lucha contra la enfermedad en África, y él, reiteraba que  en este congreso que se celebraría en Australia, conseguirían relanzar los programas y continuar con los avances para conseguir en los próximos años, acorralar a esta enfermedad, convirtiéndola en un problema de Salud Pública de segunda categoría.
Recordaba ahora la última decepción, al saberse que el llamado  Mississippi baby, en el que tantas esperanzas de curación de la enfermedad se habían puesto, con aquel tratamiento antirretroviral precoz a su madre infectada en los momentos posteriores al  parto; y cuando ya se creía curado, se había descubierto tras varios meses que volvían a detectarse partículas virales, ¡esos malditos reservorios ocultos del virus, en el intestino o en el cerebro, hacían que por el momento la enfermedad fuese incurable!
Unos niños lo molestaron con sus malditas maquinitas de juegos cibernéticos, cuando uno de ellos a punto estuvo de meterle el dichoso aparato en un ojo; después una enorme señora de glúteos indefinibles, le pidió excusas pues venía a ocupar el asiento de al lado suyo, tras haber permanecido en uno de menores dimensiones, en el que el personal auxiliar de cabina estimó que no era posible que pudiera aguantar atrapada catorce horas, y a pesar de que este tenía unas dimensiones algo más holgadas, las maniobras que aquella mujer hubo de hacer para embutirse en el asiento, Joep, tuvo por cierto que desafiaba las leyes de la física.
El tiempo que dedicó a hacer esas reflexiones sobre la enfermedad y estas últimas interrupciones, habían hecho que se olvidase que el avión hacía rato que había completado la maniobra de despegue, y ya se encontraba en su recuperada posición horizontal, y habían alcanzado la altura y velocidad de crucero; y era por ello por lo que algunas personas, ya liberadas de los cinturones, circulaban por la aeronave buscando el lavabo o yendo a visitar el asiento de algún otro pasajero. 
Como siempre ocurría en estos largos viajes, al principio de los mismos era grande el revuelo entre el pasaje, sobre todo a cargo de los niños, a los cuales  resulta harto complicado mantenerlos quietos y callados en sus asientos; hasta que transcurrían unas horas y ya rendidos por el cansancio, van cayendo una tras otra cada una de las criaturas, y llega un momento, que con suerte, se alcanza una cierta quietud en cabina. Y era por esto por lo que Joep gustaba de  tomar un ansiolítico para ayudar a la resignación, aquellos momentos de caos que sumado a la perspectiva de más de catorce horas de vuelo por delante, pueden hacer perder la compostura a más de uno.
Extrajo la cartera y miró al foto de su esposa, la de sus hijos, y la de su pequeña nieta de apenas un año de edad, y tuvo que reconocer que dejando a un lado sus grandes decepciones en la lucha contra el sida en África, que a pesar de todos los avances a él se le hacían pocos, en lo demás era un hombre afortunado, y se lamentaba que debido a su trabajo debía pasar largos periodos de tiempo alejado de su familia; pero recapacitó, y concluyó que él sin su trabajo como activista en la lucha contra el sida no podría vivir. Y su mente volvió a África, a sus esfuerzos en Botsuana y en Sudáfrica, dos de los países con mayor incidencia de sida en el mundo, la continua pelea, muchas veces baldía contra las creencias locales, contra la oposición de los mismos gobiernos y de las multinacionales farmacéuticas, negándose a abaratar el precio de los fármacos antirretrovirales para hacerlos asequibles para aquellas paupérrimas poblaciones. Recordaba ahora cuando tras una intensa campaña de educación sanitaria para promover el uso del preservativo, vieron todas sus esperanzas tiradas por tierra, cuando a la entrada de las cabañas de aquellos a los que había ido dirigido el programa educativo, se vieron los condones colgados en las puertas como si de amuletos se tratase, y entonces él y su equipo tuvieron por cierto, que aquella lucha no iba a ser fácil, cuando no imposible.
Una voz de la azafata les indicaba que iban a pasar para servir bebidas, regalos y algo para comer, dando una pormenorizada explicación de todos los artículos que podrían ser adquiridos; incluido el alcohol o los cigarrillos electrónicos, y en eso también se detuvo a reflexionar un rato, a fin de cuentas él no era solo virólogo, sino que era un salubrista en toda la extensión de la palabra. Miró por la ventanilla y vio entre nubes algo que le parecieron pequeñas explosiones, y pensó, que seguramente allá abajo, a diez kilómetros, en alguna ciudad o quizás en un pequeño pueblo, se estaría celebrando alguna fiesta, y es que parecía, que como en todas partes la pólvora era aditamento imprescindible en estos casos.
Lo interrumpió una azafata: ¿El señor desea algo? –Sí, gracias, una botella de agua… 

Dos horas más tarde, todas las agencias del mundo daban la noticia de que el vuelo MH17, que hacía el trayecto entre la ciudad holandesa de Amsterdam y la malaya de Kuala Lumpur, un Boeing 777 de Malaysia Airlines, con 298 personas a bordo entre pasajeros y tripulación, se había estrellado en el este de Ucrania, en una zona cercana a la localidad de Grábono.
Poco después, las cadenas de noticias informaban de que todo apuntaba a que la causa de tan terrible tragedia, había podido ser un misil lanzado por los contendientes, en las hostilidades existentes en la zona este de Ucrania, entre independentista prorrusos y tropas del ejército de Ucrania.
En el centro coordinador de la lucha contra el sida en el hospital Princess Marina de Gaborone, la capital de Botsuana, en aquella noche del mes de julio, solo hubo lágrimas amargas.

miércoles, 16 de julio de 2014

Johannes

Como venía haciendo todas las noches desde hacía un año, a la misma hora, Johannes se sentaba frente a su mesa de escritorio, sacaba su pequeño mazo de cuartillas, cargaba de  tinta azul su pluma Waterman, se servía un generoso vaso de agua San Pellegrino, y tras ajustarse las gafas de leer, procedía a colocar el disco que correspondiera según su ánimo, y tras todo ello se disponía para que aquello que ya le venía sucediendo desde hacía un año, por una noche más, volviera a repetirse.
Y se le ocurrió que aquella noche estaría bien volver a oír La Pasión según San Mateo, del genial cura pelirrojillo, Johann Sebastian Bach; por ello, tomó el cd con la versión que más le gustaba -que era la que dirigió Karl Richter con el coro y la orquesta Bach de Munich, en una excelente grabación de1980-, la colocó en el reproductor, y tras ello se sentó disponiéndose a que el fenómeno se repitiese.
Cuando volvió en sí, miró el reloj y comprobó que habían transcurrido exactamente treinta y cinco minutos; había escrito cinco cuartillas y consumido media botella de San Pellegrino.
Estaba sudoroso, a pesar de que era noviembre y la calefacción hacía ya más de dos horas que se había apagado, notó que su sudor era frío, y le invadía una extraña sensación difusa, sumamente desagradable que le generaba una gran inquietud.
Con gran desasosiego, se dispuso a leer lo que había escrito en aquellas cuartillas, y aunque nadie lo hubiese creído, era cierto que desconocía lo que allí se contenía, y sin duda lo había escrito él. ¿Realmente? ¿No habría sido su mano, sin más intervención de su mente que la de un mero receptor? Llevaba dándole vueltas a aquella absurda idea desde hacía semanas. Sabía que lo tomarían por loco si explicara que él pensaba que los espíritus atormentados de las gentes que vivieron en otro tiempo lo utilizaban a él para que contara sus historias. Y probablemente fuese cierto que hubiera perdido el juicio. Pero si era así, ¿por qué era capaz de escribir aquellos relatos que lograban conmover el corazón de los lectores? Además eran tan creíbles y reales... ¿Cómo podría aclarar aquel dilema? ¿Realmente eran las almas de aquellos que ya habían muerto las que le dictaban sus historias?, ¿o era él en estado de mediación profunda, o quizás de trance, quién las escribía?
Tenía que saberlo. ¿Consultar a un parapsicólogo?, ¿a un médium?, ¿quizás a un sacerdote? Todo ello le pareció ridículo y absurdo. Pero sabía que no podía continuar con aquella incertidumbre. Y entonces se le ocurrió algo.
Buscó entre los  relatos que había escrito en los últimos meses, y cuando los tuvo sobre la mesa los tiró al albur de la suerte. Todos cayeron al suelo excepto uno, y con evidente ansiedad, lo cogió y se dispuso a leerlo. Se trataba de una historia que había escrito un mes antes y que se  titulaba  «El duelo». En él se  relataba lo que le acaeció a un redactor de un periódico español, que lanzó unas fuertes acusaciones contra un importante noble muy allegado a la corte de la monarquía hispánica, y este, que para mayor escarnio era Grande de España, retó a duelo al intrépido periodista, que sin experiencia alguna en aquellas cuitas de honor y sangre, tuvo por cierto que sus días en este mundo habían concluido; pero fuese la justicia de Dios, la mala puntería del marqués, o simplemente la fortuna del juntaletras, este, le acertó un disparo al Grande que lo mandó directo, y muy probablemente, al mismo infierno.
Y Johannes dispuso que dedicaría todo su  esfuerzo para intentar averiguar si aquella historia era una mera invención suya, o si por mor de los espíritus, tenía algo de cierta.
Un mes justo empleó en investigar todas las bases de datos que pudo alcanzar, incluyendo las hemerotecas, y como no pudo hallar nada más que algunos débiles indicios, viajó a Madrid y removió cielo y tierra. Tirando de un delgado hilo y siguiendo una absurda pista, le condujo hasta una olvidada casa, en la que una ancianísima mujer de edad incierta, quizás imposible, vivía recluida desde hacía más de setenta años, acompañada de su ama de llaves, que ya era la biznieta de aquella que tuviera para tareas similares la madre de la anciana, en la infancia de esta. Y cuando Johannes le contó su absurda historia, aquella mujer de edad ignota, y aunque parecía más muerta que viva, de un salto se puso en pié, abrió los ojos más de lo que sus párpados permitían, y lanzando un agudo grito, dijo: «Te dejé enterrado en la Sacramental de San Isidro, pero veo que tu alma maldita sigue vagando sin descanso»…,dicho lo cual, cayó fulminada en su sillón, aunque según Johannes pudo comprobar aún conservaba el pulso; pero no hubo lugar a más, la extraña ama de llaves dijo que por favor abandonase la casa y no se preocupara por la anciana, pues esto le ocurría con frecuencia; Johannes tuvo por cierto que aquella vieja cuando él entró en la casa había resucitado para decirle aquello, y tras ello había vuelto a su estado anterior, que era el de muerta.
Por más que lo intentó, no logró sacarle ni una palabra más a la doncella, y completamente contrariado, perplejo, decepcionado y sobre todo asustado, abandonó aquella mansión, que parecía salida de la mente del mismo  Edgar Allan Poe.
La Sacramental de San Isidro, recordó Johannes que aquella anciana había dicho, y preguntó en su hotel; pues no tenía ni la más remota idea de a qué se estaba refiriendo con el nombre de aquel lugar. El recepcionista del hotel Plaza le explicó que se trataba de un cementerio situado detrás de la ermita de San Isidro, sobre el llamado Cerro de las Ánimas. Y hacia allí se dirigió.
Cuatro días estuvo preguntando a los empleados que allí había, para que le diesen alguna pista de dónde podría hallar una sepultura de un hombre con tan vagos datos como con los que él contaba, hasta que lo mandaron con viento fresco. Y a punto estaba ya de tirar la toalla, cuando a la quinta tarde desde su llegada al camposanto, estando ya cercana la hora de cerrar el cementerio, se hallaba, una vez más, inspeccionando el más antiguo de los ocho patios con el que contaba el sacramental, aquel que se construyera a principios del siglo XIX y que llamaban de San Pedro; y allí entre las tumbas del médico del rey Fernando VII, la de Campomanes, y el panteón de la familia Madrazo, súbitamente, percibió que una sombra que no era la de un ciprés se situó a su espalda, y girándose, y al principio más sorprendido que asustado, creyó un instante después, que el corazón se le detenía, cuando frente a él vio que había un hombre vestido de forma impecable pero a la usanza de hacía más de un siglo; su rostro estaba pálido como el mármol de Carrara; sus ojos exangües; en su pecho un agujero por el que se le veía el corazón negro y putrefacto; y en su mano sostenía una pistola, de las de duelo que solían usarse antaño. Y cuando él quedó petrificado e intentó poner sus piernas en marcha, sintió que estas no le respondían, y ante la inminencia de lo que él pensó que eran las puertas del otro mundo, se armó de valor para recibir a la muerte; y fue entonces cuando aquel espectro; aquel cadáver erguido sobre sus miembros putrefactos, dijo con voz clara y perfecta, pero con el tono que se les supone a las que vienen de ultratumba: «Tú eres la pluma, la voz y el recuerdo de todas las almas de aquellos a los que ya todos nos han olvidado. Continúa tu trabajo, no desesperes, no te rindas».
Cuando Johannes despertó, había luna nueva, la oscuridad era absoluta, y comprendió que había quedado encerrado en la Sacramental de San Isidro.

lunes, 14 de julio de 2014

Thomas


Cuando cayó la primera paletada de tierra sobre el ataúd que contenía el cadáver de su amigo  Hans, Thomas sintió que el primer pedazo de él iba junto a aquella tierra, y que conforme fuese llenándose la fosa hasta que cubriese por completo el cuerpo inane de su amigo, no sería la tierra la que hiciese el trabajo, sino los pedazos de su alma trasmutada en materia que caerían en aquella tumba, y cuando el ritual ancestral surgido de la noche de los tiempos concluyera, tuvo por cierto que de aquel cementerio saldría caminando su cuerpo, pero ya no le acompañaría ni su mente ni su alma.
Con treinta y tres años recién cumplidos, y una existencia plena, que irradiaba felicidad y positivismo no solo en su vida, sino contagiando esta alegría de vivir a todos los que le rodeaban, especialmente a Thomas, se había visto truncada de repente, sin previo aviso, por una mano suicida, por un arma de fuego cargada por la decepción súbita de su vida, por la desesperación repentina de la soledad de la traición humana. Y él, Thomas, se sentía la bala que le destrozó el cráneo, la pistola que disparó el proyectil y la mano que sujetó el arma. Daría su vida, vendería su alma, vagaría como un fantasma durante toda la eternidad, si pudiera devolver la vida a Hans; pero estaba muerto, ahora yacía en aquella sepultura del Zentralfriedhof, y él estaba vivo; aunque en realidad, ya carecía de alma.
Hans le había salvado cuando él, fracasado en todo en su adolescencia, había decidido poner fin a su vida inane, y le dio una razón para seguir en este mundo, simplemente le dijo: "Tienes que vivir por mí, porque te quiero". Y aunque no comprendió al principio aquellas palabras, salió de dudas cuando le aclaró que estaba perdidamente enamorado de él.
Fue tan grande el impacto que recibió, que hizo que se olvidara de sus ideas autolíticas y se ocupará de digerir aquellos sentimientos que le había manifestado su amigo Hans. Y aunque en principio le pareció una locura, quizás por su agradecimiento, o quizás fuese por algo más; pero comenzó a sentir por Hans algo nuevo, pudiera que la misma emoción que había experimentado hacia Frida, y que había sido el detonante de su depresión, que a punto estuvo de costarle la vida. Pero Hans se convirtió en su inspiración, le proporcionó la fuerza de la que siempre había carecido, le hizo descubrir sus dotes de escritor, le fabricó un entorno de quietud y paz que hizo que creara los más bellos poemas; tras ello vino el éxito, ganó los más importantes premios y se convirtió, primero, en poeta de moda, y después en novelista y dramaturgo; escribió libretos para ópera, y no hubo ningún género literario en el que no destacara. Y se vio rodeado por todas las gentes de calidad de Viena, incluso fue recibido por el emperador en su palacio de Schömbrunn; todos se disputaban su compañía y solicitaban sus obras. Hans ocupó un lugar destacado en su vida; pero solo al inicio de su  carrera de éxito, después, su alejamiento de él fue progresivo cuanto más aumentaban sus  triunfos. Y cuando llegó a ser una figura pública, su editor le advirtió que se comentaba en los mentideros de Viena su relación con Hans, y que en una sociedad como la vienesa cualquier cosa estaba permitida, siempre  que no trascendiese del ámbito privado;  y ahora que él era una figura tan popular, un hecho como aquel no pasaba desapercibido.
Hans intentó justificar el distanciamiento de Thomas, entendiendo que ahora se debía a su público, a los medios de comunicación, a los notables, incluso a la misma familia imperial; pero aún no dudaba de los sentimientos de Thomas hacia él; incluso cuando le dijo que deberían cesar en su convivencia, debido a exigencias de su editorial, él lo entendió y no creyó que aquello fuese el fin; ni siquiera que su relación corriese serio peligro; pero cuando aquella maldita mañana de mayo recibió la  nefasta carta, en la que Thomas, con la mayor delicadeza de la que nunca un escritor hubiera sido capaz de emplear para dejar plantada a su pareja, le explicó que todo había acabado entre ellos, Hans tras leerla la arrojó al suelo, y corrió como un poseso, subió los tres tramos de escalera  que le separaban de la torre de aquel palacete que había sido el hogar de ambos, y sin más reflexiones se arrojó al vacío.
Cuando La policía examinó el cadáver, en un bolsillo del pantalón de Hans, hallaron un precioso reloj Patek Philippe, envuelto en una delicada caja de terciopelo, y dentro, una nota perfumada con aroma de jazmín del Prater, y en ella podía leerse «Sé que nunca me abandonarás, Thomas, tú y yo somos dos almas gemelas».

sábado, 12 de julio de 2014

Denise

Conducía su automóvil con una ansiedad incontenible haciendo que chirriasen los neumáticos en cada una de las interminables curvas de aquella endiablada carretera de la Bretaña francesa. Huía de su familia, de su gente y de sí mismo; escapaba del miedo atroz que le producía la idea de que aquella noche pudiera estar en compañía de los suyos; incluso de cualquier humano, por ello había decidido huir y esconderse en lo más recóndito de aquel inmenso bosque del parque nacional d'Armorique, que él tan bien conocía, y que en esta tarde aciaga no se le ocurría un lugar mejor, que estuviera a su alcance, para pasar aquella noche; maravillosa para todos, pero que para él era ya una pesadilla, tanto, que incluso si sus esfuerzos fracasaban, podría convertirse en una terrible tragedia.
Por qué le ocurría aquello había sido un completo misterio durante años, hasta que leyó aquel artículo de la revista Science, en el que revelaban los misterios de los cambios genéticos que ocasionaron un caso similar al suyo; aunque afortunadamente él aún no había llegado a un estado tan avanzado del trastorno; y por ello las consecuencias no habían alcanzado aquella gravedad. Pero él creía, aún más, estaba seguro, de que la intensidad del fenómeno natural relacionado con su trastorno, que se produciría aquella noche, podría conducirle a alcanzar los graves efectos del caso que estudió la revista. Por ello, debía alcanzar el lugar más inaccesible y alejado del bosque, y una vez allí pondría en marcha su estrategia que le garantizase estar aislado y lejos de cualquier ser humano durante toda aquella maldita noche.
Miró el reloj y comprobó que solo restaban dos horas para la puesta de sol,  y pensó que aún disponía de tiempo suficiente, aunque no iba sobrado. Repasó mentalmente una vez más si disponía de todo lo necesario, y cuál era el procedimiento que debería seguir antes de que dejase todo listo para ejecutar su plan.
Encendió la radio y sintonizó la emisora Chérie FM; sonaba una canción en español, lengua de la que él solo era capaz de entender palabras sueltas, y sí oyó que decían París, poco más logró comprender, y cuando concluyó la canción, le pareció oír que quien cantaba, se llamaba La Unión, o algo parecido.
Aún continuó un rato más oyendo música, y por allí desfilaron Fredy Mercury, Eagles, Amy Winehouse..., y entonces vio el indicador que señalaba que entraba en el parque nacional d'Armorique. Apagó la radio y se concentró en aquello que había hecho que estuviera allí.
Tras unos tres kilómetros de campo abierto solo moteado por alguna pequeña arboleda, se adentró en un espeso bosque de tupida vegetación formada por grandes árboles, de los que sólo supo identificar los pinos, y que producían una sombra perpetua a aquella carretera, y la oscuridad absoluta cuando caía la noche; aunque luciera en el cielo la luna llena.
Estacionó el vehículo junto a la ermita de Saint Michel,  se bajó y abrió el capó, cogió el cuchillo y cortó con saña todos los manguitos del motor que tuvo a su alcance, después tiró las llaves por la ladera de la montaña, cogió la cadena y se amarró a la reja de la pequeña iglesia, tras ello echó el candado y después arrojó la llave lejos de él; comprobó que el teléfono móvil lo tenía con él y que había cobertura; pues no podía confiar en que al día siguiente alguien pasara por allí a rescatarlo y por ello debería pedir ayuda. Y se dispuso a esperar.
Una luna llena magnífica,  esplendorosa, gigantesca; una superluna se adueñó del cielo del parque d'Armorique y de toda la noche en la Tierra.
Y Denise sintió que todo comenzaba. Transcurrió un tiempo que no sabría estimar, y a lo lejos se oyeron aullar los lobos, y comenzó a sentir un terrible dolor en toda la  superficie de su  piel, notó cómo le brotaba una tupida capa de pelo, se le deformó la cara, se le afiló la boca, le crecieron los colmillos, se le curvó la espalda, se le retorcieron las piernas, y de las manos y pies le crecieron garras; y de un zarpazo cazó a un ratón que andaba despistado, lo tragó tras un solo mordisco, y después aulló una, otra y mil veces, y por todo el parque d'Armorique aquella noche reinaron los lobos; mientras que por vez primera en la últimos diez años, en Bretaña no hubo que lamentar ninguna muerte tras una noche de  superluna.

Y es que en las noches de superluna, no  dudes que puedes encontrarte con un hombre lobo.

jueves, 10 de julio de 2014

Sinclair

Acababa de concluir la lectura de aquella obra maestra de la literatura en la que descubrió la dualidad del mundo, la imposibilidad de la existencia del bien en la ausencia del mal; aprendió que el ser humano individual es todo el universo desde el inicio de los tiempos y mucho más, y a la vez no es nada sin los otros, sin la humanidad entera. Aprendió que el amor es en realidad el sentimiento hacia todo, todos y uno mismo; y a la vez nada. Aprendió a encontrar a aquellos que pertenecían a su raza de seres escogidos, y que su imagen era la de cualquiera o la de todos ellos. Comprendió que el poder de su mente era ilimitado y que solo estaba limitado por la decisión de su voluntad en la consecución de algo.

Bonita e interesante obra -pensó-, sugerente sin duda, bonitas palabras que habían promovido la reflexión de miles, quizás millones de personas, ¿pero a él  en qué le podía influir aquello en su vida diaria? Se hallaba varado, con un trabajo anodino, solo y casi aislado de familia y amigos, con un desprecio creciente a todo lo que le rodeaba; y aunque ciertamente compartía algunas, pudiera ser que casi todas,  las reflexiones que el autor del libro que acababa de leer exponía en él, tampoco encontró soluciones. Pero no podía decir que en aquel texto se pretendiera resolver la vida a nadie, más bien se exponía que cada uno debería encontrar su propio camino. ¿Pero cuál debía ser su camino? Quizás era demasiado pretencioso buscar caminos, destinos o revoluciones, podría ser más práctico e interesante probar con algo más sencillo como podría ser intentar acertar un número de lotería, un resultado de una apuesta deportiva o...,y entonces se le ocurrió algo descabellado: buscaría en su agenda telefónica, en sus contactos de wasap, en sus amigos de Facebook y Twitter, y en las direcciones de email, y escogería a una persona. Y haría que se  pusiera en contacto con él , pero no llamándola él, ni mandándole un mensaje, lo cual sería una completa estulticia, intentaría concentrar toda su voluntad, toda su energía,  todo aquel universo que se suponía estaba grabado en sus células y en su subconsciente y con todo ello,  invocarla.

No se sirvió ninguna bebida fuerte, simplemente agua, pues no bebía; tampoco encendió ningún cigarro, lo hacía dejado hacia años, se sentó en un sillón y se concentró.
A tanta introspección meditativa llegó, que perdió la consciencia, quizás simplemente se durmió. Se vio caminando por un desierto, a pesar de que estaba solo, a pie y sin agua, ni sentía sed ni cansancio; y de pronto cayó la noche, así sin ir precedida de ninguna mágica o excepcional puesta de sol, como suelen serlas en el desierto. 

Sobre él, la cúpula celeste mostraba un imposible manto de estrellas, en el cual, con la perfección de una fotografía, se mostraba la imagen de la persona que trataba invocar a su presencia. Quedó extasiado, se detuvo y sus ojos quedaron atrapados por los pixeles que creaban los miles de estrellas; y entonces, en aquella imagen se dibujó una leve sonrisa, y él sintió una paz infinita; justo en el momento en el que un silbido desagradable lo trajo de regreso. Miró la fuente de ese inoportuno sonido, y comprobó que un mensaje acababa de entrar en su smartphone. Lo abrió, y quedó paralizado cuando ley ó un escueto "Hola: ¿Qué tal estás? "
¡ Era justo de la persona a la que había invocado!

Y supo, que aquellas cuatro palabras escritas en aquel papel cibernético,  haría que desde ese momento, tuviera que replantearse sus convicciones y creencias más profundas.
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miércoles, 9 de julio de 2014

En un lugar perdido de Renania

Caminaba junto a la ribera flanqueada por los tilos en aquel pequeño pueblo de Renania, y mientras Hans miraba con atención el vuelo de los pájaros iluminados por las últimas luces del día, las lágrimas brotaron de sus ojos y una congoja insufrible le oprimió el alma. Era aquella la última tarde que pasaría en la tierra que le vio nacer, donde gastó su infancia, justo donde conoció el amor de la adolescencia, y en el que reposaban los restos de sus ancestros; y los de su madre, muerta de tuberculosis solo unos meses antes. Y mientras caminaba por la orilla del Rin, aquel sagrado río que daba nombre a su tierra,  aún compungido por la pena por tan sensible pérdida, había sacado fuerzas de flaqueza para evitar que su padre se dejase llevar por la muerte lenta, la de los hombres a los que aún con vida se les muere el alma, la de las tardes interminables y las noches eternas de pena y tabernas.
Pero ahora a él se lo llevaban y nada menos que a la Guerra. ¡Por el honor de Alemania! ¡La victoria era segura! ¡Había que desarmar a los rusos, y dar una lección a Francia! ¡Y a él que le imporataba si en Sarajevo habían matado a un príncipe austriaco!, ¡que más le daba si tenía más o menos honor Alemania! Era su familia, lo que quedaba de ella, lo que le afligía el alma. Alemania le quedaba muy grande, incluso su natal Renania. Europa le daba una higa,  Rusia, Austria o Francia. No quería abandonar su casa, no ansiaba honores; detestaba las victorias bélicas no menos que las humillantes derrotas. Odiaba al Kaiser, al emperador de Austria y al zar de todas las Rusias. Solo amaba aquel río, los tilos de su ribera y aquellos pájaros que en sus alas todas las tardes se llevaban las últimas luces del día, y luego las tenían prestas para pintar el alba. Sólo quería salvar a su padre, rezar junto a él en la tumba de la esposa perdida, y algún día si Dios así lo quisiera, poder criar a unos hijos que hicieran grande a su tierra, a aquella que hasta ahora había estado felizmente perdida en este recóndito lugar de Renania.
Por tantos, a los que la maldita guerra les segó la vida, hará justo ahora cien años.

martes, 8 de julio de 2014

Multitudes

Cuando por fin cada mañana, al volante de su Pontiac, accedía a aquella abarrotada autopista, una sensación de felicidad invadía todo su ser. Probablemente no habría nadie en aquella ciudad que compartiese con él aquel sentimiento. Las caras desencajadas de aquellos que lo acompañaban en la ruta, sus rictus, las maniobras que realizaban con sus vehículos, y la desesperación cuando el tráfico llegaba al colapso, producían en todos una desesperación imposible de disimular; pero para él en cambio, todo aquello era motivo de satisfacción y de realización personal, al punto, que cuando tras más de una hora -a veces hasta dos- abandonaba la autopista y por fin llegaba hasta su lugar de trabajo, aquella satisfacción desaparecía  y su ánimo quedaba compungido y vegetaba durante la jornada laboral, hasta que llegaba la hora del regreso a casa y volvía a experimentar la sensación de plenitud. Pero en aquellos fin de semana interminables, privado del hálito vital que le proporcionaba el colapso de la autopista, tenía la sensación de que nada tenía sentido en su existencia, y la lucha que invariablemente mantenía durante aquellas horas infinitas contra su despreciable existencia, cada vez amenazaba con tener más posibilidades de éxito con acabar derrotándolo. Y la idea del suicidio llegaba a apoderarse de él, pero afortunadamente siempre llegaba el lunes y lo salvaba de la autolisis. 
Y con estas luchas transcurrió el año, y para su completa desesperación le llegó el periodo de vacaciones, y el tuvo por cierto, que veinte días continuados sin recibir el alimento que le daba la vida no podría resistirlo. Pensó salir todas las mañanas a tomar la autopista, como si de un día normal de  trabajo se tratara, y lo probó durante dos días; pero ni la autopista iba tan congestionada en esta época estival, ni sentía la presión de tener que llegar a tiempo al trabajo. Y no funcionó.
Entonces preso del pánico, buscó una solución en Internet, una escapada, huir de allí; y entonces tuvo una idea.
Eran los primeros días de julio y recordó a su escritor favorito, Ernest Hemingway; y pensó con júbilo que esa era la solución. Pidió un taxi, se dirigió al aeropuerto y tomó un avión, y  tras dos escalas y un viaje en tren, por fin llegó a su  destino.
Estaba en España, en Pamplona concretamente, era  siete de julio, justo la festividad de San Fermín.Y sin encomendarse al santo ni al diablo, se lanzó a correr el primer encierro; y cuando en mitad de la calle Estafeta miró había arriba, a su derecha, a la izquierda, y se vio en medio de una masa de gente que corría como si estuvieran locos, pero que en sus caras se reflejaba la misma satisfacción que la que él mostraba allá en su ciudad en la autopista, sintió la felicidad plena.
Y fue entonces cuando supo por qué staba allí, y que aquel eta el final de su camino y se preparó,  de pronto cuando creyó que c era el momento se freno en c seco y se giró, al tiempo que  un  tremendo morlaco lo empitonó por el cuello, y cuando sintió que su alma se le le escapaba entre aquella inmensa multitud, en una infinitésima fracción de segundo alcanzó el gozo pleno y ya nada le importó.

lunes, 7 de julio de 2014

Perdido

No alcanzaba a comprender por qué razón no conseguía impulsar sus piernas con la fuerza suficiente para poder alcanzar aquella pelota que cruzó delante de él,  ni tampoco por qué le fue imposible subir hasta el tobogán del parque en el que solía disfrutar durante horas tirándose desde lo más alto; y aún menos, por qué no era capaz de sentarse en el columpio e impulsarse con el brío con el que solía hacerlo. Miró a un lado, a otro, arriba y abajo, y en ningún sitio vio a su madre ni a la tía Dolores, ni a su hermana pequeña, tampoco había ninguno de sus amigos: no estaba Tono, ni Pepu, ni Antonio o Juanito; sí había gente, mucha gente: niños, adultos y hasta ancianos, pero no conocía a ninguno; y ahora que reparaba en ello tampoco identificaba aquel parque; ni la calle por la que ahora caminaba; tampoco sabía por qué le costaba tanto andar, ni qué le causaba aquel jadeo permanente. Trató de cruzar la calle y alguien le cogió de un brazo y le dijo algo a gritos que no pudo entender. No sabía por qué se había enfadado con él, ni por qué le hablaba en una lengua que él no comprendía. Intentó correr pero no lo conseguía, y entonces pensó que quizás se hubiese convertido en un caracol, o pudiera ser que en una tortuga, así que decidió buscar un sitio verde porque seguramente ahora tendría que vivir en un lugar así. Y se preguntó qué comería un caracol… ¿y una tortuga? Pensó que tendría que decidirse entre uno u otra, porque si era caracol tendría que llevar la casa a cuestas, y a cambio tendría solucionado el problema del alojamiento; pero si era tortuga…, ah, pues también! ¡Al menos, fuese uno u otra,  de la casa no debería preocuparse!, pero sí de la comida ¿Y qué come un caracol?, pues no tenía ni idea, quizás las tortugas se alimentaran de insectos…,¡qué asco!, nunca le gustaron las moscas…,claro que si era tortuga no tendría más remedio, esperaría a tener hambre y entonces ya vería qué era lo que le apetecía. Y entonces sintió que estaba exhausto y que un cansancio extremo se apoderó de él, y no le extrañó; pues si era tortuga, a él le parecía que dormían mucho, de hecho creía que incluso hibernaban y se pasaban varios meses durmiendo, quizás ya fuese invierno y fuese a hibernar. Buscaría un lugar adecuado para eso, tendría que estar resguardado de la lluvia, del sol, del viento…, y de la nieve, eso podría matar a una tortuga que estuviese en hibernación. Anduvo un rato más con las fuerzas que le restaban, hasta que ya al límite de sus energías halló un lugar que le pareció perfecto y allí se tumbó.
De pronto, unos gritos acompañados de zarandeos, y a los que siguieron muchos abrazos lo despertaron. Alguien lo miraba con una cara asustada y con lágrimas en los ojos, y le decía a otra persona que llevaba una cruz roja en la ropa, algo así como que él era un abuelo tortuga y que tenía un nombre muy raro. Escuchó atentamente y pudo discernir que se llamaba algo así como tortuga Alzheimer. Luego, después ya no supo lo que ocurrió. Seguramente habría llegado la primavera y con ella el fin del letargo.

viernes, 4 de julio de 2014

Lecturas indigestas

Acababa el fin de semana y se había devorado dos lecturas inquietantes. El sábado comenzó con La Metamorfosis de Frank Kafka, y tras concluirlo aquella noche durmió mal; soñó como era previsible en ella que lo hiciera, con que era una cucaracha; nada original dado el argumento de la obra que acababa de leer. Pero para el domingo no tuvo mejor ocurrencia que comenzar el desayuno con "El lobo Estepario" de Hermann Hess, y al llegar el mediodía, sin haber probado aún bocado alguno,  la digestión de tan enrevesada obra la obligó  a tener que tomar doble ración de bicarbonato para conseguir hacer la digestión. Y al caer la tarde, hubo de abandonar la lectura; presa de un súbito y angustioso desasosiego.
Primero, cucaracha, después lobo, y más tarde..., ya no sabría decir cuántos animales y otras muchas cosas más. Y así cuando llegó la noche y las sombras ocuparon el lugar que el sol  les arrebata durante el  día, comenzó a sentir algo extraño, experimentó una especie de  despersonalización que ni siquiera sabría definir ni explicar. Intentó calmarse, pues estaba claro que todo era fruto de  tan desacertadas lecturas, pero dentro de ella algo incontrolable ya había tomado vida propia. Y se asustó.
Sin duda, en esta ocasión, Luca, el librero de Piazza Navona había errado en sus consejos de lectura. Aquel mequetrefe que intentaba impresionarla con sus conocimientos de literatura, que iban parejos a su desconocimiento de la psicología humana, en aquella ocasión había errado completamente en su estrategia. Y ahora ella debería pagar; quizás muy caro, aquel error de lectura.
Intentó recuperar la entereza; a fin de cuentas no era ya una adolescente fácilmente impresionable, e intentó convencerse de que no era razonable que cayese en aquel estado de desasosiego, simplemente por leer una historia en la que un personaje se volvía completamente loco y acababa creyéndose una cucaracha; mientras otro, aún más extremo si cabía, intentaba justificar su absurda personalidad y su aberrante comportamiento, con enrevesadas teorías filosóficas de lobos, hombres, y los mil enigmáticos compartimentos del alma humana.
Pero todos sus  razonamientos no lograron sacarla de su estado de despersonalización. Aquellos dos libros le habían revelado que toda su vida era una farsa, que toda ella era una mera falacia, una contradicción;  un oximoron y una falla en la creación; no recordaba haber tenido pasado; ya no sabía quién era, ni qué era; ¿qué hacía en aquella casa?;¿era aquello realmente una casa?  No, sin duda era una jaula. Y de repente alguien abrió la puerta y sus ansias de libertad y de escapar de aquella prisión, la impulsaron a volar fuera de la jaula...Y lo hizo.
Un grupo de personas se concentró formando un círculo en la acera del cincuenta y cuatro de Vía Condotti; en el centro, había un cadáver con la cabeza reventada; era el de una mujer de mediana edad y todo parecía indicar, que había saltado desde el balcón del cuarto piso del edificio situado justo a la altura de ese número.

jueves, 3 de julio de 2014

Aidan

Tras cincuenta años en América, Aidan volvía a su Irlanda natal, de donde había salido acuciado por la hambruna que asoló al país entero como consecuencia de la crisis de la patata, y tuvo por cierto, que cuando por fin  aquel  carguero de vapor atracara en el puerto de Galway, aquella sería la última travesía de su vida en este mundo, antes de que Dios Nuestro Señor lo llamara para la definitiva, lo cual no esperaba pudiese demorarse ya.
Medio siglo hacía que había abandonado aquellas tierras benditas de Connemara; situadas en la costa occidental de Irlanda, en su mayor parte en el condado de Galway, entre las montañas de Beanna Beola y el río Owenglin, por un extremo; y el río Invermore y las montañas Maumturks por el otro. Y cerca de allí, en la pequeña ciudad de Clifden, vieron sus ojos por vez primera la luz del universo que Dios creó hace miles de millones de años.
Su padre, Donovan, junto con Ciara, su madre, reunieron una prole de nueve chiquillos, de la que él  hacía el número tres, y el primero de los varones, que en un tiempo llegaron a sumar cuatro; y cinco chicas; pero que por causa una veces de las diarreas, otras de la viruela, las más del hambre y otras porque sí a secas, la gran familia se quedó reducida a los gemelos  Brannagh y Art, tres años más jóvenes que él; y a sus hermanas Ciara y Erin, que eran las pequeñas de la casa, y por mor de la parca él se convirtió en el primogénito entre los vivos. 
Pero cuando su padre se quedó sin trabajo en Clifden, pasaron tanta hambre, que llegaron a comerse hasta el papel en el que en la carnicería envolvían los pedazos de despojos de carne, que el auxilio de la iglesia les daba de vez en cuando, para mantener la tortura de vida de aquellos niños durante un tiempo más; y ocurrió que también murió la pequeña Ciara y unos meses más tarde también el gemelo Brannagh;  tras lo cual, su madre, rota por la pena, sufrió un mal de profunda melancolía y dejó de beber, pues lo de comer ningún mérito tenía; y cuando su padre enterró a su esposa querida, dijo que ya nada le importaba en la vida, y que se pegaría un tiro o quizás se dejara caer por los Cliffs of Moher, aquellos bellos y suicidas acantilados, que estaban situados a solo una millas al sur de la costa de Galway; y él, quizás por su corta edad, en la que en su ingenuidad todo lo creía, o fuese por todo lo contrario, y que de repente de niño de diez años se convirtiera en adulto, Aidan se erigió en cabeza de familia, y como primera acción ejerciendo de tal, agarró a su padre de las solapas de su cochambrosa americana –eso sí tras subirse a una silla-,  y le propinó tal mamporro en plena nariz, a aquel hombretón de seis pies de altura, que este tras dar un traspiés y reparar en lo que había sucedido, con cara de asombrada estupidez, se limpió la sangre que le salía por uno de los orificios nasales, tras lo cual, visiblemente azorado y manifestando vergüenza, y con los ojos llenos de lágrimas abrazó a sus tres hijos, después cogió un pedazo de pan, algo de cerdo salado, y unas galletas; que era todo lo comestible que había en aquella pocilga, y tras guardarlo en un zurrón, tomó a los pequeños de la mano, y a pie, sin más equipaje que lo puesto, se dirigió con ellos hacia la región de Connemara.
En aquellas tierras de ciénagas, berzales, praderas y bosques, vivía y era propietario de una buena parte de ellas, en la zona sur, un antiguo conocido de Donovan Guinnes –que así se apellidaba el padre de Aidan, al igual que él, naturalmente-, y este hombre muy conocido por todo el condado de Galway, era Richard Martin, al que  las gentes del condado usaban en llamar Dick el solitario; y es que lo era, pues no amaba mucho de la compañía de las gentes, y su amor lo dejaba para los animales, y en tiempos duros como lo eran aquellos, era visto como una auténtica excentricidad su afán por protegerlos, al punto, que tenía en mente crear una sociedad para prevenir la crueldad contra ellos.
Y cuando Donovan se presentó frente a Dick y le contó cual era su tragedia, aquel lobo solitario se tornó en madre y patrón para todos ellos, les buscó una cabaña que les serviría de acomodo mientras preparaban algo más definitivo, y a Donovan le dijo que no se preocupara por nada, que aunque fuese rudo, allí había suficiente trabajo, y le habló de las turberas, que estaba poniendo en producción y de las que le dijo que serían un negocio muy rentable. Y durante varios años, los restos que de la familia quedaban, sobrevivieron con más dignidad que holgura, y los dos chicos junto al padre, trabajaban duro extrayendo la turba, aquel combustible tan preciado, procedente de las maderas maduradas durante años, por la humedad ácida y la ausencia de oxígeno, y que ahora permitía que la familia de los Guinnes, en su desgracia, al menos dispusieran de  una opción de supervivencia.
Y podría decirse que tuvieron unos años felices, allí entre ríos y lagos; praderas y montañas, con aquellos campos floridos por el brezo y las paulonias; por las nartecias y las orquídeas; y donde también abundaban los mirtos, los líquenes y el musgo. Y entre esta vegetación tan particular, trotaban aquellos équidos también únicos, mitad caballos y mitad ponis, que todos conocían como ponis de Connemara, aunque por su robustez nadie pensara que no fuesen en realidad auténticos corceles; y las leyendas sobre ellos eran variadas, aunque la más extendida era que aquellos eran descendientes de los caballos andaluces que a bordo de navíos naufragaron en las costas de Connemara, cuando allá por el final del S XVI,  la Gran Armada; la Invencible que llamara el rey católico Felipe de España, fracasase en su intento de reconvertir a la fe católica a la pérfida Inglaterra, y a su reina, que por aquellos tiempos era Isabel, La Reina Virgen.
Y Aidan cumplió dieciséis años, y era ya casi un hombre forjado en el duro trabajo de las tierras de Connemara, y fue entonces cuando el mundo en Irlanda se vino abajo. En aquel año de 1845, comenzó a invadir las cosechas de patata un parásito, que unos llamaron tizón tardío y otros rancha, que destruía la hortaliza y las cosechas; y la plaga continuó al año siguiente, y al otro; y la base de alimentación del común de los irlandeses que no tenía acceso al trigo, que era propiedad en su mayoría de los terratenientes ingleses, comenzó a morir por centenares, luego por millares, y por cientos de miles, y toda la precaria economía del país se vino abajo, y la turba que era el negocio del que vivían los Guinnes, dejó de ser rentable, pues ya casi nadie podía pagar el producto; y el hambre, aunque al principio menos, también los alcanzó a ellos. Y Aidan recién cumplidos los dieciocho, una semana del mes de octubre, nada más pintar el alba, se vistió con sus mejores galas, que eran las de todos los días, pero calzado con las botas de las fiestas, y tras darle un beso a cada uno de sus hermanos y luego a su padre, que por mor del cansancio del trabajo y del hambre, como el resto aún dormía, tomó el camino de Galway y desde allí con las monedas que tenía, negoció como un maestro pagar su travesía hasta América, a cambio de su pequeña fortuna y de ofrecerse como grumete para todo lo que se le pidiera; y lo que convenció al cómitre del barco fueron sus bíceps y su conocimiento sobre turbas y carbones, por lo que dado que andaban cortos de fogoneros; pues era un trabajo infame, allí lo enrolaron; y de semejante guisa partió de Irlanda con destino a las tierras de América, en las que según sabía, o te mataban rápido o sobrevivías, y en este caso era más que posible que llegaras a ser rico; naturalmente en la medida en la que el término en Irlanda se entendía.
Y a él no le sucedió ni una cosa ni la otra; aunque estuvo muy cerca de lo primero, cuando nada más arribar a la isla de Ellis, en Nueva York, un jifero italiano a punto estuvo de vaciarle las entrañas por unas inoportunas miradas a una bella morena que fueron mal interpretadas por el de Catania, y si no fuera porque otro irlandés medió y desarmó al espagueti, quizá ni el continente hubiera pisado Aidan en vida.
Recaló, tras salvar el escollo de la purga de la isla de Ellis, en la calle Five Points, en el Bajo Manhattan, donde se hacinaban como ratas una buena parte de los mil irlandeses que llegaban cada semana a Nueva York, famélicos, llenos de piojos y sucios como las ciénagas de Connemara; y aquella comunidad de hijos de las tierras verdes de San Patricio, repudiada por todos, era considerada por los neoyorquinos como la más inmunda de las cloacas que hubiera en Nueva York; y quizás en todo el orbe cristiano.
Para sobrevivir hubo de integrarse en una gang de irlandeses, compuesta por hombres convertidos en alimañas; y en aquel tiempo  conoció el catálogo completo de maldades que allí se pudiesen aprender, y se vio obligado a cometer todo tipo de crímenes, menos el homicidio en el papel de ejecutor, porque como cómplice tampoco se vio libre de ello. Pero esta etapa de su vida no quería recordarla ahora, que al fin volvía a la sagrada tierra de Irlanda, y prefería pensar que aquello fue una cuestión de vida o muerte; y en ambos casos, la suya.
De aquella cloaca lo sacó la viuda Elizabeth, una rica heredera de su marido recientemente fallecido, del que había recibido una fortuna incalculable y que poseía una mansión de ensueño en pleno centro de Manhattan.
La conoció en un atraco. Él y cuatro asesinos que le acompañaban, asaltaron a la viuda cuando viajaba en un coche de punto, acompañada por un empleado y el cochero, y tras robarle todas las joyas, que no eran poca cosa, la amenazaron con matarla si no se desnudaba y en plena quinta avenida se quedaba cuando menos en paños menores, y Aidan movido por una fuerza desconocida en él, y con un sentimiento de caballero andante, impelido a salvar a una dama en apuros, sacó su navaja y arremetió con tal furia contra aquellos dragones, que a uno le cortó una oreja, a otro le atravesó una mano, al tercero le despachó un corte profundo en la tripa; y al cuarto…,a este solo alcanzó a verle su trasero cuando se perdía por la esquina de la quinta avenida con la calle setenta y dos.
Después de aquello, la atracción que Aidan le produjo a aquella riquísima viuda, necesitada de todo menos de dinero, hizo que se embarcara en una vida de ensueño que le duró nada menos que diez años, y que se vio interrumpida, cuando murió de repente, y en la más incómoda de las situaciones que para dejar este mundo, una persona de tan alta calidad pudiera, que fue en la cama en compañía de Aidan; y tras ello, para más desgracia, sucedió que los herederos, que eran los hijos de la viuda, lo echaron a patadas del lujoso apartamento, y de sus vidas; y él que nunca pensó que ella tuviese fecha de caducidad, y que por ello no se había preocupado ni de acaparar bienes ni de herencias; ni siquiera de guardar joyas, o un cuadro, nada, absolutamente nada; pues fue eso justamente lo que le quedó. Y después se arrepintió de su candidez, de no ser cierto no se creería que un superviviente de la hambruna de la patata, y de la Five Points, no hubiera siquiera reparado en esto, ¡cuántas veces había tenido en sus manos aquellos fastuosos collares rebosantes de brillantes y esmeraldas!, ¡aquellos pendientes de lágrimas de cristales perfectos de carbono!, y ¡la perla peregrina!, aquella maravilla de perla que lució en el joyel de los reyes de la Casa de Austria de España, y que la rica viuda consiguió, cuando aún no lo era, no se sabe de qué extraña manera.
Y de nuevo se vio en la calle y sin dinero; pero con su natural don para la supervivencia, y los conocimientos adquiridos en diez años moviéndose entre la alta sociedad neoyorquina de mediados del siglo XIX. Y eran tiempos de oportunidades, y con lo aprendido con la viuda, en sus reuniones con banqueros, brókeres y financieros de toda calaña, logró introducirse en el mundo de la bolsa, situada en la misma Wall Street, donde se trabajaba la alquimia, y el humo se transformaba en oro, de los pudientes solo, porque el común había de ingeniárselas para no morir de hambre sudando por todos sus poros de su cuerpo, y no solo por los de la frente como rezaba la Biblia.
Y a Aidan le volvió a ir de perlas, y amasó una gran fortuna en solo cuatro años, y todo apuntaba a que en breve se convertiría en uno, sino el más rico de entre todos los inmigrantes irlandeses en la ciudad de Nueva York. Pero en marzo de 1861, cuando Abraham Lincoln tomó posesión de su cargo como presidente de los Estados Unidos de América, varios estados del sur se confederaron, y el 12 de abril atacaron la guarnición de Fort Sumter en Carolina del Sur, dando inicio a la Guerra de Secesión Americana, que desangró al país y arruinó nuevamente a Aidan, el cual por si fuera poco perdió una pierna y a punto estuvo también de perder la vida; a cambio, y por estar en el bando correcto, recibió una pensión vitalicia como comandante mutilado del ejército de «La Unión», ahora nuevamente rebautizado como «Ejército de los Estados Unidos de América».
Así pues, con apenas cuarenta años, estaba jubilado y tenía solucionada la vida, aunque fuese de forma modesta, además lo habían condecorado por una heroica acción de guerra, en la cual salvó de la muerte al mismísimo general Ulysses S. Grant, al interceptar la bala que iba directa a la cabeza del general, y él de forma milagrosa salió de aquello sin un rasguño siquiera, pues la bala impactó en el pesado recipiente de hierro que llevaba para servir el café al general -por deferencia no por obligación, pues él también era oficial-, y ocurrió que cuando sujetaba la pesada cafetera a la altura de la cabeza de Ulysses, la situó  justo en la trayectoria del proyectil y este impactó en ella haciendo que saltase de sus manos, eso sí produciendo alguna quemadura en alguno de sus compañeros oficiales y manchando gravemente la guerrera del general, pero por ello no fue reprendido sino condecorado, y esto le proporcionó recibir un estipendio adicional.
Y, Aidan, tranquilo y sin ganas de aventuras, decidió probar con la literatura y lo haría escribiendo sus memorias. Pero el sosiego le duró poco, pues cuando el general Grant fue elegido Presidente de los Estados Unidos de América, nada más terminada la guerra, hizo llamar a Aidan a su presencia, y el oficial que le entregó el mensaje del nuevo presidente le dejó bien claro que «el general no admite excusa alguna». Y cuando lo recibió en la Casa Blanca le entregó un despacho, en el que lo nombraba responsable de los Oficina de Asuntos Indios.
Y quince días más tarde, partió en tournée con el objetivo de visitar todas y cada una de las reservas indias.
Fueron años muy duros los que siguieron, peo el se fajó muy a fondo en la lucha por los derechos de los nativos americanos, y para ello le sirvió de modelo la entereza y decisión en la defensa de sus ideas que esgrimió el viejo Dick el solitario, con su asociación en defensa de los animales, allá en las sagradas tierras de Connemara, en su terrible y añorada Irlanda.
Nunca se casó, tampoco tuvo prometidas ni relaciones sentimentales estables; nunca le cupo duda de que él si había escarmentado en cabeza ajena; en la terrible experiencia de su familia irlandesa, en aquella prole famélica de niños hambrientos; en el recuerdo de su madre muerta de pena y de su padre, aquel hombretón irlandés, derrotado por el infortunio, y en de él apenas un crío abofeteándolo para hacerle recobrar la hombría. No, nunca quiso poder volver a pasar por eso. Y pagó un alto precio; pero ciertamente que al menos aquel infierno no volvió a repetirse en su vida.
Y cuando aquel médico de Washington, el neumólogo más afamado de la ciudad, le dijo que un cáncer le estaba devorando sus pulmones, y que le  restaban escasos meses de vida, no tuvo la menor duda de lo que debía hacer, y lo dispuso todo. Donó sus cuantiosas propiedades para que fueran repartidas entre varias comunidades de nativos americanos, se despidió de su fiel ama de llaves y de su ayudante-ambos indios de la nación apache de mil generaciones-, y después dio instrucciones para que le reservasen un camarote en el moderno buque de la Cunerd Line que había el trayecto Nueva York-Liverpool.
Se despidió de sus empleados y ayudantes con un simple «See you soon». Y con ello no quería decir que los volvería a ver pronto, si no que quizás pudieran verse en otro mundo, aunque él esto nunca se lo planteó en serio antes, ni quizás tampoco ahora.
Y ahora en un pequeño carguero recorría las últimas millas náuticas hasta arribar al puerto irlandés de Galway. Ascendió hasta la cubierta donde una fuerte racha de levante le sacudía el rostro haciéndole cerrar los ojos y tener que agarrarse a la baranda para evitar caer por la borda, y cuando al fin venciendo al fuerte viento atisbó en el horizonte la línea que dibujaban lo que creyó que eran las montañas de las tierras de Connemara, sin esperar siquiera a que aquel barco arribara a puerto, sintió que su alma abandonaba su cuerpo ya inane, y que volaba a encontrarse allá en las tierras de Irlanda con sus ancestros.