miércoles, 13 de junio de 2018

Antoine

Cuando tras cuarenta años de ausencia de su país, Antonio volvió a pisar la tierra que lo vio nacer, una emoción como no había sentido en sesenta y nueve años le invadió todo su ser. Se apoderó de él un sentimiento de amor por aquellas cuatro casas desvencijadas y semiderruidas, que un día ya lejano fueron construidas en mitad de un páramo olvidado de Dios. Ahora no eran nada, menos que nada, solo piedras amontonadas simulando formas de lo que alguna vez fueron casas, en las que hubo gentes que nacieron, vivieron, sufrieron, disfrutaron y que, al fin, murieron; hogares llenos de vidas ya desaparecidas de estas tierras; y de la propia vida.

Solo un mísero, abandonado y minúsculo cementerio; no más de diez tumbas, nueve montículos de tierra sin lápida, con nombres ya borrados, y en ellas solo cruces desvencijadas de madera, ya vencidas en la  tierra por mor del tiempo y del olvido. Solo una estaba vacía, semi-excavada o quizás ya medio rellena por el polvo traído por los vientos viajeros que siempre llegan hasta donde nada hay ni nada se espera. Y en la cabecera de aquella fosa anónima, un simple cartel. En él escrita con letras de oro relucientes como el lucero del alba, una frase: «Antonio, aquí desde hace tiempo te espera tu tumba».

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